CAPÍTULO XXI

El Desafío de Larry

Un clamor se elevó en la cámara, contenido en un instante por la mano alzada de Yolara. Permaneció en silencio, mirando a Larry con un odio pleno e intenso mezclado con celos y arrepentimiento. Pero había perdido todo control sobre el irlandés.

—Yolara —su voz sonó llena de ira; había mandado a paseo cualquier precaución—. Escúchame. Yo voy donde me place y cuando me place. Permaneceremos aquí hasta que expire el plazo concedido. Luego, iremos tras sus pasos, lo quieras o no. Y si se le ocurriera a alguien detenernos… cuéntales lo del vaso que saltó en pedazos —añadió ominoso.

Cualquier retazo de melancolía había desaparecido de sus ojos, dejando éstos con una expresión dura como el acero. La sacerdotisa no le respondió.

—Lo que Lakla nos ha comunicado debe ser estudiado inmediatamente por el Consejo —dijo la joven a los nobles—. Ahora, amigos míos, amigos de Lugur, todas nuestras diferencias y enfrentamientos deben desaparecer —miró rápidamente hacia Lugur—. Los ladala se han sublevado, y los Silenciosos nos amenazan. Pero no temáis… ¿Acaso no estamos bajo la protección del Resplandeciente? Ahora… dejadnos.

Su mano descendió sobre la mesa haciéndoles un gesto ya conocido, por lo que abandonaron la sala una docena de hombrecillos vestidos de verde.

—Devolved a estos dos a sus aposentos —ordenó señalándonos.

Los de verde se amontonaron a nuestro alrededor. Sin mirar ni una sola vez más a la sacerdotisa, O’Keefe abandonó la sala caminando a mi lado y rodeado de guardias. Hasta que no hubimos alcanzado la columnada entrada no dijo una sola palabra.

—Odio tener que hablarle así a una mujer, Doc —me dijo—, y más si es tan bonita como ésa. Pero estaba jugando con una baraja marcada, y no sólo se repartió los ases; si no que puso encima de la mesa una pistola. ¡Puñetas! Casi consigue que me case con ella. No tengo idea de qué maldita pócima me hizo tragar, pero si consiguiera la receta, me haría rico vendiéndola entre la calle Cuarenta y Dos y Broadway. Un sorbito del mejunje y te olvidas de los problemas que acucian al mundo; tres y te olvidas de que existe el mundo. No me excuso por lo sucedido, Doc; y no me importa lo que diga o lo que pueda pensar Lakla… no ha sido culpa mía, y no pienso cargar con ese peso.

—He de admitir que me siento turbado por sus amenazas —le dije, ignorando lo que me acababa de decir él.

Se detuvo en seco.

—¿Y qué es lo que le asusta?

—Sobre todo —le respondí con sinceridad—, que no me apetece en absoluto bailar con el Resplandeciente.

—Escúcheme, Goodwin —comenzó a andar con gesto impaciente—. Tiene todo mi cariño y mi admiración; pero admita que este lugar le ha desquiciado los nervios. A partir de ahora, Larry O’Keefe, hijo de Irlanda y de los Estados Unidos, va a llevar las riendas. ¡Nada de mojigaterías ni de supersticiones! Yo mando ¿Recibido?

—¡Sí, sí, le entiendo! —le respondí—. Pero, utilizando sus propias palabras, aquí las supersticiones se están convirtiendo en hechos ciertos.

—¿Cómo? —me respondió casi irritado—. Ustedes los científicos se dedican a elaborar detalladas teorías sobre hechos que jamás han presenciado, y se ríen de la gente que cree en cosas que ustedes dan por hecho que jamás han visto y que no se ajustan a sus patrones científicos. Se habla de paradojas… ¡Vaya, ahora el científico, el hombre más escéptico, la reunión de átomos más materialista que jamás ha existido en el mismísimo centro del estado de Misouri, ha adquirido una fe más ciega y más crédula que la de un derviche, y se ha vuelto más crédulo, más supersticioso que un indio de las praderas, fumando su pipa de la paz y golpeando un tambor en un cementerio a la luz de la luna!

—¡Larry! —le reconvine asombrado.

—Y Olaf no es mejor —continuó—. Pero él tiene una excusa: es marino. No señor. Lo que esta expedición necesita es un hombre libre de supersticiones. Y recuerde esto: el leprechaum me aseguró que se me advertiría de cualquier cosa que fuera a suceder. Y si tenemos que acabar con esta tontería, veremos cómo ese puñado de banshees se viene abajo antes que nosotros y se van a freír espárragos. Y no lo olvide: ¡A partir de ahora yo estoy al mando!

Por entonces ya habíamos llegado a nuestro pabellón, y me temo que ninguno de los dos se sentía muy amistoso. Rador nos estaba esperando con media docena de sus hombres.

—Nadie ha de atravesar estas puertas sin autorización; y nadie ha de salir por ellas a menos que yo lo acompañe —ordenó con autoridad—. Traed uno de los más veloces corla y que nos espere aquí listo para partir —añadió como si se le hubiera ocurrido súbitamente.

Pero una vez que hubo penetrado en el interior y se hubieron corrido los cortinas, su actitud cambió. Con gran ansiedad comenzó a hacernos preguntas. Le hicimos una breve reseña de cómo había transcurrido el banquete, le contamos la impresionante aparición de Lakla y todo lo que había sucedido a continuación.

—Tres tal, dijo meditabundo Los Silenciosos consintieron con tres tal… y Yolara aceptó —se sentó en silencio y permaneció pensativo[18]

¡Ja! —exclamó Olaf—. ¡Ja! Ya dije que la zorra del Resplandeciente era un demonio. ¡Ja! Ahora comenzaré otra vez el cuento que yo tenía cuando él llegó —dijo mirando hacia el preocupado Rador—. Y no le respondáis a lo que yo he dicho. ¡No confío en ningún habitante del Reino de los Trolls, pero sí en Jomfrau… la Virgen Blanca!

—Después de que el anciano fuera adsprede —Olaf volvió a utilizar su expresivo noruego para definir la disolución en el aire de Songar—, supe que era momento de ser astuto. Ya me lo dije: Si piensan que yo no tengo orejas para oír, hablarán; y quizá pueda encontrar la forma de salvar a mi Helma y también a los amigos del doctor Goodwin. Ja, y ellos hablaron.

—El trolde rojo le preguntó al ruso cómo podía estar bajo la protección de Thanaroa —al oír esa frase, no pude evitar hacerle un gesto de triunfo a O’Keefe—. Y el ruso —continuó hablando Olaf—, le dijo que toda su gente estaba bajo la protección de Thanaroa y que habían luchado contra las demás naciones que abominaban de él.

»Entonces llegamos al palacio de Lugur. Me encerraron en una habitación, y llegaron hombres que me lavaron y me frotaron con aceite y masajearon los músculos. Al día siguiente tuve gran lucha con un enano muy alto que llamaban V aldo r. Era fuerte, y luchando, mucho, y al final le rompí la espalda. Y Lugur estaba alegre, así que me sentó a su lado y junto al ruso para una fiesta. Y otra vez, creyendo que yo no entendía nada, hablaron.

»El ruso había viajado rápido y lejos. Hablaron de Lugur como emperador de Europa, y Marakinoff sería su brazo derecho. Hablaron de la luz verde que mató al anciano; y Lugur dijo que era un secreto que había pertenecido a los Antiguos y que el Consejo no tenía muchas armas así. Pero el ruso le dijo que en su país hay muchos hombres sabios que fabricarían más armas cuando estudiaran alguna.

»Y al día siguiente luché con un gran enano llamado Tahola, mucho más poderoso que V aldo r. Pude con él tras una lucha muy, muy larga, y también le rompí la espalda. Otra vez Lugur se alegró. Y otra vez nos sentamos para una fiesta; él y el ruso y yo. Esta vez hablaron de algo que posee el trolde y que abre el Svaelc… ¡Un abismo que hace que todo lo que atrapa caiga hacia el cielo!»

—¿Qué? —Exclamé.

—Sé de lo que habla —me dijo Larry—. ¡Espere un poco!

—Lugur había bebido mucho —continuó Olaf—. Se sentía muy hablador. El ruso le engañó para que hablara de esa cosa. Poco después, el rojo salió y regresó con una caja dorada. Él y el ruso salieron al jardín. Yo fui detrás. En medio había un lille Hoj… un mojón… de piedras en medio de aquel jardín lleno de flores y árboles.

»Lugur apretó la tapa de la caja, y una chispa no más grande que un grano de arena salió despedida y fue a dar en las piedras. Lugur apretó otra vez, y una luz azul salió disparada de la caja y golpeó en la chispa. La chispa que no era más grande que un grano de arena creció y creció mientras que la luz azul la golpeaba. De repente, se escuchó un suspiro, sopló un viento… y las piedras y las flores y los árboles dejaron de estar. ¡Se habían forsvinde… desaparecido!

»Entonces Lugur, que había estado riéndose, empujó hacia atrás al ruso, muy lejos. Y de repente comenzaron a caer sobre el jardín las piedras y los árboles, pero rotos y destrozados. Y caían como si hubieran estado a gran altura. Y Lugur dijo que de esto tenían muchos, por que su secreto pertenecía a sus artesanos, y no a los Ancianos.

»Dijo que les daba miedo utilizar el artilugio, por que una chispa tres veces más grande que la utilizada habría enviado todo el jardín a una altura tal que se habría abierto camino hacia el exterior… y añadió: ¡Antes de que estemos preparados para salir!

»El ruso le hizo muchas preguntas, pero Lugur mandó traer más bebidas y se emborrachó mucho y le amenazó, y el ruso cerró la boca de puro miedo. A partir de entonces, alargué las orejas todo lo que pude, y aprendí algunas cosas más; pero poco. ¡Ja! Lugur está deseoso de conquistar; y lo mismo les pasa a Yolara y al Consejo. ¡Se han cansado de vivir aquí y temen a los Silenciosos, aunque hagan como que se ríen de ellos! ¡Y su plan es el de conquistar nuestro mundo y gobernarlo con su diablo resplandeciente!»

El escandinavo se mantuvo unos instantes en silencio, y siguió hablando con su profunda voz temblando de emoción.

—¡El Reino de los troll se ha levantado; el Helvede se agazapa a la entrada del mundo esperando a que lo suelten para penetrar por sus puertas con un demonio cabalgando en sus lomos! ¡Y nosotros sólo somos tres!

Sentí cómo la sangre abandonaba mi cara. Pero Larry se había convertido en la encarnación de los guerreros del clan de los O’Keefe. Rador lo miró, se levantó y atravesó las cortinas. Poco después estuvo de regreso con el uniforme del irlandés.

—Ponéoslo —le dijo bruscamente; y fuera lo que fuese a añadir O’Keefe quedó silenciado por un salvaje alarido de alegría que emitió al ver su uniforme.

Hizo trizas la túnica y las demás vestiduras.

—¡Ricardo vuelve a ser Ricardo![19] —gritó y, a medida que vestía sus prendas, en sus ojos volvió a brillar aquella llama impetuosa de antaño. Cuando se colocó la última prenda, se situó ante nosotros.

—¡Inclinaos, pobres diablos! —nos gritó—. ¡Golpead el suelo con vuestras frentes y rendid homenaje a Larry Primero, Emperador de Gran Bretaña, Autócrata de Irlanda, Escocia, Inglaterra y Gales, aguas adyacentes e islas! ¡De rodillas os digo, comadrejas!

—¡Larry! —grité— ¿Se ha vuelto loco?

—Ni por asomo —me respondió—. Estoy bastante cuerdo si se me compara con el ca mara da Marakinoff. ¡Ahoy! ¡Fabricad más joyas para la Corona, tensad otro cordaje nuevo de oro en el arpa de Tara y abajo con los Sassenach[20] para siempre! ¡Ahoy!

Tras ese grito, comenzó a bailar una frenética jiga.

—Dios, qué bien me sienta esta ropa —dijo riendo—. Su roce se me ha subido a la cabeza. Pero lo que les dije de mi imperio es verdad. De repente se puso serio.

—No. Tampoco lo decía en serio. Parte de lo que nos ha contado Olaf lo deduje yo de lo que me contó Yolara. Y reuní todas las piezas cuando ese comunista me detuvo justo antes de… antes de… —dudó—, bueno, antes de que montara aquel numerito.

—Puede que el sospechara algo… puede que creyera que yo sabía más de lo que sabía. Y pensó que Yolara y yo nos tratábamos como dos tortolitos enamorados. También creyó que Yolara tenía más influencia sobre esos malditos fuegos que Lugur. También se imaginó que, siendo mujer, la podría manejar con más facilidad. Con todo eso ¿qué era lo que en buena lógica debía hacer? ¡Déjame seguir a mí, Steve! ¡Derribar a Lugur y establecer una alianza conmigo! Así que con total tranquilidad me ofreció dejar en la cuneta a Lugur si yo le entregaba a Yolara. Mi recompensa sería la de elevarme a emperador de Rusia. ¿Se lo imaginan? ¡Buen Dios!

Rompió a reír de manera incontenible. Pero, bajo mi perspectiva, y habiendo presenciado de lo que era capaz el ruso, todo esto no me parecía absurdo; al contrario, presentí que se avecinaba una catástrofe colosal.

—Aún así —continuó hablando cuando se hubo calmado— me siento un tanto inquieto. Tienen el rayo keth y esas bombas destructoras de la gravedad.

—¡Bombas destructoras de la gravedad! —jadeé.

—Está claro —me respondió—. ¿Qué otra cosa podía ser eso que envió volando por los aires los árboles y las piedras del jardín de Lugur? Marakinoff se dio cuenta rápidamente. Eliminan la gravedad al igual que las pantallas de oscuridad eliminan la luz… y, en consecuencia, cualquier cosa que se encuentre en su radio de acción puede salir disparado hasta la luna. Han conseguido asustarme; con eso, con los keth y con los soldados que se pueden volver invisibles asesinando a placer… vaya, que los peores bolcheviques son a su lado niños pequeños ¿Verdad, Doc?

—No me preocupa el Resplandeciente —continuó O’Keefe—. ¡Un manguerazo de agua de las mangueras de alta presión del Cuerpo de Bomberos lo mandaría a hacer puñetas! Pero los del Consejo… ¡Esos sí que son peligrosos, créame!

Pero por una vez, la confianza de O’Keefe no encontró apoyo en mí. Yo no era capaz de tomarme al Morador tan a la ligera como él… y una visión pasó ante mis ojos; una visión del Apocalipsis que ni siquiera el Evangelista había sido capaz de imaginar.

Una visión del Resplandeciente moviéndose sobre la superficie de nuestro mundo; un pilar llameante, glorioso, monstruoso, de maldad eterna encarnada… de gente siendo engullida por su abrazo brillante y siendo precipitadas a esa espantosa muerte en vida que yo ya había visto durante los rituales… de ejércitos enteros deshaciéndose en polvo diamantinamente brillante frente a los mortales rayos verdes… de ciudades enteras precipitándose al vacío a causa de aquella otra fuerza demoníaca de la que había sido testigo Olaf… de un mundo acosado y cazado por los invisibles asesinos del Morador que llevarían a la Tierra todo el odio infernal que albergaban en sus almas… del reclutamiento por parte de la Cosa de cada alma siniestra, débil, descarriada de la humanidad. ¡Por que yo sabía que, una vez liberado, ninguna nación de la Tierra podría hacer frente al diabólico dios, que pronto daría a conocer su poder!

¡Y entonces el mundo se convertiría en un colosal antro de crueldad y terror, un circo de bajas pasiones, de odios y de torturas; un caos de horror en el que el Morador crecería en poder, alimentándose de aquellas infernales hordas, aumentando su deseo inhumano!

En su ocaso, el planeta sería un erial asolado por una plaga que se elevaría hacia los cielos; sus verdeantes campos, sus murmurantes bosques, sus praderas y sus montañas serían colonizados por incontables legiones de seres sin alma, muertos en vida idiotizados, con sus vacíos cuerpos bendecidos por la infernal gloria del Morador… y alzándose sobre la vampirizada tierra como un faro de algún lejano infierno, infinitamente lejano, más allá de la imaginación más desembocada del hombre… ¡El Morador!

Rador se puso en pie de un salto y se dirigió hacia el globo, que comenzaba a emitir sonidos. Se inclinó sobre su superficie, ajustó sus mecanismos y nos pidió que nos acercáramos. El globo se elevó más de prisa de lo que había observado antes, se iluminó con un suave brillo, comenzó a aumentar el sonido, y finalmente pude oír la voz de Lugur claramente.

—¿Entonces es inevitable la guerra?

Se escuchó un coro de murmullos que asentían… creo que era el Consejo.

—Iré en busca del hombre alto… el que llaman Larri —Esta vez era la sacerdotisa la que hablaba—. Una vez pasen los tres tal, Lugur, podéis hacer con él lo que os plazca.

—¡No! —le respondió Lugur con la voz llena de odio—. Todos deben morir.

—Morirá —le dijo Yolara—. Pero me gustaría que viera a Lakla primero… y que ella supiera lo que le va a suceder a él.

—¡No! —Exclamé al oír la voz de Marakinoff que intervenía.

—No hay tiempo para los caprichos personales, Yolara. Escuchad mi consejo: al finalizar los tres tal, Lakla vendrá en busca de vuestra respuesta. Vuestros hombres se emboscarán, y acabarán con ella y con su escolta utilizando los keth. Pero no matarás a los tres hasta que no se haya realizado tal cosa… y rápidamente. Con Lakla muerta, podremos marchar sobre los Silenciosos… ¡Y os prometo que encontraré la manera de acabar con ellos!

—¡Acepto! —le respondió Lugur.

—Aceptad, Yolara —habló una voz de mujer, y supe que era aquella anciana de belleza arrebatadora—. Apartad de vuestra mente cualquier imagen del extraño… ya sea de amor o de odio. En este extremo, el Consejo está con Lugur y el hombre sabio.

Se produjo un silencio… y a continuación se oyó la voz de la sacerdotisa, seca pero llena de convicción.

—¡Acepto!

—Haced que Rador lleve a los tres al templo y que los entregue a Sator, el Alto Sacerdote —dijo Lugur—, y que permanezcan allí hasta que todo pase adecuadamente.

Rador dio un golpe a la base del globo y éste dejó de flotar. Se volvió hacia nosotros con la intención de hablarnos, y mientras lo hacía, el globo comenzó a sonar con un perentorio campanilleo mientras los colores se desplazaban sobre su superficie.

—He oído —susurró el hombre de verde—. Los tres serán conducidos al lugar.

El globo se apagó y Rador avanzó hacia nosotros.

—Ya lo habéis oído —nos dijo.

—Por tu vida, Rador —le dijo Larry—. ¡No lo hagas! —y de pronto comenzó a hablar en el idioma de Muria—. Somos seguidores de Lakla, Rador, y vos también lo sois.

Extrajo rápidamente la pistola y apuntó a la sien del enano de verde.

Rador no se movió.

—¿De qué os serviría, Larri? —le dijo tranquilo—. Podéis matarme… pero al final os prenderán. La vida no es tan preciosa en Muria como para que mis hombres, que están fuera, no se precipiten sobre vosotros a pesar de que masacréis a la mayoría de ellos. Y, al final, os sobrepasarán.

Pude ver que la duda se reflejaba en los ojos de Larry.

—Y —añadió Rador—, si os dejo marchar, tendré que bailar con el Resplandeciente ¡O algo peor!

La pistola de O’Keefe volvió a su funda.

—Eres un buen tipo, Rador, y nada más lejos de mi intención que hacerte daño —le dijo—. Llévanos al templo. Una vez que estemos allí… habrá finalizado tu responsabilidad ¿Verdad?

El enano asintió con la cabeza, mientras su cara adoptaba una curiosa expresión… ¿Era alivio? ¿O se trataba de una emoción más elevada?

Se volvió bruscamente.

—Adelante —nos ordenó.

Salimos de aquel elegante y pequeño pabellón que había llegado a convertirse en nuestro hogar incluso perteneciente a aquel extraño palacio. Los guardias, a nuestro paso, se pusieron firmes.

—Vos, Sattoya, permaneced junto al globo —le ordenó a uno de ellos—. Si se pusiera en comunicación la Afyo Maie, decidle que estoy en camino con los extraños, siguiendo sus instrucciones.

Atravesamos la fila de guardias y nos dirigimos al corial, que permanecía estacionado al final del paseo que comunicaba nuestro edificio con la gran carretera verde.

—Esperad aquí —le dijo con acento seco al conductor.

El hombrecillo se situó en el asiento, empujó la palanca y nos deslizamos sobre la brillante obsidiana.

En ese momento, Rador nos miró y rompió a reír con sonoras carcajadas.

Larri —gritó—. ¡Os amo por el espíritu que os domina! ¿Y llegasteis a pensar que Rador sería capaz de conducir a la prisión del templo al hombre que se arriesgó a que cayera sobre su cabeza un horrible tormento por salvarlo? ¿O vos, Goodwin, vos que me salvasteis de morir en medio de una horrible putrescencia? ¿Por qué creéis que le pedí al conductor que se apeara del corial; por qué creéis que anulé el velo de silencio del globo para oír qué os amenazaba?

Hizo que el corial girara hacia la izquierda, alejándose del templo.

—¡He terminado con Lugur, Yolara y el Resplandeciente! —gritó Rador—. ¡Mi mano está al servicio de los tres, de Lakla y de aquellos a los que la doncella sirve!