Nos detuvimos ante unas gruesas cortinas, a través de las cuales se filtraba el ahogado murmullo de muchas voces. Las apartaron; a través de ellas salieron dos ujieres, iban vestidos con petos de cuero endurecido y faldones que me recordaron a una especie de cota de mallas. Se trataba del primer tipo de armadura que había visto en este lugar. Mantuvieron abiertas las cortinas.
La cámara, en cuyo umbral permanecíamos de pie, era mucho más larga que cualquier otro salón o sala de audiencias. No medía menos de doscientos metros de larga y la mitad de ancho, de un extremo a otro estaban dispuestas dos enormes mesas semicirculares; ambas en paralelo, divididas por un amplio pasillo y cubiertas de flores, frutas y viandas que me resultaban desconocidas, mientras que las cristalerías, los jarrones, paneras, cuencos brillaban con el colorido de todas las flores. Sobre los sillones acolchados que rodeaban las mesas, recostados lujuriosamente, pude ver docenas de personas rubias pertenecientes a las clases dominantes, y de sus gargantas surgió un pequeño grito de admiración y asombro cuando sus ojos se posaron sobre O’Keefe y toda su plateada magnificencia. Por doquier los globos luminosos extendían su rosado brillo.
Los enanos con las corazas nos condujeron a través del pasillo. En medio del arco del círculo interno había otra mesa, esta de forma oval. Entre los que estaban sentados se encontraba aquella para la única que tenía ojos: ¡Yolara!
Se cimbreó mientras se levantaba para saludar a O’Keefe… y parecía una de aquellas doncellas lila cuya belleza, cuenta Hoang-Ku el sabio, hizo del Gobi el primer paraíso, y cuya lascivia hizo de aquel paraíso el desierto lo que ahora es. Alargó las manos hacia Larry, y en su cara se reflejaba toda la pasión, desnuda, indisimulada.
Ella era la encarnación de Circe… pero una Circe conquistada. Etéreas sagas del más fino tejido cubrían su adorable cuerpo. Entrelazada con su pelo del color del maíz maduro brillaba una diadema de pálidos zafiros; aún más pálidos en comparación a los ojos de Yolara. O’Keefe se inclinó y la besó en las manos emitiendo por todos sus poros algo más que admiración. Ella se dio cuenta y, sonriendo, lo sentó a su lado.
Caí en la cuenta de que, de todos los presentes, sólo Yolara y O’Keefe llevaban ropas blancas… y me pregunté el motivo; de repente, con un gran sobresalto, vi que entraba Lugur. Vestido entero de color escarlata, un silencio tenso y violento cayó a su alrededor mientras avanzaba.
Su mirada cayó sobre Yolara y, posteriormente, se detuvo sobre O’Keefe. Al instante su rostro adquirió una expresión espantosa; no hay otra forma de describirlo. Marakinoff se inclinó sobre el centro de la mesa, cerca de donde yo me encontraba sentado, le tocó un brazo y susurró algo rápidamente. Con un esfuerzo sorprendente, el hombrecillo de rojo se controló, y saludó a la sacerdotisa con lo que me pareció una gran ironía mientras tomaba asiento al extremo de la gran mesa oval. En ese instante observé que los comensales que se interponían entre ambos eran los siete miembros del Consejo del cual la sacerdotisa y la Voz del Resplandeciente eran los miembros principales. La tensión se relajó, pero no se desvaneció… como si de una nube tormentosa se tratara, se había retirado al horizonte, acechante, amenazando con volver.
Volví a recorrer la mesa con la mirada. El extremo más cercano de la sala estaba cubierto con unas cortinas exquisitamente teñidas y festoneadas con unas elaboradas guirnaldas. Entre las cortinas y la mesa se encontraban sentados Larry y los nueve, sobre una plataforma circular de unos diez metros de diámetro, que los elevaba unos cuantos centímetros del suelo. Su bruñida superficie estaba cubierta de luminosos y fragantes pétalos de delicado aspecto.
A cada lado de la plataforma se alineaban unas banquetas bajas. Las cortinas se apartaron y penetraron con paso delicado unas doncellas portando flautas, arpas y aquellos curiosos tambores de octavo. Tomaron asiento en las banquetas y comenzaron a tocar sus instrumentos. Una melodía tenue y lánguida inundó el rosado aire.
¡El escenario estaba listo! ¿Qué espectáculo presenciaríamos?
Una vez que se hubo iniciado la música, comenzaron a recorrer las mesas unas doncellas de cabellos oscuros y de maravillosos pechos desnudos. Cuando se inclinaban sobre las mesas para escanciar vino, sus diminutas faldas se elevaban, dejando ver la redondez de sus nalgas y sus rosadas vulvas.
Busqué a O’Keefe con la mirada. Pude ver con claridad que lo que quiera que le hubiera comunicado Marakinoff le llenaba la mente… incluso hasta el límite de abstraerlo de la maravillosa mujer que tenía a su lado. Tenía la mirada tensa, fría… y de vez en cuando, cuando miraba al ruso, se llenaba de curiosa expectación. Yolara lo miró ceñuda y le dio una orden a la doncella que se encontraba a sus espaldas.
La muchacha desapareció y regresó con una jarra que parecía tallada de una sola pieza de ámbar… La propia sacerdotisa escanció en la copa de Larry un líquido claro que burbujeó desprendiendo diminutas chispas de luz. Ella se llevó la copa a los labios y la tendió a O’Keefe. Medio sonriendo y medio abstraído, la tomó, posó los labios en el lugar que ella había besado y vació el contenido. Yolara asintió levemente y la doncella volvió a llenar la copa.
De repente, se produjo una profunda transformación en el irlandés. Su abstracción desapareció; la rigidez lo abandonó y sus ojos chispearon. Se inclinó galante sobre Yolara y le susurró algo. Los azules ojos de la sacerdotisa brillaron triunfantes y emitió una cantarina risa. A continuación levantó su propia copa ¡No estaba llena con el mismo líquido que había bebido Larry! Una vez más, el irlandés consumió su bebida y, levantándola sobre su cabeza, hizo que se la llenaran de nuevo. Sorprendió la siniestra mirada de Lugur y le brindó la copa con gesto burlón. Yolara se balanceó seductora, tentadora. Larry se levantó con la cara convertida en una máscara de desprecio, de profunda burla.
—¡Una tostada! —gritó en inglés—. ¡Una tostada para el Resplandeciente y que el infierno del que viene lo reclame de regreso pronto!
Había utilizado el mismo término que ellos para designar a su dios… todo lo había dicho en inglés; por lo que, afortunadamente, no le entendieron. Pero sí entendieron el significado de su acción… y un silencio helador, mortal, cayó sobre todos. Los verdes ojos de Lugur relampaguearon con pequeñas chispas púrpura. La sacerdotisa se levantó y abrazó a O’Keefe. El levantó una mano fláccida y la acarició mientras su mirada perdida se ensombrecía.
—El Resplandeciente —dijo en voz baja—. Puedo volver a ver las caras de aquellos que bailaron con él. Son los Fuegos de Mora… por el Cielo, sólo Dios sabe cómo han llegado desde Erin a este lugar… ¡Los Fuegos de Mora! —contempló a la silenciosa audiencia, y de sus labios brotó la más impresionante y extraña leyenda de Erin, La Maldición de Mora:
«Los raídos fuegos de Mora se precipitaron durante las tinieblas volando sobre él;
Ya no se estremecerá jamás por el amor, ni volverá a llorar por el olvidado placer;
Por que cuando esas llamas te atrapan, ya ni la alegría ni la añoranza vuelves a ver».
Una vez más, Yolara lo abrazó para intentar sentarlo junto a ella, y una vez más él volvió a posar su mano sobre la joven. Su miraba pareció vagar por inconmensurables distancias mientras seguía entonando:
«Y a través del silencio adormecido sus pasos deben seguir tras la tonada,
Cuando el inundo es aprisionado y marcado por la luna plateada».
Permaneció en pie, oscilando durante un instante y, de repente, rompió a reír mientras la sacerdotisa lo sentaba. Volvió a vaciar su copa.
Al presenciar aquello, mi corazón se heló; cualquier esperanza que pudiera haber abrigado se había desvanecido con la incontrolada ebriedad de Larry.
El silencio se rompió mientras que los hombres y mujeres de rasgos élficos se miraban unos a otros furtivamente. Yolara se levantó con gran seriedad y los ojos chispeantes de color verde esmeralda.
—Escucha, Consejo, y escucha tú, Lugur… ¡Y escuchad todos los presentes! —gritó—. En este momento, yo, la sacerdotisa del Resplandeciente, tomo mi hombre. ¡El es! —dijo mientras señalaba a Larry.
El la miró detenidamente.
—No consigo comprender lo que dices, Yolara —tartamudeó con voz espesa—. Pero di cualquier cosa… lo que te plazca… ¡Me encanta tu voz! Pensé que iba a enfermar de puro terror. Yolara posó una mano suavemente sobre la cabeza del irlandés y comenzó a juguetear con sus rizos.
—Ya conocéis la ley, Yolara —la voz de Lugur no presentaba entonación alguna, pero estaba cargada de muerte—. No podéis mezclaros con otro que no sea de los vuestros. Y este hombre es un extraño… un bárbaro… ¡Alimento para el Resplandeciente! —Pareció escupir la última frase.
—No, no es de los nuestros, Lugur… ¡Es un ser superior! —le respondió Yolara con serenidad— ¡He aquí al descendiente de Siya y Siyana!
—¡Blasfemia! —gritó el hombrecillo de rojo—. ¡Blasfemia!
—¡El Resplandeciente me lo ha revelado! —le dijo Yolara con dulzura—. Y si no me creéis, Lugur… ¡Id a consultar con el Resplandeciente si no es cierto!
En esas palabras se transmitieron amenazas innominadas, y fuera cual fuera el mensaje que recibió Lugur, fue suficiente. Permaneció rígido, impactado, con sombras de tormenta reflejándose en su rostro. Marakinoff volvió a inclinarse sobre la mesa y le susurró unas palabras. El hombrecillo se inclinó con ironía y volvió a sentarse en silencio. Una vez más me pregunté qué poder ostentaría el ruso para poder manejar de aquella manera a Lugur.
—¿Qué dice el consejo? —Les preguntó Yolara girándose.
Consultaron entre ellos durante unos instantes y, entonces, habló la mujer cuyo rostro era un prodigio de belleza.
—¡La voluntad de la sacerdotisa es la voluntad del Consejo! —le respondió.
La actitud desafiante desapareció de Yolara mientras miraba a Larry con ternura. El permanecía sentado, bamboleante y balbuciente.
—Convocad a los sacerdotes —ordenó. Luego, dirigiéndose a la silenciosa sala, volvió a hablar—. ¡Por los ritos de Siya y Siyana, Yolara toma como esposo a su hijo! —y una vez más, su mano se posó, posesiva, sobre la cabeza del ebrio O’Keefe.
La cortinas se apartaron por completo, y a través de ellas pasaron, por parejas, doce figuras encapuchadas vestidas con túnicas de un color verde que uno sólo ve en los campos en primavera cuando acaba de caer la lluvia purificadora. De cada pareja, uno portaba pegado al pecho un globo de un cristal lechoso similar al que habíamos visto en el santuario; el otro portaba un arpa de pequeño tamaño, parecida a las clarsach de los druidas.
De dos en dos se subieron a la pequeña plataforma, colocaron con delicadeza el globo sobre la misma y, por parejas, se arrodillaron ante ellos. Ahora formaban una estrella de seis puntas alrededor de estrado lleno de pétalos y, simultáneamente, se apartaron las capuchas de los rostros.
Casi me levanté de la sorpresa, pues las figuras pertenecían a jóvenes hombres y doncellas pertenecientes a la raza rubia; y aquellos jóvenes eran más bellos que cualquiera de los que había visto hasta ahora: sobre sus rostros no pude apreciar ni una traza de aquella encubierta crueldad que ya estaba acostumbrado a descubrir. El dorado cabello de las doncellas estaba coronado por unas pequeñas coronas de oro. Los bucles de los jóvenes estaban recogidos por unas coronas confeccionadas con unas gemas traslúcidas y pálidas, como si estuvieran formadas por rayos de luna. Y, entonces, cada uno de ellos tomó el globo y el arpa y comenzaron a cantar.
Ignoro el contenido de aquella canción, y creo que jamás sabré su significado. Parecía antigua, más allá de lo imaginable… pero de una antigüedad nada parecida a aquella que hace que las cosas envejezcan y se marchiten. No; era la antigüedad de la niñez dorada del mundo: era la canción de amor de los hijos de la Tierra, que cantaban a la luz de nuevos soles. Era una coral de estrellas recién llegadas al cielo; era el murmullo de los dioses y diosas de abril. La languidez me traspasó. La luz rosada de los trípodes comenzó a menguar, y a medida que desaparecía, el brillo de los globos se hizo más potente. Yolara se levantó, extendió una mano hacia Larry, le condujo a través de los pétalos formados por los jóvenes, y permaneció en el centro del círculo frente a él.
Las luces rosadas murieron, y la inmensa cámara quedó entre tinieblas, a excepción del círculo que formaban las resplandecientes esferas. En ese momento, su brillo comenzó a crecer y la canción pareció perderse en el aire. Un arrobador arpegio salió volando de las arpas, y, a medida que las notas quedaban colgadas en el aire, y como si salieran a su encuentro, de los globos comenzaron a extenderse unos conos de fuego lunar parecidos a los que había presenciado en el altar de Yolara. Salvajemente, sin medida ni pausa, comenzaron a crecer al ritmo de los arpegios de las arpas. ¡Y del fuego lunar comenzaron a extenderse hacia el techo unas llamaradas rosas!
Yolara levantó los brazos, asiendo en sus manos las de O’Keefe y elevándolas sobre sus cabezas. Lenta, muy lentamente, comenzó a girar en círculos mientras se balanceaban lentamente, como si se tratara de dos volutas de vapor girando sobre una lenta corriente.
A medida que ambos se balanceaban, las notas de las arpas crecieron de intensidad. De repente, las estilizadas llamas de fuego lunar se inclinaron, y comenzaron a extenderse sobre el suelo mientras rodeaban a la pareja ¡Y comenzaron a elevarse, cada vez a mayor altura, creando una barrera brillante, ardiente, que ocultó a ambos!
Con un grácil movimiento, Yolara se desprendió de su corona de pálidos zafiros y se soltó el elaborado peinado con un movimiento de la cabeza. La larga melena se desprendió y cubrió a ambos con un velo hecho con los bucles de su sedoso pelo. Mientras tanto, las brillantes llamaradas de fuego lunar se habían aproximado a la pareja y comenzaba a trepar por sus piernas, mientras crecía en intensidad.
¡Y la desesperación se hundió más en mi alma!
¿Qué era aquello? Me puse en pie y, a través de la oscuridad, pude apreciar unos rápidos movimientos. De el exterior me llegaron sonidos de trompetas, el ruido de gente corriendo y fuertes gritos. Al acercarse más el tumulto, pude oír que el gentío gritaba ¡Lakla, Lakla! La multitud debía encontrarse ya a las puertas del edificio y de su interior pude apreciar, de una manera extraña, como si le hiciera el contrapunto al griterío, un profundo, casi abismal, sonido bajo y retumbante… como si se aproximara un enorme trueno.
De repente, el sonido de las arpas cesó, los fuegos lunares se retiraron, reptantes, hacia el interior de los globos; el balanceo de Yolara se tomó en rigidez, como si escuchara con cada átomo de su cuerpo. Se retiró la espesa melena, y con los últimos resplandores de los tentáculos que se retiraban pude ver que en su cara se reflejaba un gesto propio de la antigua máscara griega de la tragedia.
Sus dulces labios, que incluso en su propia dulzura jamás perdían un leve rictus de crueldad, perdieron por completo su belleza. Estaban abiertos en un grito inarticulado… inhumanos como los de la propia Medusa; sus ojos translucían los fuegos del abismo, y su pelo parecía retorcerse como si estuviera formado por cientos de serpientes como las que formaban la cabellera de la Gorgona, de la que la sacerdotisa había tomado su boca. Toda su impactante belleza se había transformado en algo innombrable, odioso, inhumano ¡brutal! Si lo que yo estaba presenciando era el alma verdadera de Yolara reflejada en sus facciones ¡Que Dios nos ayudara a todos!
Dirigí la mirada hacia O’Keefe. Lo había abandonado cualquier síntoma de ebriedad; miraba hacia la joven y en sus ojos se dejaba translucir el terror último y definitivo. Así permanecieron ambos hasta que la luz desapareció.
Durante unos instantes la más completa oscuridad nos rodeó. De repente, con un relampagueo, la oscuridad formada por la pared del extremo de la cámara desapareció y, a través de un portal formado por verdes brumas, comenzó a derramarse una radiación plateada.
Y a través del portal abierto comenzaron a penetrar, de dos en dos, unas alucinantes figuras de pesadilla: ¡Unos batracios casi humanos y mucho más altos que O’Keefe! Sus enormes ojos, tan grandes como platos, eran de color verde fosforescente manchados de rojo. Sus enormes bocas, con los labios separados en una semisonrisa, presentaban enormes hileras de colmillos aguzados como lancetas. Sobres las cabezas llevaban unos cascos formados por escamas negras y naranjas y rematados por unos afilados cuernos.
Se alinearon a ambos lados del pasillo, como si de auténticos soldados se tratara, y eso me permitió observar que los cornudos cascos les cubría los hombros y las espaldas, y se alargaba hasta el pecho formando una coraza. El blindaje finalizaba en las muñecas y los tobillos, formando una especie de espuelas de amenazador aspecto. Los palmeados pies y las manos finalizaban en garras de color amarillo.
Los soldados iban armados con largas lanzas, de al menos cinco metros de largo, cuya punta estaba formada por aguzados conos, del mismo material brillante del que estaba confeccionada la daga que había intentado acabar con la vida de Rador.
Eran seres grotescos… más grotescos que cualquier cosa que hubiera presenciado antes ¡Pero también eran seres terribles!
De pronto, atravesando sus filas, se aproximó una joven. Tras ellas se acercaba otro anfibio, más corpulento que los demás, de cuyo cuello colgaba una enorme bolsa que se balanceaba de un lado a otro, y que llevaba una maza, enorme como un árbol joven y cubierta de grandes clavos, asida de una de las garras. Aún así, a aquel ser sólo le presté una breve atención, ya que todos mis sentidos estaban puestos en la joven.
Ella había sido la joven que nos había señalado el camino para sortear las trampas y peligros en el antro del Morador en Nan-Tauach. Y, mientras la miraba, me pareció absurdo que en algún momento hubiera podido pensar que la sacerdotisa era la mujer más bella que jamás había visto. En la mirada de O’Keefe pude ver que se mezclaban la más desatada felicidad y la vergüenza más profunda.
Y de nuestro alrededor comenzaron a llegar murmullos cargados de odio, de incredulidad y… de miedo.
—¡Lakla!
—¡Lakla!
—¡La Doncella!
La joven se detuvo muy cerca de mí. Desde la barbilla hasta los pies, calzados con unas delicadas sandalias, estaba envuelta en una vaporosa y transparente gasa de suave color cobrizo. Tenía oculto el brazo derecho, mientras que el izquierdo, libre de los ropajes, estaba cubierto por un guante.
En su mano apretaba una de las viñas que habíamos visto esculpidas en las paredes y en el anillo de Lugur. Cinco zarcillos, gruesos, de vivo color verde, se asomaban por entre sus dedos, mostrando en sus extremos cinco flores que brillaban como si hubieran sido esculpidas de un rubí gigantesco.
Permaneció firme, contemplando a Yolara. Entonces, quizá advertida por mi profundo escrutinio, me miró directamente a los ojos; una mirada dorada, translúcida. Pude ver que su dorado iris estaba cruzado por diminutas líneas ambarinas. El alma que me miraba desde aquellos ojos era tan opuesta al alma llameante de la sacerdotisa como el zenith lo está del nadir.
Observé el amplio arco de sus cejas, la pequeña y orgullosa nariz, la tierna boca y la suave y delicada piel que parecía translucir luz del mismísimo sol. Y, súbitamente, en sus ojos nació una sonrisa… dulce, amigable, sin un solo toque de malicia, reafirmando profundamente toda su calidad humana. Sentí cómo se me dilataba el corazón, como si lo hubieran liberado de un enorme peso; percibí cómo volvía a recobrar la confianza en la realidad esencial de las cosas… Como si, sumergido en una horrible pesadilla, el inconsciente hubiera entrevisto entre las tinieblas una cara familiar que le hubiera hecho comprender que todos aquellos terrores no eran sino meros sueños. E involuntariamente, la devolví la sonrisa.
Volvió a girar la cabeza y miró fijamente a Yolara, con la mirada llena de desprecio y cierta curiosidad. Luego miró hacia O’Keefe… y en sus ojos vi cómo aleteaba una sombra de tristeza y un profundo interés; pero, por encima de todo, pude ver en sus ojos un inocente gesto de deseo que la hizo aún más humana que la sonrisa que me había regalado.
Al fin habló, y su voz, de timbre profundo, como oro líquido, en contraposición a la argéntea voz de Yolara, era una síntesis sutil de toda la dorada belleza que constituía la joven.
—Los Silenciosos me han enviado, oh Yolara —le dijo—. Y esto es lo que os ordenan: que me hagáis entrega de tres de los cuatro extraños que han llegado hasta aquí para llevarlos a su presencia. Aquel que ha estado conspirando con Lugur —y señaló a Marakinoff mientras Yolara se sobresaltaba—, no ha de acompañarme. Los Silenciosos han mirado dentro de su corazón. ¡Lugur y vos podéis quedároslo, Yolara!
Sus última palabras estaban cargadas de desprecio.
Yolara volvía a ser ella misma, y sólo lo cortante de sus palabras reveló la ira que la inundaba.
—¿Y desde cuándo los Silenciosos tienen poder para ordenarnos, choya?
Esta última palabra, supe más adelante, era una palabra vulgar; ya la había escuchado anteriormente, cuando Rador se enfadó con una de las sirvientas. Venía a significar, aproximadamente fregona o limpiadora. Frente a aquel insulto, Lakla enrojeció violentamente.
—Yolara —le respondió en voz aún más baja— no os va a servir de nada cuestionar mi orden. No soy más que la mensajera de los Silenciosos. Y sólo se me permite haceros una única consulta: ¿Me entregaréis a los tres extraños?
Lugur estaba en pie; expectante, disfrutando sardónico del enfrentamiento, desbordándole por todos los poros una siniestra intención; mientras que Marakinoff, encogido, se mordisqueaba las uñas mientras miraba de reojo a la dorada muchacha.
—¡No! —Escupió Yolara—. ¡No! ¡Por Thanaroa y el Resplandeciente, no! —Los ojos le relampagueaban, los orificios de la nariz se le habían dilatado y una delicada vena le latía acelerada en el cuello—. Vos, Lakla… llevad mi mensaje a los Silenciosos. Decidle que me quedo este hombre —señaló hacia Larry—, por que me pertenece. Decidles que me quedo con el varón de pelo dorado y con él —me señaló—, simplemente por que me place. ¡Decidles que poso mi pie sobre sus bocas, así! —le dijo mientras pisoteaba violentamente el estrado—. ¡Y que escupo sobre sus caras! —y realizó esa acción como si de una serpiente se tratara—. ¡Y decidles por último, vos, doncella, que si osan enviaros otra vez ante Yolara, ella misma alimentará al Resplandeciente con vos! ¡Marchaos, ahora!
La faz de la doncella empalideció.
—Ya habíamos previsto esta reacción con respecto a los tres, Yolara —le respondió—. Y me habéis hablado como era de prever, así que se me ha autorizado a deciros lo siguiente —su voz se tomó más profunda—. Se te conceden tres tal para que medites y pidas consejo, Yolara. Al finalizar ese plazo, habréis de haber tomado una determinaciones. Tanto si aceptáis como si os negáis, sabed esto: primero, habrás de enviar los extraños a los Silenciosos; segundo: abandonad definitivamente, vos, Lugur y todos los demás, el sueño de conquistar el mundo exterior. Y tercero: ¡Abjurad del Resplandeciente! Si os negáis a acatar cualesquiera de estos tres mandatos, consideráos condenados, ya que vuestra copa de la vida se habrá roto y vuestro vino vital se habrá derramado. ¡Sí, Yolara, vos, el Resplandeciente, Lugur y los Nueve y todos vuestros seguidores dejaréis de ser! Esto me han dicho los Silenciosos: ¡Con toda seguridad todos dejarán de ser y será como si jamás hubieran existido!
Al finalizar las palabras de la doncella, pude oír una exclamación de odio y terror escapar de todos los que me rodeaban; pero la sacerdotisa echó su cabeza hacia atrás y rompió a reír viva y agudamente. A su argéntea risa se unió la más ronca de Lugur… y tras unos instantes, un pequeño grupo de nobles unieron sus risas a las de ellos, hasta que la cámara retumbó con sus carcajadas. O’Keefe, con los labios apretados, se movió hacia la doncella; pero de manera casi imperceptible, aunque perentoria, ésta lo rechazó con un movimiento de su mano.
—Qué impresionantes palabras… qué palabras tan terribles, choya —gritó Yolara finalmente; y una vez más, Lakla hizo un gesto de dolor ante sus palabras—. He aquí que, laya tras laya, el Resplandeciente se ha movido libre de los Tres; y laya tras laya, éstos han permanecido sentados, inútiles y pudriéndose. Una vez más os pregunto: ¿De dónde procede su poder para someterme a sus deseos, y de dónde ha de proceder su fuerza para oponerse al Resplandeciente y a los amados por el Resplandeciente?
Una vez más prorrumpió en risas… y una vez más Lugur y los nobles se le unieron.
Vi cómo una sombra de duda atravesaba los ojos de Lakla; una oleada de flaqueza; como si en lo más íntimo de su ser sus propias creencias no estuvieran firmemente asentadas.
Dudó y se giró hacia O’Keefe mirándolo con algo más que aprecio. Yolara sorprendió su mirada y, con un gesto de triunfo, señaló con el brazo extendido a la doncella.
—¡Mirad! —gritó—. ¡Mirad! ¡Incluso ni ella posee la fe! —su voz se tomó más suave… cruel, implacable—. Se me ocurre enviarles otra respuesta a los Silenciosos, pero no la llevarás tú, Lakla; sino ellos —le dijo señalando a los anfibios. Rápidamente, su mano se introdujo entre sus escasas vestiduras y extrajo el pequeño y brillante cono mortal.
Pero antes de que la sacerdotisa pudiera tan siquiera apuntar, la dorada joven había sacado el brazo izquierdo de entre los pliegues de su túnica y le había arrojado al rostro un puñado de virutas metálicas. Con la misma ligereza que Yolara, levantó la mano con la que sujetaba las flores y pude ver que no se trataba de un trozo inerte de vegetal.
¡Estaba vivo!
Bajó bruscamente la mano y las cinco flores rojas salieron disparadas hacia la sacerdotisa, vibrando, pulsando, su extremo sostenido por la delicada mano de la doncella.
Del ser que se encontraba a su espalda comenzaron a brotar unos sonidos retumbantes. A su sonido, los demás seres bajaron sus lanzas en actitud de cargar. De las flores de color rubí comenzó a desprenderse una densa niebla.
El plateado cono cayó de los dedos rígidos de Yolara mientras sus ojos se dilataban de terror; todo su encanto había desaparecido: permanecía rígida y con los labios sin vida. La doncella hizo que su látigo retrocediera, y esta vez fue ella la que rió.
—¡Parece que existe algo que sí teméis de los Silenciosos, Yolara! —le dijo—. Bien… os prometo a todos el beso de la Yekta en pago del abrazo del Resplandeciente.
Miró con detenimiento a Larry, escrutándolo, y, repentinamente, como un rayo de luz que rasgara las tinieblas, le sonrió. Asintió con la cabeza, casi con alegría; me miró con los ojos brillantes, y agitó una mano en mi dirección.
Habló unas palabras al gigantesco ser, que se giró en dirección a la sacerdotisa, con la enorme maza levantada y las garras rielando a la leve luz. El resto de los anfibios no se movió un ápice, y mantuvieron las lanzas en posición. Lakla comenzó a atravesar, lentamente, se diría que desafiante, el portal. En ese momento Larry bajó rápidamente del estrado.
—¡Alanna! —exclamó—. ¡No has de marchar una vez que te he encontrado!
En su excitación, le habló en su lengua materna: el incomprensible brogue. Lakla se giró, contempló a O’Keefe largamente, dubitativa, como si de un niña que dudara en aceptar un regalo irresistible se tratara.
—Marcharé junto a ti —le dijo O’Keefe, esta vez en el idioma de la muchacha—. ¡Vámonos, Doc! —me dijo mientras me extendía una mano.
Pero ahora fue Yolara quien habló. La vida y la belleza habían vuelto a sus rasgos, y en sus ojos de color púrpura se reunían todos los demonios que habitaban su alma.
—¿Ya habéis olvidado lo que os prometí ante Siya y Siyana? ¿Y creéis que me podéis abandonar a mí, a mí, como si fuera una vulgar choya como ella? —señaló hacia Lakla—. ¿Pensáis…?
—Escúchame, Yolara —la interrumpió Larry secamente—. No hemos intercambiado ninguna promesa ¿Por qué deberías retenerme? —Inconscientemente, cambió al inglés—. Sé una chica buena, Yolara —le aconsejó—. Tienes un temperamento jodidamente fuerte, lo sé; pero yo también lo tengo. Y no haríamos buenas migas como pareja. ¿Y por qué no te libras de esa mascota tan fea que tienes y eres buena?
La sacerdotisa le miró asombrada. Marakinoff se inclinó hacia Lugur y le tradujo todo. El hombrecillo de rojo sonrió maliciosamente y se acercó a la joven para hablarle en susurros. Indudablemente le tradujo en muriano toda la frase de Larry, intentando no omitir nada.
Los labios de Yolara se torcieron.
—¡Escuchadme, Lakla! —gritó—. No dejaría que os llevarais este hombre aunque tuviera que retorcerme durante diez mil laya en la agonía del beso de la yekta. Esto os lo juro. ¡Por Thanaroa, por mi corazón, por mi fuerza… y que mi fuerza se debilite, mi corazón se corrompa en mi pecho y Thanaroa me abandone si miento!
—Escucha, Yolara… —Comenzó a hablar O’Keefe.
—¡Callad vos! —le gritó.
Y su mano volvió a buscar el cono mortal.
Lugur la agarró por un brazo y volvió a susurrarle al oído. Un brillo astuto iluminó sus ojos y rió suavemente, relajada.
—Los Silenciosos, Lakla, os permitieron darme un plazo de tres tal para tomar una decisión —le dijo suavemente—. Marchad ahora en paz, Lakla, y decidles que Yolara ha escuchado, y que durante los tres tal que me… conceden… meditaré largamente.
La doncella dudó.
—Así lo han decidido los Silenciosos —le respondió finalmente—. Permaneced aquí, extraños —las largas pestañas parpadearon rápidamente mientras miraba a O’Keefe y un cierto rubor cubrió sus mejillas—. Permaneced aquí hasta entonces, extraños. Pero, Yolara, habéis jurado por vuestra fuerza y vuestro corazón que no sufrirán daño alguno… también habéis jurado que, de no ser cierto, aquel que habéis convocado caerá letalmente sobre vos… y eso os lo juro yo —añadió.
Sus ojos se encontraron, chocaron y ardieron unos en los otros… las negras llamas del Averno contra las doradas llamas del Paraíso.
—¡Recordad! —dijo Lakla mientras atravesaba el portal.
El gigantesco ser que la escoltaba gritó una gutural orden, y los grotescos guardias siguieron lentamente a su señora. El último en atravesar el paso fue el monstruo portador de la maza.