Yolara elevó sus blancos brazos. Desde los montañosos estrados se escapó un gigantesco suspiro que se extendió como una ola. Y un instante después, antes de que Yolara dejara caer los brazos, comenzó a dejarse oír un sonido que en apariencia procedía del mismo aire que nos rodeaba: un sonido repicante que debía ser el ruido de algún dios jugando a encestar grandes soles en la cesta de las estrellas. Se parecía a las notas más profundas de todos los órganos del mundo emitiendo la misma nota ¡Un sonido majestuoso, cósmico, heráldico!
Poseía la música de las esferas rodando a través del infinito, el sonido del nacimiento de los soles en el útero del espacio, los ecos de los acordes de una creación sobrenatural. Estremecía todo el cuerpo como un pulso que llegara desde el corazón del universo… Palpitando y desapareciendo.
En el momento en que se apagó, estalló el bramido de las trompetas de todos los conquistadores que han existido desde el primer faraón, conduciendo a sus huestes, triunfales, arrolladoras; las hordas clamorosas de Alejandro, los imponentes cuernos de las legiones del Cesar, las estrepitosas trompetas de la horda dorada de Genghis Khan, el estruendo de las miríadas de levas de Tamerlán, los clarines de los ejércitos de Napoleón… ¡El grito de guerra de todos los conquistadores del mundo! ¡Y repentinamente murió!
Desde el cenit de los cielos llegó el sonido pulsante, envolvente de las arpas, la dulzura de los cuernos, el apasionado y dulce canto de una multitud de flautas y gaitas invitando al baile, llevando en su interior la llamada de las cascadas de lugares recónditos, de veloces arroyos y de murmurantes vientos corriendo entre los bosques… llamando, llamando, lánguidamente, adormecedoramente, introduciéndose en el cerebro como si fuera la mismísima esencia de todos los sonidos. Y tras esto, el silencio, un silencio en el que el recuerdo de la música estremecía aún más que antes, sacudiendo todos los nervios.
Toda mi aprensión y mi miedo habían desaparecido. En su lugar no existía otra cosa que una feliz esperanza, una liberación sobrenatural que hacía de cualquier miedo o preocupación una mera sombra de una sombra; ya nada importaba: Olaf y sus ojos llenos de tristeza y terror; Throckmartin y su destino… no había dolor, no existía la agonía, los sacrificios, la resolución y la desesperación habían quedado atrás en aquel mundo exterior que se había convertido en un sueño turbulento.
Una vez más sonó la gran nota del principio. Una vez más murió y de las amontonadas esferas salió disparada una llamarada kaleidoscópica como si el mismo sonido la hubiera disparado. Los multicolores rayos atravesaron las blancas aguas y golpearon la superficie del ir isa do Velo. En el momento en que lo tocaron, chisporroteó, llameó, ondeó y se estremeció en una montaña de prismáticos colores.
La luz aumentó de intensidad… y en esta intensidad el plateado aire se oscureció. El blanco mosaico de rostros con coronas de flores que ocupaba el anfiteatro de azabache desapareció en la oscuridad mientras que inmensas sombras caían sobre los elevados estrados y los amortajaba. Pero en las alturas los palcos enrejados en los que nos encontrábamos junto a los seres rubios se mantuvieron iluminados, iridiscentes, como joyas.
Me di cuenta de que se me había acelerado el pulso; que los nervios se me habían excitado de manera salvaje. Sentí cómo me elevaba por encima de aquel mundo y me aproximaba a los umbrales de los mismísimos dioses ¡Pronto me penetrarían su esencia y su poder! Eché una mirada a Larry; sus ojos brillaban salvajemente ¡Llenos de vida!
Miré a Olaf… y en su rostro no advertí ninguna de nuestras emociones: solo odio, odio, más odio.
Las oleadas de color azul flotaron sobre las aguas, surcando la palpable oscuridad, como un arco iris de gloria. Y el velo relampagueó como si todos los arco iris que jamás han existido estuviesen ardiendo en su interior. Una vez más sonó aquel espantoso sonido.
Desde el centro del Velo la luz comenzó a centellear, creció hasta alcanzar una intensidad intolerable… y acompañado por el sonido de campanillas, por una tempestad de notas cristalinas, por un tumulto de diminutos címbalos ¡Apareció el Resplandeciente!
Atravesando el paso de luz, con inmensas llamaradas brotando de su interior y sus chispeantes espirales de color, acompañado por sus siete globos de siete colores brillando por encima de él, se dirigió hacia nosotros. El huracán de delicadas campanillas de cristal creció en alegría. Sentí cómo O’Keefe me agarraba del brazo; Yolara extendió los brazos en un gesto de bienvenida; oí cómo se escapaba de las gradas un aullido de éxtasis… y bajo este aullido pude apreciar un desgarrador gemido de agonía.
Sobre las aguas, descendiendo por el paso luminoso, aproximándose al dique de marfil, flotaba el Resplandeciente. A través del pizzicato de cristal se escapaba un inarticulado murmullo… mortalmente suave, robando el corazón y haciéndolo saltar locamente.
Durante unos instante se detuvo, se mantuvo quieto en el aire, y de repente comenzó a moverse girando a través del pasillo de flores hacia su sacerdotisa, lentamente, cada vez más lentamente. Durante un momento se mantuvo flotando entre la mujer y el enano, como si los contemplara; se giró hacia ella con el sonido de las campanillas amortiguado y los murmullos apenas perceptibles. Se inclinó hacia ella y pareció que Yolara absorbía pulsantes oleadas de poder. ¡Estaba hermosísima, gloriosa, diabólica hasta la locura, y al mismo tiempo celestial hasta la locura! ¡Afrodita y la Virgen! ¡Tanith de los cartagineses y Santa Brígida de Gran Bretaña! ¡Una reina del Infierno y una princesa de los Cielos! ¡Todo en la misma mujer!
Sólo durante unos instante se detuvo aquello que nosotros llamábamos el Morador y ellos el Resplandeciente. Se deslizó por la rampa hasta el estrado, paró unos instantes, se giró lentamente, con las llamaradas y las espirales extendiéndose y encogiéndose, palpitando y pulsando. Su núcleo se volvió más claro y más fuerte… humano en ciertos aspectos, pero inhumano en su conjunto; ni mujer ni hombre, ni dios ni diablo; sutilmente formando un conjunto con todo. En ningún momento dudé de su naturaleza: en el interior de su núcleo luminoso reposaba algo sensitivo; algo que poseía voluntad y energía, y una inteligencia sobrenatural y terrorífica.
Se produjo otro toque de trompetas, se oyó un ruido de piedras separándose, y de pronto percibí el sonido de un gemido de profundísima angustia… algo se movía delicadamente en el río de luz, y de pronto, primero lentamente y luego con más rapidez, unas formas comenzaron a deslizarse por el pasillo de luz. Habría como una veintena de ellas… muchachas y muchachos, hombres y mujeres. Pertenecían al Resplandeciente, él las poseía. Se acercaron más, y pude ver en sus ojos cómo se mezclaban en un maremágnum las emociones, el júbilo y la pena, el éxtasis y el terror, tal y como había visto en Throckmartin.
La cosa comenzó de nuevo a murmurar… ahora infinitamente bajo, casi mimosamente… como si se tratara del canto de una sirena de alguna estrella embrujada. El sonido de las campanillas volvió a repetirse empujándonos hacia él, llamándonos, llamándonos, llamándonos.
Vi que Olaf comenzaba a alejarse de su puesto y vi, casi inconsciente, que a una señal de Lugur tres enanos se movían sigilosamente hasta colocarse a sus espaldas.
En ese momento, la primera de las figuras se dirigió hacia el estrado y se detuvo. ¡Era la muchacha que habían llevado frente a Yolara cuando el gnomo llamado Songar había sido enviado a la nada! Con una velocidad aterradora, una espiral del Resplandeciente se alargó y rodeó su cuerpo.
Pude ver que, a su toque, la muchacha se encogía de terror pero que al mismo tiempo parecía invadida por el deseo de fundirse en su luz. A medida que apretaba sus espirales contra el cuerpo de la muchacha y la penetraba, el coro de sonidos de cristal crecía hasta convertirse en un tumulto; más y más la luz pulsaba a través de su cuerpo. Y comenzó aquello, infinitamente terrorífico pero infinitamente glorioso, que denominaban la danza con el Resplandeciente. Y mientras la muchacha giraba confusamente en la chispeante neblina, más y más gente comenzó a acercarse a aquel abrazo, hasta que el estrado se convirtió en una visión increíble, en un Sabbath en el que las brujas adoraban a una estrella demente; un altar de pálidos rostros y de cuerpos destellando a través de una llama vívida, transformados por un insoportable éxtasis y un horror dantesco… y las llamas y las espirales extendiéndose, y el núcleo del Resplandeciente creciendo, cada vez más grande ¡Mientras consumía y devoraba la fuerza vital de aquellos desgraciados!
Y así comenzaron todos a girar entrelazados mientras comenzaba a drenarse de sus cuerpos la vida, la vitalidad, mientras que nosotros sentíamos que la esencia de sus naturalezas nos colmaba. Confusamente me percaté de que lo que estaba presenciando era una forma de vampirismo inconcebible. Los espectadores que ocupaban los estrados comenzaron a cantar y aquellos tremendos sonidos avanzaron como una ola.
¡Era la saturnal de los semidioses!
Entonces, girando, con los sonidos de las campanillas martilleándonos los oídos, el Resplandeciente comenzó a descender lentamente del estrado hacia la rampa, aún abrazando y entretejiendo a aquellos que se habían arrojado hacia sus espirales. Compartieron con él una danza terrorífica, con los rostros mostrando las señales de aquellos que han establecido un vínculo eterno con los dioses y los demonios. Me cubrí los ojos.
Escuché un suspiro de O’Keefe, abrí los ojos y lo miré; vi como el salvajismo se desvanecía de su rostro mientras se inclinaba hacia delante lleno de tensión. Olaf se había alejado de su posición y los enanos que lo estaban vigilando lo habían atrapado. Ya fuera voluntariamente o por algún movimiento brusco y repentino, cayó hacia delante con medio cuerpo sobre el camino del Morador. El ser detuvo sus giros y pareció observarlo. El rostro del escandinavo estaba púrpura mientras sus ojos refulgían. Se retiró rápidamente y, con un grito de desafío, levantó sobre su cabeza a uno de los enanos y lo envió volando por los aires directamente hacia la cosa brillante. Como una masa de brazos y piernas girando por los aires, el hombrecillo voló en dirección al Resplandeciente y, repentinamente, como si lo hubiera detenido una mano gigantesca, se detuvo bruscamente y cayó al suelo sobre la plataforma a menos de diez metros del Resplandeciente.
Se arrastró por el suelo como una araña herida, débilmente, una vez, dos. Un tentáculo salió despedido del Resplandeciente, lo tocó y retrocedió. El sonido de campanillas cambió a un chirrido de odio. Desde todos los puntos del anfiteatro se escapó un suspiro de incrédulo horror.
Lugur saltó hacia delante. Inmediatamente después, Larry se encontraba de pie sobre la barandilla pequeña corriendo por entre los pilares en dirección a Olaf. Mientras corrían ambos en su dirección, el escandinavo dio otro grito salvaje y se lanzó contra la garganta del Resplandeciente.
Pero antes de que pudiera tocar a la cosa, que ahora se había parado por competo (y jamás vi una cosa tan espantosa como aquella, con la sorpresa grabada en cada una de sus facciones), Larry lo echó a un lado de un empujón.
Traté de seguir al irlandés, pero me detuvo Rador. Estaba temblando… pero no te terror. En su rostro pude ver que se reflejaba un atisbo de esperanza, de ilusión.
—¡Esperad! —me dijo—. ¡Esperad!
El Resplandeciente alargó una de sus espirales casi a ras del suelo y en ese momento pude ver al hombre más valiente que jamás había visto. Con una rapidez pasmosa, Larry se interpuso entre Olaf y la cosa, con la pistola desenfundada. El tentáculo lo tocó y el tejido de su hábito azul relampagueó con un intenso fogonazo azul. De su pistola automática que sujetaba con una mano enguantada salieron tres rápidos fogonazos en dirección a la cosa. El Morador retrocedió y los sonidos de campanillas experimentaron un crescendo.
Lugur se detuvo, con la mano levantada, y pude ver que sostenía uno de los plateados conos keth. Pero antes de que pudiera hacer fuego contra el escandinavo, Larry se había despojado de su túnica, arrojándola sobre Olaf, y mientras lo apartaba con una mano del Resplandeciente, apretó su pistola contra el estómago de Lugur. Sus labios se movieron, pero no pude oír lo que decía. Sin embargo Lugur lo entendió, pues dejó caer el instrumento.
En ese momento, apareció Yolara. Todo el suceso no había durado más de cinco segundos. La joven se interpuso entre los tres hombres y el Morador. Le habló, el sonido de odio remitió y regresó la música de campanillas. La cosa le murmuró algo y comenzó a girar, más rápido, más rápido, descendió del dique de marfil, salió a las aguas llevando consigo, fundidas en su ser, a los desgraciados que le habían sido sacrificados y se deslizó con rapidez, triunfalmente girando, girando con su fantasmal presa, a través del Velo.
Bruscamente el pasillo policromo desapareció en el aire. La plateada luz volvió a descender sobre todos y del anfiteatro surgió u clamor, un grito. Marakinoff, con los ojos desencajados, estaba en pie, escuchando. Ya liberado de la presa de Rador, salté sobre la barandilla y corrí, pero no antes de haber oído al enano murmurar:
—¡Existe algo más poderoso que el Resplandeciente! ¡Dos elementos, sí, un corazón bravo y uno lleno de odio!
Olaf, jadeando, con los ojos brillantes, tembloroso, se encogió al sentir mi mano sobre él.
—¡Era el demonio que se llevó a mi Helma! —le oí susurrar—. ¡El Demonio Resplandeciente!
—Estos hombres… —dijo Lugur rabioso—, los dos, deberán danzar con el Resplandeciente. Y éste también —me señaló con maldad.
—Este hombre es mío —dijo la sacerdotisa con un tono amenazador. Posó una mano sobre el hombro de Larry—. Él no ha de danzar. Y tampoco lo hará su amigo. ¡Y ya os dije que éste me era indiferente! —le dijo señalando a Olaf.
—Ni este hombre, ni aquel tampoco —les dijo Larry—, han de sufrir daño alguno. ¡Y esta es mi palabra, Yolara!
—¡Así se hará, mi señor! —le respondió ella rápidamente.
Vi que Marakinoff observaba a O’Keefe con un nuevo y calculador interés. Los ojos de Lugur brillaron como si reflejaran las llamas del infierno; levantó las manos como si la fuera a golpear. La pistola de Larry le convenció de lo contrario.
—¡Déjate de tonterías por ahora, chaval! —le dijo O’Keefe en inglés.
El hombrecillo vestido de rojo tembló, se giró, le arrancó de los hombros la túnica a un sacerdote que se encontraba cerca y se la puso. Los ladala, gritando y gesticulando, luchaban contra los soldados mientras se empujaban unos a otros gradas abajo.
—¡Venid! —nos ordenó Yolara, y sus ojos se posaron sobre Larry—. Verdaderamente que vuestro corazón es grande… ¡Mi señor! —murmuró con una voz rebosante de dulzura—. ¡Venid!
—Este hombre ha de venir con nosotros, Yolara —le dijo O’Keefe señalando a Olaf.
—Traedlo con vos —le respondió ella—. Traedlo… ¡Sólo pedidle que no vuelva a posar sobre mí su mirada tal y como lo hizo anteriormente! —Añadió fieramente.
Siguiendo sus pasos pasamos los tres por entre los palcos, donde habían estado sentados los rubios, ahora sumidos en el silencio y observando como si los consumiera una profunda duda. A mi lado, Olaf avanzaba a largas zancadas. Rador había desaparecido. Bajamos las escaleras, atravesamos la sala llena de neblina color turquesa, atravesamos el puentecillo que pasaba sobre la torrentera y nos detuvimos junto a la pared a través de la cual habíamos entrado. Los sacerdotes vestidos de blanco habían desaparecido.
Yolara presionó sobre el muro y se abrió una puerta. Nos introdujimos en el vehículo, la sacerdotisa empujó la palanca y nos precipitamos a través de un sombrío corredor hasta su hogar.
Y supe algo con tal certeza que me enfermó tanto el corazón como el alma: Era inútil seguir buscando a Throckmartin. ¡Tras aquel Velo, en el cubil del Morador, como los zombis que habíamos observado bañándose en su luz, se encontraba él, y también Edith, Stanton y Thora y la esposa de Olaf!
El vehículo se detuvo y el portal se abrió, Yolara descendió con un gracioso movimiento, nos llamó por señas y se dirigió a toda prisa corredor arriba. Se detuvo ante una pantalla negra como el ébano. Cuando la tocó, desapareció en el aire, revelando la entrada a una pequeña habitación azul, resplandeciente como si hubiera sido tallada en el mismo corazón de un zafiro gigantesco y desnuda salvo por un enorme globo de cristal lechoso que se elevaba sobre un bajo pedestal en el mismo centro de la habitación. Sobre su superficie se perfilaban nebulosas manchas como si se trataran de pequeños mares y continentes, pero si de eso se trataba, debían pertenecer a otro mundo o al nuestro en algún pasado inmemorial, ya que no me fue posible reconocer ningún perfil como perteneciente a algún territorio de nuestro planeta.
En equilibrio sobre el globo se encontraban dos figuras, en actitud de alcanzar el espacio, abrazadas una a la otra y besándose en los labios. Se trataba de dos figuras, un hombre y una mujer, tan detalladas, tan reales que durante unos instantes no me percaté de que también estaban talladas en cristal. Y ante este santuario (ya que supe que no podía tratarse de otra cosa) se elevaban tres estilizados conos; uno constituido por la más pura de las llamas, uno de líquido opalescente y el tercero de luz de luna. No podría explicar cómo esas tres figuras, altas como un hombre, retenían sus elementos para que se mantuvieran en aquel estado, pero no existía error alguno en su composición.
Yolara se inclinó lentamente una, dos, tres veces. Si giró para mirar a O’Keefe, por su gesto y su mirada pude apreciar que no se daba cuenta de la presencia de otras personas en el santuario. Los azules ojos se abrieron plenamente, buscando, con una mirada de profundidad abismal, y se acercó más estrechamente; reposó sus blancas manos sobre los hombros de él, mirando hasta lo más profundo de su alma.
—Mi señor —murmuró—, ahora escuchadme, ya que yo, Yolara, os ofrezco tres cosas: a mí misma, y al Resplandeciente, y el poder que reside en el Resplandeciente… así sea, y aún una cuarta cosa que contiene a las otras tres: ¡Poder sobre todo lo que reside en el mundo superior del que provenís! Todo esto, mi señor, poseeréis. Lo juro —se giró hacia el altar y elevó los brazos—. ¡Por Siya y por Siyana, y por la llama, por el agua y por la luz![15]
Los ojos de la muchacha adquirieron una color púrpura oscuro.
—¡Que nadie ose apartaos de mí! ¡Ni oséis jamás vos apartaos de mí sin ser invitado a ello! —susurró fieramente.
Luego, con gesto delicado, ignorando aún nuestra presencia, rodeó a O’Keefe con sus brazos, apretó su blanco cuerpo contra el pecho del joven y elevó los labios con los ojos cerrados. Los brazos de O’Keefe se apretaron alrededor de la delicada figura, bajó la cabeza mientras sus labios buscaban el contacto con los de ella ¡Y se fusionaron en un apasionado beso! De lo más profundo de Olaf salió un profundo suspiro que casi era un gruñido. ¡Pero ni en lo más profundo de mi ser pude encontrar una razón para culpar al irlandés!
La sacerdotisa abrió por fin los ojos, ahora de un azul neblinoso, se apartó de él y le observó detenidamente. O’Keefe, de una palidez mortecina, elevó una temblorosa mano hacia su cara.
—¡Y así sello mi juramento, oh mi señor! —susurró la joven.
Por primera vez pareció percatarse de nuestra presencia, nos observó durante unos instantes, nos ignoró, y se giró hacia O’Keefe.
—¡Marchad, ahora! —nos dijo—. Pronto vendrá Rador a buscaros. Luego… bien ¡Luego, dejemos que las cosas sucedan!
Le sonrió una vez más, dulcemente; se volvió hacia las figuras que coronaban la gran esfera y se puso de rodillas ante ellas. Nos retiramos silenciosamente, y aún en silencio recorrimos nuestro camino hasta el pequeño pabellón. Pero mientras entrábamos escuchamos un tumulto que provenía de la verde carretera: gritos de hombres y de vez en cuando el lamento de una mujer. A través de un claro en el follaje pude ver a una multitud que empujaba y retrocedía sobre uno de los puentes. Los enanos vestidos de verde forcejeaban con los ladala, y todo lo envolvía un zumbido igual al que provocaría un avispero gigantesco que hubiera sido puesto en pie de guerra.
Larry se arrojó sobre uno de los divanes, se cubrió la cara con las manos, las volvió a bajar para fijar la mirada en los ojos rebosantes de reproche de Olaf, y finalmente dirigió la mirada hacia mí.
—No pude evitarlo —nos dijo medio desafiante y medio arrepentido—. ¡Dios, qué mujer! ¡No pude evitarlo!
—Larry —le respondí—. Entonces… ¿Por qué no le dijo que no la ama? Me miró de reojo… y volví a ver en sus ojos aquel antigua expresión picaresca.
—¡Habla como un científico, Doc! —exclamó—. Creo que si un ángel flamígero apareciera a su lado y comenzara a volar a su alrededor, usted le pediría educadamente que procurara no quemarle. ¡Por el amor de Dios, no diga tonterías, Goodwin! —Finalizó la frase casi malhumorado.
—¡Diabólico! ¡Diabólico! —la voz del escandinavo era muy profunda, casi parecía un cántico—. Todo aquí es diabólico: Esto es el Reino de los Trolls y el Helvede[16] a la vez ¡Ja! Y ella es una bella djaevlsk… ella no es más que la ramera de ese diablo resplandeciente que adoran. Yo, Olaf Huldricksson, se lo que quiere decir cuando te promete todo el poder sobre el mundo. ¡Ja!… ¡Como si el mundo no soportara ya suficientes demonios!
—¿Qué? —Exclamamos a la vez O’Keefe y yo.
Olaf hizo un gesto de cautela, y se envolvió en un silencio repentino. Escuchamos unas p isa das en el camino y pudimos ver a Rador… pero no el Rador que conocíamos. Cualquier vestigio de sarcasmo había desaparecido de sus facciones; curiosamente solemne saludó a O’Keefe y a Olaf con un saludo que, anteriormente, sólo le había visto hacer ante Yolara y Lugur. Pudimos oír cómo el tumulto aumentaba de volumen e, inmediatamente se alejó. El hombrecillo encogió sus poderosos hombros.
—¡Los ladala se han levantado! —nos comunicó—. ¡Demasiado para lo que pueden hacer dos valientes varones! —se detuvo pensativo—. ¡Los huesos y el polvo no forcejean para derribar a una pared de grava! —añadió con una mirada extraña—. Pero si a los huesos y el polvo se les ha revelado que así podrían recuperar la… vida…
Se detuvo bruscamente, mirando con fijeza el globo que utilizaban para comunicarse[17].
—La Afyo Maie me ha enviado para que os vigile hasta que os convoque —nos anunció claramente—. Va a haber una… celebración. Vos, Larri, y vos, Goodwin, habréis de acudir. Yo permaneceré aquí con… Olaf.
—¡No se os ocurra hacerle daño alguno! —le espetó O’Keefe fríamente.
Rador se tocó el corazón y los ojos.
—Por los Antiguos, y por mi amor hacia vos, y por lo que hicisteis ambos ante el Resplandeciente… ¡Lo juro! —susurró.
Rador batió palmas, un soldado se aproximó por el paseo llevando en las manos una caja larga y plana de madera pulida. El hombrecillo de verde la tomó, despidió al mensajero y abrió el cierre.
—He aquí vuestros atavíos para la celebración, Larri —le dijo mientras señalaba su contenido.
O’Keefe echó un vistazo al contenido, alargó una mano y extrajo brillante una túnica de manga larga confeccionada en una suave tejido de malla de color blanco, un ancho cinturón plateado y unos pantalones amplios y del mismo material argénteo, también extrajo unas sandalias que parecían talladas en plata. Hizo un rápido gesto de desagrado.
—¡No, Larri! —Murmuró el enano—. Ponéoslo… os lo aconsejo… os lo ruego… no me preguntéis por qué —finalizó precipitadamente, mirando al globo de reojo.
Tanto O’Keefe como yo nos sentíamos impresionados por su estado de ansiedad. El hombrecillo hizo un gesto curiosamente expresivo de súplica. O’Keefe tomó bruscamente las vestiduras y pasó a la habitación de la fuente.
—¿El Resplandeciente no volverá a danzar? —le pregunté.
—No —me respondió—. No —dudó durante unos instantes—. ¡Es la celebración habitual que sigue al sacramento! Lugur y… Lengua Doble, aquel que vino con vos, estarán allí —añadió lentamente.
—Lugur… —me atraganté de puro asombro—. Después de lo que sucedió… ¿Estará allí?
—Quizá precisamente a causa de lo que sucedió, Goodwin, amigo mío —me respondió, y de repente se le llenaron los ojos de malicia—. Y estarán presenten otros… amigos de Yolara… amigos de Lugur… y quizá otros invitados —su voz se hizo más audible—. Alguien a quien ellos no han convocado —se detuvo, medio temeroso, observando el globo; se colocó un dedo sobre los labios y se sentó sobre uno de los cojines.
—¡Que arranque la banda! —nos llegó la voz de O’Keefe— ¡Aquí llega el héroe!
Penetró en la habitación. No me queda más remedio que admitir que la misma admiración que se reflejaba en los ojos de Rador, también se reflejaba en los míos e incluso, aunque involuntariamente, en los de Olaf.
—¡Un hijo de Siyana! —susurró Rador.
Se arrodilló, sacó del bolso que pendía de su cinturón algo envuelto en seda, lo desenvolvió y, aún de rodillas, le alargó un estilizado puñal de brillante metal blanco, engarzado en piedras azules; lo introdujo en el cinturón de O’Keefe y una vez más le dedicó aquel extraño saludo.
—Venid —nos ordenó y nos condujo a través del paseo.
—Ahora —nos dijo con un tono sardónico—, que los Silenciosos demuestren su poder… ¡Si aún lo poseen!
Y con esta desconcertante bendición, se dio la vuelta.
—Por el amor de Dios, Larry —le dije precipitadamente mientras nos aproximábamos al hogar de la sacerdotisa—. ¡Sea cuidadoso!
Asintió… pero pude apreciar, con gran angustia por mi parte, un centelleo de duda y desconcierto en sus ojos.
Mientras ascendíamos las serpenteantes escaleras, Marakinoff apareció. Le hizo una señal a nuestros guardias… y en aquel momento me pregunté qué influencia había adquirido el ruso, ya que, prestamente y sin hacer preguntas, éstos se retiraron. Me sonrió amablemente.
—¿Ha encontrado ya a sus amigos? —Continuó hablando… y en ese momento pude apreciar algo mucho más siniestro en él—. ¡No! ¡Eso es muy mal! Bueno, no abandonaremos esperanza —se giró hacia O’Keefe.
—Teniente, yo quisiera hablar con usted ¡A solas!
—No tengo secretos para Goodwin —le respondió O’Keefe.
—¿Sí? —dijo Marakinoff suavemente. Se inclinó y le susurró algo a Larry.
El irlandés se puso rígido, lo miró con una expresión de incredulidad y se giró hacia mí.
—¡Será cuestión de un minuto, Doc! —me dijo, y pude ver que me guiñaba un ojo.
Se apartaron lejos. El ruso habló rápidamente. Larry era todo atención. La ansiedad de Marakinoff se hizo más manifiesta; O’Keefe lo interrumpió para hacerle una pregunta. Marakinoff me lanzó una mirada y mientras su mirada se apartaba de O’Keefe vi la llama del odio y la ira y el horror brillar en los ojos de éste último. Finalmente, el irlandés pareció considerar algo seriamente; asintió como si hubiera tomado alguna decisión y Marakinoff le alargó una mano.
Y sólo yo pude darme cuenta de cómo se encogía Larry, su microscópica duda antes de tomar la mano tendida, y del movimiento involuntario que realizaba, como si quisiera desprenderse de algo sucio, cuando finalizó el apretón.
Marakinoff, sin volver a mirarme, se giró y penetró rápidamente en la casa. Los guardias volvieron a ocupar su lugar. Yo miré interrogante a Larry.
—¡No me pregunte nada ahora, Doc! —me dijo tensamente—. Espere a que regresemos a casa. Pero hemos de movemos rápida y diligentemente. Le diré que ahora…