CAPÍTULO XVIII

El Anfiteatro de Azabache

Durante cuatro horas, el pueblo de los morenos estuvo cruzando los puentes, atravesando el río en balsas por docenas y centena res amontonándose en el gigantesco templo de las siete terrazas cuyo interior aún no había visto yo y de cuyos aledaños siempre se me había mantenido lo suficientemente apartado (sutilmente, aunque no lo suficiente como para que no me diera cuenta de ello) como para evitar que pudiera estudiarlo detenidamente. Aun así, estimé que no se elevaría de su plateada base más allá de unos veinticinco metros y su base no tendría un diámetro superior a su altura.

Me pregunté que traería a los ladala a Lora, y a dónde se estarían dirigiendo. Todos (jóvenes y viejos, estilizadas doncellas de ojos risueños, jóvenes enanos, madres con sus criaturas, ancianos gnomos) llevaban coronas de flores, confeccionadas con maravillosos y vistosísimos capullos y fluían, silenciosos en su mayoría, y taciturnos… en una hosquedad que los teñía de tan ácida amargura que incluso su sutil y siniestra malicia juguetona parecía reducida a pequeñas llamas de aguzada punta extraña y amenazadoramente desafiantes.

A lo largo del camino se desplegaba una multitud de soldados vestidos de verde, y la guarnición del único puente que se me permitió visitar de cerca había sido doblada.

Aun preguntándome el motivo de todo esto, me alejé de mi puesto de observación y regresé a nuestro pabellón, con la esperanza de que Larry, que había pasado las dos últimas horas en compañía de Yolara, hubiera regresado. Apenas estaba de regreso cuando Rador llegó a toda prisa, en un estado en el que se mezclaba el regocijo con una nerviosa resolución.

—¡Venid! —me ordenó antes de que pudiera decir una sola palabra—. El Consejo a adoptado una resolución… y Larri os espera.

—¿Qué se ha resuelto? —Resollé mientras nos precipitábamos corriendo a través del pavimentado paseo en dirección a la casa de Yolara—. ¿Y por qué me aguarda Larry?

Y al oír su respuesta sentí que mi corazón se detenía y que me invadía una oleada de terror y ansia.

—¡El Resplandeciente va a danzar! —me respondió el hombrecillo vestido de verde—. ¡Y vos asistiréis al culto!

¿Qué era aquella Danza del Resplandeciente de la que tanto se me había hablado?

Fueran cuales fueran mis presentimientos, Larry no los tenía.

—¡Pardiez! —exclamó cuando nos encontramos en la gran sala, ahora vacía de enanos—. Espero que merezca la pena verlo… Sin embargo, deberá tratarse de algo auténticamente bueno para que me impresione, después de los espectáculos que he presenciado en el frente —añadió.

Con un pequeño sobresalto recordé que él carecía de todo conocimiento a cerca del Morador, a excepción de la parca descripción que yo le había facilitado… ya que no existen palabras para describir aquel increíble engendro de esplendor y horror. ¡Me pregunté qué diría y cómo reaccionaría Larry O’Keefe cuando estuviera ante aquello!

Rador comenzó a mostrar impaciencia.

—¡Apresuraos! —nos urgió—. ¡Queda mucho por hacer… y el tiempo es escaso!

Nos condujo a una pequeña habitación en la que se encontraba una fuente en cuyo diminuto remanso las blancas aguas se concentraban mostrando una apariencia opalescente y perlada.

—¡Bañaos! —nos ordenó, y poniéndose de ejemplo se desnudó y se sumergió en el líquido.

Sólo nos permitió el hombrecillo verde bañamos durante un par de minutos, y antes de que nos vistiéramos nos dio un repaso.

Entonces, para mi vergüenza, dos de las muchachas de negro pelo entraron en la habitación trayéndonos una túnicas de un extraño tono azulado. Ante nuestro manifiesto embarazo, Rador rió a carcajadas, tomó los ropajes de manos de las doncellas y les indicó que salieran de la habitación. Aún riendo me puso uno de los ropajes. Estos poseían una textura suave, aunque era decididamente metálica; como un finísimo metal tejido con la delicadeza de una tela de araña. La túnica se ajustaba firmemente al cuello y estaba ceñido a la cintura por un cordón. Por debajo de éste, caía hasta el suelo y sus pliegues se mantenía juntos por medio de media docena de cordones. De los hombros caía una capucha que le daba a la vestimenta la apariencia del hábito de un monje.

Rador me echó sobre la cabeza el capuchón. Me cubría por completo la cara, pero su textura era tan transparente que me era posible ver, aunque parecía que veía a través de la niebla. Finalmente nos dio un par de guantes largos del mismo material y unas altas medias cuyo pie poseía cinco dedos, al igual que los guantes.

Y una vez más su risa puso de manifiesto nuestra sorpresa.

—Las sacerdotisa s del Resplandeciente no confían del todo en la Voz del Resplandeciente —nos dijo finalmente—. Y por tanto, deben prevenirse de cualquier repentino… error. Y no temáis, Goodwin —me dijo amistosamente—, ya que Yolara no consentiría ni que el mismísimo Resplandeciente le hiciera daño alguno a Larri, aquí presente ni, por tanto, a vos. Pero no puedo aseguraros lo mismo con respecto al gran hombre blanco. Y lo lamento por él, ya que me gusta.

—¿Estará con nosotros? —le preguntó Larry nerviosamente.

—Estará donde nos dirigimos —le respondió el hombrecillo sobriamente.

Con seriedad Larry se agachó y extrajo su pistola automática del uniforme y le introdujo un cargador completo; luego deslizó el arma hasta la axila.

El hombrecillo observó la pistola con curiosidad y O’Keefe la palmeó mientras lo miraba.

—Esto —dijo Larry—, extermina con más rapidez que el Keth… la llevaré para que aquel de azules ojos que se llama Olaf no sufra daño alguno. Si tuviera que hacer uso de ella… ¡Mejor será que os apartéis, Rador! —añadió significativamente.

El enano asintió una vez más y nos asió con ambas manos.

—Se acercan cambios —nos dijo—. Qué significan, lo ignoro, y tampoco sé cuándo sobrevendrán. Pero acordaos de esto… Rador os estima más de lo que jamás podáis suponer. ¡Y ahora marchemos! —finalizó bruscamente.

Nos condujo, no hacia la entrada, sino a través de un sinuoso pasadizo que finalizaba en una pared ciega. Presionó sobre un símbolo que había tallado, y ésta se abrió de la misma manera que lo había hecho la barrera que nos encontramos en la Cámara del Estanque de la Luna. Y al igual que allí, finalizaba el pasaje en una pared baja y curvada que daba a un pozo, no obscuro y lleno de sombras premonitorias como el anterior, si no delicadamente brillante. Rador se apoyó en la pared, el mecanismo chasqueó y se puso en marcha: las paredes del vehículo se colocaron en su sitio y nos deslizamos velozmente por el pasadizo mientras que frente a nosotros silbaba el viento. En breves momentos la plataforma móvil comenzó a perder velocidad y se detuvo en una cámara no más grande que ella.

Rador extrajo su puñal y golpeó dos veces sobre la pared frente a la que nos habíamos detenido. Inmediatamente, un panel se desplazó revelando un espacio lleno de una bruma levemente azul. A cada lado del postal se encontraban cuatro enanos de cabellos canosos, vestidos de blanco y apuntándonos con una pequeños báculos plateados.

Rador extrajo de su cinturón un anillo y se lo mostró al primer guardián. Éste lo examinó, se lo dio al que estaba a su lado, y no fue hasta que lo hubieron examinado todos que no bajaron sus curiosas armas, supuse que cargadas de aquellas terrible energía que denominaban Keth; cosa que supe de cierto más tarde.

Salimos de la pequeña estancia y las puertas se cerraron a nuestras espaldas. El lugar en el que nos hallamos era muy extraño. Su suelo estaba pavimentado de piedra verde azulada con vetas de lapislázuli. A los lados se extendían unos pedestales que servían de base a estatuas labradas en el mismo tipo de piedra. Quizá habría un par de veintenas, aunque a causa de la niebla no pude apreciar sus rasgos. Un sonido zumbante y profundo nos rodeó llenando la caverna.

—Puedo oler el mar —me dijo Larry de repente.

El sonido se tomó más profundo, clamoroso, y frente a nosotros se abrió una grieta. Con una extensión de veinte metros, cortaba a tajo el suelo de la caverna y se desvanecía la niebla azul tanto por arriba como por abajo. La fisura estaba atravesada por un puente de piedra de no más de tres metros de ancho y que no poseía tipo alguno de barandilla o protección.

Los cuatro sacerdotes marcharon en cabeza y se encaminaron hacia el puente con nosotros marchando detrás. A mitad de camino se arrodillaron. Quince metros más abajo discurría un torrente de agua de profundo color azul que se desplazaba a una velocidad prodigiosa por entre las pulimentadas paredes. Daba la impresión de poseer una vastísima profundidad. Sus aguas rugían a medida que desaparecían bajo un arco situado a nuestra derecha. Tal era su velocidad que su superficie brillaba como acero azul pulimentado, y de esas aguas fue de donde nos llegó aquel olor a nuestro bendito y familiar océano que conmovió mi alma y que me hizo darme cuenta de cuánto añoraba nuestra tierra.

Tal era el asombro que me producía la corriente y el misterio de su nacimiento que olvidé todo lo demás mientras la atravesábamos. ¿Estábamos tan cerca de la superficie como había supuesto, o este río era la consecuencia de algún asombroso sumidero en el fondo del océano, el cielo sabe a qué distancia sobre nosotros, y que se perdía en profundos abismos más allá de donde nos encontrábamos? ¡Cuán cercana y a la vez lejana estaba la verdad, aprendí más tarde! ¡Y jamás le llegó a un hombre la verdad de las cosas de la espantosa manera que a mí me llegó!

El rugido se apagó lentamente y la neblina azul comenzó a disiparse. Frente a nosotros se reveló una escalera de amplios escalones, tan grande como aquella que nos había llevado al patio de las ruinas de Nan-Tauach a través de los farallones derruidos. A medida que subíamos por ella, se iba estrechando hasta que pudimos ver la entrada aún más estrecha iluminada por una luz que caía del techo. Uno junto al otro, Larry y yo la atravesamos.

Habíamos ido a salir a una enorme plataforma que parecía fabricada en marfil cristalizado. Ante nosotros se extendía una decena de metros o más y finalmente descendía suavemente hasta tocar las aguas blancas. Frente a nosotros (no más allá de quinientos metros) se encontraba el prodigioso velo de arco iris que Rador había llamado el Velo del Resplandeciente. Desde allí lo pude ver brillar con toda su pavorosa grandeza, extendiéndose a cada lado de los Pilares Ciclópeos, como si una montaña hubiese extendido hacia arriba sus brazos y hubiera sujetado entre ellos una porción de la aurora boreal. A sus pies se extendía el arco del puerto, con sus arracimados y brillantes templos.

Una vez que me hube recuperado de tan fascinante visión, se apoderó de mi alma la sensación de que ésta soportaba un enorme e intolerable peso; una opresión espiritual tal como si algo de vastas proporciones hubiera caído sobre mí presionándome y aplastándome. Me giré y pude que Larry se había dado cuenta del impacto que había sufrido.

—¡Tranquilo! ¡Tranquilo, viejo amigo! —me susurró.

Al principio, todo lo que pudo apreciar mi asombrada consciencia fue una inmensa, inconmensurable vacuidad que me golpeó con el mismo vértigo que si hubiera mirado hacia abajo desde una altura imposible… lo siguiente que vi fue el contorno de muchas caras pálidas… el intolerable brillo de cientos de miles de ojos. Y finalmente un inmenso, increíblemente gigantesco anfiteatro de azabache, un colosal semicírculo que sostenía el enorme arco de marfil sobre el que me encontraba.

El edificio se elevaba casi perpendicularmente hacia los cielos cientos de metros, mientras clavaba sus baluartes de ébano a cada lado como si fueran colosales garras. Una vez que hube superado el impacto de su visión gigantesca, vi que se trataba de un anfiteatro construido grada sobre grada, y que la masa de pálidos rostros que había visto contra su negrura, el brillo de los incontables ojos, pertenecían a las miríadas de personas que se sentaban, silenciosas, engalanadas de flores, observando casi idiotizadas la cortina multicolor ¡apabullándome con su número, aplastándome!

Doscientos metros más allá, se elevaba la pulimentada y poderosa base del anfiteatro. Por encima se levantaba la primera terraza de asientos y por encima de ésta, abarcando un área de cien metros, se extendía una superficie l isa y absolutamente negra sobre la que brillaba fantasmagóricamente con una tonalidad azulada un gigantesco disco con la estructura de un panal, rodeándolo pude ver un interminable número de discos menores.

A ambos lados de donde me encontraba se alineaban una gran cantidad de palcos que rodeaban el borde de la plataforma, de la que las separaba un pequeño parapeto. Unas rejas de delicada factura las cerraban a excepción de los laterales por los que se abrían las entradas. Me recordaron a los antiguos confesionarios de las antiguas catedrales góticas en las que durante siglos se habían arrodillado los paladines y las gentes de mi propia raza, allá sobre la superficie de la tierra. Y en el interior de tales palcos pudimos ver a las mujeres de delicada belleza élfica y a los enanos de la raza de los rubios. A mi derecha, y a unos pocos de metros del pasaje por el que habíamos llegado, un pasillo recorría los palcos enrejados. A medio camino entre la base del anfiteatro y nuestra posición se elevaba un estrado. Y desde éste hasta la plataforma se elevaba una rampa; y sobre la rampa y el estrado y a todo lo largo del centro de la brillante plataforma besada por las blancas aguas, se extendía un amplio cinturón de flores que se asemejaba a una alfombra tejida por las hadas.

A un lado de este estrado, vestida con una delicada malla que no ocultaba ninguna redondez o línea de su maravilloso cuerpo, con su pálida piel brillando a través del tejido, se encontraba Yolara: y frente a ella, coronado con una diadema de brillantes piedras azules, pero completamente desnudo, se encontraba Lugur.

O’Keefe jadeó por la sorpresa; Rador me tomó del brazo y, aún impactado por la sorpresa, dejé que me condujera por el pasillo y a través del corredor que discurría por detrás de los palcos. El hombrecillo de verde se detuvo frente a uno de éstos, abrió la puerta y nos invitó a entrar.

Una vez que estuvimos dentro me di cuenta de que nos encontrábamos justo frente a rampa que se elevaba desde el estrado… y que Yolara no se encontraba a más de diez metros de nosotros. La muchacha miró a O’Keefe y le sonrió. Sus ojos brillaban con diminutos puntos de luz; su cuerpo parecía palpitar, sus delicadas redondeces parecían hincharse con regocijantes oleadas de ansiedad.

Larry silbó quedamente.

—¡Ahí está Marakinoff! —me dijo.

Miré hacia donde me señalaba. Frente a nosotros se encontraba sentado el ruso, vestido con los mismos ropajes que nosotros, inclinado hacia delante, con una mirada de impaciencia tras las gafas; pero si se percató de nuestra presencias, no dio muestras de ello.

—¡Y ahí está Olaf! —dijo O’Keefe.

Bajo el estrado en el que estaba sentado el ruso se abría un espacio en el que se encontraba Huldricksson. Sin protección de columnas o rejas, expuesto al vacío de la plataforma, y junto a la alfombra de flores que conducía al estrado en él aguardaban Lugur y la sacerdotisa Yolara. Estaba sentado sólo, y mi corazón voló hasta él.

La cara de O’Keefe se llenó de ternura.

—Traedlo junto a nosotros —le pidió a Rador.

El hombrecillo de verde estaba mirando hacia el escandinavo también, y una sombra de piedad cruzó su rostro. Meneó la cabeza.

—¡Esperad! —nos dijo— no podéis hacer nada por ahora… y puede que nada necesitéis hacer —añadió—; pero pude sentir poca convicción en sus palabras.