El vehículo nos llevó de vuelta hasta el hogar de Yolara. Larry estaba esperándome. Una vez más nos situamos frente a la tenebrosa pared en la que por primera vez nos encontramos con la sacerdotisa y la Voz. Y mientras permanecíamos frente a ella, apareció una vez más el portal con la misma brusquedad desconcertante y mágica.
Pero ahora la escena había cambiado. Alrededor de la mesa de azabache se agrupaban siete personas (entre ellas Lugur, y junto a él Yolara); todas ellas rubias y todos varones a excepción de una mujer que estaba sentada a la izquierda de la sacerdotisa: una mujer extremadamente anciana, de edad indefinida, pero cuyas facciones aún mostraban las trazas de una belleza que debió ser superior a la de Yolara, pero que ahora estaba ajada de una manera pasmosa. A través de ellas campaba una maldad extrema y espantosa que brillaba como si de un espíritu que poseyera un cuerpo ya muerto.
Y entonces comenzó nuestro interrogatorio, ya que de ello se trataba. Y a medida que éste progresaba sentí que mi asombro crecía por el cambio de actitud de O’Keefe. Toda su despreocupación había desaparecido, y raramente se reveló su innato humor en las respuestas que ofreció al interrogatorio. Parecía un cauteloso espadachín; cubriéndose, protegiéndose, sin bajar la guardia y estudiando a su oponente; o si lo prefieren, como un ajedrecista que estudia una lejana jugada esencial para la partida: alerta, contenido y vigilante. Utilizaba siempre los argumentos del poder de nuestras razas del exterior, sus multitudes y su solidaridad.
Sus preguntas se contabilizaron por miríadas. ¿Cuál era nuestro trabajo? ¿Cuál era nuestro sistema de gobierno? ¿Cuán amplios eran nuestros mares?
¿Y las tierras? Se interesaron profundamente por la Gran Guerra, haciendo hincapié sobre sus causas, sus efectos. Su interés por nuestras armas era extremo. Y fueron extremadamente minuciosos en su interrogatorio acerca de las ruinas que estuvimos examinando en las islas: su posición y su entorno… y si otras personas a excepción de nosotros habían encontrado un paso hacia el interior.
En ese momento eché una mirada a Lugur. No parecía excesivamente interesado. Me pregunté si el ruso no le habría hablado ya acerca de la muchacha que vimos sobre la pared rosada de la Cámara de la Luna y acerca del verdadero motivo de nuestra expedición. Me tocó el turno de responder y lo hice tan parcamente como me fue posible, omitiendo cualquier referencia al respecto de estos acontecimientos. El hombrecillo de rojo me escuchó evidentemente aburrido, por lo que supe que Marakinoff le había contado todo. Pero presentí que Lugur había ocultado lo que sabía, incluso a Yolara, de la misma forma que supe que ella había silenciado el episodio de la pistola automática de O’Keefe y sus efectos sobre el cuenco de cristal. Una vez más tuve un profundo sentimiento de cautela, de desesperanza por encontrar la más mínima pista que me condujera a una salida de todo este laberinto.
A lo largo de dos horas fuimos interrogados y, llegado este punto, la sacerdotisa mandó llamar a Rador y nos dejó marchar.
Larry estaba sombrío mientas salíamos de la sala y la atravesó molesto.
—El mismísimo Infierno se cuece aquí dentro —dijo finalmente, deteniéndose tras de mí—. No puedo ver con claridad dónde está la trampa, y eso es lo que me molesta. Le puedo asegurar que vamos a tener que pelear duro. Lo que deseo es encontrar a la chica dorada cuanto antes, Doc. No la he vuelto a ver últimamente ¿y usted? —me preguntó esperanzado.
—Ríase si quiere —continuó—. Pero es nuestra mejor baza. Va a competir contra la banshee de los O’Keefe, pero voy a apostar por ella. Tuve una extraña experiencia cuando me encontraba en los jardines mientras usted estaba por ahí —su voz volvió a adquirir un tono de absoluta seriedad—. ¿Ha visto alguna vez a un leprechaum, Doc? —Negué con la cabeza seriamente—. Se trata de un hombrecillo vestido de verde —me explicó Larry. Le llegará aproximadamente por las rodillas. Una vez vi uno… en los bosques de Carntoguer. Bueno, pues estaba sentado, medio adormilado, en el jardín de Yolara, cuando salió de uno de los arbustos, portando en la mano una pequeña cachiporra de roble.
—Estás metido en un buen lío, Larry muchacho —me dijo—, pero no te desalientes, chaval.
—Hago lo que puedo —le dije—, pero estás muy lejos de Irlanda —añadí, o al menos lo pensé.
—Tienes un montón de amigos por aquí —me respondió—. Y los pies se mueven con ligereza cuando van a donde les indica el corazón. Ahora que lo pienso, me gustaría vivir aquí, Larry —me dijo.
—Sé dónde está ahora mi corazón —le dije—. Se encuentra junto a una muchacha de ojos dorados y con el pelo y los pechos de Eilidh el Hada… pero no parece que mis pies vayan en la dirección correcta.
De repente se acentuó su brogue.
—Y el hombrecillo asintió e hizo girar su cachiporra.
—Por eso he venido a verte —me dijo—. No caigas bajo los encantos de Bhean-Nimher, la mujer serpiente de ojos azules; es la hija de Ivor, chaval… y no hagas nada que provoque que se entristezca nuestra palomita pelirroja, Larry O’Keefe. Conozco a tu bisabuelo, y a tu tatarabuelo, y al padre de éste, niño —continuó—, y a los O’Keefe siempre os ha perdido el pensar que en vuestros corazones había espacio más que suficiente para todas las mujeres del mundo. El corazón es una casa para una sola persona, y te advierto que a nuestra preciosa niña no le gustará meterse en una casa en la que hay una multitud de mujeres cocinando, remendándote los pantalones, fregando el suelo y haciendo todas las tareas propias de una esposa en condiciones. ¡Aunque no creo que la chavala de los ojos azules sea del tipo de las que les gusta cocinar y remendar!
—No deberías haber hecho este viaje para contarme tal cosa —le dije.
—Vaale…, pero yo te lo digo —me respondió—. Se te vienen encima unos cuanto líos, Larry. De hecho, vas a estar durante un buen tiempo metido en una complicación de las gordas. Pero, recuerda que eres un O’Keefe —me dijo—, y mientras el pequeño pueblo esté lejos de ti, chaval, te las vas a tener que apañar tu solito.
—Espero —le dije—, que la banshee de los O’Keefe llegue aquí a tiempo… quiero decir, si es inevitable; y espero que no lo sea.
—No te angusties por eso —me respondió—. La chica mala no puede abandonar nuestra tierra, Larry. Los viejos espíritus están muy tranquilos contigo, chico. No me importa decírtelo: si ella piensa movilizar todo su clan para venir a por ti, la entretendrán y te facilitarán el regreso a casa. ¡La que van a liar va a hacer que el Gran Viento parezca una brisita de verano sobre Lough Lene! Y eso es todo, Larry. Pensamos que oír una palabra de la Isla Verde te alegraría el corazón. No olvides que eres un O’Keefe… y te repito que los chicos están contigo. ¡Pero queremos que sigas sintiéndote orgulloso de ti mismo!
—Volví a mirar en su dirección, pero ya había desaparecido. No sentía el corazón muy alegre… o si lo estaba, era una alegría muy sosa.
—Me voy a la cama —me dijo de repente—. ¡Mantenga un ojo en la pared, Doc!
Durante los siete días siguientes, Larry y yo nos vimos en contadas ocasiones. Yolara buscaba cada vez más su compañía. Por tres veces nos llamaron al Consejo; una vez asistimos a una gran fiesta, cuyas sorpresas y esplendores jamás podré olvidar. Yo cada vez frecuentaba más a Rador. Juntos atravesamos las verdes barreras y nos adentramos por las tierras de los ladala.
Parecían poseer todo lo necesario para una vida acomodada. Pero por todos sitios podía sentir una enorme opresión, una sensación de odio que era más espiritual que material… tan tangible como ésta, pero mucho más amenazante.
—No les gusta danzar con el Resplandeciente —repetía una y otra vez Rador en respuesta a mis esfuerzos por encontrar una respuesta.
Una vez tuve ante mí la evidencia de este estado de ánimo. Echando un vistazo a mis espaldas, pude ver una cara pálida que nos escudriñaba llena de odio desde detrás de un árbol. De repente se agitó una mano y vi que algo volaba en dirección a la espalda de Rador. Instintivamente lo aparté de un empujón. El se giró hacia mí enojado. Le señalé el pequeño proyectil que reposaba en el suelo, aún vibrando. Me asió de la mano.
—¡Esto os lo devolveré algún día! —me dijo.
Miró una vez más hacia el objeto. Su extremo en forma de diminuto cono estaba recubierto de una sustancia gelatinosa y brillante.
Rador arrancó de un árbol una fruta parecida a una manzana.
—¡Observad! —me dijo. La tiró sobre el dardo… y de repente, ante mis ojos, en menos de diez segundos ¡la fruta se pudrió!
—¡Tal le habría sucedido a Rador si no hubiera sido por vos, mi amigo! —me dijo.
Ahora he de contar algunas observaciones fragmentadas y sin ilación, antes del preludio al drama que es esta narración.
Primero, acerca de la naturaleza de las opacidades de ébano que se extendían entre los pabellones columnados o que cubrían los techos. Eran campos magnéticos, que absorbían la luz volviendo negativa la vibración luminosa; se trataba, literalmente, de pantallas de energía eléctrica que formaban una barrera tan impermeable a la luz como si se trataran de telones de acero.
Hacía aparecer instantáneamente la noche donde ésta no podía existir. Pero no le ponían obstáculo alguno a la circulación del aire o el sonido. Su concepción era extremadamente simple… no más milagrosa que lo es un cristal que, inversamente a su efecto, admite la vibración luminosa pero que detiene los corpúsculos que nosotros llamamos aire… y, de manera parcial, esos otros que producen sobre nuestros nervios auditivos ese efecto que denominamos sonido.
Explicado brevemente, el mecanismo consistía en los siguiente:
[Por el mismo motivo que las explicaciones del Dr. Goodwin a cerca de los motores atómicos han sido suprimidos, su descripción de las pantallas destructoras de luz también han sido suprimidas por el Consejo Ejecutivo — J.B.E, Presidente de la A.L. de C.]
Existían dos clases de los ladala: los soldados y los fabricantes de sueños. Creo que estos últimos eran el fenómeno social más asombroso de todos. Negadas sus experiencias del mundo exterior y de sus entornos por su hábitat limitado, los murianos había perfeccionado un increíble sistema para escaparse de su opresión a través de su imaginación.
También poseían un sentido musical muy desarrollado. Sus instrumentos favoritos eran la flauta doble, unos órganos de tubo extremadamente complicados y arpas grandes y pequeñas. Poseían otros curiosos instrumentos que se asemejaban a tambores con un sonido de dos octavas cuya percusión afectaba extrañamente a los centros emocionales.
Y fue esta pasión por la música la que dio pie a unos de los pocos incidentes verdaderamente cómicos de nuestra vida en el interior. Larry vino a buscarme al cuarto día, creo recordar.
—Acompáñeme a un concierto —me dijo.
Nos dirigimos a una de las guarniciones de los puentes. Rador pidió la atención del par de veintenas de guardias y, para mi infinito asombro, toda la compañía, con O’Keefe dirigiéndolos, comenzaron a cantar el himno Dios Salve a la Reina. Cantaron… en algo que se parecía bastante al inglés y que resultaba bastante satisfactorio para un lugar que debería encontrarse a una buena cantidad de kilómetros por debajo de Inglaterra. ¡Volved victoriosos! ¡Felices y gloriosos! Aullaron.
Observó con regocijo que me había quedado paralizado por la sorpresa.
—¡Les enseñé el himno en beneficio de Marakinoff! —se rió—. Espere a que ese rojo lo oiga. Le van a estallar las orejas. Y espere a oír de los labios de Yolara una preciosa cancioncilla que le he enseñado —me dijo Larry mientras regresábamos a lo que habíamos dado en llamar casa. Pude ver que sus ojos brillaban con malicia.
Y lo oí. Porque unos minutos más tarde la sacerdotisa consintió en que me presentara ante ella junto con O’Keefe.
—Mostradle a Goodwin cuán fructífero ha sido vuestro aprendizaje de nuestro idioma ¡O dama de labios de miel que quema! —Murmuró Larry.
Ella dudó; le sonrió, y entonces, de su boca perfecta, de su exquisita garganta, salió una voz como de pequeñas campanillas de plata entonando una melodía que no me era desconocida:
Ella es sólo un pajarillo en una celda dorada,
Una ma-ra-vi-llo-sa visión que ver…
Y así cantó hasta el triste final.
—Cree que es una canción de amor —me dijo Larry cuando nos marchamos—. Es parte del repertorio que le estoy enseñando. Honradamente, Doc, es la única forma de mantenerme frío cuando estoy con ella —continuó hablándome lleno de ansiedad—. Es un demonio del mismísimo infierno… pero maravillosa. Cuando siento que voy a ceder, le hago cantar esa canción o Take Back Your Gold! u otra canción antigua, y vuelvo a mantenerme sereno… pronto… ¡Con la cabeza fría de nuevo! ¡Las canciones populares acaban con todo tipo de misterios! ¡Puñetas!, me digo ¡Es sólo una mujer!