Me desperté con una sensación de familiaridad y de estar en casa; era como si hubieran abierto todas las ventanas en una habitación llena de tinieblas. Me estremecí con la sensación de haber descansado profundamente y haber recuperado mi forma física. La sombra de ébano había abandonado el dormitorio y a su través se derramaba una luz plateada. Del patio de la piscina me llegaron sonidos de zambullidas y carcajadas. Me levanté de un salto y corrí la cortina. O’Keefe y Rador estaban echando una carrera para ver quién era el más rápido; el segundo nadaba como una nutria, sacándole una gran ventaja al irlandés cuando así lo deseaba y jugueteando a su alrededor.
¿Había poseído nuestro descanso nada más que el poder curativo sobre nuestros nervios y nuestro agotados cerebros que un sueño normal y corriente ejercía sobre las personas cansadas? Ahora he de reconocer que mi resistencia a caer dormido se había debido al temor de que fuera aquella somnolencia anormal que Throckmartin me había descrito como un her aldo de la venida del Morador antes de que se llevara a Thora y a Stanton.
¿Y aquella visión de la muchacha de ojos dorados que se había inclinado sobre Larry? ¿También había sido una ilusión de mi sobrecargada mente? Si así lo fue, no puedo negarlo. En cualquier caso, decidí contárselo a O’Keefe una vez que nos encontráramos a solas… y entonces, dejándome llevar por mi optimismo y mi bienestar, lancé un grito como si de un niño se tratara, me desnudé y me uní a los otros dos en la piscina. El agua estaba caliente y sentí cómo una súbita oleada de vida me llenaba cada vena del cuerpo; alguna cualidad del agua parecía palpitar sobre la piel, llevando una clara vitalidad a cada fibra de mis músculos. Cansados ya, nadamos hacia la orilla y nos tendimos a descansar. El hombrecillo verde se vistió rápidamente y los mismo hizo Larry con su uniforme.
—La Afyo Maie nos ha convocado, Doc —me dijo—. Vamos a… bueno, usted lo llamaría desayunar con ella. Después, me ha dicho Rador que vamos a tener una sesión con el Consejo de los Nueve. Supongo que Yolara debe ser una mujer tan curiosa como… las del mundo superior; ya se habrá percatado de ello. Y evidentemente no puede esperar —añadió.
Se agitó por última vez para desprenderse todo el agua, enfundó la pistola automática en la sobaquera y comenzó a silbar alegremente.
—Tras vos, mi querido Alfonso —le dijo a Rador con una voz engolada.
El enano se rió, se inclinó imitando la burlona cortesía de Larry y tomó el camino de la casa de la sacerdotisa. Llevábamos recorrido un buen trecho del camino bordeado por orquídeas, cuando le susurré a Lar y:
—Larry, cuando estaba cayendo dormido… ¿piensa que vio algo?
—¡No vi nada en absoluto! —Rió—. Doc, el sueño me golpeó como la bala de un prusiano. Llegué a pensar que nos estaban gaseando. Tuve… tuve la tentación de despedirme de usted tiernamente —continuó un poco avergonzado—. Y creo que comencé a hacerlo ¿verdad?
Asentí.
—Pero, espere un minuto… —Dudó un instante—. Creo que vi algo o lo soñé.
—¿De qué se trataba? —le pregunté ansiosamente.
—Verá —me respondió lentamente—. Creo que se debe a que estuve pensando en Ojos Dorados. Sea como sea, creí que había entrado en el dormitorio cruzando la pared y que se inclinaba sobre mí… sí, y que ponía una de sus estilizadas manos sobre mi cabeza… No podía abrir los ojos… pero por alguna razón caprichosa pude verla. Luego me dormí de verdad. ¿Por qué me lo pregunta?
Rador retrocedió hacia nosotros.
—Más tarde —le respondí—. No ahora. Cuando estemos solos.
Pero en aquel momento sentí que recuperaba mi seguridad. Fuera cual fuera el laberinto por el que nos movíamos; fuera cual fuera la amenaza que nos acechara… estaba claro que la chica dorada nos vigilaba; cuidando de nosotros con cualesquiera desconocidos poderes que poseyera.
Atravesamos la entrada columnada, pasamos por un largo corredor abovedado y nos detuvimos ante una puerta que parecía cortada a partir de una pieza única de pálido jade… alta, amplia, montada sobre una pared de ópalo.
Rador llamó dos veces con los nudillos y aquel mismo sonido sobrenatural de campanillas de plata que habíamos oído… ayer (y debo decir ayer aunque en aquel lugar el término del día era algo sin sentido) nos invitó a entrar. La puerta se deslizó hacia un lado. La cámara era pequeña, tres de sus paredes eran de ópalo, de una negrura espesa; la cuarta se abría a un maravilloso y pequeño jardín… una masa de fragante y luminosos capullos y de frutas delicadamente coloreadas. Ante la misma se encontraba una mesa pequeña de madera rojiza y desde los omnipresentes almohadones que la rodeaban se alzó Yolara.
Larry tomó aire y dejó escapar involuntariamente un silbido de admiración mientras se inclinaba. Mi admiración fue igualmente sincera y la sacerdotisa dio muestras de verse complacida por nuestra actitud.
Se encontraba parcamente vestida por aquellas gasas transparentes, ahora de color azul pálido. Su cabello de color dorado pálido estaba recogido por una malla de ancha trama cuajada de diminutos brillantes en los que se mezclaban los zafiros y los diamantes. El azul de sus ojos competía con el brillo de las piedras, y de nuevo observé en sus profundidades un deseo vehemente mientras se posaban sobre la gallarda y bien formada figura de O’Keefe y sus limpios y bien formados rasgos. Los delicados pies de amplio puente estaban vestidos por unas sandalias de blanda piel cuyas tiras se trenzaban hasta poco antes de alcanzar las graciosas rodillas.
—¡Vaya una monada desvergonzada! —jadeó Larry mirándome mientras se posaba una mano sobre el pecho—. Colócala sobre un tejado de Nueva York y dejará Broadway vacío. Siga mi ejemplo, Doc.
Se giró hacia Yolara, en cuya cara se reflejaba el desconcierto.
—¡Os digo, mi dama, cuyos brillantes cabellos son redes para los corazones, que en nuestro mundo vuestra belleza deslumbraría la mirada de los hombres como si fuerais una doncella hecha del mismo sol! —le dijo con una imaginación tal que sólo sería posible proviniendo de una lengua habituada a estas galanterías.
El carmín cubrió la translúcida piel de la mujer. Los azules ojos adoptaron una mirada más tierna y nos indicó con una mano los almohadones. Doncellas de negros cabellos aparecieron, colocando ante nosotros frutas, pequeños panes y una bebida espesa que poseía el mismo olor y color que el chocolate. Me di cuenta de que estaba hambriento.
—¿Cuáles son vuestros nombres, extraños? —nos preguntó.
—Este caballero se llama Goodwin —le dijo O’Keefe—. En lo que a mí respecta, llamadme Larry.
—No hay nada como tomar confianza rápidamente —me dijo mientras observaba a Yolara como si le estuviera dirigiendo otra frase galante. Y así debió interpretarlo ella, ya que le murmuró—: Debéis enseñarme vuestra lengua.
—Entonces deberé encontrar dos palabras donde sólo puedo hallar una para describir vuestra belleza —le respondió—. E incluso eso tomará su tiempo —me dijo—. Una ocupación de suma importancia la de enseñar nuestro idioma a este pueblo encantador, máxime cuando desconocen lo que es el domingo. Créame.
—Larri —murmuró Yolara—, me gusta el sonido de vuestro nombre. Es dulce… —y así era mientras ella lo pronunciaba.
—¿Y cómo se llama vuestra tierra, Larri? —Continuó hablando—. ¿Y cómo se llama la de Goodwin? —Mi nombre lo pronunció perfectamente.
—Mi tierra, o señora del amor, son dos: Irlanda y América; él no posee más que una: América.
La dama repitió los dos nombres lentamente, una y otra vez. En ese momento encontramos la oportunidad de atacar la comida, deteniéndonos con expresión culpable cuando volvió a hablar.
—¡Oh, mas estáis hambrientos! —exclamó—. Comed, entonces —posó la barbilla sobre ambas manos y nos observó, con los ojos hirvientes de preguntas.
—¿Cómo ha de ser, Larri, que vos poseáis dos tierras y Goodwin sólo una? —nos preguntó dándose por vencida a su curiosidad.
—Yo nací en Irlanda; él en América. Pero yo he residido largamente en su país y mi corazón ama a ambos —le respondió.
Ella asintió comprensiva.
—¿Todos los hombres de Irlanda poseen vuestro semblante, Larri, tal y como todos nuestros hombres poseen una semblanza parecida a Lugur o Rador? Me gusta miraros —continuó hablando con una sinceridad infantil—. Estoy cansada de hombres como Rador o Lugur. Pero son fuertes —continuó rápidamente—. Lugur puede levantar diez con los dos brazos y elevar seis con una mano.
No podíamos entender a qué se refería.
—Eso es poco, oh mi dama, para los hombres de Irlanda —le respondió O’Keefe—. Atended, he visto a uno de mi raza levantar diez veces diez… ¿cómo llamáis a ese aparato tan rápido en el que nos trajo Rador?
—Corial —le dijo ella.
—Levantar diez veces veinte de nuestros coriales con sólo dos dedos… y esos coriales nuestros…
—Coria —dijo ella.
—Y nuestros coria son tan grandes cada uno de ellos como diez de los vuestros. ¡Sí, y he visto cómo otro hacía salir el infierno de su lugar con un solo golpe de su mano!
—Yo también lo hice —me dijo murmurando—. Y las dos veces fue entre la Cuarenta y dos y la Quinta Avenida, Nueva York, Estados Unidos de América.
Yolara escuchó sus afirmaciones con dudas manifiestas.
—¿Infierno? —le preguntó finalmente—. No conozco esa palabra.
—Bien —le respondió Larry—. Digamos entonces Muria. En muchos aspectos, o gloria de mi corazón, se parecen bastante.
En ese momento, la duda que llenaba los azules ojos se hizo más intensa. La joven meneó su graciosa cabeza.
—¡Ningún hombre es capaz de hacer eso! —le respondió finalmente—. Y no creo que vos seáis capaz de hacerlo, Larri.
—Oh, no —le dijo Larry rápidamente—. Nunca he pretendido ser tan fuerte. Yo vuelo —añadió de manera casual.
La sacerdotisa se puso en pie, mirándole con ojos desorbitados.
—¡Voláis! —Repitió incrédula—. ¿Como un Zitia? ¿Un pájaro?
Larry asintió… y viendo que no desaparecía el asombro de los ojos de la muchacha, continuó cansinamente.
—No lo hago con mis propias alas, Yolara. En un… un corial que se mueve por… ¿cuál es la palabra para aire, Doc? Bueno a través de esto —hizo un amplio gesto que abarcaba la nebulosa neblina que nos cubría. Sacó un lápiz de su bolsillo y dibujó a grandes rasgos un avión sobre una servilleta blanca—. En un… corial como éste… —ella estudió gravemente el dibujo introdujo una mano en su cinturón y extrajo un afilado estilete, recortó cuidadosamente el dibujo de Larry y lo puso a un lado.
—Eso puedo entenderlo —dijo.
—Una mujercita extremadamente inteligente —murmuró O’Keefe—. Espero no estar revelando nada de importancia… pero esta jovencita me ha pillado.
—¿Mas, qué aspecto tienen vuestras mujeres, Larri? ¿Son como yo? ¿Y cuántas te han amado? —le susurró.
—En toda Irlanda y en toda América no existe mujer como vos, Yolara —le respondió—. Y tómatelo como te dé la gana —susurró en inglés. Evidentemente, ella se lo tomó como le plugo.
—¿Tenéis diosas? —le preguntó una vez más.
—Cada mujer en Irlanda y América es una diosa, le respondió.
—Pues bien, eso no puedo creerlo —la ira y la diversión se mezclaron en sus ojos—. Conozco a las mujeres, Larri, y si así fueran no existiría la paz para los hombres.
—¡No existe! —le replicó. La ira desapareció de sus ojos y rió dulcemente, comprendiendo el significado de las palabras del irlandés—. ¿Y a qué diosa veneráis, Larri?
—¡A vos! —le replicó Larry O’Keefe zalameramente.
—¡Larry! ¡Larry! —le susurré—. Cuidado. Está manejando un explosivo de gran potencia.
Pero la sacerdotisa estaba riendo abiertamente con el sonido de pequeñas campanillas; y el placer se reflejaba en cada nota.
—Sois verdaderamente adulador, Larri —le dijo— al ofrendarme vuestra veneración. Aún así, me siento complacida por vuestra adulación. Sin embargo… Lugur es fuerte; y vos no sois del tipo de esos que… ¿cómo dijisteis?… han conseguido aquello. ¡Y no tenéis aquí vuestras alas, Larri!
Una vez más rompió a reír. El irlandés se ruborizó ¡Yolara lo había pillado!
—No he de temer nada de Lugur —le respondió riendo—. ¡Mejor será que él sienta temor de mí!
La risa se desvaneció; ella le observó escrutándolo con una enigmática sonrisa bailando en sus labios… a la par dulce que cruel.
—Bien… ya veremos —murmuró—. Afirmáis que batallasteis en vuestro mundo. ¿Con qué armas?
—Oh, con un poco de esto y un poco de aquello —respondió Larry—. Nos las apañábamos.
—¿Poseíais el Keth… quiero decir, aquello con lo que envié a Songar a la nada? —le preguntó con ligereza.
—¿Puede ver a dónde quiere conducirme? —me dijo O’Keefe entre dientes—. ¡Yo lo veo con claridad! Pero aquí es donde O’Keefe juega con ventaja.
—Os digo —se giró hacia ella—, o voz de fuego plateado, que vuestro espíritu es más elevado que vuestra belleza, y atrapa las almas de los hombres al igual que vuestra belleza atrapa sus corazones. Y ahora, escuchadme, Yolara, por que lo que os diré está lleno de verdad —sus ojos adoptaron una expresión soñadora y su voz se llenó con el timbre irlandés—. Ved, en mi tierra de Irlanda, hace (levantó sus diez dedos extendiéndolos y doblándolos veinte veces vuestra edad los poderosos hombres de mi raza, los Taithada-Dainn, podían enviar a un hombre a la nada tal y como hicisteis con vuestro Keth. Y esto lo conseguían por medio de sus arpas y de sus palabras habladas… palabras de poder, o Yolara, en las que reside la fuerza; y por medio del sonido de sus flautas y por medio de sonidos atrapadores.
«Fue Cravetheen quien creó llamas devoradoras por medio de su arpa, llamas voladoras que consumieron a aquellos que fueron enviados contra él. Y fue Dalua, de Hy Brasil, el que con sus flautas convirtió a hombres y bestias en sombras vivientes… y al final tocó para las sombras también de manera que donde iba Dalua le seguían aquellas sombras que una vez fueron bestias y hombres al igual que si se tratara de una pequeña tormenta de hojas marchitas; así os digo, y Bel el Arpista, que podía conseguir que los corazones de las mujeres se derritieran como la cera y que los corazones de los varones ardieran hasta quedar reducidos a cenizas, podía desmoronar los acantilados con sus arpegios y podía hacer que los grandes árboles se doblaran hasta tocar el suelo».
Mientras hablaba, los ojos le brillaban llenos de ensoñaciones mientras que ella se encogía bajo sus palabras, levemente pálida bajo su piel perfecta.
—Os digo, Yolara, que estas cosas fueron y son reales… en Irlanda —su voz se elevó—. Y he visto tanto hombres como los que hay en vuestro gran salón desaparecer en la nada tantas veces como éstas (volvió a extender y doblar los dedos una docena de veces) mucho antes de que vuestro Keth fuera capaz de tocarlos. Sí, y rocas tan poderosas como aquella a través de la cual llegamos, ser levantadas y hechas pedazos antes de que pudierais parpadear con vuestros azules ojos. Y esto es cierto, Yolara… ¡Todo es cierto! ¿Aún tenéis con vos ese pequeño cono de Keth con el que destruisteis a Songar?
Ella asintió, mirándolo hipnotizada, fascinada, con el temor y el asombro mezclándose en su rostro.
—Entonces, usadlo —el irlandés tomó un cuenco de cristal de la mesa y lo colocó en el umbral del arco que conducía al jardín—. Utilizadlo sobre esto… y os mostraré algo.
—Lo utilizaré sobre las ladala… —comenzó a hablar con nerviosismo.
La exaltación abandonó al irlandés, que se volvió hacia ella con los ojos bañados en tenor; las palabras de ella murieron antes de que pudieran terminar de hablar.
—Sea como decís —dijo precipitadamente.
Sacó el brillante cono de su regazo y lo apuntó hacia el cuenco. El rayo verde surgió de un extremo e impactó sobre el cristal, pero incluso antes de que pudiera comenzar a surtir efecto, un fogonazo de luz salió de la mano de O’Keefe: su pistola automática ladró y el tembloroso vibrante estalló en fragmentos. Tan rápidamente como había extraído el arma, volvió a enfundarla y se quedó completamente quieto con las manos vacías, mirando hacia la joven con severidad. Desde la antesala nos llegó el ruido de p isa das y gritos.
La cara de Yolara estaba pálida, los ojos dilatados… pero su voz se mantuvo firme mientras se dirigía a los guardias que gritaban:
—No ha sido nada ¡Volved a vuestros puestos!
Pero cuando hubo cesado el ruido de su retirada fijó su mirada en el irlandés y volvió a mirar hacia el destrozado cuenco.
—¡Es cierto! —gritó— ¡Pero ved: el Keth está vivo!
Seguí con la mirada hacia donde señalaba. Cada trocito de cristal vibraba, desprendiéndose de sus partículas. La bala de Larry lo había destrozado… pero no lo había liberado de la fuerza desintegradora. El rostro de la sacerdotisa mostraba señales de triunfo.
—Pero lo que importa, o brillante urna de belleza, lo que importa es lo que ha sucedido con el cuenco; no con sus trozos —le dijo Larry seriamente señalando los fragmentos.
El triunfo desapareció de su rostro y durante un momento permaneció en silencio, amenazadora.
—Y ahora —me susurró O’Keefe— continuamos con las sorpresas. Mantengan los ojos abiertos y vean lo que viene a continuación.
No tuvimos que esperar mucho. Yolara resopló con furia, con el orgullo herido en exceso. Dio unas palmadas; le susurró algo a la doncella que acudió a su llamada y volvió a sentarse mirándonos con malicia.
—Me habéis respondido a cerca de vuestra fuerza… pero no la habéis demostrado; pero el Keth os ha respondido. ¡Ahora respondedme a esto! —nos gritó.
Señaló hacia el jardín. Vi cómo una rama se doblaba y partía como si la hubiera forzado una mano ¡Pero no pude ver mano alguna! Vi que más y más ramas se partían, que un arbolito se combaba y quedaba destrozado… y pudimos oír el sonido cada vez más cercano de arbustos pisoteados mientras que la plateada luz que caía revelaba ¡Nada! Poco después vimos que se elevaba repentinamente en el aire un pesado aguamanil que se encontraba junto a una columna y salía despedido yendo a estrellarse a mis pies. Los almohadones comenzaron a volar por los aires como si se encontraran en el vórtex de un torbellino.
E invisibles manos me atraparon los brazos y me los pegaron al cuerpo, otra mano agarró mi garganta y sentí que un estilete afilado como una aguja presionaba mi cam isa, rozando mi piel justo sobre el corazón.
—¡Larry! —Exclamé desesperado. Giré la cabeza para ver que él también estaba atrapado por algo invisible. Aún así mostraba una gran calma, casi aburrimiento.
—¡Tranquilo, Doc! —me dijo—. Recuerde… ¡La jovencita quiere aprender nuestra lengua!
Pude oír cómo Yolara reía y reía burlona. Dio una orden y las manos soltaron su presa, el puñal dejó de apuntarme al corazón y con la misma rapidez que me había hecho presa fui liberado, aunque desagradablemente debilitado y agitado.
—¿Poseéis esto en Irlanda, Larri? —le gritó la sacerdotisa… y una vez más se echó a reír.
—Una buena jugada, Yolara —tenía la voz tan calmada como el rostro—. Pero eso ya lo hacían en Irlanda incluso antes de que Dalua convirtiera a su primer hombre en una sombra. Y en la tierra de Goodwin construyen naves… coria que van sobre el agua… en las que puedes viajar y ver sólo mar y cielo; y esos coria acuáticos son cada uno de ellos muchas veces mayores que todos vuestros palacios juntos.
Pero la sacerdotisa continuaba riéndose.
—Casi me pilla desprevenido —susurró Larry—. Casi fue demasiado para mí. ¡Pero por todos los dioses! ¡Si pudiéramos aprender ese truco y llevárnoslo de vuelta…!
—¡Nada de eso, Larri! —le dijo Yolara entre risas—. ¡Nada de eso! ¡El grito de Goodwin os traicionó!
La joven había recuperado el buen humor por completo; se comportaba como una niña malcriada que estuviera disfrutando de alguna travesura; y como una niña gritó:
—¡Os lo enseñaré! —hizo una nueva seña, le susurró algo a la doncella que llegó a su orden, y ésta regresó depositando ante ella una gran caja de metal.
Yolara extrajo de su cinturón algo con la apariencia de un lápiz, lo apretó y salió disparado un fino rayo de luz parecido a un flash eléctrico que incidió sobre el pasador. La tapa se abrió y de su interior extrajo tres cristales ovalados y planos de un matiz rosado. Le dio uno a O’Keefe y me alargó otro.
—¡Observad! —nos ordenó, colocando el tercer cristal ante sus ojos.
Miré a través de la piedra y al instante surgieron a mi vista, como si aparecieran del aire ¡Seis enanos riéndose! Cada uno de ellos iba cubierto de la cabeza a los pies por una tela tan tenue que parecían ir desnudos. La vaporosa tela parecía vibrar… parecía moverse como mercurio. Aparté el cristal de delante de mis ojos ¡Y la cámara volvió a quedar vacía! Volví a mirar a su través ¡Y vi de nuevo a los rientes hombrecillos!
Yolara hizo un nuevo gesto y desaparecieron, incluso del efecto de los cristales.
—Se debe a lo que visten, Larri —le explicó Yolara con gracia—. Es algo que nos legaron los… Ancianos. Pero poseemos muy pocos —suspiró.
—Tales tesoros deben ser armas de doble filo, Yolara —le dijo Larry—. Ya que ¿cómo tenéis el convencimiento de que alguien con esos ropajes no se arrastraría a vuestras espaldas con ánimo de heriros?
—No existe tal peligro —le respondió indiferente—. Soy la que los guarda.
Permaneció en silencio durante unos momentos, y de pronto dijo bruscamente:
—Y ahora nada más. Deberéis de presentaron ante el Consejo dentro de unos momentos… pero no temáis nada. Vos, Goodwin, marchad con Rador a visitar nuestra ciudad y aumentad vuestra sabiduría. Pero vos, Larri, esperadme aquí, en mi jardín… —le sonrió provocativamente… incluso con malicia—. Pues ¿no se le deberá de dar, a alguien que ha resistido en un mundo de diosas, la oportunidad de adorar a la suya una vez que la ha hallado?
Se rió abiertamente y marchó fuera. Y en aquel momento deseé a Yolara con más ardor que nunca antes la había deseado… y que jamás la volvería a desear.
Observé que Rador esperaba en la puerta abierta de jade y comencé a retirarme, pero Larry me agarró del brazo.
—Espere un momento —me dijo preocupado—. Iba a decirme algo a cerca de Ojos Dorados… lo he tenido presente durante todo el combate.
Le conté la visión que había entrevisto a través de mis medio cerrados párpados. Me escuchó con seriedad y luego rompió a reír.
—¡A hacer puñetas la privacidad en este sitio! —se rió—. Damitas que pueden atravesar las paredes y hombrecillos con trajes de invisibilidad que les permite moverse por donde les place. Vale, vale, vale… no deje que eso le afecte a los nervios, Doc. Recuerde ¡Aquí todo es normal! Naturalmente, esa ropa es una especie de camuflaje. Pero por todos los dioses ¡Si pudiésemos conseguir unos cuantos trajes de esos!
—Ese material se limita sencillamente a absorber todas las vibraciones del espectro luminoso, o quizá sencillamente las deforma, de la misma manera que los materiales opacos las cortan —le respondí—. Un hombre expuesto a los rayos X es parcialmente invisible; este material lo hace por completo. No sale en el registro, como dice la gente del cine.
—Camuflaje —repitió Larry—. Y a lo que respecta al Resplandeciente… ¡Bah! —Bufó—. Ya le echaría yo encima una de las banshees de los O’Keefe. Le aseguro que nuestro ingenioso espíritu le daría tres mordiscos, un tragantón y un mamporro antes de que ni siquiera se diera cuenta de por dónde le venía la paliza. ¡Je! ¡Caray! ¡Ya le digo, amigo!
Seguí oyéndole disfrutar de la visión mientras atravesaba el arco de la pared opalina para reunirme con mi compañero de verde.
Una concha estaba esperándonos. Hice una pausa antes de subirme para examinar la pulida superficie de la calzada. Estaba hecha de obsidiana… un cristal volcánico de color esmeralda, perfecto, translúcido y sin señales de uniones o junturas. Examiné el vehículo.
—¿Cómo funciona? —le pregunté a Rador.
A una palabra suya, el conductor tocó un resorte y surgió una abertura bajo la palanca de control, de la que ya hablé en capítulos anteriores. En su interior pude ver un pequeño cubo de cristal negro, a través de cuyas paredes pude distinguir difícilmente una bola brillante que giraba vertiginosamente de no más de un par de centímetros de diámetro. Bajo el cubo se encontraba un estilizado cilindro de curiosa factura que giraba en la parte inferior del nautilus.
—¡Observad! —me dijo Rador.
Me indicó que me subiera al vehículo y se sentó a mi lado. El conductor tocó la palanca y una llamarada de energía se desplazó de la bola al cilindro. La concha comenzó a moverse lentamente, y a medida que crecía el flujo de partículas de energía, el vehículo ganaba velocidad.
—El carial no toca el pavimento —me explicó Rador—. Está a esta altura —y separó el índice y el pulgar de su mano menos de dos milímetros—, del suelo.
Y quizá sea este el mejor momento para explicar el funcionamiento de los coria. La energía que se utilizaba era la atómica. Pasando a través de la bola girante, los iones se lanzaban hacia el cilindro a través de dos bandas de un metal especial que se fijaba a la base de los vehículos como los patines de los trineos. Impactando sobre estas piezas, provocaban una negación parcial de la gravedad; elevando un poco el vehículo y creando al mismo tiempo una fuerza repulsiva de gran poder o empuje que se dirigía hacia atrás, hacia delante o hacia los lados según la conveniencia del conductor. La creación de esta energía y de los mecanismos de su uso eran, explicados brevemente, así:
[Las magníficas, lúcidas y excesivamente claras descripciones del Dr Goodwin de tan extraordinario mecanismo han sido eliminadas por el Consejo Ejecutivo de la Asociación Internacional de Ciencia ya que resultarían peligrosamente sugerentes para los científicos de las potencias de Europa Central con las que recientemente estuvimos en guerra. Sin embargo, se nos ha permitido comunicar que estas descripciones se encuentran en manos de expertos de este país que, desafortunadamente, están encontrando graves problemas en el desarrollo de sus investigaciones a causa de la escasez de los elementos radiactivos que conocemos, así como a causa de la ausencia del elemento o elementos que componían la bola rotatoria del cubo de cristal negro. Aun así, y siendo el principio de este fenómeno tal claro, estamos en condiciones de afirmar que los problemas anteriormente mencionados serán solucionados en breve. — J.B.K, Presidente, A.I. de C.]
La amplia y l isa calzada se ajustaba perfectamente a los coria. Salían y entraban a toda velocidad de los jardines en los que, sentadas sobre almohadones, las mujeres, extraordinariamente bellas y rubias, parecían princesas del País de los Elfos descansando entre las flores y vestidas con gasas maravillosamente transparentes. Dentro de algunos vehículos pude ver a hombres trigueños parecidos a Lugur, o los morenos parecidos a Rador. Las jovencitas de pelo negro como el ala de un cuervo eran las sirvientas de las demás mujeres, aunque de vez en cuando pude observar a algunas de estas maravillosas muchachas acompañar a algún enano rubio.
Tomamos una curva enorme que hacía la carretera enjoyada y, a gran velocidad, pasamos al lado de los acantilados cubiertos de musgo a través de los cuales habíamos llegado a este lugar desde la Cámara de la Luna. Formaban un gigantesco contrafuerte, un saliente titánico. Fue desde el borde de este gigantesco saliente desde el que salimos al exterior; a cada lado pude observar los precipicios que se elevaban hasta perderse de vista en la brillante bruma.
Los delicados y graciosos puentes bajo los que pasamos terminaban su recorrido en unos calveros que se abrían ante las enormes masas de vegetación. Cada uno de ellos contaba con una pequeña guarnición militar. En algunas ocasiones, la guarnición era atravesada por un pequeño riachuelo deudor del gran río de color obsidiana. Me contó Rador que estos puestos guardaban las carreteras a regiones más lejanas, a la tierra de los ladala; añadiendo que ningún ciudadano de clase inferior podía atravesar los puentes para adentrarse en la ciudad endoselada a menos que fuera convocado o tuviera un pase.
Finalizamos la curva y nos dirigimos hacia el cordón de color esmeralda que habíamos visto desde la enorme herradura que formaba la carretera. Ante nosotros se elevaban los brillantes acantilados y el lago. Aproximadamente a una milla de distancia se encontraba el último puente. Este era mucho más macizo que los anteriores y tenía un aire de antigüedad que no aprecié en los otros; el edificio de la guarnición era más grande y en su extremo la carretera, que pasaba en tangente, estaba guardada a cada lado por dos poderosos edificios parecidos a blocaos. Algo en su disposición despertó mi curiosidad.
—¿A qué lugares conduce esta carretera, Rador? —le pregunté.
—A un lugar del que no os hablaré por encima de todas las cosas, Goodwin —me respondió. Y una vez más me maravillé de las cosas que me rodeaban.
Nos dirigimos lentamente hacia el enorme estribo del puente. Muy a lo lejos se divisaba la cortina prismática y multicolor de los pilares Ciclópeos. Sobre las blancas aguas se desplazaban delicadas conchas parecidas a réplicas lacustres de los carros élficos, pero todas evitaban acercarse a la maravillosa cortina que se desplegaba en el horizonte.
—Rador ¿Qué es aquello? —le pregunté.
—¡Aquello es el Velo del Resplandeciente! —me respondió lentamente.
¿Era el Resplandeciente aquel al que nosotros llamamos el Morador?
—¿Qué es el Resplandeciente? —le pregunté nervioso.
Una vez más quedó en silencio. No volvió a hablar hasta que tomamos nuestro camino de regreso.
Y mi curiosidad científica estaba tan despierta como mi interés. De repente me di cuenta de que era presa de un profundo desaliento. Aquel lugar era maravilloso, de una belleza indescriptible… pero en lo más profundo de mi ser podía sentir una amenaza mortal; un algo inhumano. Era como si en el jardín secreto de Dios un alma pudiera sentir cómo la observaba algún espíritu diabólico y reptante que, de alguna manera, se hubiera arrastrado hasta el santuario y esperara su momento de actuar.