Nuestro camino discurría por tortuosos senderos entre enormes setos de brillantes capullos, grupos de emplumados helechos cuyas hojas estaban cuajadas de fragantes florecillas blancas y azules, delicadas enredaderas se balanceaban desde las ramas de árboles extrañamente talados, portando a sus extremos capullos en forma de orquídeas tan delicadamente frágiles como extravagantes.
El sendero por el que caminábamos estaba compuesto por un exquisito mosaico compuesto por teselas de color rosa y verde pastel encastrados en una suave superficie gris, guirnaldas de formas nimbosas parecidas a la rosa flamígera de los Rosacruces salían de las bocas de serpientes voladoras. Frente a nosotros se alzaba un pequeño pabellón de una sola pieza y con el frente abierto.
Rador hizo una pausa en el umbral, se inclinó profundamente, y nos invitó a entrar. La cámara a la que entramos era larga y estaba cerrada a ambos lados por unas pantallas de color gris; en su parte posterior, la zona quedaba cerrada por unas cortinas. Unos divanes llenos de cojines flanqueaban una mesa baja de piedra azul, vestida con un delicado paño blanco.
A la izquierda se elevaba un alto trípode que sostenía uno de aquellos globos rosados que ya habíamos visto en el hogar de Yolara; en la cabecera de la mesa reposaba otro globo, más pequeño, parecido al susurrante. Rador presionó sobre su base, y otras dos cortinas se desplazaron cerrando la entrada y aislado la habitación.
Dio palmas, las cortinas se apartaron, y dos muchachas entraron en la estancia. Altas y gráciles como un junco, el pelo, negro y lleno de tirabuzones, les llegaba por debajo de los blancos hombros, sus inolvidables ojos eran azules y su piel de una extraordinaria finura y pureza… eran singularmente bellas. Ambas iban vestidas con una falda de seda azul extremadamente ajustada a sus redondeces y que no les llegaba a tocar sus preciosas rodillas.
—Comida y bebida —les ordenó Rador.
Ambas desaparecieron tras las cortinas.
—¿Os complacen? —nos preguntó.
—¡Están muy buenas! —exclamó Larry—. Alegran los corazones —tradujo para Rador.
La siguiente afirmación del enano me produjo un ataque de tos.
—Vuestras son —nos dijo.
Antes de que pudiera decirle nada sobre su extraordinaria afirmación, ambas volvieron a entrar portando una enorme bandeja que contenía pequeños panes, extrañas frutas y tres grandes cuencos de cristal de roca, dos de ellos llenos de un líquido amarillo burbujeante y el tercero conteniendo una bebida púrpura. Recordé con preocupación que habían pasado largas horas desde que comiéramos o bebiéramos algo. Los cuencos amarillos fueron puestos frente a Larry y a mí, el púrpura frente a Rador.
A su señal, las muchachas volvieron a desaparecer. Me llevé el vaso a los labios y tomé un largo sorbo. El sabor era desconocido aunque delicioso.
Casi inmediatamente mi cansancio desapareció. Noté que se me aclaraba la mente, me embargaba el regocijo y me sentía completamente irresponsable, libre de cuidado. Una sensación encantadora. Larry volvió a comportarse tal y como era: un muchacho alegre y despreocupado.
Rador nos contemplaba divertido, dando pequeños sorbos de su gran cuenco de cristal de roca.
—Mucho me agradaría saber cosas del mundo del que llegasteis —dijo finalmente—, a través de las rocas —añadió con retintín.
—Y mucho nos agradaría a nosotros aprender de vuestro mundo, Oh Rador, le respondí.
¿Debería interrogarle sobre el Morador, buscando alguna pista a cerca del Thorckmartin? Una vez más, con la claridad de las palabras habladas, recibí una advertencia. Esperar. Y una vez más obedecí.
—Aprendamos, entonces, uno de otro —el enano estaba riendo abiertamente—. Primero… ¿Todos los del exterior poseen vuestra apariencia… tan altos? —Realizó un expresivo gesto—. ¿Y sois muchos?
—Somos… —Dudé durante un instante, y finalmente dije la frase polinesia que expresa diez veces diez multiplicado indefinidamente—. Somos tantos como las gotas de agua del lago que vimos desde el reborde en el que nos encontrasteis —continué hablando—; tantos como las hojas de los árboles que hay fuera. Y todos tenemos este aspecto… con variaciones.
Me di cuenta de que se tomaba con escepticismo mi afirmación sobre nuestro número.
—En Muria —dijo finalmente—, los hombres son como yo o como Lugur. Nuestras mujeres son como las que habéis visto… como Yolara o como las dos esclavas que os han atendido —hizo una pausa—. Y hay una tercera, pero sólo una.
Larry se inclinó hacia delante en tensión.
—¿Pelirroja con reflejos broncíneos, ojos dorados y adorable como un sueño, con unas maravillosas manos largas y delicadas? —gritó.
—¿Dónde la habéis visto? —le interrumpió el enano clavando la vista a sus pies.
—¿Visto? —Larry recuperó su autocontrol—. No, Rador, quizá sólo he soñado con una mujer semejante.
—Cuidaos entonces de contarle semejante ensueño a Yolara —le dijo el hombrecillo sonriendo siniestramente—. Por que os digo que habéis descrito a Lakla, la sacerdotisa de los Silenciosos, y ni Yolara ni Lugur, ni siquiera el Resplandeciente, le tienen mucha simpatía, extraño.
—¿Reside en estos lugares? —la cara de Larry se había iluminado.
Rador permaneció silencioso, mirando por encima de su hombro con nerviosismo.
—No —le respondió finalmente—, no me interroguéis más a cerca de ella —volvió a quedar en silencio durante un rato—. Y vosotros, seres como las gotas de agua y las hojas de los árboles, ¿qué hacéis en ese mundo vuestro? —le preguntó, en un intento evidente de darle un giro a la conversación.
—Deja el asunto de la chica de los ojos dorados, Larry —le dije—. Espera a que descubramos por qué es tabú.
—Amar y guerrear, luchar y vencer y morir; o fracasar y morir —le respondió Larry asintiendo en mi dirección a mi advertencia dada en inglés.
—A ese respecto, vuestro mundo y el mío difieren poco —dijo Rador.
—¿Cuán extenso es vuestro mundo, Rador? —le pregunté. Me observó seriamente.
—Cuán extenso… en verdad que no lo sé —me respondió finalmente con sinceridad—. La tierra en la que habitamos junto con el Resplandeciente se extiende por todas las aguas blancas a lo largo de… —utilizó una frase de la que no entendí nada—. Más allá de esta cuidad, poseída por el Resplandeciente, y en las orillas de allá de las aguas blancas residen los mayia ladala… los comunes —tomó un largo sorbo de su cuenco—. Primero están los pelirrubios, los hijos de los antiguos gobernantes —continuó—. Luego estamos los guerreros; y, finalmente, los mayia ladala, los que cavan y labran y tejen y se fatigan y nos ofrecen sus hijas a los gobernantes y a los guerreros ¡Que bailan con el Resplandeciente! —añadió.
—¿Quién gobierna? —le pregunté.
—Los pelirrubios, que dependen del Consejo de los Nueve, que depende de Yolara, la sacerdotisa, y Lugur, la Voz —me respondió—. ¡Y que a su vez dependen del Resplandeciente! —Pude notar un tono de amarga sátira en su última afirmación.
—¿Y aquellas tres personas que fueron juzgadas? —le interrogó Larry.
—Pertenecían a los mayia ladala —le respondió— como esas dos con las que os he agasajado. Pero se multiplican incansablemente. No les gusta danzar con el Resplandeciente… ¡Los blasfemos! —su voz se elevó hasta romperse en un repentino ataque de risa.
Por sus palabras pude apercibir una imagen general de su raza: una oligarquía vieja, lujuriosa, exclusiva apegada a alguna misteriosa deidad; una clase guerrera que la protegía; y bajo todos ellos las hordas trabajadoras y oprimidas.
—¿Eso es todo? —Preguntó Larry.
—No —le respondió—. Está el Mar Púrpura, donde…
Sin previo aviso, el globo que estaba a nuestro lado lanzó una aguda nota y Rador se giró en su dirección con la cara pálida. Su superficie habló en tonos susurrantes, conminatorios y tajantes.
—¡Oigo! —dijo con voz rota, agarrándose al borde de la mesa— ¡Obedezco!
Volvió su cara hacia nosotros, ahora desprovista por una vez de toda malicia.
—No me hagáis más preguntas, extraños —nos dijo—. Y, ahora, si habéis saciado vuestra sed y hambre, os mostraré dónde podréis reposar y asearon.
Se levantó bruscamente. Le seguimos a través de las colgaduras, atravesamos un corredor y penetramos en otra pequeña cámara, desprovista de techumbre y con las paredes hechas de pantallas grises. En ella encontramos dos camas llenas de almohadones y una puerta cerrada con una cortina que daba a un espacio abierto en el que una fuente desahogaba en una ancha piscina.
—Vuestro baño, nos dijo Rador.
Dejó caer la cortina y regresó al centro de la habitación. Tocó una flor labrada y vimos que se extendía a nuestro alrededor un delicado brillo e inmediatamente se desplegó sobre nosotros una oscuridad impenetrable a la luz pero no al aire, ya que a su través pudimos oler la fragancia de los jardines. La habitación se llenó de una penumbra fría, refrescante y sedante. Rador señaló las camas.
—¡Dormid! —nos ordenó—. Dormid y no sintáis temor alguno, ya que mis hombres hacen guardia afuera.
Se acercó a nosotros, con el mismo gesto de divertida malicia bailando en los ojos.
—Pero antes hablé con demasiada ligereza —susurró—. Quizá se deba a que la Afyo Maie tema sus palabras… o… —se rió mientras miraba a Larry—. ¡Las doncellas no son vuestras!
Aún riendo se desvaneció a través de las cortinas que daban al patio de la fuente antes de que le pudiera preguntar por el significado de su curioso regalo, su arrepentimiento y su aún más curiosas palabras finales.
—En la antigua Irlanda —interrumpió Larry mis pensamientos con el brogue aún más acusado— vivía Cairill MacCairill… Cairill Lanza Veloz. Y Cairill maltrató a Keevan de Einhain Abhlach, descendiente de Angus, del gran pueblo, cuando estaba durmiendo bajo el aspecto de una delicada doncella. Entonces Keevan le impuso un castigo a Cairill: durante un año, Cairill erraría con la apariencia de Keevan por Einhain Abhlach, que es el Reino de las Hadas, y durante ese tiempo Keevan tomaría el aspecto de Cairill. Y así se hizo.
«Durante ese año, Cairill conoció a Emar de los Pájaros que es blanca, roja y negra… y se amaron, y de esa unión nació Ailill, su hijo. Y cuando Ailill nació, tomó una flauta pálida y tocó un tonada sedante sobre Cairill, y tocó durante una era completa hasta que Cairill se tomó blanco y marchito; entonces Ailill tocó otra vez y Cairill se transformó en una sombra… luego se tomó en la sombra de una sombra… y luego en un suspiro ¡y el suspiró se fue con el viento! —se estremeció—. Como le sucedió a aquel viejo gnomo —me susurró—, a ese que llamaban Songar de Aguas Vanas».
Sacudió la cabeza como si se desprendiera de una somnolencia. Luego, quedó en alerta.
—Pero todo aquello sucedió en las épocas antiguas. ¡Y nada de lo que sucede aquí se le parece, Doc! —se rió—. Esto no me asusta ni un poquito, chaval. Esa preciosa dama diabólica ha tomado la decisión equivocada. Cuando tienes a un colega a tu lado, lleno de vida y alegría, y ves que le sobran las energías para hacer lo que se proponga, y ves que se abren ante él todas las oportunidades; y te está contando lo que piensa hacer con el mundo una vez que salga de la carnicería en la que estáis inmersos, con esa energía y dinamismo que da la juventud, Doc… y al segundo siguiente, justo en medio de una carcajada, ves que un trozo de maldita metralla se le ha llevado la mitad de la cabeza y toda la alegría y la energía y todo lo demás… —torció la cara—, bueno, viejo, después de eso, lo que hizo esa diabólica señorita no me impresiona mucho. No a mí. Pero, por los brogans[14] de Brian Boru… si hubiéramos tenido esos aparatos durante la guerra… ¡caray, colega!
Quedó en silencio, evidentemente imaginándoselo con gran placer. En lo que a mí respecta, en aquel momento, si me quedaba alguna duda a cerca de Larry O’Keefe, ésta se desvaneció inmediatamente. Vi que creía, creía con absoluta fe, en sus banshees, sus leprechaums y en toda la imaginería gaélica… pero sólo en los límites de Irlanda.
En algún lugar de su mente se encontraban archivados toda su superstición, su misticismo, y toda las debilidades con las que tuviera que enfrentarse. Pero en el momento de hacer frente a algún tipo de peligro o problema, todos esos archivadores se cerraban herméticamente, dejando al aire una mente extremadamente intrépida, incrédula e ingeniosa; se eliminarían todas las telarañas por medio de un cepillo tan escéptico como el que más.
—¡Diablos! —su voz estaba llena de admiración—. Si hubiéramos tenido ese anua al comienzo de la guerra… ¡Imagínese a media docena de los nuestros volando sobre las baterías enemigas y a nuestros cañones machacándolos al mismo tiempo! ¡Caray! —su tono de voz era el de alguien en un momento de rapto.
—El efecto de ese arma es bastante fácil de explicar, Larry —le dije—. Naturalmente, no sé de qué está compuesto el rayo verde. Pero está claro que lo que hace es estimular la vibración atómica hasta tal extremo que la cohesión entre las partículas de la materia se rompe y el cuerpo se deshace en millones de trocitos… lo mismo le sucedería al volante de un motor si lo hiciéramos girar a tal velocidad que sus partículas no pudieran mantenerse cohesionadas.
—¡Entonces, todo vibra! —exclamó.
—Eso es completamente cierto —asentí—. Todo en la Naturaleza vibra. Toda la materia, ya sea un hombre, un animal, una piedra o un vegetal, está hecho a base de moléculas que vibran, que a su vez están formadas por átomos que vibran, que a su vez están formados por partículas eléctricas infinitesimalmente pequeñas llamadas electrones. Y los electrones, la base de toda materia, quizá estén formados sólo por la vibración de algún misterioso éter.
—Si se situara sobre nosotros una lupa lo suficientemente grande, se nos vería como una criba, llenos de espacios vacíos, que se denominan enrejados espaciales. Y todo lo que se necesita para deshacer ese enrejado, para reducirnos a la nada, es algún agente que haga vibrar nuestros átomos a una velocidad tal que salgan disparados de sus posiciones y se pierdan en el espacio.
—El rayo verde de Yolara es ese agente. Hizo que el cuerpo de aquel enano vibrara al ritmo que pudimos ver… ¡Y lo descompuso, no en átomos, si no en electrones!
—El enemigo tenía en el frente del este un cañón… un setenta y cinco —me dijo O’Keefe— que reventaba los tímpanos de los artilleros, no importaba la protección que usaran. Parecía ser como todos los demás setenta y cinco… pero había algo en su sonido que reventaba a los artilleros. Tuvieron que fundirlo.
—Se trata prácticamente de la misma cosa —le respondí—. Por algún motivo sus cualidades vibratorias poseían ese efecto. El sonido de la sirena del Lusitania hacía que el edificio Singer vibrara hasta sus cimientos, mientras que el del Olympic, aún cuando tenía el mismo modelo de sirena, no afectaba para nada al Singer, mientras que hacía que vibraran las paredes del Woolworth. En cada caso, estimulaban la vibración atómica de un edificio diferente.
Hice una pausa, mientras sentía que me invadía una intensa somnolencia. O’Keefe, bostezando, se sentó sobre la cama incapaz de aguantar su propio peso.
—¡Por Dios, me estoy durmiendo! —exclamó—. No puedo entenderlo… lo que dice… muy interesante… ¡Por Cristo! —Bostezó una vez más estirándose—. ¿Qué hizo el hombrecillo vestido de rojo para que diera tal respingo el ruso? —me preguntó.
—Thanaroa, le respondí mientras me esforzaba por mantener los ojos abiertos.
—¿Qué?
—Cuando Lugur mencionó ese nombre, vi que Marakinoff le hacía un gesto. Sospecho que Thanaroa es el nombre original de Tangaroa, el gran dios polinesio. Existe un culto secreto a él en las islas. Puede que Marakinoff pertenezca a él… de cualquier manera lo conoce. Lugur reconoció la señal y para su sorpresa la respondió.
—Así que le hizo el gran signo ¿eh? —murmuró Larry—. ¿Cómo es posible que ambos lo conocieran?
—Ese culto es muy antiguo. Sin lugar a dudas, posee un origen que se remonta a la más remota antigüedad; mucho antes de que esta gente emigrara aquí —le respondí—. Es uno de los vínculos… sólo uno de ellos… que encadena el mundo superior con un pasado ya perdido…
—Entonces tenemos problemas —dijo con dificultad Larry—. ¡Por todos los infiernos! Lo huelo… Dígame, Doc ¿esta somnolencia es natural? Me pregunto dónde… habré… dejado mi… máscara de gas —añadió ya casi inconsciente.
Pero yo luchaba desesperadamente contra aquel sueño inducido por alguna droga que me aplastaba.
—¡Lakla! —Oí que murmuraba O’Keefe—. Lakla la de los ojos dorados… no Eilidh… ¡El Hada! —Con un esfuerzo enorme se medio levantó riendo como un borracho.
—Doc, la primera vez que vi este lugar pensé que era el Paraíso —suspiró—. Pero ahora sé que, si lo es efectivamente, la Tierra de Nadie era el mejor lugar del universo para una Luna de Miel. Nos han… nos han atrapado, Doc… —volvió a caer de espaldas—. Buena suerte, viejo, donde quiera que vayas —agitó la mano flojamente—. Encantado… de haberte… conocido. Espero… volver… a verte.
Su voz se desvaneció. Luchando, luchando con cada fibra de mi cerebro y cada nervio contra el sueño, sentí que me desvanecía en la nada. Incluso antes de que me asaltara el olvido pude ver en la pantalla gris que estaba más cerca del irlandés se resaltaba un óvalo de luz rosada que comenzaba a brillar; observando, mientras se cerraban mis vencidos párpados, una sombra en forma de llama se acercó a donde estaba; tomó forma, se condensó y se inclinó, observando a Larry, con sus enormes ojos de color dorado en los que la intensa curiosidad y la ternura se debatían, mientras que la dulce boca sonreía. Era la muchacha de la Cámara del Estanque de la Luna. La muchacha que el enano vestido de verde había llamado… Lakla; la visión que Larry había invocado antes de que el sueño que yo ya no podía evitar se lo llevara…
Más se aproximó ella… más… sus ojos mirándonos fijamente.
¡Entonces llegó el olvido!