Mientras la observaba, el hombre se levantó y rodeó la mesa para dirigirse a nosotros. Por vez primera posé mis ojos en Lugur. Era unos pocos centímetros más alto que el enano verde, mucho más fuerte y con la apariencia de poseer una fuerza apabullante.
Sus tremendos hombros tenían un metro de anchura y se ahusaban hasta llegar a unos muslos fuertes y musculosos. Los músculos de su pecho se remarcaban sobre la tela roja que los cubría. Alrededor de su frente brillaba una diadema cubierta de brillantes piedras azules que brillaban a través de los espesos rizos de su pelo color ceniza.
En su cara estaban escritos un gran orgullo y una insaciable ambición. Toda la malicia, la bufa, la insinuada insensibilidad que había observado en todos los enanos anteriores estaban también reflejadas en él… pero intensificadas y tocadas por un hálito de maldad.
La mujer habló una vez más.
—¿Quiénes sois, extraños, y cómo habéis llegado a nuestro lugar? —se giró hacia Rador—. ¿O será que no entienden nuestro lenguaje?
—Uno lo entiende y habla… pero de forma incorrecta, Oh Yolara —le respondió el hombrecillo.
—Hablad, entonces, aquel de vosotros que entienda —ordenó.
Pero resultó ser Marakinoff el primero que pudo recuperar el sentido del habla, y me maravillé de la asombrosa fluidez con la que hablaba, muy superior a la mía.
—Vinimos siguiendo diferentes propósitos. Yo para encontrar cierto conocimiento; él (me señaló) para buscar otro. Este hombre… (miró a Olaf) para recuperar una esposa y una hija.
La mujer de ojos verde azulados había reparado en O’Keefe y lo observaba con creciente interés.
—¿Y cual fue la causa de vuestra venida? —le preguntó—. Es inútil… le habría oído pronunciar palabra si pudiera emitirlas.
La mujer detuvo a Marakinoff con un gesto perentorio.
Cuando Larry habló, lo hizo de manera vacilante, en un idioma que le resultaba extraño, buscando las palabras adecuadas.
—Vine a ayudar a estos hombres… y a causa de algo que me llamaba pero que en su momento no pude entender, Oh señora, cuyos ojos son como los lagos de los bosques al amanecer —le respondió; e incluso en aquellas palabras poco familiares se podía apreciar el brogue irlandés, y pude apreciar cómo unas luces de diversión brillaban en los ojos de Larry mientras apostrofaba.
—Podría hallar muchas causas de castigo en vuestras palabras, pero no en su contenido —le respondió la mujer—. ¿De qué lagos en los bosques me hablas que yo no conozco, y de qué amaneceres me hablas cuando ninguno ha brillado sobre el pueblo de Lara durante todos estos sais de laya[13]? Aún así, entiendo vuestras palabras.
Resultaba incuestionable que existían una diferencia sutil entre el tiempo, tal y como nosotros lo concebimos, y el tiempo tal y como se experimentaba en esta tierra subterránea, ya que su progreso era considerablemente más lento. Sin embargo, esta diferenciación viene dada en base a la bien conocida teoría de la relatividad, que afirma que tanto el espacio como el tiempo son inventos necesarios de la mente humana para orientarse bajo las condiciones en las que se encuentra. Intenté una y otra vez calibrar esta diferencia, pero no pude hacerlo a mi entera satisfacción. Lo más que pude aproximarme fue a colegir que una hora de nuestro tiempo era el equivalente a una hora y un octavo en Muria. Para obtener más información el lector debe consultar cualquiera de los muchos trabajos escritos a cerca de esta materia (Walter T. Goodwin).
Sus ojos cobraron un color azul más profundo mientras observaba a O’Keefe. Sonrió.
—¿Existen más varones como vos en el mundo del que provenís? —le preguntó lentamente—. No importa, pronto nosotros…
Lugur la interrumpió bruscamente mientras le dirigía una mirada ceñuda.
—Mejor será que nos informemos de su venida hasta nuestro lugar —murmuró.
La mujer le dirigió una rápida mirada, y una vez más la maldad asomó a sus asombrosos ojos.
—Sí, es cierto —le contestó—. ¿De qué manera llegasteis aquí?
Una vez más fue Marakinoff el que respondió, lentamente, pesando cada palabra cuidadosamente.
—En el mundo exterior —comenzó—, existen ciudades en ruinas que no han sido levantadas por lo que actualmente residen a su alrededor. Esos lugares nos llamaban, por lo que los visitamos en busca de la sabiduría de aquellos que los construyeron. Encontramos una entrada. La entrada nos condujo hacia una puerta que nos llevó al acantilado de allá, y a través de sus entrañas llegamos hasta este lugar.
—¿Y habéis hallado la sabiduría que buscabais? —le preguntó ella—. Por que nosotros fuimos aquellos que levantamos tales ciudades. Pero aquel pasaje en la roca… ¿dónde se encuentra?
Una vez que lo atravesamos se cerró tras nosotros; ninguno fuimos capaces de encontrar traza alguna de él, la respondió Marakinoff.
La misma incredulidad que se había reflejado en la cara del hombrecillo vestido de verde se reflejó en la cara de ambos; la cara de Lugur estaba velada por una sombra de ira furiosa.
Se dirigió hacia Rador.
—No pude hallar abertura alguna, Milord, le dijo rápidamente el enano.
Y en los ojos de Lugur asomó un fuego tan fiero cuando se volvió hacia nosotros que la mano de O’Keefe se precipitó hacia la pistola que llevaba enfundada en su cinturón.
—Mejor será que le digáis la verdad a Yolara, sacerdotisa del Resplandeciente, y a Lugur, la Voz —nos gritó amenazadoramente.
—Es la verdad —hablé por primera vez—. Llegamos a través de aquel pasaje. En su extremo encontramos una viña labrada, una viña con cinco flores —en ese momento el fuego se apagó en los ojos del enano y juraría que empalideció—. Puse una mano sobre las flores y se abrió una puerta. Pero una vez que la traspasamos y nos dimos la vuelta, no vimos tras nosotros nada más que un acantilado impenetrable. La puerta se había desvanecido.
Tomé ejemplo de Marakinoff. Si él había eliminado el episodio del Estanque de la Luna y del vehículo, había sido por alguna razón, de eso no me cabía duda, y por tanto decidí ser cauto. Y algo muy dentro de mí me gritaba que no dijera nada acerca de mi búsqueda; algo que sofocaba cualquier palabra a cerca de Throckmartin… algo que me advertía perentoria y definitivamente ¡como si fuera el propio Throckmartin el que me hablara!
—¡Una viña con cinco flores! —exclamó el hombrecillo vestido de rojo—. ¿Diríamos que se parece a esto?
Extendió con un largo brazo. En el pulgar de la mano llevaba un enorme anillo, con una piedra de un color azul apagado engarzada. Sobre la superficie de la piedra se encontraba grabada el símbolo de las paredes rosadas de la Cámara de la Luna que nos habían dado paso a los dos portales. Pero sobre la viña se encontraban grabados siete círculos, uno sobre cada flor y dos más grandes cubriéndolos y cortándolos.
—Es el mismo diseño —le dije—; pero eso no estaba —añadí señalándole los círculos.
La mujer inhaló profundamente y miró profundamente a los ojos de Lugur.
—¡El símbolo de los Silenciosos! —susurró el hombre.
Fue la mujer la que primero se recobró de la impresión.
—Los extraños han de estar fatigados, Lugur —dijo—. Cuando hayan reposado, nos mostrarán dónde se abre la roca.
Observé que se había producido un cambio de actitud hacia nosotros; una nueva deferencia y una duda teñida de aprehensión temerosa. ¿Qué era lo que les asustaba? ¿Por qué había traído ese cambio el símbolo de la viña? ¿Y quiénes o qué eran los Silenciosos?
Los ojos de Yolara se dirigieron a Olaf, endurecidos, y adoptaron un frío color gris. Inconscientemente, había observado que desde el principio el escandinavo había sido ignorado por la pareja; efectivamente, no le habían prestado la más mínima atención; también había observado que la sacerdotisa le echaba profundas y rápidas miradas.
El escandinavo le devolvió la mirada con la misma profundidad y sus claros ojos se llenaron de desprecio… como si de un niño observando una serpiente se tratara, conociendo bien su peligro pero sin temerla.
Bajo esta mirada, Yolara se agitó impaciente, sintiendo, lo sé, su significado.
—¿Por qué me observáis de esta manera? —le gritó.
Una expresión de perplejidad atravesó el rostro de Olaf.
—No entiendo —le respondió en inglés.
Sorprendí en los ojos de O’Keefe una expresión reprimida de sorpresa. Sabía, al igual que yo, que Olaf debía haberla entendido. ¿Pero se había dado cuenta Marakinoff?
En apariencia no había sido así. ¿Pero a qué se debía que Olaf fingiera ignorancia?
—Este hombre es un marino de lo que nosotros llamamos el norte —le dijo Larry titubeante—. Ha enloquecido, creo. Cuenta una historia extraña… algo a cerca de un fuego frío que se llevó a su mujer y su niña. Lo encontramos vagando por nuestro camino. Y lo trajimos con nosotros debido a su fortaleza. ¡Eso es todo, oh Dama, cuya voz es más dulce que la miel de las abejas silvestres!
—¿Un ser de fuego frío? —Repitió ella.
—Un ser hecho de fuego frío que giraba bajo la luna con el sonido de pequeñas campanas —le respondió Larry observándola intensamente.
La mujer miró a Lugur y rió.
—Entonces él también es un hombre afortunado —le dijo—. Por que ha llegado al lugar de su ser de fuego frío… y decidle que se unirá a su desposada y su hija en su momento… pongo mi palabra en eso.
La cara del escandinavo no translució comprensión alguna, y en aquel momento me formé una idea completamente nueva acerca de la inteligencia del escandinavo; ya que debía haber realizado un auténtico esfuerzo de voluntad para poder controlarse.
—¿Qué dice la mujer? —Preguntó.
Larry le repitió las palabras.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Bien!
Miró a Yolara con un gesto de genuina gratitud. Lugur, que había estado observando su masa corporal se acercó más. Palpó los gigantescos músculos que Huldricksson flexionó cortésmente para él.
—Pero deberá encontrarse con V aldo r y Tahola antes de reunirse con los suyos —tras decir esto se rió burlonamente—. Y si los supera… ¡la mujer y la niña, en recompensa, serán suyas!
Un gesto, rápidamente reprimido, convulsionó la cara del marino. La mujer torció su cabeza de increíble belleza.
—Estos dos —dijo, señalándonos al ruso y a mí—, parecen ser hombres de sabiduría. Pueden resultar útiles. Al respecto de este hombre —y sonrió dirigiéndose a Larry—, me gustaría que me explicara algunas cosas —hizo una pausa—. ¿Qué significado guarda eso de mel de bejas salvajes? —Larry había dicho esta frase en inglés, y ella estaba tratando de repetirlas—. Con referencia a este hombre, el marino, haced lo que os plazca con él, Lugur ¡pero mantened en vuestra memoria que le he dado mi palabra de que se unirá a sus seres queridos! —se rió dulce, siniestramente—. Y ahora… lleváoslos, Rador… dadles comida y bebida y dadles reposo hasta que decidamos llamarlos otra vez.
Alargó una mano hacia O’Keefe. El irlandés se inclinó para tomarla entre las suyas y lentamente la elevó hasta sus labios. Oí un irritado siseo de Lugur; pero Yolara le agradeció el gesto a Larry con unos ojos completa y puramente azules.
—Me complacéis —le susurró.
Y el rostro de Lugur se ensombreció aún más.
Nos giramos para marcharnos. El globo rosa con tonalidades azules que estaba junto a la mujer se tomó más apagado y emitió un lejano sonido de campanillas. Ella se inclinó sobre su superficie, el objeto vibró y por su superficie corrieron oleadas de apagado color; De su interior surgieron unas palabras emitidas en un volumen tan bajo que no pude discernir su significado… si es que lo tuvieron.
Se dirigió hacia el enano vestido de rojo.
—Han traído a mi presencia tres que han blasfemado contra el Resplandeciente —le dijo lentamente—. Ahora se me ocurre que deberíamos mostrarles a los extraños la justicia de Lora. ¿Qué opináis, Lugur?
El hombrecillo asintió, con los ojos brillantes con maliciosa anticipación.
La mujer le habló una vez más al globo.
—¡Traedlos ante nos!
Y una vez más el objeto se llenó de colores que atravesaron su superficie, se oscureció, y una vez más quedo brillando con su tono rosado. De el exterior nos llegó el ruido de varios pies andando sobre las alfombras. Yolara pasó una lánguida mano sobre el pedestal del globo que estaba junto a ella y abruptamente la luz huyó de todos lados mientras que las cuatro paredes de negrura se desvanecían, revelando los dos extremos de un maravilloso jardín desconocido por el que se extendían los pilares de las columnas; a nuestras espaldas unas delicadas cortinas drapeadas ocultaban a nuestra vista lo que se encontraba tras ellas; ante nosotros, flanqueado por arriates de flores, se encontraba el corredor a través del que habíamos venido, lleno ahora por los enanos vestidos de verde que servían en el gran salón…
Los enanos avanzaron. Observé que cada uno de ellos poseía el mismo pelo negro que Rador. Se apartaron, y de entre ellos avanzaron tres figuras: un joven de no más de veinte años, bajo, aunque poseyendo los mismos anchos hombros que habíamos visto en todos los hombres de su raza; una muchacha que juzgué no alcanzaría los diecisiete, pálida, dos palmos más alta que el muchacho, con el largo pelo negro despeinado; y tras ambos un mal desarrollado y deforme sujeto cuya cabeza se hundía entre los gigantescos hombros y cuya blanca barba alcanzaba la cintura, tal y como les sucede a los gnomos extremadamente viejos, y cuyos ojos consistían en dos blancas llamas de odio. La joven se arrojó gimiendo a los pies de la sacerdotisa; el joven la observó con curiosidad.
—¿Así que vos sois Songar de Aguas Vanas? —murmuró Yolara con un acento acariciante— ¿Y esta es vuestra hija y su amante?
El gnomo asintió mientras que la ira que inundaba sus ojos crecía.
—Ha llegado hasta nuestros oídos que los tres habéis osado blasfemar contra el Resplandeciente, su sacerdotisa y su Voz —Yolara continuó suavemente—. También se nos ha dicho que habéis llamado a tres de los Silenciosos. ¿Es cierto esto?
—Vuestros espías han hablado… ¿Y acaso no nos habéis juzgado ya? —la voz del anciano enano era amarga.
Un relampagueo cruzó los ojos de Yolara, una vez más de un frío color gris. La muchacha alargó una mano temblorosa para tocar el borde de los velos de la sacerdotisa.
—Decidnos la causa de que actuarais de semejante manera, Songar —le dijo—. Por qué hicisteis tal sabiendo plenamente cual sería vuestra… vuestra recompensa.
El enano se reafirmó sobre sus pies, levantó sus secos brazos con los ojos brillantes.
—Por que la maldad son vuestros pensamientos y la maldad son vuestros actos —chilló—. Los vuestros y los de vuestro amante… ése —y señaló con un dedo a Lugur—. Porque habéis realizado actos diabólicos con el Resplandeciente y porque contempláis la maldad… vos y él con el Resplandeciente. ¡Pero os digo que vuestra medida de inquinidad está plena! ¡El latido de vuestros pecados se acerca a su fin! Así digo… los Silenciosos han sido pacientes, pero pronto dirán su palabra —nos señaló—. Ellos son la señal… el aviso… ¡ramera! —el enano escupió esta última palabra.
En los ojos de Yolara, ahora completamente negros, la maldad se mostró sin máscara.
—¿Eso es todo, Songar? —le preguntó con una suave voz—. ¡Ahora pedid la ayuda de los Silenciosos! Moran lejos… pero probablemente oirán vuestra súplica —la dulce voz poseía un tono burlón—. En lo que respecta a esos dos, rogarán al Resplandeciente por su perdón… ¡y es probable que el Resplandeciente los traiga a su seno! En lo que a vos respecta… ¡Ya habéis vivido lo suficiente, Songar! ¡Rezad a los Silenciosos, Songar, y pasada la nada!
Introdujo su mano en su regazo y extrajo algo semejante a un cono de plata pulida. Lo apuntó, sonó un chasquido en su base, y un fino rayo de intensa luz verde salió del objeto.
El haz golpeó directamente en el corazón del enano al mismo tiempo que la luz lo envolvía por completo, cubriéndolo con una película pulsante y pálida. La mujer cerró el puño alrededor del cono y el rayo desapareció. Enterró el cono en su regazo y se inclinó hacia delante expectante; lo mismo hicieron Lugur y los demás enanos. De la muchacha salió un lento gemido de angustia, mientras que el joven caía sobre sus rodillas cubriéndose la cara.
Durante un momento el anciano de barba blanca permaneció rígido; entonces la túnica que lo cubría pareció derretirse, dejando a la vista su cuerpo nudoso y monstruoso. Y súbitamente comenzó a recorrer el cuerpo una vibración que aumentó hasta alcanzar una vertiginosa velocidad. El cuerpo comenzó a oscilar como si se tratara de una imagen reflejada en un estanque cuyas aguas fueran agitadas por el viento. Creció y creció, a un ritmo cuya velocidad era intolerable para la vista pero que mantenía esclava la mirada.
La figura se dilató perdiendo sus formas y adoptando la apariencia de una neblina. Diminutas chispas surgieron de su interior como si se trataran de las partículas que arroja el radio cuando se las observa al microscopio. Se tornó aún más neblinosa… de pronto tembló ante nosotros durante unos instantes una sombra fantasmalmente luminosa que contenía diminutos átomos chispeantes en movimiento como los que pulsaban en la luz que nos rodeaba. La sombra ondulante se desvaneció, los brillantes átomos se mantuvieron bailando en el aire durante unos segundos… y se lanzaron repentinamente a mezclarse con los que recorrían la habitación.
¡Nada había del ser en forma de gnomo que unos instante antes había permanecido frente a nosotros!
O’Keefe exhaló un largo suspiro, y yo sentí cómo me corría un cosquilleo a través del cuero cabelludo.
Yolara se inclinó hacia nosotros.
—Ya lo habéis presenciado —nos dijo.
Sus ojos se prendieron sobre la pálida faz de Olaf.
—¡Atención! —susurró.
Se giró hacia los hombrecillos vestidos de verde, que reían quedamente.
—¡Tomad a esos dos y marchad! —Les ordenó.
—La justicia de… —dijo el de rojo— ¡La justicia de Lora y del Resplandeciente bajo Thanaroa!
Vi que Marakinoff reaccionaba violentamente ante tales palabras. Una de sus manos hizo un gesto rápido y subrepticio, tan velozmente que apenas pude observarlo. El hombre de rojo miró fijamente al ruso y pude ver que se sorprendía.
Reaccioné con la misma prontitud que Marakinoff y no me di por enterado.
—Yolara —habló el de rojo— me complacería sumamente el poder alojar en mis aposentos a este sabio. También me agradaría llevarme al gigante.
La mujer se levantó de su lugar asintiendo.
—Como deseéis, Lugur —le respondió.
Y así, completamente impresionados, salimos a los jardines y a la palpitante luz. Me pregunté si todas aquellas diminutas partículas que bailaban a nuestro alrededor no habrían sido alguna vez hombres como Songar de Aguas Vanas… ¡Y sentí que el alma se me enfermaba!