CAPÍTULO XIII

Yolara, Sacerdotisa del Resplandeciente

—Será mejor que tenga esto a mano, Doc —me dijo O’Keefe mientras se detenía al comienzo de la escalera y me alargaba una de las pistolas automáticas que le había quitado a Marakinoff.

—¿No me va a dar una? —le preguntó nervioso este último.

—Se la daré cuando la necesite —le respondió O’Keefe—. Aunque he de decirle con franqueza, profesor, que tendrá que demostrarme que es más digno de mi confianza antes de que le dé una pistola. Me disparó a dar… cuando estaba usted escondido.

El brillo de odió que mostraron los ojos del ruso se transformó inmediatamente en una mirada de consideración.

—Siempre dice lo que piensa, teniente O’Keefe —murmuró—. Da… ¡yo recordaré eso! —Más tarde tuve que recordarle esta afirmación… y Marakinoff se vio obligado a recordarla.

En fila india, con O’Keefe a la cabeza y Olaf cerrándola, atravesamos el portal. Ante nosotros se abría un pozo circular, a través del cual se derramaba como si fuera líquido la luz que provenía de la cámara oval; pegada a sus paredes, la escalera descendía en espiral, y a través de ella descendimos cautelosamente. La escalera finalizaba en un pozo circular; silencio… ¡y ninguna traza de salida! Las pulidas piedras encajaban una en otras herméticamente. Tallada en uno de los bloques se podía observar una de aquellas viñas con cinco flores. Presioné mis dedos sobre los cálices tal y como había hecho Larry en la Cámara del Estanque.

De pronto apareció en la pared una grieta horizontal de dos metros de anchura; y mientras que el bloque de piedra del que se había abierto se posaba a nuestros pies ¡pudimos observar que se abría un paso de cien metros de largo en la roca viva! La piedra descendía al suelo sin hacer ruido alguno y vimos que era un bloque ciclópeo que alguien había situado en la boca del pasaje. La piedra alcanzó la altura de nuestros pies y se detuvo. Al final del túnel, cuyo suelo estaba compuesto por piedra pulimentada, se abrió un momento después una trampilla en forma triangular en su parte superior, donde un momento antes no habían existido más que piedras herméticamente selladas. A través de esta abertura se derramaba un chorro de luz.

—No hay más camino que hacia aquella salida —dijo Larry con tono divertido—. ¡Y les apuesto lo que quieran a que Ojos Dorados nos está esperando fuera con un taxi!

Dio un paso adelante, casi deslizándose sobre la superficie pulimentada; y en mi imaginación pude ver lo que nos sucedería si toda la masa pétrea que se alzaba sobre nosotros se desplomara antes de que pudiéramos salir a la superficie. Alcanzamos el final del túnel y nos deslizamos por la abertura triangular que suponíamos sería la salida.

En el exterior nos encontramos en un ancho reborde alfombrado por un musgo amarillento. Miré hacia atrás… y apreté el brazo de O’Keefe: ¡La abertura se había desvanecido! Ante nosotros sólo se mostraba un despeñadero de pálida roca, sobre cuya superficie se extendían grandes parches de musgo ambarino. Alrededor de su base se alargaba la plataforma sobre la que nos encontrábamos, y cuya cima, si una cima poseía, se encontraba oculta, al igual que los acantilados luminosos, por el brillo que se extendía por el cielo.

—No tenemos a donde ir, como no sea hacia delante… ¡Y ojos dorados no ha acudido a su cita! —nos dijo O’Keefe riendo, aunque un tanto desilusionado.

Caminamos unos centenares de metros a lo largo de la plataforma y, al doblar una esquina, nos encontramos con el extremo de uno de aquellos estilizados puentes. Desde esta vista aventajada pudimos ver que los extraños vehículos poseían una extraña forma aplanada y que se asemejaban a la concha del nautilus, aunque eran maravillosamente hermosos. El conductor se sentaba en el extremo de la espira y sobre una serie de cojines, sobre los cuales también reposaban unas mujeres apenas vestidas con unas tiras de vaporosa gasa semejante a la seda. Desde los endoselados jardines afluían paseos más pequeños pavimentados de piedra verde que iban a unirse al camino principal, al igual que en la Tierra hacen las carreteras; y a lo largo de estos paseos se precipitaban las maravillosas caracolas.

En aquel momento, oímos que un grito partía de una de ellas. Resultaba evidente que sus ocupantes nos habían visto. Nos señalaron; otros se detuvieron y nos observaron detenidamente; una de las caracolas giró y se precipitó hacia nuestra posición… y de repente aparecieron varios hombres al otro lado del puente. Eran casi enanos; ninguno de ellos alcanzaba una altura superior a los setenta centímetros, aunque eran increíblemente anchos de hombros y claramente fuertes.

—¡Troles! —Murmuró Olaf situándose junto a O’Keefe mientras hacía bailar la pistola en su mano.

Pero a medio camino del puente el que parecía ser el jefe del grupo se detuvo, mandó retroceder a sus hombres, y se dirigió hacia nosotros solo, con las palmas extendidas en el universal gesto de la paz. Se detuvo, observándonos con un manifiesto asombro; nosotros le devolvimos el escrutinio con el mismo interés. La cara del enano estaba tan pálida como la de Olaf… que estaba muchísimo más pálida que la de los otros tres. Sus facciones eran claras y nobles, casi de corte clásico; los asombrados ojos eran de un curioso tono gris verdoso y el pelo era negro y estaba formado por gruesos tirabuzones, tal y como en algunas estatuas griegas clásicas.

Aún cuando era un enano, no presentaba ningún signo de deformidad. Los poderosos hombros los tenía cubiertos por una túnica verde abierta que parecía estar confeccionada por el más delicado lino, y que llevaba ajustada a la cintura por un cinturón cuajado por piedras que parecían ser amazonitas. En una funda llevaba un puñal largo y curvado parecido a los kris malayos. Sus piernas estaban enfundadas en el mismo tejido verde. En los pies llevaba sandalias.

Mi vista volvió a dirigirse a su cara, y en ella pude discernir algo sutilmente inquietante; una expresión de cruel regocijo que subyacía en todas sus facciones como una vaga amenaza; una burlona crueldad que insinuaba insensibilidad al sufrimiento o la pena; algo que me decía que ese espíritu era vagamente diferente y perturbador.

Nos habló… y, para mi asombro, la mayoría de las palabras me resultaron lo suficientemente familiares como para entenderlas claramente y captar la totalidad de su significado. Era un idioma polinesio, el polinesio de Samoa en su más antigua forma, aunque indefiniblemente arcaico. Más tarde supe que su lenguaje no guardaba la misma relación con el polinesio que la obra de Chaucer con el inglés moderno, si no la que guardan los trabajos del Venerable Bede[11] con nuestro idioma. Tampoco me resultó a la postre algo asombroso, cuando, con este conocimiento, tuve la certeza de que de su idioma surgió lo que denominamos polinesio vulgar.

—¿De dónde habéis de venir vosotros, extraños… y cómo habréis hallado vuestro camino hasta este lugar? —nos preguntó el enano vestido de verde.[12]

Señalé con mi mano a los acantilados que se encontraban tras nosotros. Sus ojos se dilataron con incredulidad; observó sus laderas, sobre las cuales no podría haberse mantenido en pie ni una cabra, y rompió en carcajadas.

—Vinimos a través de la roca —le respondí a su pensamiento—. Y hemos venido en paz —añadí.

—Y que la paz camine junto a vosotros —nos dijo burlonamente—. ¡Si es voluntad del Resplandeciente!

Nos observó detenidamente una vez más.

—Mostradme, extraños, de qué manera obrasteis vuestro camino a través_ de la roca. Nos ordenó.

Regresamos al lugar por el que habíamos salido del pozo de la escalera.

—Fue aquí —le dije golpeando con los dedos en la roca.

—Mas, no puedo observar abertura alguna —me dijo suavemente.

—Se cerró a nuestras espaldas —le respondí; y por primera vez comprendí lo absurdo de mi explicación.

Una mueca irónica volvió a asomarse a sus ojos. Pero esta vez extrajo su puñal y, con gravedad, golpeó la roca con la empuñadura.

—Le dais un extraño giro a nuestro idioma —me dijo—. Sueña extraño en verdad… tan extraño como vuestras respuestas —nos miró de manera enigmática—. ¡Me pregunto dónde lo habréis podido aprender! Bien, de cualquier manera se lo podréis explicar todo al Afyo Maie —mientras decía esta palabra, inclinó la cabeza y unió las manos al pecho—. ¡Os ruego que vengáis conmigo! —Finalizó abruptamente.

—¿En paz? —le interrogué.

—En paz —me respondió. Y luego añadió lentamente—: Al menos en lo que a mí respecta.

—¡Vamos, Doc! —me gritó Larry—. Ya que estamos aquí, echemos un vistazo. ¡Allons mon vieux! —se dirigió con retintín al hombrecillo de verde.

Éste, comprendiendo el ánimo de la frase, aunque no su significado, miró a O’Keefe con un centelleo de aprobación en la mirada; se giró hacia el enorme escandinavo y lo examinó detenidamente con sincera admiración; se estiró sobre las puntas de sus pies y palpó uno de sus bíceps.

—Lugur te dará la bienvenida al menos a ti —murmuró para sí mismo.

Se hizo a un lado y agitó una mano cortésmente, invitándonos a pasar. Cruzamos el puente. En el extremo de éste ya nos estaba esperando una de aquellas maravillosas caracolas.

Más allá, unas veintenas de vehículos se habían reunido, y sus pasajeros estaban dialogando acaloradamente. El enano nos señaló con una mano los cojines y él mismo tomó asiento en uno cerca de nosotros. El vehículo arrancó con suavidad, la ahora silenciosa multitud se apartó, y desembocó en la esmeraldina carretera a una terrorífica velocidad pero sin una sola vibración para encaminarse hacia la torre de las siete terrazas.

Mientras nos dirigíamos hacia nuestro destino, estuve intentando localizar la fuente de energía del vehículo, pero no me fue posible… en aquel momento. No había traza de un posible mecanismo, pero resultaba evidente que la caracola respondía a alguna forma de energía. El conductor había tomado en sus manos una palanca de pequeño tamaño que parecía controlar tanto la dirección como la velocidad.

Giramos bruscamente, nos precipitamos a través de uno de los jardines y nos detuvimos suavemente ante unos de los pabellones encolumnados. Observé que era mucho más grande de lo que me había parecido en un principio. La estructura a la que nos habían conducido cubría, estimé, unos cien metros cuadrados. Era de forma oblonga y tenía dispuestas de forma regular sus estilizadas columnas, sus paredes se asemejaban a las pantallas shoji japonesas.

El hombrecillo verde nos urgió a que ascendiéramos por unos anchos escalones que estaban flanqueados por unas enormes serpientes aladas talladas y que presentaban con todo detalle las escamas. Pateó dos veces sobre un trozo de mosaico que se hallaba entre dos columnas y una de las pantallas se enrolló revelando una sala inmensa en la que estaban diseminados varios divanes en los que reposaban una docena o más de enanos idénticamente vestidos a él.

Estos se nos acercaron con gran calma y curiosidad; en sus caras se reflejaba la misma diversión maliciosa e inhumana que habíamos podido observar en todas las facciones de los que habíamos visto hasta aquel momento.

—El Afyo Maie les espera, Rador —dijo uno de ellos.

El aludido asintió, nos llamó por señas, y nos guió a través del enorme salón hasta una pequeña cámara uno de cuyos extremos estaba cubierto por la opacidad que había observado desde el borde del acantilado. Examiné aquella… obscuridad… con renovado interés.

No poseía textura ni sustancia; no era materia… y aún así sugería solidez; un absoluto colapso, una completa absorción de la luz; un velo de ébano inmaterial a la par que palpable. Involuntariamente acerqué la mano y sentí que retrocedía con rapidez.

—¿Con tanta premura buscáis vuestro fin? —me susurró Rador—. Pero olvidémoslo… no sabéis nada —añadió—. Por vuestra vida, no toquéis jamás la obscuridad. Se…

Se detuvo, ya que de aquella densidad se abrió un portal; surgiendo de la oscuridad como un fotograma surge de una cámara y aparece sobre una pantalla. A través del mismo se reveló una cámara bañada por un suave brillo rosado. Alzándose de unos cojines, un hombre y una mujer nos observaban, inclinándose a través de una mesa larga y baja que parecía confeccionada de azabache pulido cubierta de frutos y flores desconocidos.

Por toda la habitación (o al menos la parte que pude observar) se encontraban diseminadas unas cuantas sillas de aspecto extraño del mismo material que la mesa. Sobre unos trípodes plateados y muy alto brillaban tres globos y de ellos emanaba el fulgor rosado. Al lado de la mujer se encontraba un globo cuyo rosado brillo se encontraba velado por oleadas de azul.

—¡Entrad, Rador, junto con los extraños! —nos llamó una voz dulce y clara.

Rador se inclinó profundamente y permaneció a un lado invitándonos a entrar. Entramos, con el enano vestido de verde precediéndonos, y por el rabillo del ojo pude ver como la entrada desaparecía abruptamente de la misma manera que había aparecido mientras que la densa sombra ocupaba su lugar.

—Acercaos más, extraños. ¡No os inquietéis! —nos llamó la delicada voz. Nos aproximamos.

La mujer, aun siendo yo un científico frío y calculador, me cortó el aliento. Jamás había visto una mujer tan sumamente bella como Yolara de la Ciudad de los Enanos… y de una belleza tan peligrosa. Su pelo era del color del maíz más joven y quedaba sujeto por una corona real que reposaba sobre sus blancas cejas; sus grandes ojos eran verdes y podían cambiar al azul más intenso, al púrpura más profundo, al gris o al celeste, en su interior brillaba una traviesa diversión; mas, cuando la oscuridad de la ira los velaba… ¡No resultaban nada divertidos, no! Las gasas de seda que escasamente cubrían su desnudez revelaban que no se preocupaba por ocultar la marfileña delicadeza de su piel, ni la dulce curva de sus hombros y de sus pechos. Pero, a pesar de su asombrosa belleza ¡resultaba un ser siniestro! La crueldad se asomaba a la curva de su boca, en la musicalidad de su voz… aunque no era una crueldad consciente; si no la crueldad inconsciente y terrorífica de la propia naturaleza.

La muchacha de la pared rosada había sido hermosa, sí, pero su belleza había sido algo humano, comprensible. Podías imaginártela fácilmente con un niño en los brazos… pero no podrías imaginarte jamás a esta mujer de esa manera. Sobre su belleza planeaba algo inhumano. Yolara era el eco femenino del Morador, era la sacerdotisa del Morador… ¡Y era de una maldad gloriosa, terrorífica!