CAPÍTULO XI

Las Sombras Llameantes

Marakinoff asintió solemnemente mientras Olaf finalizaba.

¡Da! —exclamó—. Eso que sale de ahí trajo a las dos… la mujer y la niña. ¡Da! Vinieron dentro de eso y la piedra cayó sobre las dos. Pero porqué dejó atrás a la niña, no lo entiendo.

—¿Cómo lo sabía? —Exclamé asombrado.

—Por que lo vi —me respondió sencillamente Marakinoff—. No sólo yo verlo, si no que casi no tener tiempo de escapar a través de entrada luego de que entrara girando y murmurando y con sus campanillas sonando alegremente. ¡Da! Eso fue lo que oyó al entrar, eso fue.

—Espere un momento —le dije, deteniendo a Larry con un gesto—. ¿Entiendo que ya se encontraba usted aquí dentro?

Marakinoff agitó violentamente la cabeza.

Da, Dr. Goodwin —me respondió—. ¡Entré cuando eso que viene de ahí salió!

Me quedé boquiabierto y sin palabras frente a su afirmación, mientras que en la belicosa actitud de Larry se dejaba translucir un creciente respeto; Olaf, tembloroso, escuchaba en silencio.

—Dr. Goodwin y mi impetuoso joven amigo, tú —continuó Marakinoff tras un momento de silencio… e intuí vagamente porqué no incluía a Huldricksson en su discurso—. Es momento de nosotros llegar a un entendimiento. Tengo una propuesta para hacer a ustedes. Ésta es: somos lo que ustedes llamar un naufragio, y todos estar en él. ¡Da! Necesitamos todas las manos ¿Verdad? Nosotros vamos a juntar nuestros conocimientos y nuestros cerebros y recursos… e incluso puñetazo de mula es un recurso —miró rencorosamente a O’Keefe—, y llevar nuestro barco a orilla otra vez. Luego de eso…

—Todo eso está muy bien, Marakinoff —le interrumpió Larry—. Pero no me siento muy seguro en un barco con alguien capaz de dispararme por la espalda.

Marakinoff agitó una mano con desaprobación.

—Eso era normal —dijo—, normal ¡Da! He aquí un grande secreto, quizá demasiados secretos inapreciables para mi país… —hizo una pausa, conmovido por alguna emoción incontrolable; las venas de la frente se le congestionaron, los ojos, fríos por naturaleza, relampagearon y la gutural voz se le quebró—. No me excuso y no me explico —gorjeó Marakinoff—. Pero les diré ¡Da! Aquí está mi país ahogándose en sangre por un experimento para liberar al mundo. Y aquí están las otras naciones acosándonos como lobos y esperando a precipitarse a nuestras gargantas al menor señal de debilidad. Y aquí está usted, teniente O’Keefe de los lobos ingleses, y usted Dr. Goodwin de la manada yanqui… y aquí en este lugar puede que mi patria pueda ganar su lucha por el trabajador. ¿Qué significa para ella sus dos vidas y la del marinero? Menos que moscas que yo aplasto con la mano, ¡menos que mosquitos al sol!

De repente se controló.

—Pero no es eso la cosa importante —continuó, casi fríamente—. Ni eso ni mi disparo. Hagamos frente a los hechos. Mi propuesta es ésta: que unamos nuestros intereses, y que encontremos juntos lo que buscan; busquemos nuestro camino juntos y aprendamos los secretos que les he dicho, si podemos. Y cuando lo hayamos hecho, nos separaremos, a cada ciudad nosotros, para utilizar los secretos para nuestros países de la manera que sernos posible. Por mi parte, ofrezco mi conocimiento… y es muy valioso, Dr. Goodwin, y mi preparación. Usted y teniente O’Keefe hacer lo mismo, y este hombre Olaf, lo que pueda hacer con su fuerza, porque yo pienso que su valor no reside en su cerebro, no.

—En efecto, Goodwin, le interrumpió Larry mientras yo dudaba —la propuesta del profesor es ésta: quiere saber lo que sucede aquí, pero está empezando a darse cuenta de que no es un trabajo para un hombre sólo y, además, nosotros tenemos ventaja sobre él. Nosotros somos tres frente a él sólo, y tenemos todos sus aparatos y cubiertos. Sin embargo, podemos hacer las cosas mejor con él que sin él… mientras que él lo puede hacer mejor con nosotros que sin nosotros. Estamos en empate… por ahora. Pero una vez que él obtenga la información que está buscando, tengamos cuidado. Usted, y Olaf y yo somos los lobos y las moscas y los mosquitos… y los ametrallamientos comenzarán. Aún así, si siendo tres contra uno nos la juega, lo tenemos bien merecido. Yo acepto si usted está de acuerdo.

Casi pude ver las chispitas brillando en los ojos de Marakinoff.

—Quizá yo no lo habría explicado así —dijo— pero en su esencia tiene razón. No moveré mano contra usted mientras estemos en peligro aquí. Pongo honor en prenda.

Larry se rió.

—De acuerdo, profesor —dijo riéndose—. Creo cada palabra que intenta transmitirnos. Aún así, me quedaré con las pistolas.

Marakinoff asintió imperturbable.

—Y ahora —dijo—, les diré lo que sé. He descubierto el secreto del mecanismo de la puerta tal y como usted hizo, Dr. Goodwin. Pero por negligencia, mis condensadores fueron rotos. Me vi obligado a esperar mientras envié a por otros… y espera puede durar meses. Tomé ciertas precauciones, y en primera noche de esta luna llena me escondí en la tumba de Chau-te-leur.

Me recorrió estremecimiento de admiración involuntario hacia este hombre por su evidente valor al quedar sólo en la oscuridad. También lo pude apreciar en la cara de Larry.

—Me escondí en la tumba —continuó hablando Marakinoff—, y vi que lo que entró aquí salió aquí. Esperé… largas horas. Al final, cuando bajó la Luna, regresó… con éxtasis… con un hombre, un nativo, en abrazo que envolvía. Pasó por la puerta, y de pronto se escondió la Luna y la puerta se cerró.

»La noche siguiente yo fui con más confianza, sí. Y detrás de lo que viene y va, miré por la puerta abierta. Dije “no vuelve en tres horas. Mientras esté fuera, ¿por qué no entro en su casa a través de la puerta que ha dejado abierta?” Así que me colé… hasta aquí. Miré a los pilares de luz y analicé el líquido del Estanque en el que ellos cayeron. Ese líquido, Dr. Goodwin, no es agua, y no es un fluido conocido en la Tierra —me alargó un pequeño vial que tenía el cuello sujeto por una larga correa.

—Tenga —me dijo—, y observe.

Tomé el frasco dubitativamente; lo sumergí en el Estanque. El líquido era extraordinariamente ligero; de hecho parecía que aligeraba el peso del vial. Lo sostuve a la luz. Presentaba estrías, y lo cruzaban pequeñas venas pulsantes que parecía poseer vida propia. Y su color azul mantenía su intensa luminosidad incluso dentro del vial.

—Radioactivo —me dijo Marakinoff—. Algún líquido que es intensamente radiactivo; pero qué es lo desconozco. Sobre piel viva actúa como radio aumentado a la enésima potencia y con el añadido de un elemento aún más misterioso. La solución con la que lo traté —y señaló a Huldricksson—, la he preparado después de llegar aquí, a partir de cierto información yo tengo. Es sobre todo sales de radio y su base es la fórmula de Loeb para neutralización de las quemaduras de radio y rayos X. Utilizándola sobre este hombre, una vez que degeneración hubo empezado, pude neutralizarlo. Pero dos horas más tarde yo hubiera hecho nada.

Hizo una pausa durante un momento.

—Luego estudié la naturaleza de estas paredes luminosas. ¡Concluí que quien las hubiera hecho conocía los secretos del Todopoderoso para manipular la luz del propio éter! ¡Colosal! ¡Da! Pero la sustancia de esos bloques confina una… cómo dicen ustedes… manipulación atómica, una disposición consciente de electrones, emisora de luz y quizá infinita. Estos bloques son lámparas en las que el aceite y la mecha son… ¡Electrones que emiten luz a partir del propio éter! ¡Un Prometeo merece este descubrimiento[9]! Miré a mi reloj y el pequeño guardián me avisó que era tiempo de marchar. Me fui. Eso que tenía que regresar, regresó… esta vez con la manos vacías. Y la noche siguiente hice lo mismo. Inmerso en la investigación, dejé que pasaran los momentos hasta el momento de peligro, y casi quedé encerrado en la bóveda cuando la cosa brillante apareció sobre las murallas, y llevaba en su regazo a una mujer y una niña… En ese momento ustedes llegar… y eso es todo. Y ahora ¿Qué cosa saben ustedes?

Brevemente le relaté mi historia. Sus ojos se iluminaban de vez en cuando, pero no me interrumpió.

—¡Un gran secreto! ¡Un colosal secreto! —murmuró una vez que hube finalizado— ¡No podemos mantenerlo en secreto!

—Lo primero que hemos de hacer es intentar abrir la puerta —nos dijo Larry, devolviéndonos a la realidad.

—No hay manera, mi joven amigo —le aseguró Marakinoff firmemente.

—Aún así, lo intentaremos —le respondió Larry.

Volvimos sobre nuestros pasos a través del serpenteante túnel hasta su principio, pero O’Keefe pudo comprobar pronto que cualquier intento de mover el bloque de piedra era algo imposible. Regresamos a la Cámara del Estanque. Los pilares de luz mostraban un brillo más pálido, por lo que supimos que la Luna se estaba poniendo. En el mundo exterior amanecía tras una larga noche. Comencé a sentirme sediento… y la azul apariencia del agua que rodeaba el borde plateado parecía destellar burlonamente mientras mis ojos reposaban sobre ella.

—¡Da! —exclamó Marakinoff, leyendo misteriosamente mis pensamientos—. ¡Da! Sentiremos sed. Y será muy malo para aquel de nosotros que pierda el control y beba eso, amigo mío. ¡Da!

Larry inclinó hacia atrás los hombros como si se sacudiera un peso que llevara sobre ellos.

—Este lugar aterrorizaría al mismísimo arcángel San Rafael —dijo—. Les sugiero que echemos un vistazo por ahí y encontremos un paso que nos lleve a algún lugar. Pueden apostar lo que quieran a que la gente que construyó este lugar tenía más lugares de entrada a parte de esa puerta tamaño familiar. Doc, usted y Olaf vayan por el lado izquierdo; el profesor y yo iremos por la derecha.

Extrajo una de sus pistolas automáticas con un movimiento sugerente.

—Después de usted, profesor —se inclinó educadamente ante el ruso. Partimos cada uno en una dirección.

La cámara se ensanchaba a partir del portal en lo que parecía ser el arco de un enorme círculo. Las brillantes paredes se doblaban perceptiblemente formando una curva, y a partir de su curvatura estimé que el techo debía encontrarse a unos cien metros de altura.

El suelo estaba formado por un mosaico de bloques de un matiz amarillo desvaído. No emitían luz como hacían los bloques que formaban las paredes. Observé que la radiación de estos últimos poseía la peculiar cualidad de engrosarse a partir de unos pocos metros de su fuente, y a esto se debía el efecto de neblina velada que se observaba en el aire. Mientras andábamos, las siete columnas formadas por los rayos que se precipitaban de los cristalinos globos palidecieron gradualmente; la luz que invadía la cámara perdió su brillo prismático y se tomó gris como si la luz de la luna fuera velada por una fina nube.

En ese momento, y surgiendo de la pared, se mostró una terraza baja. Estaba enteramente construida de piedra de un tono rosa perlífero, sujeta por unas estilizadas y bellas columnas del mismo color. El frente de la terraza tenía una altura de tres metros, y por encima de ella corría un altorrelieve en forma de viña coronada por cinco tallos en el extremo de los cuales se abría una flor.

Atravesamos la terraza. Di la vuelta a una abrupta curva. Escuché un saludo y, allí, a una distancia de veinticinco metros, en el extremo curvado de una pared idéntica a la que nos encontrábamos se encontraban Larry y Marakinoff. Evidentemente, la pared izquierda de la cámara era un duplicado de la que habíamos explorado. Nos reunimos. Frente a nosotros la hileras de columnas discurrían a lo largo de cincuenta metros formando un nicho. Al final de este nicho se encontraba otro muro de la misma piedra rosa, aunque sobre la misma se desplegaba un diseño de viñas mucho más recargado.

Dimos un paso al frente… y del escandinavo surgió una exclamación de temor reverencial, mientras que Marakinoff soltaba un grito gutural. De la pared que se encontraba ante nosotros comenzó a brillar un óvalo, creció como si se tratara de una llama y brilló deslumbradoramente mientras que tras él una luz aún más brillante ¡fluía de la mismísima piedra!

Y del interior del óvalo rosado aparecieron dos sombras llameantes, permanecieron estáticas un momento, y luego parecieron flotar fuera de la superficie de la pared. La sombras ondearon; los pequeños puntos de fuego que las cubrían con tonos bermellón pulsaron hacia el exterior, retrocedieron, volvieron a pulsar hacia afuera y una vez más retrocedieron (mientras así hacían, las sombras adelgazaron). ¡Y súbitamente las dos figuras aparecieron ante nosotros!

Una era una muchacha (¡una muchacha cuyos enormes ojos eran dorados como los de las azucenas de la fábula de Kwan-Yung que nacieron del beso entre el sol y la diosa de ámbar que los demonios de Lao-Tze tallaron para él; cuyos delicados labios curvados eran rojos como el coral más delicado, y cuyo pelo rojo le llegaba hasta las rodillas!).

La segunda era una rana gigantesca (una rana femenina) con un yelmo con un carapacho hecho de concha alrededor del cual brillaban una hilera de joyas amarillas; los ojos, enormes y redondos, eran azules y estaban rodeados por un iris de color verde; mientras que el monstruoso cuerpo, cruzado por un ceñidor de bandas anaranjadas y blancas trenzado por las mismas joyas amarillas, se elevaba del suelo aproximadamente tres metros. ¡Y tenía una mano palmeada posada sobre el desnudo hombro de la chica de ojos dorados!

Debió de pasar un rato mientras que el asombro más completo nos inmovilizaba mientras observábamos la increíble aparición. Las dos figuras, aún cuando eran tan reales como los hombres que permanecían a mi lado y tan tangibles como era posible, poseían un extraño… relieve.

Ante nosotros se alzaban las dos figuras (la muchacha y la grotesca mujer rana) reales hasta en sus más mínimos detalles; y aun así parecía como si sus cuerpos atravesaran enormes distancias para llegar hasta nosotros; como si, tratando de expresar lo inexpresable, las dos figuras a las que mirábamos fueran las últimas de una cadena infinita de figuras que se repitieran desde el más allá; como si los ojos vieran sólo a las más cercanas, mientras que en el cerebro algún sentido superior a la vista reconociera y registrara a las demás figuras invisibles.

Los gigantescos ojos de la mujer rana se fijaron en nosotros sin pestañear. Diminutos puntos fosforescentes cruzaban el exterior de apariencia metálica de su iris. Permanecía erecta, con las patas traseras levemente combadas; la enorme raja de su boca levemente abierta, revelando una hilera de agudos dientes blancos y afilados como bisturíes. La garra que descansaba sobre el hombro de la muchacha casi cubría su nacarada piel, mientras que de sus cinco dedos palmeados largas y amarillentas garras de brillo pulido resaltaban sobre su delicada textura.

Pero si la mujer rana reparó en nosotros, no así lo hizo la doncella de la pared rosada. Sus ojos estaban prendidos en Larry, bebiendo de su semblante con extraordinaria intensidad. Era alta, más que la mayoría de las mujeres, casi tan alta como el propio O’Keefe; no debía de haber cumplido aún los veinte años, ni siquiera debía aproximarse a esa edad, pensé. Abruptamente se inclinó hacia delante, los dorados ojos se entristecieron y sus rojos labios se movieron como si estuvieran hablando.

Larry avanzó rápidamente, y observé que su cara adoptaba el gesto de aquel que tras infinitas reencarnaciones encuentra al fin el alma gemela que ha perdido durante eones. La mujer rana giró sus ojos hacia la muchacha; sus enormes labios se movieron ¡Y supe que estaba hablando! La joven extendió una mano hacia O’Keefe advirtiéndole de algo, y luego la levantó, posando los cinco dedos sobre las cinco flores talladas en la viña que se encontraba junto a ella. Una, dos, tres veces presionó ella sobre las coronas de las flores, y observé que tenía unas manos curiosamente largas y estilizadas, con unos dedos parecidos a aquellos que los pintores primitivos dotaban a las vírgenes de sus obras.

Tres veces presionó ella las flores, y miró intensamente a Larry una vez más. Una lenta y dulce sonrisa curvó los labios de color púrpura. Una vez más la joven extendió ambas manos hacia Lar y con ansia; un sonrojo cubrió sus blancos pechos y su delicada faz.

Repentinamente, como en el fundido en negro de una película ¡La muchacha de ojos dorados y rostro ovalado y la mujer rana desaparecieron!

¡Y así fue como Lakla, la doncella de los Silenciosos, y Larry O’Keefe se miraron por primera vez con los corazones!

Larry permaneció quieto, arrebatado, mirando fijamente a la piedra.

—Eilidh, le oí susurrar; —Eilidh la de labios como el serbal más rojo y el pelo de flamígero esplendor.

—Claramente de los ranadae —dijo Marakinoff—, un desarrollo del fósil Labyrinzodonte. ¿Vio sus dientes, da?

—Sí, ranadae —le respondí—. Pero a partir de los stegocephalia; de la orden de los ecudatos…

Nunca oí semejante indignación como en la voz de O’Keefe cuando nos interrumpió.

—¿Qué quieren decir… fósiles y stegoloquesea? —nos preguntó—. Era una chica; una chica maravillosa… una chica de verdad ¡E irlandesa o yo no soy un O’Keefe!

—Hablábamos a cerca de la mujer rana, Larry —le dije conciliatoriamente.

Sus ojos brillaban salvajemente mientras nos observaba.

—Vamos —me respondió—, si hubieran estado en el Jardín del Edén el día que Eva cogió la manzana, ni siquiera le habría echado un vistazo; se habrían entretenido en contar las escamas de la serpiente.

Se dirigió a la pared. Le seguimos. Larry se detuvo, alargó una mano hasta las flores sobre las que se habían posado los estilizados dedos de la joven.

—Fue aquí donde colocó la mano —murmuró.

Presionó acariciadoramente los grabados cálices una vez, dos, tres veces tal y como ella había hecho… y silenciosa y suavemente la pared comenzó a deslizarse; a un lado y otro una gran piedra pivotó sobre su eje lentamente, ¡y ante nosotros se abrió un portal, dando paso a un estrecho corredor que palpitaba con el mismo brillo rosa que había palpitado alrededor de las sombras llameantes!

—¡Tenga su pistola lista, Olaf! —le dijo Larry—. Vamos siguiendo a Ojos Dorados —me dijo.

—¿Siguiendo? —Repetí estúpidamente.

—¡Siguiendo! —Repitió—. ¡Vino para mostrarnos el camino! ¿Siguiendo dice? ¡La seguiría a través de mil inflemos!

Y con Olaf en un extremo y O’Keefe en el otro, ambos con las pistolas en las manos, y con Marakinoff y yo en medio, atravesamos el umbral.

A nuestra derecha, a unos cuantos metros, el pasaje finalizaba abruptamente en una plazoleta de piedra pulida, de la que emanaba una radiación rosácea. El techo del lugar se alzaba menos de medio metro por encima de la cabeza de O’Keefe.

Cien metros a nuestra izquierda se elevaba, a dos metros de altura, una barricada levemente curvada que se extendía de pared a pared. Más allá se abría la oscuridad; una oscuridad definitiva y apabullante que parecía provenir de unos abismos infinitos. La radiación rosa que nos bañaba se detenía en la oscuridad como si poseyera sustancia; tremolaba al encontrarse con esta última y retrocedía como si recibiera un golpe; en efecto, tan poderosa era la sensación de una fuerza siniestra y dañina que habitaba aquella opacidad absoluta que retrocedí, y Marakinoff conmigo. No así sucedió con O’Keefe. Con Olaf a su lado, se elevó sobre la barricada y echó un vistazo más allá. Nos llamó a su lado.

—Ilumine aquí con su linterna —me dijo apuntando a la espesa oscuridad que se abría bajo nosotros.

El pequeño círculo de luz eléctrica se deslizó hacia abajo como si sintiera miedo, y fue a posarse sobre una superficie que parecía estar hecha por hielo negro. Moví la luz de un lado a otro. El suelo del corredor era de una sustancia tan l isa, tan pulida, que un hombre no habría podido caminar sobre ella; se inclinaba hacia abajo en un ángulo cada vez más pronunciado.

—Tendríamos que ponernos en los pies cadenas antideslizantes y crampones para andar por ahí —meditó Larry.

Distraídamente, deslizó las manos sobre el borde sobre el que estaba reclinado. Repentinamente, éstas se detuvieron y apretaron fuertemente.

—¡Esto sí que es un misterio! —exclamó.

Su palma derecha reposaba sobre una protuberancia redondeada; una vibración curiosamente rápida nos atravesó, un viento se levantó y pasó sobre nuestras cabezas… ¡un viento que creció y creció hasta que se convirtió en un huracán ululante, en un rugido y luego en un murmullo al que cada átomo de nuestros cuerpos pulsaba hasta llegar a un doloroso ritmo que bordeaba la desintegración!

¡La pared rosada menguó de tamaño con un relampagueo de luz y desapareció!

Atrapados por el desvanecimiento del muro, nos vimos precipitados hacia la impenetrable negrura deslizándonos, cayendo, rodando a una velocidad aterrorizadora hacia… ¿dónde?

Y continuamente ese murmullo horrible del viento que nos azotaba y la cuchilla cortante de la oscuridad impenetrable… los percibía extrañamente; me sentía como un alma recién liberada que corriera a través de la más terrorífica oscuridad del espacio exterior para precipitarse hacia el Trono de la Justicia, ¡donde Dios se sienta por encima de todos los soles!

Sentí cómo Marakinoff se arrastraba cerca de mí; me tranquilicé un tanto y encendí mi linterna; vi a Lar y de pie, observando la lejanía, y Huldricksson, con un poderoso brazo rodeando sus hombros y abrazándolo. Y luego la velocidad comenzó a disminuir.

Me pareció oír la voz de Larry a través de millones de kilómetros, por debajo del grito del huracán, débil y fantasmal.

—¡Ya lo tengo! —gritó la voz—. ¡Ya lo tengo, no se preocupen!

El aullido del viento bajó de intensidad, pasó a ser un grito y de ahí bajó hasta un murmullo quedo. En esa calma comparada al pandemónium anterior la voz de O’Keefe recobró su tono normal.

—Una especie de atracción de feria ¿eh? —gritó—. Vaya… ¡Si tuvieran esto en Coney Island o en el Palacio de Cristal! Aprieten en estos agujeros si quieren ir hacia arriba. Disminuyan la presión… y disminuirá la velocidad. La curva de este… cuadro de mandos… aquí; se envía el viento hacia arriba y pasa sobre nuestras cabezas como si se tratara de una muralla de viento. ¿Qué tiene detrás de usted?

Dirigí la luz hacia atrás. Habíamos ido a parar a una pared exactamente igual a la que O’Keefe había estado manipulando.

—Bueno, de todas maneras no podemos caer más —se rió—. ¡Daría algo por saber dónde están los frenos! ¡Miren!

Descendimos vertiginosamente por una cuesta abrupta y que parecía interminable; caímos… caímos como por un abismo, y, repentinamente, salimos de la oscuridad a una radiación verde palpitante. Los dedos de O’Keefe debían haber presionado algún resorte, ya que nos vimos impulsados casi a velocidad de la luz. Pude ver durante una fracción de segundo unas inmensidades luminosas al borde de por donde volábamos; unas profundidades inconcebibles y revoloteando a través de espacios increíbles… unas sombras gigantescas como las alas de Israfel, que son tan amplias dicen los árabes, que pueden abarcar el mundo bajo ellas. Y luego, una vez más ¡La oscuridad viviente!

—¿Qué fue eso? —dijo Larry con un tono de voz que por primera vez demostraba un reverencial pavor.

—¡El Reino de los Trolls! —gritó la voz de Olaf.[10]

¡Chers! —exclamó Marakinoff—. ¡Vaya lugar! ¿Ha considerado, Dr. Goodwin —continuó tras una pausa—, un hecho curioso? Sabemos o, al menos, eso creen saber nueve de nuestros diez astrónomos, que la Luna fue arrojada de nuestro planeta, de esta misma región que nosotros llamamos el Pacífico, cuando la Tierra no era más que melaza; casi una masa derretida podría decirse. Y no es una casualidad que eso que sale de la Cámara de la Luna necesita los rayos lunares para llevar a cabo su acción ¿verdad? ¿Y no resulta significativo, una vez más, que la piedra depende de la Luna para funcionar? ¡Da! Y finalmente… un espacio como el que hemos entrevisto situado en la madre tierra ¿cómo podría haber sido creado si no hubiera sido por un nacimiento colosal… como el de la Luna? ¡Da! No me atrevería a hacer de esto una afirmación formal… ¡no! Pero a modo de hipótesis…

Me sobresalté; habían tantas cosas a las que encontrarles una explicación… un elemento desconocido que reaccionaba a los rayos lunares y abría una puerta, el Estanque azul con su asombrosa radioactividad, y la fuerza que contenía y que reaccionaba al mismo tipo de luz…

Tampoco resultaba descabellado el pensar que en algún momento se había extraído una porción de la Tierra; una porción de carne de la Tierra que fue lanzada a través de ese colosal abismo una vez que nuestro planeta dio a luz a su satélite; aquel monstruoso útero no se había cerrado cuando nació su brillante hijo. Era una idea probable; además, todo lo que conocemos de las profundidades terrestres se limita a 8 kilómetros de profundidad de un total de mil.

¿Qué yace en el corazón de la Tierra? ¿Qué es ese elemento radiactivo desconocido que reposa en el monte lunar Tycho? ¿Y qué hay de ese otro elemento, desconocido también para nosotros, que sólo podemos observar en la corona solar cuando se produce un eclipse y que hemos dado en llamar coronium? A pesar de todo, la Tierra es hija del Sol de la misma manera que el Luna lo es de la Tierra. ¿Y qué pensar de ese otro elemento desconocido que encontramos brillando con un aura verde en las nebulosas más lejanas (verde es como podríamos calificarlo) que denominamos nebulium? Por tanto, el sol es hijo de las nebulosas de la misma manera que la Tierra lo es del Sol y la Luna es descendiente de nuestro planeta.

¿Y qué milagros existen en el coronium y el nebulium que hemos heredado por ser descendientes de las nebulosas y del sol? Sí… ¿y qué del enigma de Tycho que salió del corazón de la Tierra?

¡Habíamos sido lanzados hacia el corazón de la Tierra! ¿Y qué milagros se ocultarían aquí?