Da Costa, que había subido a la cubierta sin que nos cercioráramos, me agarró por el brazo.
—Dostor Goodwin —me dijo—, ¿puedo verle en mi camarote, señó?
Entonces, al fin iba a hablar. Le seguí.
—Dostor —comenzó una vez que entramos—. Argo mu raro le ha pasao a Olaf. Mu raro. Y los nativos de Ponape; ésos han estao muy nerviosos últimamente.
—¡No se na de lo que temen. Na! —Una vez más se santiguó de aquella manera extraña y furtiva—. Pero tengo algo que decirle. El mes pasado conocí a un tío que venía de Ranaloa. Un ruso, un dostor, como usté. Se llamaba Marakinoff. Le llevé a Ponape y los nativos, de llevarle a Nan-Matal, na de na. Asín que lo llevé yo. Nos fuimos en un bote, con tos esos istrumentos bien embalaos. Allí lo dejé, con el bote y la manduca. Me dijo que no contara na, me pagaran pasta larga o no. Pero usted, señó, es un amigo y el Olaf depende de usté, asín que se lo cuento.
—¿No sabe nada más al respecto, Da Costa? —le pregunté—. ¿Nada acerca de otra expedición?
—No —meneó la cabeza vehementemente—. Na más.
—¿Escuchó usted el nombre de Throckmartin mientras estuvo allí? —Insistí.
—No —sus ojos permanecieron inmutables mientras me respondía, pero una extrema palidez le cubrió el rostro.
Yo no estaba muy convencido. Pero si sabía más de lo que me había contado, ¿qué le aterrorizaba tanto que le impedía hablar? Mi ansiedad se hizo más profunda, y sólo encontré alivio cuando le repetí nuestra conversación a O’Keefe.
—Un ruso ¿eh? —me dijo—. Bueno, pueden sentirse condenadamente divertidos… o condenadamente lo que sea. Considerando lo que usted ha hecho por mí, creo que podré echarle un vistazo al asunto antes de que aparezca el Dolphin.
A la mañana siguiente llegamos a Ponape sin más incidentes, y antes del medio día el Suwarna y el Brunhilda habían anclado en el puerto. No me cabe duda de la excitación y el manifiesto terror que provocamos entre los indígenas cuando buscamos entre ellos portadores y trabajadores que nos acompañaran. Baste decir que ninguna cantidad que les ofrecimos fue suficiente para inducirles a que nos acompañaran a Nan-Matal. Ni siquiera nos ofrecieron una explicación.
Finalmente, acordamos que el Brunhilda quedaría a cargo de media tripulación compuesta por unos chinos mestizos que Da Costa y Huldricksson conocían y en los que confiaban. Cargamos su lanchón con mis instrumentos, alimentos y tiendas de campaña. El Suwarna nos llevó al puerto de Metalanim y allí, con las cimas de antiquísimos diques hundidos en lo más profundo del azul mar y con las ruinas acechándonos por entre los manglares, a una milla escasa de nuestro lugar de desembarco, nos desembarcó.
Una vez que Huldricksson se hubo situado al timón y Larry a las velas, rodeamos las titánicas murallas que se hundían en las profundidades y nos introdujimos en el canal que Throckmartin había señalado en su mapa y que discurría entre Nan-Tauach y su pequeña isla satélite, Tau. Hacia las puertas que nos introducirían en los antiguos misterios.
Mientras recorríamos el canal, un velo de silencio cayó sobre nosotros; un silencio tan intenso, tan espeso que parecía poseer sustancia propia; un silencio extraño que nos aplastaba, nos ahogaba y se mantenía apartado de nosotros… los vivos. Había una calma tal que parecía que marcase el ritmo de millones de seres hacia la tumba; estaba (aunque pueda parecer paradójico) rebosante de vida.
Cuando bajé hasta el corazón de la Gran Pirámide, sentí un silencio parecido… pero jamás con tal intensidad. Lar y también lo había sentido y vi cómo me miraba interrogante. Si Olaf, que se encontraba de pie ante el timón, lo había sentido, no mostró ningún signo: sus ojos azules, mostrado el frío de hielo en sus pupilas, observaban el canal que se abría ante nosotros.
Mientras navegábamos, se alzaron a popa unas murallas de negros bloques de basalto, ciclópeas, elevándose cien metros o más, rotas aquí y allá por el hundimiento de sus profundos cimientos.
Frente a nosotros, los manglares extendían sus ramas bloqueando el canal. A proa las murallas de Tau, sombríos muros pulidos y encajados entre sí con una fría y matemática precisión que me llenó de una extraña ansiedad, se deslizaban lentamente. A través de las grietas pude observar negras ruinas y enormes piedras derribadas que parecían cernirse sobre nosotros amenazantes mientras nos abríamos paso. En algún lugar, ocultos, se encontraban las siete esferas que derramaban el fuego de nuestro satélite sobre la Charca de la Luna.
Una vez que nos encontramos entre los mangos, los tres desembarcamos y empujamos la embarcación por entre las enmarañadas raíces y ramas. El ruido de nuestra marcha rompió el silencio como si se tratara de una profanación, y desde los antiguos bastiones nos llegaron murmullos… prohibiéndonos el paso, extrañamente siniestros. De repente, llegamos a un pequeño espacio de aguas sombrías. Ante nosotros se elevaban las puertas de Nan-Tauach, gigantescas, rotas, increíblemente antiguas; destrozados portales a través de los cuales habían pasado hombres y mujeres de los albores de la humanidad; antiguos con tal peso de años sobre sus cimientos que hacían daño en los ojos que osaban posarse sobre ellos; y, lo que resultaba más turbador por su indefinible sensación: amenazadoramente desafiantes.
Más allá de las puertas, pasados los salones, se extendían hacia lo alto unos enormes bloques de basalto; las escaleras de un gigante. Y a cada lado de la misma, se extendían los enormes muros que conducían al Morador. Ninguno habló mientras anclábamos el lanchón a un pilón medio sumergido. Y cuando por fin hablamos, fue en susurros.
—¿Y ahora qué? —me preguntó Larry.
—Mi opinión es que deberíamos echar un vistazo por los alrededores —le respondí en el mismo tono susurrante—. Escalaremos la muralla en este punto y nos haremos una idea del lugar. Todo el edificio debe ser visible durante el día desde esa altura.
Huldricksson, con los azules ojos alerta, asintió. Con gran dificultad conseguimos escalar a través de los rotos bloques.
Hacia el este y el sur, como si se trataran de bloques de juguete esparcidos por un mar de color zafiro, descansaban docenas de islotes, ninguno de los cuales cubría una superficie mayor de dos kilómetros cuadrados; cada uno de ellos perfectamente cuadrados u oblongos y rodeados por sus murallas protectoras.
Ninguno mostraba signos de vida, a excepción de algunos pájaros enormes que planeaban aquí y allá y algunas gaviotas que se precipitaban hacia las azules olas.
Dirigimos nuestra mirada hacia la isla sobre la que nos encontrábamos. Creo que medía unos ochocientos metros cuadrados. La muralla la rodeaba por sus cuatro lados. Parecía un enorme cubo de basalto abierto por su parte superior y que contenía otros dos cubos parecidos. El recinto que discurría entre la primera y la segunda muralla estaba pavimentado de piedra, con enormes piedras y pilares rotos tirados aquí y allá. El hibisco, el aloe y otras plantas habían encontrado su lugar para proliferar; pero sólo conseguían aumentar el sentimiento de desolación que rodeaba al lugar.
—¿Tienes idea de dónde se encontrará el ruso? —me preguntó Larry.
Meneé la cabeza. No podía observar signo alguno de vida. ¿Había marchado Marakinoff, o lo había capturado a él también el Morador? Lo que fuera que hubiera sucedido, no había dejado señales en nuestra isla o en las demás. Descendimos por un lateral de la entrada. Olaf me miró pensativamente.
—Comenzaremos la búsqueda inmediatamente, Olaf —le dije—. Pero primero, O’Keefe, veamos cuál es el papel de esa piedra gris en este lugar. Luego levantaremos el campamento, y mientras yo deshago los bultos, usted y Olaf revisarán la isla. No creo que tarden mucho en hacerlo.
Larry revisó su pistola automática y sonrió.
—Prepárate para dar tu discurso, Macduff —le dijo al arma.
Subimos las escaleras y atravesamos los patios exteriores hasta llegar a la plaza central. Debo confesar al fuego de la curiosidad científica y conmovido por el comezón del temor que el análisis realizado por O’Keefe podría ser el adecuado. ¿Encontraríamos el bloque móvil y, si así fuera, sucedería lo que me contó Throckmartin? Si así fuera, incluso Larry debería admitir que en este lugar habían cosas que se salían de las teorías sobre emanaciones luminosas y gaseosas; de esta manera podría resultar válida la primera prueba de esta asombrosa historia. Pero si no era así…
¡Y de pronto apareció ante nosotros, un bloque de desvaído color gris que apenas resaltaba de los demás bloques vecinos! ¡La Puerta de la Luna!
No existía error. Aquí estaba, tal y como me fue descrito, el portal a través del cual Throckmartin había visto pasar aquella maravillosa y terrorífica aparición que Throckmartin había denominado —el Morador—. En su base se encontraba la curiosa depresión en forma de copa por medio de la cual me había contado mi amigo que se abría la puerta.
¿Era aquel portal aún más misterioso que la esfinge? ¿Y qué se ocultaba más allá? ¿Qué ocultaba aquella piedra pulida, cuya macilenta letalidad susurraba sobre pasillos que se abrían a puertas temporales que daban paso a extraños paisajes inimaginables? El mundo de la ciencia había entregado como pago su inapreciable mente científica… y el propio Throckmartin había pagado con la vida de sus seres queridos. A mí me había arrastrado en busca de Throckmartin… y su sombra se había precipitado sobre el alma de Olaf ¿Y sobre cuántos miles de miles de seres más, me preguntaba, ya que los cerebros que habían concebido su existencia se habían desvanecido con su secreto?
¿Qué se ocultaba más allá?
Alargué una mano trémula y toqué la superficie del bloque. Un leve escalofrío me recorrió la mano y el brazo, extrañamente desconocido y extrañamente desasosegante; como si su contacto eléctrico llevara la misma esencia del frío consigo. O’Keefe, que me había estado observando, me imitó. Mientras sus dedos se posaban sobre la piedra, su rostro se llenó de asombro.
—¿Es la puerta? —me preguntó.
Yo asentí. Silbó suavemente y señaló hacia la parte superior de la piedra gris. Seguí su dedo y vi, encima de la puerta lunar y a ambos lados, dos ejes de piedra levemente curvados de aproximadamente medio metro de diámetro.
—Las cerraduras de la Puerta de la Luna —dijo.
—Así parece ser —le respondí a Larry.
—Si podemos hallar su funcionamiento —añadió.
—No hay nada que podamos hacer hasta la salida de la Luna —le respondí—. Y no nos queda mucho tiempo para preparamos. ¡Vamos!
Poco más tarde nos encontrábamos junto a nuestro lanchón. Lo descargamos y levantamos una tienda, y observando que nos quedaba una hora escasa de luz, les pedí que se marcharan y comenzaran su investigación. Marcharon juntos y yo me dediqué a abrir los paquetes que había traído conmigo.
Lo primero que hice fue montar los dos condensadores de rayos Becquerel que había adquirido en Sydney. Sus lentes podía atrapar e intensificar hasta límites bastante amplios cualquier luz que se enfocara sobre ellos. Yo los había encontrado extremadamente útiles en los análisis espectroscópicos de los vapores luminosos, y sabía que en el observatorio de Yerkes se había obtenido espléndidos resultados en la captación de las radiaciones difusas de las nebulosas.
Si mi teoría acerca del mecanismo del bloque gris era correcta, resultaría prácticamente cierto que con el satélite ya en cuarto menguante nos resultaría posible concentrar la luz suficiente sobre los ejes como para abrir la roca. Y como los rayos de la Luna que pasarían a través de los siete globos descritos por Throckmartin serían de escasa intensidad, éstos no podrían enfocar la suficiente energía sobre el Estanque y nosotros podríamos entrar en la cámara libres del temor a encontramos a su inquilino, realizar nuestras observaciones preliminares y salir antes de que la Luna perdiese la intensidad suficiente como para que los condensadores siguieran manteniendo abierto el portal.
También extraje del equipaje un espectroscopio y algunos otros instrumentos para el análisis de ciertas manifestaciones luminosas y para el examen de los metales y líquidos que pudiéramos encontrar. Finalmente, preparé mi equipo médico de urgencia.
Casi había finalizado de examinar y ajustar los equipos cuando O’Keefe y Huldricksson regresaron. Me comunicaron que habían encontrado los restos de un campamento de al menos hacía diez días junto a la cara norte de la muralla del patio exterior, pero aparte de estos restos no había más señales de seres humanos en Nan-Tauach a parte de nosotros.
Preparamos la cena, comimos y charlamos un poco, pero al cabo nos callamos. Incluso el humor de Larry se había apagado; media docena de veces le observé cómo extraía su pistola automática y la revisaba. Estaba más pensativo de lo que jamás lo había visto. Una de las veces se dirigió a la tienda, revolvió un poco y salió con otra pistola que, nos dijo, le había dado Da Costa junto con media docena de cargadores. Le entregó el arma a Olaf.
Finalmente, un resplandor en el sureste anunció la llegada de la Luna. Recogí mis instrumentos y el equipo médico; Larry y Olaf se echaron al hombro un par de escalas que formaba parte de mi equipo y, iluminando el sendero con nuestras linternas eléctricas, subimos por las enormes escaleras, nos deslizamos por sus grietas y llegamos a la piedra gris.
Aquel momento la Luna se había elevado y su pláteada luz brillaba sobre el bloque. Vi cómo unos fantasmales resplandores lo recorrían como si se trataran de fosforescencias que volaran sobre su superficie… pero tan delicadas resultaban a la vista que no podría jurar que mis observaciones eran ciertas.
Colocamos las escalas en su sitio. Le pedí a Olaf que permaneciera frente a la puerta y que estuviera atento a los primeros signos de apertura… si se abría. Colocamos los Becquerel sobre unos pequeños trípodes, en cuyas patas yo había colocado ventosas para que se sujetaran a la roca.
Subí por una escala y fijé un condensador sobre uno de los ejes; descendí y, enviando arriba a Larry para que lo vigilara, trepé por la segunda escala para colocar rápidamente el segundo aparato. Entonces, con O’Keefe vigilando el primer eje, yo vigilando el mío y Olaf observando atentamente la puerta lunar, comenzamos nuestra vigilia. De repente, Larry soltó una exclamación.
—¡Siete diminutas luces comienzan a brillar sobre esta piedra! —gritó.
Pero yo ya había observado que sobre la piedra que yo vigilaba había comenzado a brillar un halo plateado. Lentamente, los rayos que salían del condensador comenzaron a hacerse más gruesos y densos, y mientras esto sucedía, siete diminutos círculos de apariencia cerúlea comenzaron a brillar en la oscuridad, con una misteriosa (casi sólida podría decir) radiación enteramente extraña para mí.
Más allá de mis sentidos pude oír el lejano y casi inaudible murmullo de la voz de Huldricksson:
—Se abre… la puerta gira…
Comencé a descender por la escala. Una vez más se dejó oír la voz de Olaf:
—La piedra… se ha abierto…
Y de pronto un grito, un aullido de odio mezclado con pena, de ira y desesperación… ¡Y de pronto oí el sonido de pies que se apresuraban a través de la muralla que estaba descendiendo!
Me precipité al suelo. La puerta de la Luna estaba completamente abierta, y a través de ella vi fugazmente un corredor lleno de una perlada luz vaporosa, fantasmal parecida a la niebla del amanecer. Pero de Olaf ¡Nada! Y mientras me encontraba agazapado en el umbral, pude oír a mis espaldas un agudo chasquido del disparo de un rifle; el cristal del condensador que Larry tenía al lado se había roto en fragmentos; el aviador se dejó caer al suelo con facilidad y la pistola que tenía en la mano relampagueó por dos veces en la oscuridad.
¡Y la puerta de la luna comenzó a girar lentamente, lentamente hasta que casi encajó en su marco!
Me precipité hacia la puerta pivotante con la estúpida intención de mantenerla abierta. Mientras alargaba las manos para sujetarla, llegó desde mi espalda el sonido de un gruñido y alguien lanzó un juramento mientras Larry se tambaleaba bajo el impacto de un cuerpo que se precipitaba contra su cuello. Retrocedió hasta que tocó el borde del hueco en forma de copa que formaba la base del bloque de piedra, resbaló contra su pulida superficie, cayó y rodó por el suelo enredado con quien le había atacado, pateando y forcejeando ¡Mientras se deslizaban a través del cada vez más estrecho umbral en dirección al corredor!
Olvidando todo lo demás, me precipité en su ayuda. Mientras saltaba al interior sentí que la puerta, en su recorrido, me desgarraba el costado. En ese momento, mientras Larry levantaba un puño, lo dejaba caer contra la sien del hombre que lo había derribado y se levantaba bamboleante dejando el cuerpo de su enemigo a sus pies, oí como pasaba a mi lado repentinamente un gemido lastimero que me hizo girar como si la mano de un gigante me hubiera hecho dar la vuelta.
El extremo del corredor ya no ofrecía salida a la plaza en ruinas de Nan-Tauach iluminada por la Luna. Lo que se ofrecía a nuestra vista era una barrera de sólida roca fosforescente. ¡La Puerta de la Luna se había cerrado!
O’Keefe dio un paso tambaleante hacia la barrera que se encontraba tras de nosotros. No se observaban uniones o junturas en las brillantes paredes; el bloque se ajustaba a su marco tan perfectamente como si se tratara de un mosaico.
—Está completamente cerrada —dijo Larry—. Pero si existe un camino de entrada, debe haber un camino de salida. Como quiera que sea, Doc, estamos exactamente donde queríamos, así que… ¿Por qué preocupamos? Me sonrió divertido.
El hombre que había derribado gruñó, y el irlandés se puso de rodillas a su lado.
—¡Marakinoff! —Exclamé.
Al oír la exclamación, se apartó a un lado, girando la cara de manera que pude observarlo. Era evidentemente un ruso, y su aspecto indicaba un hombre de gran fuerza e intelecto.
El poderoso y macizo arco de las cejas con el arco orbital inusualmente desarrollado, la nariz prominente y elevada, los labios prominentes y con un gesto de crueldad, y las remarcadas líneas de la mandíbula cubiertas por una barba negra y picuda. Todo en él indicaba una personalidad más allá de lo ordinario.
—Podría ser cualquier persona —opinó Larry, rompiendo el hilo de mis pensamientos—. Ha debido estar vigilándonos desde que pasamos por la tumba de Chau-te-leur.
Rápidamente lanzó sus manos hacia el cuerpo del ruso; cuando se levantó sostenía en las manos dos pistolas de aspecto amenazador y un cuchillo.
—También tiene un disparo en su antebrazo derecho —me dijo—. Es una herida limpia, de lado a lado, pero le hizo soltar el rifle. Nuestro pequeño ruso guardaba todo un arsenal… ¿que…?
Yo estaba abriendo mi equipo médico. La herida era de poca importancia, y Larry me estuvo observando mientras la vendaba.
—¿Nos queda algún otro condensador de esos? —me preguntó de repente— ¿Cree que Olaf tendrá los suficientes conocimientos como para saber utilizarlo?
—Larry —le respondí—. ¡Olaf no se encuentra afuera! ¡Está aquí dentro, en algún sitio!
Se le aflojó la mandíbula.
—¡No me mate! —susurró.
—¿No le oyó gritar cuando la piedra se abrió? —le respondí.
—Sí, le oí soltar un alarido —me dijo—. Pero no sabía qué estaba ocurriendo. Y justo después este gato salvaje me saltó encima… —hizo una pausa y sus ojos se abrieron de par en par— ¿Qué camino tomaría? —me preguntó repentinamente.
Señalé hacia el corredor que brillaba con una luz espectral.
—Sólo existe un camino —le dije.
—Vigile a este pájaro —murmuró O’Keefe, apuntando con un dedo a Marakinoff.
Y pistola en mano se dirigió pasillo abajo a largas zanjadas. Miré al ruso; tenía los ojos abiertos. Alargó hacia mí una mano y tiré de él hasta que se puso en pie.
—He oído —me dijo—. Seguir, rápido. Si me coge del brazo, por favor. Todavía yo mareado, sí… —Lo agarré por el hombro sin decir palabra, y ambos seguimos los pasos de O’Keefe.
Marakinoff jadeaba, y su peso me abrumaba, pero se movía poniendo toda su fuerza de voluntad y todo su ímpetu en el ejercicio.
Mientras nos movíamos deprisa tomé nota mentalmente del túnel. Sus paredes eran suaves y habían sido pulidas, y la luz no parecía provenir de su superficie, si no de más allá… dándoles una apariencia ilusoria de lejanía y profundidad; haciéndolas adoptar extrañas formas, como si flotaran en el espacio. El pasillo giró, se retorció, se precipitó hacia las profundidades y volvió a girar. Me pareció que la luz que iluminaba el túnel estaba formada por diminutos puntos horadados profundamente en la piedra, de los que salía a gran velocidad para extenderse sobre las pulidas paredes.
Oí que Larry gritaba a lo lejos.
—¡Olaf!
Agarré con más firmeza a Marakinoff y nos apresuramos. Ahora llegábamos al final del pasillo. Ante nosotros se elevaba un alto arco. Y a su través pude ver una delicada y suavemente luminosa bruma llena de arcos iris. Alcanzamos el portal y me encontré frente a una cámara que debía haber sido transportada desde el palacio encantado del rey de los Jinn[8], más allá de las montañas mágicas de Kaf.
Ante mi se encontraba O’Keefe y a una docena de pasos de él, Huldricksson, con algo sobre los brazos. El escandinavo se encontraba de pie justo al borde de un óvalo formado por piedras brillantemente plateadas en cuyo centro reposaba un estanque de aguas azules. Y justo en el centro del estanque se encontraban, mirando hacia arriba como si de un ojo gigante se tratara, siete pilares de fantasmal luz: uno de ellos de color amatista, otro rosa, otro de color blanco, el cuarto de azul, y los otros tres de esmeralda, plata y ámbar. Todos se mantenían en el centro de la superficie de color azul, y supe que éstos eran las siete corrientes radiantes, a partir de los cuales el Morador tomaba forma. Ahora eran pálidos fantasmas de lo que debían ser cuando los iluminaba la luz de la Luna con toda su fuerza.
Huldricksson se inclinó sobre el plateado borde del estanque y depositó en el suelo aquello que sostenía en sus brazos ¡y que pude observar se trataba del cuerpo de una niña! Lo dejó suavemente, se inclinó sobre su cuerpo e introdujo una mano en el agua. Y mientras así hacía, gemía y sacudía el pequeño cuerpo que yacía frente a él. Inmediatamente, el cuerpecito se agitó… y resbaló sobre el borde hasta caer en el azul líquido. Huldricksson se lanzó sobre el borde del agua, con las manos engarfiadas y los brazos sumergidos en el líquido, y de sus labios surgió un largo y sollozante gemido de dolor y de angustia que no parecía provenir de garganta humana alguna.
Mientras se levantaba Marakinoff grito.
—¡Agárrenlo! —nos ordeno el ruso—. ¡Sáquenlo del líquido! ¡Aprisa!
Saltó hacia delante, pero antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia, O’Keefe había saltado a su vez, había agarrado al escandinavo por los hombros y lo había alejado del estanque, donde quedó gimiendo y sollozando. Y mientras yo me precipitaba tras Marakinoff vi que Larry se inclinaba sobre el borde del líquido y se cubría los ojos con una mano trémula; también pude observar cómo el ruso se asomaba y sus fríos ojos adquirían un gesto de auténtica piedad.
Entonces yo mismo me asomé al Estanque de la Luna y allí, hundiéndose, vi a una pequeña doncella cuyos ojos fijos y llenos de terror, en una cara lívida por la muerte, miraban directamente a los míos; y siempre hundiéndose, lentamente, lentamente… ¡Hasta que desapareció! Y entonces supe que se trataba de la hija de Olaf, Freda, su amada yndling.
¿Pero dónde se encontraba su madre, y dónde había encontrado Olaf a su nena?
El ruso fue el primero que habló:
—¿Tienen nitroglicerina, cierto? —Pregunto, señalando hacia mi equipo médico que yo inconscientemente había tomado y llevado conmigo durante la loca carrera que nos llevó pasillo abajo.
Asentí y la extraje de su bolsillo.
—Hipodérmica —me ordenó a continuación tajante.
Tomó la jeringa, la llenó cuidadosamente con una dosis completa de diez mililitros y se inclinó sobre Huldricksson. Le enrolló la manga hasta que llegó al codo. El brazo presentaba una apariencia blanca y fantasmalmente traslúcida que ya había observado en el pecho de Throckmartin donde lo había tocado un tentáculo del Morador; las manos estaban igualmente blancas…, de un blanco perlado. Marakinoff introdujo la aguja por encima de la pálida línea.
—Necesitará de todo el esfuerzo que su corazón sea capaz de realizar. Me dijo.
En ese momento bajó una mano hasta un cinturón que le rodeaba la cintura y extrajo un frasco pequeño y aplanado que parecía estar hecho de plomo. Lo abrió y dejo caer unas cuantas gotas de su contenido en cada brazo del escandinavo. El líquido chisporroteó e instantáneamente comenzó a extenderse el líquido sobre la piel como si de aceite o petróleo sobre el agua se tratara, pero con mucha más velocidad. Y mientras se extendía, dibujó una película chisporroteante sobre la marmórea carne elevando vaporosas volutas. El poderoso pecho del noruego se agitó de pura agonía. Las manos se le cerraron convulsivamente. El ruso soltó un gruñido de satisfacción al ver esta reacción, vertió un poco más de líquido y luego, observando cuidadosamente, gruñó una vez más y se echó hacia atrás. La laboriosa respiración de Huldricksson cesó, la cabeza cayó sobre las rodillas de Larry y la palidez comenzó a desaparecer despacio de sus manos y brazos.
Marakinoff se levantó y nos contempló casi benevolentemente.
—Estará bueno en cinco minutos —nos dijo—. Yo sé. Hacerlo para pagar mi disparo, y también por que necesitarlo a él. Sí —se giró hacia Larry—. Tiene pegada como si fuera coz de mula, mi joven amigo —le dijo—. Alguna vez me pegará también el golpe, ¿no? —sonrió, y su sonrisa no fue exactamente tranquilizadora.
Larry le observó con curiosidad.
—Naturalmente, usted es Marakinoff —le dijo. El ruso asintió, no mostrando sorpresa por que lo hubieran reconocido.
—¿Y usted? —le preguntó a su vez.
—Teniente O’Keefe del Real Cuerpo Aéreo —le respondió Larry saludándolo—. Y este caballero es el doctor Walter T. Goodwin.
La cara de Marakinoff brilló de satisfacción.
—¿El botánico americano? —me preguntó.
Yo asentí.
—Ah —grito Marakinoff ilusionado—. Pero esto ser gran suerte. Mucho he querido conocerlo. Su trabajo, para ser un americano, es casi excelente; sorprendente. Pero equivocado en su teoría del desarrollo de las Angiospermae a partir de la Cycadeoidea dacotensis. Da… todo equivocado.
Me disponía a interrumpirlo acaloradamente, ya que suponía que mis conclusiones a partir del fósil de la Cycadeoidea eran mi mayor triunfo, cuando Larry me interrumpió bruscamente.
—¡Venga ya…! —exclamó—. ¿Estoy yo loco o lo están ustedes? ¿Qué puñetas de lugar y momento es éste para que se pongan a discutir de esta manera?
—¿Angiospermae, no? —exclamó— ¡Puñetas!
Marakinoff volvió a mirarlo con aquel irritante aire de benevolencia.
—Usted carecer de mente científica, joven amigo —le dijo—. ¡Buen puñetazo, sí! Pero también la mula. Debe aprender que sólo el hecho ser importante… no usted, no yo, no éste —y señaló a Huldricksson—. No sus penas. Sólo el hecho, sea lo que sea, es real, sí. Pero… —se giró hacia mí—… en otro momento…
Huldricksson le interrumpió. El enorme marino se había levantado silenciosamente y permanecía de pie apoyado en un brazo de Larry. Alargó las manos en mi dirección.
—La he visto —susurró—. He visto a mi Freda donde se hundió la piedra. Yace ahí… justo a mis pies. La levanté y vi que mi Freda estaba muerta. Pero tenía la esperanza… y pensé que mi Helma también estaría por aquí también. Así que corrí hasta aquí con mi yndling —la voz se le rompió—. Pensé que quizá no estuviera muerta —continuó hablando—. Y vi eso… —señaló hacia el Estanque de la Luna—… y pensé que podría humedecerle la cara y ella podría vivir de nuevo. Y cuando metí la mano en el líquido… la vida la abandonó, y un frío, un frío mortal subió por ella hasta mi corazón. Y mi Freda… cayó —se cubrió los ojos y dejó caer la cabeza sobre el hombro de O’Keefe, quieto, atacado por unos sollozos que parecían romperle el alma.