CAPÍTULO IX

Una página perdida en la historia de la Tierra

Cuando desperté, el sol penetraba a través de la puerta del camarote. Fuera se escuchaba una voz que cantaba. Permanecí acostado sobre las dos sillas escuchando; la canción se mezclaba con la luz del sol y la brisa soplaba suavemente por el ojo de buey haciendo bailar las cortinas. Era Larry O’Keefe saludando a la mañana:

«Esta pequeña alondra roja agita sus alas

Dirigiéndose hacia el pecho de su amante las agita con ganas

La voz de Larry se encumbró

Sus alas y sus plumas rojas relucen a la luz del rey sol

Saluda al astro y a su cabellera de dorado color

Buenos días, Doc, levántate de esa cama sin temor»

Bien sabía que esta última estrofa era una interpolación bastante irreverente. Abrí la puerta; O’Keefe estaba fuera riéndose. El Suwarna, con los motores parados, se deslizaba por su camino con facilidad, el Brunhilda navegaba tras ella con alegría con la mitad de sus velas plegadas.

El mar se quebraba y rizaba bajo el viento. El mundo era azul y blanco hasta donde alcanzaba la vista. Bancos de pequeños peces voladores plateados y verdes rompían a través del agua navegando tan aprisa como nosotros; se dejaban ver durante un instante y al momento desaparecían. A popa las gaviotas se precipitaban hacia el agua y remontaban su vuelo. La sombra del misterio se había replegado frente al cerco de este nuevo día y si inconscientemente yo sabía que en algún lugar estaban replegado y esperando, por un rato me sentí libre de su opresión.

—¿Cómo está el paciente? —me preguntó O’Keefe.

Estaba preguntado por Huldricksson, que debería haberse levantado justo cuando yo abandonaba el camarote. El escandinavo se había puesto el pantalón de un pijama, y con el gigantesco torso desnudo al sol, nos alcanzó en un par de zancadas. Todos le miramos llenos de una nerviosa ansiedad, pero la locura de Olaf había desaparecido; sus ojos translucían una enorme tristeza, pero su locura furiosa le había abandonado.

Se dirigió a mí directamente:

—¿Dijo anoche que seguimos a la cosa?

Asentí con la cabeza.

—¿Dónde está? —me preguntó otra vez.

—Primero navegaremos hacia Ponape y de allí nos dirigiremos hacia el puerto de Metalanim, y finalmente a Nan-Matal. ¿Conoce el lugar?

Huldricksson se inclinó hacia delante. Una expresión helada se reflejó en sus ojos.

—¿Está allí? —me preguntó.

—Allí es donde hemos de buscar primero —le respondí.

—¡Bien! —exclamó Huldricksson—. ¡Eso es bueno!

Miró a Da Costa interrogativamente y el pequeño portugués, adivinando sus pensamientos, le dio respuesta a su pregunta no hablada.

—Deberíamos llegar a Ponape mañana por la mañana muy temprano, Olaf.

—¡Bien! —repitió el escandinavo. Miró a la lejanía con los ojos anegados por las lágrimas.

El silencio cayó sobre nosotros; el embarazo que todos los hombres experimentan cuando sienten una gran simpatía y una gran compasión, a ninguna de las cuales son capaces de dar una expresión adecuada. Por acuerdo tácito durante el desayuno sólo hablamos acerca de los tópicos más mundanos.

Cuando finalizamos nuestro refrigerio, Huldricksson expresó su deseo de abordar el Brunhilda.

El Suwarna botó una pequeña barca a la que saltaron Da Costa y él. Cuando alcanzaron la cubierta del Brunhilda observé que Olaf tomaba el timón y ambos entablaban una seria conversación. Llamé por señas a O’Keefe y ambos nos apoyamos sobre la barandilla a la sombra del trinquete. El irlandés encendió un cigarrillo, tomó un par de caladas con placer, y me miró interrogativamente.

—¿Y bien? —le pregunté.

—Bien —me replicó—, pongamos por caso que me dice lo que usted piensa… y a continuación yo procedo a señalarle sus errores de manera científica —sus ojos centellearon con una expresión traviesa.

—Larry —le respondí con seriedad—. Puede que ignore que poseo una reputación científica que, modestia aparte, puedo asegurarle que es envidiable. Ayer utilizó usted un término al cual tengo que ponerle serias objeciones. Anoche hizo algo más que sugerir que soy… supersticioso. Déjeme informarle, Larry O’Keefe, de que soy únicamente un investigador, un observador, analista y sintetizador de los hechos. No soy… —Intenté darle a mi tono la misma seriedad que contenían mis palabras—. No creo en fantasmas o apariciones, leprechaums, banshees o arpas fantasmas.

O’Keefe se inclinó hacia atrás y prorrumpió en una sonora carcajada.

—Perdóneme, Goodwin —me dijo casi atragantándose—. Pero si se hubiera visto a sí mismo renunciando solemnemente a la existencia de la banshee… —De nuevo volvió a reflejarse en sus ojos aquella expresión traviesa—. Y más tarde, rodeado de todo este sol y este mundo sin horizontes… —se encogió de hombros—. Resulta bastante complicado hacerse a la idea de que usted y Huldricksson vieron realmente algo de lo que cuentan.

—Sé lo difícil que resulta, Larry —le respondí—. No he creído ni por un momento que el fenómeno sea sobrenatural en el sentido que le dan los espiritistas y los mediums. Creo que es supernormal; que se trata de una fuerza que resulta desconocida para la ciencia moderna… pero eso no quita que yo piense que se encuentra fuera de los límites de la ciencia.

—Cuénteme su teoría, Goodwin —me pidió.

Yo dudé… por que aún no había sido capaz de darme a mí mismo una explicación satisfactoria sobre lo que era el Morador.

—Creo —me atreví a hablar finalmente—, que algunos miembros de la antigua raza que habitaba el continente que sabemos que ocupaba aquella parte del Pacífico, han sobrevivido. Sabemos que muchas de aquellas islas están minadas por cavernas y enormes espacios subterráneos. Literalmente, kilómetros de tierras subterráneas se extienden en algunos casos por debajo del suelo oceánico. Es posible que, por alguna razón, los supervivientes de esta raza buscaran refugio en los espacios abismales, una de cuyas entradas se encuentre en el islote en el que el equipo de Throckmartin encontró su final.

«Y debido a su estancia en esas cavernas… sabemos que poseen una ciencia muy avanzada. Puede que hayan llegado a dominar ciertas formas universales de energía… especialmente de esa que llamamos luz. Puede que hayan desarrollado una civilización y una ciencia muchísimo más avanzada que la nuestra. Lo que denomino el Morador puede ser el resultado de esa ciencia. Larry… ¡Puede ser que esa raza perdida esté planeando emerger de nuevo a la superficie de la Tierra!»

—Y están enviando a su Morador a modo de mensajero ¿Como si fuera una paloma científica que saliera del Arca?

Preferí dejar pasar su burla.

—¿Ha oído hablar alguna vez de los chamates? —le pregunté.

El negó con la cabeza.

—En Papúa —le expliqué— existe una amplia e inconmensurablemente antigua tradición que cuenta que… presa bajo la montaña… existe una raza de gigantes que en tiempos reinaron sobre la región… cuando se extendía de sol a sol hasta que el dios de la Luna arrojó las aguas sobre ésta… se lo relato literalmente. Y no sólo en Papúa, si no en toda Malasia puede usted encontrarse con esta leyenda. Y, tal y como cuenta la tradición, esta gente (los chamates) se abrirán paso a través de las colinas y reinarán sobre el mundo; se cederán el mundo dice la traducción literal de la frase que se repite varias veces en el cuento. Fue Herbert Spencer el que señaló que existe una base real en cada mito y leyenda del ser humano. Es posible que estos supervivientes existan; naturalmente, si observamos este hecho desde el punto de vista de Spencer[6]

«Lo que sí es cierto es lo de la puerta lunar, que evidentemente es operada por la acción de los rayos solares sobre algún elemento o combinación desconocidos, y lo de los cristales a través de los cuales pasan los rayos de la luna y van a caer sobre el estanque formando sus prismáticas columnas, son mecanismos de factura humana. Y ya que han sido fabricados por manos humanas, del mismo modo que lo es el flujo de luz lunar por medio del cual el Morador se materializa, el Morador en sí mismo, si no es producto de la mente humana, al menos depende de la fuerza de la mente para poder existir».

—Espere un momento, Goodwin —me interrumpió O’Keefe—. ¿Quiere decir que esa cosa está fabricada por… luz de luna?

—La luz de la luna —le respondí— es, naturalmente, el reflejo del sol. Pero los rayos que recibimos en la Tierra tras su impacto sobre la superficie del satélite experimentan un profundo cambio. El espectroscopio nos demuestra que pierden prácticamente todas las vibraciones más lentas conocidas como rojo e infrarrojo, mientras que las rápidas que denominamos violeta y ultra violeta se ven aceleradas y alteradas. Muchos científicos sostienen que existe un elemento desconocido en la Luna… quizá sea eso lo que hace que surjan unas estelas gigantes luminosas que irradia en todas direcciones el cráter lunar Tycho… y puede que esas energías sean absorbidas y transportadas por los rayos de la luna.

»De todos modos, ya sea por la pérdida de las vibraciones del espectro rojo o por la adición de esta misteriosa fuerza, la luz lunar se vuelve algo completamente diferente a lo que originalmente fue al salir del Sol… al igual que la adición o la sustracción de uno u otro elemento químico hace que un compuesto de varios de ellos hace que la sustancia adquiera características y energías absolutamente diferentes.

»Puede que esos rayos, Larry, ejerzan algún efecto misterioso sobre los globos a través de los cuales afirma Throckmartin que pasaron en la Cámara del Estanque de la Luna. El resultado de tal cosa es un factor necesario en la formación del Morador. Puede que no exista nada necesariamente improbable en tal proceso. Kubalski, el gran físico ruso, produjo formaciones cristalinas que mostraban todas las facultades que nosotros denominamos vitales sometiendo ciertas combinaciones de elementos químicos a la acción de rayos de diferentes colores extremadamente concentrados. Algo en la luz provocó esta seudo vida, y nada más. Aún no hemos comenzado a comprender cómo podemos aprovechar la potencia de esas vibraciones magnéticas del éter que llamamos luz».

—Escuche, Doc, Me respondió Larry con la mayor seriedad —me voy a creer todo lo que me ha contado acerca de ese continente perdido, la gente que lo habitaba y sus cavernas; eso se lo garantizo. Pero, por la espada de Brian Boru, nunca conseguirá que caiga en la creencia de que un puñado de rayos de luna pudieron llevarse a una mujer de la estatura de Thora, ni a un hombre con los redaños que según usted tenía Throckmartin, ni a la mujer de Huldricksson… y me apuesto lo que quiera a que era una de esas fornidas mujeres nórdicas. Jamás conseguirá que me crea que un puñado de rayitos concentrados de la Luna pudo llevárselos y arrastrarlos en una especie de vals sideral hasta un lugar a través de un claro de luna hasta no se sabe dónde… No, Doc, no lo conseguirá en la vida, aunque la mismísima luna de Tennessee baje a contármelo… ¡Ni hablar!

—De acuerdo, O’Keefe —le respondí no excesivamente irritado—. ¿Cuál es su teoría? —y no me pude resistir a añadir—: ¿Hadas?

—Profesor —se río abiertamente—, si Eso es un hada, es irlandés, y cuando me vea se alegrará tanto que no habrá nada que hacer al respecto. «Estaba perdido, extraviado, o raptado, Larry avick —me dirá—. Y añoraba tanto mi hogar que se me despertó la mala uva —se excusará—. ¡Llévame pronto a casa antes de que haga más burrraaadaaas!» Y esta es toda la verdad. Pero no se equivoque conmigo. Creo que lo que vieron es cierto. Pero lo que presenciaron fue algún tipo de gas. Toda esta región es volcánica y sus islas y promontorios están continuamente surgiendo del mar. Probablemente será un gas; una emanación volcánica; algo completamente nuevo para nosotros y que les ha vuelto locos… muchos gases tienen este efecto. El grupo de Throckmartin lo aspiró en aquella isla y probablemente cayeron en una especie de delirio más o menos al mismo tiempo; pensaron que vieron cosas, hablaron sobre el tema y… una alucinación colectiva. Exactamente igual al asunto de los Ángeles de Mons y los otros milagros que se produjeron durante la guerra. Alguien ve algo que se parece a algo que otros afirman que han visto. Se lo cuenta a la persona que tiene al lado. «¿Puedes verlo?», le pregunta, y el otro le responde: «Por supuesto». Y ahí lo tiene: una alucinación colectiva.

«Cuando sus amigos se volvieron locos se perdieron uno tras otro. Huldricksson navega por una zona cercana, y el gas golpea a su esposa. Ella agarra a la niña y saltan por la borda. ¡Puede que los rayos de la Luna iluminaran el gas! He visto en el frente gases que bajo la Luna parecen un millón de derviches[7] diabólicos. Sí, y podría ver la cara del mismo Demonio en ellos. Y si te llega a los pulmones, no podrías jurar que no has visto demonios».

Durante un rato estuvimos en silencio.

—Larry —le dije al fin—, ya tenga usted razón o la tenga yo, debo llegar a Nan-Matal. ¿Me acompañará, Larry?

—Goodwin —me respondió—, seguramente lo haga. Estoy tan interesado en el asunto como usted. Si no nos cruzamos con el Dolphin me quedaré. Les dejaré un mensaje en Ponape para decirles dónde me encuentro por si llegan a ese puerto. Si comunican durante un tiempo que he muerto, nadie se preocupará. Así que no hay problema. Pero, sea razonable viejo. Ha pensado en el tema durante tanto tiempo que se está obsesionando. Se lo digo sinceramente.

Y una vez más, la alegría de tener a Larry O’Keefe conmigo me hizo olvidar que estaba irritado.