De pronto se silenció y yo le miré preocupado. Supe que me hablaba con la mayor seriedad. Conozco la psicología de los gaélicos y es muy curiosa. Sus antiguas tradiciones y creencias están arraigadas en sus corazones con profundas y vívidas raíces. Y yo me sentía tanto asombrado como conmovido.
Aquí estaba este soldado, que se había enfrentado a la guerra y a sus espantosas realidades sin cerrar los ojos y sin temor de ningún tipo, buscando, por el contrario, las zonas más peligrosas del servicio para sí mismo, tan moderno como el que más, degustador de los placeres menos místicos de Broadway, ¡y aun así dando testimonio fiel y sincero de sus creencias en la banshee, en la gente invisible de los bosques y en los arpistas fantasmas! Me pregunté que pensaría si hubiera visto al Morador y entonces, con un súbito remordimiento, me pregunté si sus supersticiones le harían rezar una rápida oración.
Meneó la cabeza con impaciencia y pasó una mano sobre sus ojos. Volvió hacia mí su mirada y sonrió:
—No crea que estoy zumbado, profesor —me dijo—. No lo estoy. Pero así me pongo algunas veces. Es mi sangre irlandesa. Y le estoy contando la verdad, me crea o no.
Dirigí la mirada hacia el este, por donde trepaba una luna que había estado llena hacía una semana.
—No puede hacerme ver lo que usted ha visto, teniente —reí—. Pero puede contármelo. Siempre me he preguntado qué tipo de sonido podría emitir un espíritu incorpóreo que carece de cuerdas vocales o respiración o cualesquiera otros mecanismos terrestres de sonido. ¿Qué sonido hace una banshee?
O’Keefe me miró con seriedad.
—Vale, vale —me dijo—. Se lo mostraré.
Desde lo más profundo de su garganta se produjo primero un bajo y estremecedor ulular que rápidamente se convirtió en un aullido penetrante y agudo que me erizó la piel. De pronto sus manos se dispararon y me agarró por los hombros, yo me quedé petrificado en mi silla: ¡muy a lo lejos, a nuestras espaldas, como si de un eco se tratara y que posteriormente elevara su tono, sonó un aullido que parecía contener la tristeza de siglos! Se rompió en una sola nota que desgarraba el corazón y se desvaneció. O’Keefe se agarró a su silla y lentamente se puso en pie.
—Tranquilo, profesor —me dijo—. Viene a por mí. Me ha encontrado… y tan lejos de Irlanda.
Una vez más el silencio se vio roto por un grito. Pero yo lo había localizado ya. Venía de mi camarote y sólo podía significar una cosa: Huldricksson se había despertado.
—¡Olvide a su banshee! —le amonesté mientras me precipitaba hacia mi camarote.
De reojo pude observar que en el rostro de O’Keefe se reflejaba una alivio infantil, un instante después se encontraba a mi lado. Da Costa gritó una orden desde el timón, el cantonés se precipitó hasta su puesto tomando el timón de sus manos, y el pequeño portugués corrió en pos nuestra. Con la mano posada sobre el pomo de la puerta, listo para abrirla, me detuve. ¿Qué sucedería si el Morador estaba dentro? ¿Qué sucedería si estuviéramos equivocados y su presencia no dependiera de los rayos de la luna llena, cosa que Throckmartin había considerado esencial para su aparición en el estanque azul?
Desde dentro comenzó de nuevo a elevarse el aullido doliente. O’Keefe me apartó de un empujón, abrió la puerta y se deslizó lentamente hacia el interior. Vi cómo aparecía en su mano una pistola automática; observé cómo barría la habitación de un lado a otro siguiendo el recorrido de su mirada. De repente se puso rígido y vi que en su cara, vuelta hacia la cama, aparecía una gesto de desconcertada piedad.
A través de la ventana apreció un rayo de luz de luna y cayó sobre los brillantes ojos de Huldricksson. Grandes lágrimas se acumulaban en ellos para a continuación caer por sus mejillas; de su boca se escapaba el aullido doliente. Corrí hacia la portilla y cerré las cortinas. Da Costa encendió las luces.
El doloroso llanto del escandinavo se detuvo abruptamente de la misma manera que si alguien hubiera cerrado una puerta. Su mirada se deslizó hacia nosotros y de un tirón rompió las correas que yo le había ajustado y se enfrentó a nosotros, con los ojos brillantes, la amarilla mata de pelo casi de punta a causa de la ira que casi sentíamos surgir de él. Da Costa se ocultó a mis espaldas. O’Keefe, que había permanecido contemplando la escena fríamente, dio un suave paso hacia el frente y se situó delante mía.
—¿A dónde me lleváis? —dijo Huldricksson con una voz que era casi un gruñido animal—. ¿Dónde está mi nave?
Toqué la espalda de O’Keefe, y se situó a espaldas del gigante.
—Escuche, Olaf Huldricksson —le dije—. Le recogimos de donde el diablo resplandeciente se llevó a su Helma y su Freda. Seguimos al diablo resplandeciente que bajó de la luna. ¿Me escucha? —le hablé despacio, con claridad, tratando de deshacer las nieblas que sabía giraban en tomo a su cerebro. Y mis palabras penetraron profundamente.
Levantó una mano temblorosa.
—¿Dice que van tras él? —me preguntó con voz entrecortada—. ¿Saben hacia dónde ir? ¿Saben dónde se ha llevado a mi Helma y a mi pequeña Freda?
—Exactamente, Olaf Huldricksson —le respondí—. ¡Exactamente! Le pongo mi vida por aval de que lo sé.
Da Costa dio un paso al frente.
—Dice verdad, Olaf. Irás más rápido en el Suwarna que en el Brunhilda, sí, Olaf, sí.
El gigantesco escandinavo, aún agarrándome de la mano, le miró.
—Te conozco, Da Costa —murmuró—. Tienes razón ¡Ja! Eres un hombre honrado. ¿Dónde está el Brunhilda?
—Nos sigue atada a una gruesa maroma, Olaf —le calmó el portugués—. Pronto la verás. Pero ahora reposa y cuéntanos, si puedes, porqué te ataste al timón y qué fue lo que pasó, Olaf.
—Si nos cuenta cómo llegó el diablo resplandeciente, eso podrá ayudarnos cuando lleguemos a donde está, Huldricksson —le dije.
En la cara de O’Keefe se reflejaba una expresión de duda y de asombro completamente ridícula. Nos miró de unos a otros. El gigante deslizó su propia mirada tensa de el irlandés a mí. Un brillo de aprobación se reflejó en sus ojos. Me soltó la mano y agarró el brazo de O’Keefe.
—¡Staerk! —exclamó—. ¡Ja! Fuerte, y con un corazón fuerte. Un hombre… ¡Ja! El también vendrá… le necesitaremos… ¡Ja!
—Se lo contaré —murmuró mientras se sentaba en el borde del camastro—. Fue hace cuatro noches. Mi Freda —y su voz se quebró—. ¡Mine Yndling! Ella amaba la luz de la luna. Yo me encontraba al timón y mi Helma y mi Freda se encontraban a mis espaldas. La luna estaba tras nosotros y el Brunhilda parecía un cisne que se desplazara por el claro de luna, Ja.
»Oí que mi Freda decía: “Un nisse está bajando por los rayos de la luna” y oí cómo se reía muy bajo su madre, como una madre se ríe de los sueños de su Yndling. Yo me sentía completamente feliz, esa noche, acompañado por mi Helma y mi Freda y con el Brunhilda deslizándose sobre el agua como un cisne, ja. Oí que la niña decía: “¡El nisse se acerca rápidamente!”. Y entonces escuché gritar a mi Helma, un gran grito (como si a una yegua le arrancaran de su lado a su potrilla). Me giré rápidamente, ¡Ja! ¡Solté el timón y me giré velozmente! Y vi… —el capitán se cubrió los ojos con una mano.
El portugués se había acercado silenciosamente a mi lado y oí cómo jadeaba igual que un perro asustado.
—Vi cómo un fuego blanco se deslizaba sobre la borda —susurró Olaf Huldricksson—. Giraba y giraba sobre sí mismo, y brillaba como… como si en una niebla girante se encontraran atrapadas todas las estrellas. Oí un sonido. Sonaba como si alguien tocara campanas… diminutas campanas, ¡Ja! Sonaba igual que cuando se pasa un dedo sobre el borde de una copa. Hizo que me sintiera enfermo y aturdido… era como el sonido del infierno.
»Mi Helma estaba… indeholde… cómo dicen ustedes… en medio del fuego blanco. Giró su cara hacia mí y luego hacia la niña, y su cara quedó grabada en mi corazón. Por que estaba llena de terror, y estaba llena de felicidad… de glaede. Les digo que el terror que veía en la cara de mi Helma hizo que me quedara helado aquí —y mientras se golpeaba con la mano en el pecho— pero la felicidad que veía en su rostro hizo que se me quedara grabada como a fuego. No podía moverme… no podía moverme.
»Me dije aquí (y se tocó la cabeza). Me dije “Es Loki que ha bajado del Helvede. ¡Pero no puede llevarse a mi Helma por que Cristo vive y Loki no tiene poder para dañar a mi Helma o a mi Freda! ¡Cristo vive! ¡Cristo vive!” repetí. Pero el diablo resplandeciente no dejó que mi Helma se liberara. La arrojó por la borda; quedó colgando sobre ella. Vi que sus ojos se posaban sobre la niña y de repente se liberó y pudo acercarse a la niña. Y mi Freda se tiró sobre los brazos de su madre. ¡Y el fuego las envolvió a las dos y desaparecieron! Al poco las vi girar dentro del claro de luna tras el Brunhilda… ¡Y se marcharon!
»¡El diablo resplandeciente se las llevó! Loki había sido liberado y tenía poder. Hice girar al Brunhilda y navegué hacia donde mi Helma y mine Yndling se había ido. Mi tripulación subió a cubierta y me pidieron que reto mara el rumbo. Pero no lo hice. Botaron la lancha y me abandonaron. Guié la nave a través del claro de luna. Me até las manos al timón para que no perdiera el rumbo si me dormía. Guié la nave adelante, adelante, adelante…
—¿Dónde estaba el Dios al que recé cuando me quitaron a mi mujer y a mi niña? —gritó Olaf Huldricksson. Y me di cuenta que lo mismo había gritado Throckmartin amargamente—. Lo he abandonado igual que él hizo conmigo, ¡Ja! Ahora rezo a Thor y Odin, que pueden encadenar a Loki.
Se recostó tapándose los ojos.
—Olaf —le dije—, lo que usted llama el diablo resplandeciente se ha llevado también a una persona muy querida por mí. Yo también lo estaba siguiendo cuando lo encontramos. Debe acompañamos hasta su guarida, y una vez estemos allí trataremos de arrebatarle a su mujer y a su hijita, y a mis amigos también. Pero ahora debe fortalecerse para lo que nos espera, debe dormir otra vez.
Olaf Huldricksson me miró y en sus ojos se reflejaba aquello que las almas deben ver en los ojos de Él y que los egipcios denominaban el Buscador de Corazones en el Salón de Juicios de Osiris.
—¡Dice la verdad! —exclamó al fin lentamente— ¡Haré lo que me dice!
Estiró el brazo por orden mía. Le inyecté una segunda dosis, se tendió en su cama y rápidamente cayó dormido. Me giré hacia Da Costa. Su cara estaba lívida y sudorosa, y temblaba desconsoladamente. O’Keefe se había quedado conmovido.
—Lo ha hecho magníficamente bien, Dr. Goodwin —me dijo—. Tan bien que casi me lo he creído.
—¿Qué piensa de esta historia, Mr. O’Keefe? —le pregunté.
Su respuesta no pudo ser más breve y coloquial.
—¡Una narices! —exclamó—. He de admitir que me resultó decepcionante.
—Creo que se ha vuelto loco, Dr. Goodwin —inmediatamente se corrigió.
—¿Qué quiere que piense?
Me volví hacia el pequeño portugués sin hacerle pregunta alguna.
—No hay necesidad de que nos pongamos nerviosos esta noche, capitán —le dije—. Pongo mi palabra en ello. Necesita descansar. ¿Quiere que le de un somnífero?
—Me gustaría mucho, Dr. Goodwin, señor —me respondió agradecido—. Mañana, cuando m’encuentre mejó… me gustaría hablar con usted.
Asentí ¡Entonces sabía algo! Le preparé un opiáceo muy fuerte, lo tomó y se dirigió a su camarote.
Miré hacia la puerta mientras salía y luego, tomando asiento junto al dormido escandinavo, le conté a O’Keefe mi historia de principio a fin. Me hizo algunas preguntas mientras yo le contaba. Pero una vez que hube finalizado me hizo un minucioso interrogatorio a cerca de las fases más importantes de las apariciones, cotejándolas con las observaciones de Throckmartin a cerca del mismo fenómeno en la Cueva del Estanque de la Luna.
—¿Y ahora que piensa del asunto? —le pregunté.
Permaneció sentado y en silencio durante un rato, mirando a Huldricksson.
—No pienso lo que usted parece pensar, Dr. Goodwin —me respondió finalmente con gravedad—. Déjeme que lo consulte con la almohada. Una cosa sí es cierta… usted y su amigo Throckmartin y este hombre presenciaron… algo. Pero… —calló durante un momento y continuó de una manera que encontré vagamente irritante—. Pero he observado que cuando un científico se deja atrapar por la superstición la cosa… eh… ¡se vuelve muy difícil de creer!
»Sin embargo, hay ciertas cosas que puedo decirle —continuó mientras yo intentaba responderle—. Ruego por que no nos encontremos con el Dolphin ni con nave alguna que tenga a bordo un sistema de comunicaciones. Por que, Dr. Goodwin, me encantaría poner en ridículo a su Morador.
»Y otra cosa —continuó O’Keefe—. Después de esto… apéese de los formalismos, Doc, y llámeme Larry, por que pienso yo que esté loco o no, es usted un valiente, Profesor, y estoy a su lado en esto. ¡Buenas noches! —se despidió y se dirigió a la hamaca que había pedido que le instalaran en la cubierta, negándose a molestar al capitán utilizando su camarote.
Y mientras salía le observé con emociones encontradas debido a las palabras que me había dirigido. Supersticioso. Yo, que estaba orgulloso de mi pasión por la ciencia y por el hecho y sólo el hecho. Supersticioso… ¡Y me había calificado así un hombre que creía en banshees y arpas fantasmas y en ninfas que habitaban los bosques irlandeses y no dudaba en la existencia de los leprechaums y toda su tribu!
Medio riéndome y medio irritado, y completamente feliz por la promesa que me había hecho Larry O’Keefe sobre su compromiso en esta aventura, dispuse un par de almohadas y un par de sillas y me dispuse a permanecer en vigilia al lado de Olaf Huldricksson.