CAPÍTULO VII

Larry O’Keefe

Aguantándome las preguntas que estaba deseando hacerle, me presenté a mí mismo. Con asombro, descubrí que me conocía, o al menos conocía mi trabajo. Al parecer, había comprado mi libro sobre la extraña vegetación que vive entre la disgregada roca de lava y las cenizas volcánicas y que yo había titulado, de manera poco afortunada, ahora me doy cuenta, La Flora de los Cráteres. Según me explicó de manera bastante ingenua, lo había adquirido pensando que se trataba de un libro completamente diferente del que en realidad se trataba; de hecho, pensaba que era una novela; algo parecido al Diana de los Cruces de Meredith, del cual era un auténtico admirador.

Casi había terminado de darme su explicación, cuando tocamos el costado del Suwarna, y me vi obligado a refrenar mi curiosidad hasta que hubiéramos llegado a la cubierta.

—Aquella cosa sobre la que me vio sentado —me dijo tras ofrecerle su agradecimiento con una reverencia al pequeño capitán por su rescate— era todo lo que quedaba de uno de los mejores hidroaviones de su Majestad tras que un ciclón nos expulsara de su interior como si fuéramos un exceso de equipaje. Por cierto, ¿dónde nos encontramos?

Da Costa le dio nuestra posición aproximada tras las comprobaciones que había hecho al medio día.

O’Keefe soltó un silbido.

—Sus buenas trescientas millas de donde dejé al H.M.S. Dolphin hace ahora cuatro horas —nos dijo—. ¡Aquella tempestad sobre la que cabalgué sí que iba deprisa!

—El Dolphin —continuó, quitándose con calma el chorreante uniforme—, llevaba rumbo a Melbourne. Yo estaba ansioso por darme un paseo, así que me elevé para realizar un supuesto reconocimiento. Entonces, esa barahúnda salió de ningún sitio, me atrapó, e insistió en que la acompañara en su paseo.

«Hace una hora pensé que tenía una oportunidad de maniobrar y librarme de ella. Giré, se desgarró mi ala izquierda y me vine abajo».

—No sé cómo vamos a ponernos en contacto con su barco, teniente O’Keefe —le dije—. No disponemos de elementos de comunicación.

—Dotor Goodwin —intervino Da Costa— podríamos cambiar de rumbo, señó… quizá…

—Muchas gracias, pero ni hablar de eso —le interrumpió O’Keefe—. Sólo Dios sabe dónde estará el Dolphin a estas alturas. Es muy probable que esté buscándome. De todas formas, tiene tantas posibilidades de dar con su rumbo, como usted con el de él. Puede que demos con alguna nave que disponga de comunicaciones, y entonces podrán dejarme embarcar en ella —dudó durante unos instantes—. Por cierto, ¿qué rumbo llevan?

—Hacia Ponape —le respondí.

—No hay telégrafo allí —murmuró O’Keefe—. Un maldito agujero. Hace una semana recalamos allí para recoger fruta fresca. Los nativos parecían estar muertos de miedo a causa de nuestra presencia… o a causa de algo. ¿Por qué se dirigen allá?

Da Costa me dirigió una mirada furtiva. Yo me sentí incómodo.

O’Keefe se dio cuenta de mi renuencia.

—Oh, les ruego que me disculpen, caballeros —nos dijo—. ¿Quizá no debiera haber preguntado?

—No existe ningún secreto, teniente —le respondí—. Estoy a punto de retomar un trabajo de investigación… una pequeña excavación cerca de Nan-Matal.

Miré significativamente al portugués mientras nombraba el lugar. Bajo su bronceada piel se extendió la palidez y nuevamente se persignó con rapidez, mirando temerosamente hacia el norte. Me propuse interrogarle en cuanto tuviera la oportunidad. Se volvió rápidamente para escrutar la mar y se dirigió hacia O’Keefe.

—No tenemos a bordo ropa de su talla, teniente.

—Oh, simplemente una camiseta con la que cubrirme, capitán, le respondió O’Keefe y salió tras él.

La oscuridad había caído, y mientras los dos desaparecían en el camarote de Da Costa, yo abrí lentamente la puerta del mío y escuché atentamente. Huldricksson respiraba profunda y regularmente.

Encendí mi linterna eléctrica y, riéndome la cara contra su resplandor, lo miré. Su sueño había cambiado desde el profundo sopor de la droga a un estado de sueño natural. Su lengua había perdido su negrura y las secreciones bucales habían vuelto a funcionar. Satisfecho de su estado, regresé a la cubierta.

O’Keefe estaba de vuelta, pareciendo un espectro debido a la sábana de algodón en la que se había envuelto. Se había fijado una mesa en la cubierta y uno de los tonga estaba disponiéndolo todo para la cena. Muy pronto, el contenido de la famosa despensa del Suwarna estaba adornando la mesa y O’Keefe, Da Costa y yo procedimos a atacarlo. La noche se había vuelto más espesa y opresiva. Tras nosotros, la luz de proa del Brunhilda brillaba, mientras que la luz de la bitácora iluminó fantasmagóricamente la morena faz del timonel que permanecía de guardia a sus pies. O’Keefe había mirado con curiosidad varias veces hacia nuestro remolque pero se había abstenido de preguntar.

—No es usted el único pasajero que hemos recogido hoy —le dije—. Encontramos al capitán de esa corbeta, atado a su timón, casi muerto de cansancio, y tripulando una nave sólo ocupada por él.

—¿Qué había sucedido? —me preguntó O’Keefe con asombro.

—No lo sabemos —le respondí—. Nos hizo frente, y me vi obligado a drogarlo antes de que lo pudiéramos librar de sus ataduras. En este momento está durmiendo en mi camarote. Su esposa y su hijita debieron estar a bordo, nuestro capitán así lo asegura, pero… habían desaparecido.

—¡La mujer y la niña extraviadas! —exclamó O’Keefe.

—Por la condición en que se encontraba su boca, debió estar atado al timón y sin beber agua al menos durante dos días con sus noches antes de que lo encontráramos —le respondí—. Y en lo que respecta a buscar a alguien en estas aguas tras tanto tiempo… es inútil.

—Eso es cierto —dijo O’Keefe—. Pero eran su mujer y su nena. ¡Pobre diablo!

Permaneció en silencio durante un rato y, entonces, a petición mía, comenzó a contarnos más cosas acerca de él. Tenía poco más de veinte años cuando había conseguido sus alas de piloto y había entrado en combate. Había resultado seriamente herido en Ypres durante el tercer año de contienda, y para cuando hubo sanado la guerra ya había concluido. Poco después de que hubiera muerto su madre, solo y sin consuelo, se había reintegrado a las Fuerzas Aéreas, y desde entonces había estado sirviendo.

—Y aún cuando la guerra hacía tiempo que había terminado, sentía morriña por la tierra de las alondras, con los aeroplanos alemanes tocando su música con las ametralladoras y con sus artilleros machacando el suelo a mis pies —suspiró—. Si alguna vez han estado enamorados, enamorado hasta la exasperación; y si han odiado, con un odio demoníaco y se han visto envueltos en un combate, y se han dirigido hacia donde el combate era peor… si no han experimentado esto, no saben lo que es vivir —suspiró.

Le observé mientras hablaba, sintiendo que mi simpatía por él aumentaba. Si sólo pudiera disponer de un hombre como él a mi lado durante el peligroso y desconocido viaje que debía recorrer, pensé desesperado. Nos sentamos y fumamos un poco, sorbiendo el fuerte café que nos había hecho con maestría el portugués.

Finalmente, Costa relevó al cantonés al timón. O’Keefe y yo llevamos nuestras sillas hasta la barandilla. Las estrellas más brillantes refulgían con fuerza a través de un cielo calino; grupos de fosforescencias moteaban las crestas de las olas y se deshacía en diminutas chispas casi más brillantes cuando la proa del Suwarna las partía por la mitad. O’Keefe dio con satisfacción una calada a un cigarrillo. La brillante brasa iluminó su rostro despierto e infantil y sus ojos azules, ahora negros y amenazadores por el hechizo de la noche tropical.

—¿Es usted americano o irlandés, O’Keefe? —le pregunté de repente.

—¿Porqué? —Rió.

—Por que —le respondí—, debido a su nombre y su carrera supuse que era irlandés… pero su lenguaje puramente americano me hace dudar.

Sonrió amistosamente.

—Le explicaré cómo son las cosas —me respondió—. Mi madre era americana… una Grace, de Virginia. Mi padre era un O’Keefe, de Coleraine. Y se amaron tanto que el corazón que me dieron es mitad irlandés y mitad americano. Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años. Yo solía ir a los Estados Unidos con mi madre de un año para otro y nos quedábamos uno o dos meses. Pero tras la muerte de mi padre comenzamos a ir a Irlanda todos los años. Y aquí tiene… soy tan americano como irlandés.

«Cuando me enamoro, me excito, o sueño, o pierdo los estribos me entra el brogue[3]. Pero para el lenguaje de todos los días me gusta el inglés americano, y conozco Broadway tan bien como conozco Binevenagh Lane, y el Estrecho[4] tan bien como el canal de San Patricio; me he educado un poco en Eton, un poco en Harvard; siempre he dispuesto del dinero suficiente como para hacer lo que me diera la gana; me he enamorado un montón de veces, nunca he tenido el corazón roto sin que antes gozara completamente, y nunca tuve un objetivo definido hasta que empecé a ganarme el sueldo que me paga el rey y me dieron mis alas; tengo un poco más de treinta años… y ése soy yo… Larry O’Keefe».

—Pero era el O’Keefe irlandés el que estaba sentado sobre los restos del avión esperando a su Banshee —le respondí riéndome.

—Lo era —me dijo con tono pesimista, y noté cómo el brogue se apoderaba de su acento como si se tratara de terciopelo y una vez más se ensombrecieron sus ojos—. No ha vivido jamás un O’Keefe durante mil años que no escuchara su grito. Y yo mismo he oído el grito de la banshee dos veces… una fue cuando mi hermano pequeño murió y la otra cuando mi padre yacía esperando a que se lo llevaran con la marea menguante.[5]

Reflexionó durante unos instantes y continuó hablando:

—Hace un tiempo vi a una Annir Choile, una chica del pueblo verde, revoloteaba como una sombra de fuego verde por los bosques de Carntoguer, y una vez en Dunchraig dormí donde las cenizas de el Dun de Cormac MacConcobar están mezcladas con las de los Cormac y Eilidh el Hada, todos quemados por las nueve llamas que corrieron desde Cravetheen, y he oído el eco de su muerta arpa…

Hizo una pausa y luego, en voz más baja, con esa voz curiosamente dulce y de elevado tono que sólo parecen tener los irlandeses, cantó:

Dama de los blancos pechos, Eilidh

Dama del pelo dorado, y labios rojos, rojos como el serbal

¿Dónde se encuentra el cisne más blanco, cuyo pecho es el más suave?

¿O la ola del mar que se mueve cuando vos os movéis, Eilidh?