CAPÍTULO VI

¡El Demonio Centelleante se los ha llevado!

Debo ofrecer a mis colegas de la Asociación, y a vosotros los que podáis leer mi relato, tan brevemente como sea posible, una explicación de lo que hice y lo que no hice cuando recobré la cordura; una defensa… si así lo deseáis.

Mi primera acción fue precipitarme hacia la puerta abierta. El coma había durado horas ¡ya que la luna se encontraba ahora en el oriente! Me precipité hacia la puerta para hacer sonar la alarma. Se resistió a los manoseos de mis frenéticas manos; no conseguía abrirla. Algo cayó al suelo tintineando. Era la llave y recordé entonces que Throckmartin la había cerrado antes de que comenzara nuestra vigilia. Con los recuerdos murió una esperanza que yo ignoraba que mantuviera, la esperanza de que había escapado del camarote, encontrado refugio en algún lugar de la nave.

Y mientras me inclinaba, manoteando con torpes dedos la llave, me golpeó un pensamiento que me vació de sangre el corazón, paralizándome. ¡No podía hacer sonar alarma alguna en la Reina del Sur por Throckmartin!

La convicción sobre mi espantosa indefensión era completa. La entereza espiritual de la tripulación, desde el capitán hasta el grumete era, siendo conservadores, mediana. Nadie, lo sabía bien, excepto Throckmartin y yo, había observado la primera aparición del Morador. ¿Habrían sido testigos de la segunda? No lo sabía, así que no me podía arriesgar a hablar ni a informarme. Y sin haber visto nada ¿cómo me podrían creer? Habrían pensado que me había vuelto loco… o algo peor; incluso podrían haberme supuesto su asesino.

Apagué las luces eléctricas; esperé y escuché. Abrí la puerta con un cuidado infinito y me deslicé hacia afuera, sin ser visto, hacia mi propio camarote. Las horas que pasaron hasta el amanecer se convirtieron en una eternidad de pesadillas sin dormir. La razón, recobrando su estabilidad al fin, me hizo recobrar la mía. ¿Incluso aunque hubiera hablado y me hubieran creído, dónde habríamos buscado a Throckmartin en esa inmensidad tras tantas horas? Con seguridad, el capitán no habrá regresado a Port Moresby. Y aun cuando lo hubiera hecho, ¿de qué me habría servido regresar a Nan-Matal sin el equipo adecuado que el propio Throckmartin había considerado imprescindible si uno quería enfrentarse con el misterio que moraba allí?

Pero aún quedaba una cosa por hacer… seguir sus instrucciones: conseguir toda la parafernalia en Melbourne o Sydney si era posible; si no, navegar hasta América tan rápido como fuera posible, conseguir allí el equipo y regresar rápidamente a Ponape. Y yo estaba determinado a hacerlo.

La calma regresó a mi espíritu tras tomar tal decisión. Y cuando me dirigí a cubierta supe que había hecho lo adecuado. No habían visto al Morador. Aún estaban discutiendo el apagón en el barco, hablando acerca de dinamos quemadas, cables cortocircuitados, dando media docena de explicaciones al fenómeno. Hasta el mediodía no se descubrió la ausencia de Throckmartin. Le dije al capitán que yo me había separado de él temprano al anochecer; que, en realidad, lo conocía poco. A nadie se le ocurrió poner en duda mi palabra, o interrogarme. ¿Por qué deberían hacerlo? Ya habían observado su extraño comportamiento y lo habían comentado; todos los que habían tratado con él había pensado que estaba medio loco. Hice poco por corregir esta impresión, así que se indicó de la forma más natural en el cuaderno de bitácora que había caído por la borda o había saltado de la nave en algún momento durante la noche.

Éste fue el informe que se dio cuando llegamos a Melbourne. Me deslicé sigilosamente fuera del barco y en la prensa, mezclada con las noticias de la guerra, se hizo una pequeña mención al destino fatal de Throckmartin que no ocupó más que unas cuantas líneas. Mi propia presencia abordo y en la ciudad pasó desapercibida.

Tuve la suerte de hallar en Melbourne todo lo que necesitaba a excepción de un juego de condensadores de rayos Becquerel, aunque éstos eran la verdadera piedra angular de mi equipamiento. Siguiendo con mi búsqueda, en Sydney tuve la doble fortuna de encontrar una compañía que estaba esperando recibir estos mismos artículos en consigna desde Estados Unidos en quince días. Me instalé en la ciudad con el inamovible objetivo de esperar su llegada.

Y ahora se preguntarán por qué no les envié un cable a la Asociación durante este periodo de espera pidiendo ayuda, o por qué no llamé a algún miembro de la Universidad de Molbourne o de Sydney para que me acompañara. En definitiva, por qué no reuní, como Throckmartin había esperado que hiciera, una pequeña fuerza de hombres capaces para que me acompañaran a Nan-Matal.

Les responderé con franqueza a las dos primeras preguntas, no me atreví. Y esta reluctancia, esta inhibición, las entenderá cualquier hombre celoso de su reputación científica. La historia de Throckmartin, los sucesos de los que he sido testigo, fueron increíbles, anormales, extraños a los hechos de cualquier conocimiento científico. No me atreví a no creer, quizá actué ridículamente… no, quizá incluso una sospecha más grave me había movido a no despegar los labios mientras me encontré en la nave. ¡Yo mismo no podía creer la mitad de lo que había visto! ¿Cómo podía esperar a convencer a los demás?

En lo que respecta a la tercera cuestión, no podía llevar conmigo a hombre alguno hacia semejante peligro sin advertirle previamente de lo que podría encontrarse; y si le hubiera advertido…

¡Me encontraba frente a un jaque mate! Incluso si aquello fue cobardía… bien, ya la he expiado. Aun así no siento remordimiento alguno, mi conciencia está tranquila.

Pasaron aquella quincena y la mayor parte de otra antes de que el barco que esperaba entrara en el puerto. Por entonces, entre mi tensionante ansiedad de encontrarme tras Throckmartin, el desesperante pensamiento de que cada momento de demora podría resultar vital para él y los suyos, y mi intensamente apremiante deseo de saber si ese resplandor, ese glorioso horror sobre el claro de luna existía verdaderamente o había sido una alucinación, me estaban llevando al borde de la locura.

Finalmente, los condensadores se encontraron en mis manos. Sin embargo, pasó más de una semana antes de que pudiera conseguir un pasaje de regreso a Port Moresby y otra semana más tuvo que pasar hasta que puse rumbo al norte a bordo del Suwarna, una pequeña balandra con un motor de cincuenta caballos, en dirección a Ponape y Nan-Matal.

Vimos al Brunilda a unas quinientas millas al sur de las Carolinas. El viento había caído antes de llegar a Papúa y soplaba en dirección a popa. La habilidad del Suwarna para llegar a los doce nudos por hora sin su ayuda me hizo perdonarle el que no oliera tan bien como la flor de Java a la que hacía referencia su nombre. Da Costa, su capitán, era un basto portugués; su segundo era un cantonés con todas las señales de haber prestado servicio sobre un junco pirata; el ingeniero era un bastardo de chino y malaya que había obtenido sus conocimientos de maquinaria sólo el cielo sabe dónde, y, tengo razones para estar seguro, había volcado todos sus impulsos religiosos hacia esa deidad americana llena de mecanismos a la que con tanta fe servía. El resto de la tripulación estaba constituida por seis enormes y parlanchines jóvenes tonga.

El Suwarna había cortado a través del golfo de Finschafen Huon bajo la protección de los Bismarck. La nave se había abierto paso a través del laberinto de aguas tranquilas del archipiélago y posteriormente navegamos a través de mil millas de océano abierto con New Hanover detrás nuestro y la proa de nuestra nave apuntando directamente hacia Nukuor de Monte Verdes. Tras rodear Nukuor deberíamos alcanzar, sin apenas incidentes, Ponape en no más de sesenta horas.

La tarde estaba avanzada, y viajando en la solemne y ligera brisa que nos seguía nos llegó el aroma a árboles de especias y flores de nuez moscada. La marejada increíblemente lenta del Pacífico nos elevaba con una delicada mano de gigante y nos volvía a posar suavemente sobre las alargadas y azules olas hasta que tomábamos la siguiente cresta. Sobre la superficie del océano se extendía un hechizo de paz, haciendo callar incluso al ruidoso capitán portugués, que permanecía soñadoramente ante el timón, siguiendo lentamente el rítmico balanceo de la nave.

En ese momento, uno de los muchachos tonga que estaba perezosamente inclinado sobre la proa emitió un quejumbroso aviso.

—¡Asoma por el lado de babor!

Da Costa se estiró y aguzó la mirada mientras yo levantaba mis prismáticos. El velero se encontraba a escasamente una milla, y debería haber sido visible mucho antes que lo hubiera visto el perezoso vigía. Era una corbeta del tamaño aproximado de la Suwarna, pero sin su poderío. Con todas las velas desplegadas, incluso con el espinaquer que cargaba, hacía lo que podía con la ligera brisa que soplaba. Intenté leer su nombre, pero el velero se escoraba muchísimo, como si la mano del timonel perdiera de repente el gobierno, y bruscamente volvía a tomar su rumbo. La popa volvió a quedar a la vista y pude leer la palabra Brunhilda.

Giré los prismáticos hacia el timonel. Estaba inclinado sobre los radios de la rueda de manera desesperada, acurrucado sobre la misma, y mientras lo observaba la nave volvió a escorarse, tan bruscamente como antes. Vi cómo el timonel hacía un esfuerzo y giraba la rueda con un fuerte tirón.

Permaneció firme un momento, mirando hacia el frente, completamente ignorante de nuestra presencia, y una vez más pareció que se derrumbaba sobre el timón. Me dio la sensación de que la acción provenía de un hombre que luchaba en vano contra un peso indecible. Recorrí la cubierta con los prismáticos. No existía otra forma de vida. Me giré para encontrarme con el portugués que miraba con intensa fijeza y semblante de asombro hacia la corbeta, que se encontraba ahora a una distancia de media milla escasa.

—Creo que argo va mal, señó[1] —me dijo en un curioso castellano—. Al tío de la cubietta lo conozco. Es el capitán y el poprietario de la Brunhilda. Se llama Olaf Huldricksson, como si digéramos es escandinavo. Paice mu cansao o mu malo… pero no entiendo ná de aónde está la tripulación y el bote de ejtribor no está.

Le gritó una orden al ingeniero, y mientras así lo hacía la suave brisa decayó y las velas de la Brunilda quedaron fláccidas. Ya nos encontrábamos casi a la par y apenas a un centenar de yardas. La máquina de la Suwarna se detuvo y los chicos tonga saltaron a uno de los botes.

—¡Eh, Olaf Huldricksson! —gritó Da Costa— ¿Pasa contigo?

El hombre del timón se giró hacia nosotros. Era un gigante; sus hombros eran enormes, su pecho amplio, la fuerza se marcaba en cada línea de su cuerpo, se elevaba como un vikingo de la antigüedad junto a la caña del timón de un estilizado barco.

Elevé una vez más los prismáticos; su cara se mostró en las lentes ¡y jamás he visto unas facciones tan marcadas y desgastadas por tanto tiempo sin dormir como las de Olaf Huldricksson!

Los tonga había colocado el bote junto a nuestra nave y estaban esperando en los remos. El pequeño capitán bajó hasta su interior.

—¡Espere! —le grité.

Me precipité a mi camarote, agarré mi equipo médico de urgencia y me deslicé por la maroma hasta el bote. Los tonga bajaron los remos. Alcanzamos el costado de la otra nave y Da Costa y yo asimos un acollador que colgaba del estay y trepamos hasta la cubierta. Da Costa se aproximó lentamente a Huldricksson.

—¿Qué pasa, Olaf? —le comenzó a preguntar.

Y de pronto quedó en silencio, mirando hacia el timón. Las manos de Huldricksson estaban fuertemente atadas a los radios por finas y recias cuerdas; estaban hinchadas y ennegrecidas y las cuerdas se habían clavado en las nervudas muñecas hasta enterrarse y quedar ocultas en la lacerada carne, ¡cortando tan profundamente que la sangre se derramaba, gota a gota, a sus pies! Nos precipitamos hasta donde se encontraba, deshaciendo las trabas hasta que conseguimos aflojarlas. Aún así, mientras lo tocábamos, Huldricksson nos lanzó una serie de patadas a mí y a Da Costa que enviaron al portugués dando tumbos hasta los imbornales.

—¡Dejadlo estar! —croó Huldricksson; su voz era espesa y carente de vida, como si saliera forzadamente de una garganta muerta; sus labios estaban agrietados y resecos y la lengua, llena de llagas, estaba negra—. ¡Dejadlo estar! ¡Marchaos! ¡Dejadlo estar!

El portugués se había levantado, quejándose con rabia y con el cuchillo en la mano, pero la voz de Huldricksson le detuvo. El asombro asomó a sus ojos y, mientras devolvía la hoja a su funda, éstos se enternecieron con la piedad.

—Argo ha ío mal con Olaf —me murmuró—. ¡Creo que está majara!

Entonces Olaf Huldricksson comenzó a maldecimos. No hablaba: aullaba sus imprecaciones desde su boca odiosamente seca. Durante todo el tiempo sus ojos rojos recorrían la mar y sus manos, encorvadas y rígidas sobre el timón, goteaban sangre.

—Me voy abajo —me dijo Da Costa nerviosamente—. Su mujer, su hija… se precipitó hacia la escalerilla y desapareció.

Huldricksson, en silencio una vez más, se había derrumbado sobre la rueda.

La cabeza de Da Costa apareció sobre el borde de la escalerilla.

—No hay nadie, nadie —hizo una pausa, y añadió—: Nadie… ¡en ningún lugar! —sus manos volaron en un gesto de desesperada incomprensión—. No lo entiendo.

En ese momento, Olaf separó los labios secos y mientras hablaba un escalofrío me corrió por la espalda, deteniéndome el corazón.

—¡Un demonio centelleante se los ha llevado! —croó— ¡El Diablo Centelleante se los ha llevado! ¡Se ha llevado a mi Helma y a mi pequeña Freda! ¡El Diablo Centelleante cayó de la luna y se las llevó!

Osciló y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Da Costa se acercó una vez más y una vez más Huldricksson le observó vigilante, alerta, con crueldad, con ojos inyectados en sangre.

Saqué mi hipodérmica del maletín y la llené de morfina. Llamé a Da Costa.

—Vaya por un lado —le susurré—, y hable con él.

El portugués se dirigió hacia el timón.

—¿Dónde están tu Helma y tu Freda, Olaf? —le preguntó.

Huldricksson giró la cabeza en su dirección.

—El diablo centelleante se las llevó —croó—. El demonio de la luna que centellea…

Un alarido surgió de su garganta. Yo había enterrado la aguja en su brazo justo por encima de una de las descarnadas muñecas y había bombeado rápidamente la droga en su interior. El capitán forcejeó para liberarse y comenzó a contorsionarse como un borracho. La morfina, tomando posesión de su debilitado cuerpo, hizo su trabajo con eficacia. Pronto descendió sobre su rostro una sensación de paz. La pupilas de sus brillantes ojos se redujeron. Una vez, dos, aulló y luego, sus atadas y sangrantes manos se extendieron y, aún agarrando la rueda, se derrumbó sobre la cubierta.

Con extrema dificultad conseguimos finalmente soltar las cuerdas. Aparejamos una pequeña camilla y los tonga eslingaron el gran cuerpo inerte por sobre la borda hasta que consiguieron colocarlo en el interior de la arenera. Pronto tuvimos a Huldricksson reposando en mi camastro. Da Costa envió a la mitad de la tripulación a hacerse cargo de la corbeta a las órdenes del cantonés. Pusieron a navegar, despojando la nave de Huldricksson de todo su velamen, al Brunhilda al remolque de nuestra nave atada a una maroma, con uno de los nativos al timón, y reanudamos nuestro navegar tras tan enigmática interrupción.

Limpié y vendé las laceradas muñecas del escandinavo e hidraté la ennegrecida y agrietada boca con agua templada y un antiséptico suave.

De repente noté la presencia de Da Costa y me giré hacia la puerta. Su desasosiego era manifiesto y presentaba, a mi parecer, una singular y furtiva ansiedad.

—¿Qué piensa de Olaf, señor? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—¿Cree que mató a su mujer y a su chavalita? —continuó— ¿Cree que está zumbao y que se los cargó a toos?

—Ni idea, Da Costa —le respondí—. Ya vio que la lancha había desaparecido. Lo más probable es que la tripulación se amotinara y lo torturara dejándolo atado tal y como usted observó. Ya se hizo algo parecido con Hilton del Coral Lady, si lo recuerda.

—No —me respondió—. No. La tripulación no lo hizo. No había nadie a bordo cuando Olaf fue atao.

—¡Qué! —grité asombrado— ¿Qué me quiere decir usted?

—Quiero decir —me dijo lentamente— ¡Que Olaf se ató el mismo! ¡Espere un momento! —Continuó al ver mi gesto de incredulidad—. Espere, que se lo vi a enseñar.

Había permanecido de pie con las manos a la espalda y en ese momento me mostró la cortantes cuerdas que habían atado a Huldricksson. Estaban manchadas de sangre y ambas terminaban en un ancho y plano trozo de cuero hábilmente empalmado a la cuerda.

—Mire —me dijo, señalando a los trozos de cuero.

Los observé y vi unas profundas marcas de dientes. Cogí una de las cuerdas y abrí la boca del inconsciente hombre. Cuidadosamente coloqué el trozo de cuero entre sus dientes y suavemente forcé las mandíbulas para que se cerraran. Era cierto. Las marcas se encontraban exactamente en el mismo sitio en que Olaf Huldricksson había mordido para apretar.

—¡Espere! —me repitió Da Costa— Le enseñaré.

Tomó un par de cuerdas nuevas y apoyó las manos contra el respaldo de una silla. Rápidamente, enrolló una de las cuerdas en su mano izquierda, y dejó flojo un nudo, desplazando la cuerda hasta encima de su codo. Esto dejó a la muñeca y la mano izquierdas aún libres y de esta manera enrolló la otra cuerda en su mano derecha, dejando un nudo similar. Colocó las manos en la posición exacta en que las tenía Huldricksson cuando estaba a bordo del Brunhilda, pero con las cuerdas y los nudos aún sueltos. Entonces, Da Costa agachó la cabeza, agarró el extremo de una de las cuerdas entre los dientes y con un tirón se ató fuertemente la mano izquierda. De manera similar apretó la segunda.

Empezó a forcejear con las trabas. De esta manera fue aprisionándose ante mis ojos de manera que sin ayuda le resultaría imposible desatarse. ¡Se encontraba exactamente en la misma posición que Huldricksson!

—Tendrá que pegar un buen tajo para liberarme, señor —me dijo—. No puedo mover las manos. Se trata de un antiguo truquillo que usamos por estos mares. Algunas veces hace farta que un tío permanezca al timón durante un montón de horas sin ayuda, y así atao lo que consigue es que si se duerme el timón lo despierte, ya le digo, jefe.

Miré de uno a otro hombre.

—¿Pero por qué, jefe? —dijo Da Costa lentamente—. ¿Por que se ató las manos Olaf?

Miró nerviosamente hacia el desvanecido capitán.

—No lo sé —le respondí—. ¿Y usted?

Se agitó nerviosamente, evitando mis ojos, y rápidamente, casi bruscamente, se persignó.

—No —me respondió—. No sé na. Cosas que he oío… pero la gente cuenta muchas cosas sobre estos mares.

Se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar al umbral se detuvo.

—Pero sí se esto —casi me susurró—, estoy jodidamente contento de que no haya luna llena esta noche —y salió al exterior, dejándome con la vista clavada en su espalda asombrado.

¿Qué sabía este portugués?

Me incliné sobre el durmiente. En su rostro no se reflejaba aquella maldita mezcla de emociones encontradas que el Morador dejaba en sus víctimas.

Y aún así… ¿qué había dicho el escandinavo?

¡El diablo centelleante se los llevó a todos! No, había sido aún más explícito: ¡El diablo centelleante que bajó de la luna!

¿Podría haber sucedido que el Morador hubiera caído sobre el Brunhilda haciendo descender por su claro a la mujer y a la hija de Olaf Huldricksson tal y como le había sucedido a Throckmartin?

Mientras permanecía sentado dentro del camarote pensando se hizo repentinamente la oscuridad y me llegó desde arriba un grito y un correr de pies. De repente nos cayó encima uno de esos abruptos y violentos chubascos que son tan comunes por estas latitudes. Rápidamente amarré a Huldricksson a la cama y me precipité hacia cubierta.

Las alargadas y pacíficas ondas del mar habían cambiado a unas cortantes y violentas olas cuyas crestas espumaban sobre la cubierta barriéndola a lacerantes latigazos.

Pasó media hora; el chubasco pasó tan abruptamente como había llegado. La mar se calmó. A poniente, más allá del borde desflecado y evanescente de la tormenta apareció el rojo globo del sol hundiéndose en el horizonte; descendió lentamente hasta que su corona superior rozó el borde del mar.

Los observé… y me froté los ojos y volví a mirar; ya que sobre su flamígero borde algo enorme y negro se movía ¡como si fuera un enorme dedo que nos señalara!

Da Costa también lo había visto y giró la Suwarna en dirección el descendente globo y su extraña sombra. Mientras nos acercábamos vimos los restos de un pecio y nos dimos cuenta de que el enorme dedo era una masa de velas enrolladas alrededor de un mástil y que se movía al ritmo de las olas. En el punto más elevado del pecio se encontraba sentada una figura fumando tranquilamente un cigarrillo.

Acercamos la Suwarna todo lo que nos fue posible, soltamos un bote y conmigo como timonel bogamos hacia lo que parecía ser un destrozado hidroplano. Su ocupante dio una larga calada a su cigarrillo, agitó una mano a modo de bienvenida y gritó un saludo. Mientras así hacía se elevó una altísima ola tras él, arrastró a su interior el aparato, lo elevó sobre un lecho de espuma y nos pasó por encima. Cuando conseguimos dominar el bote, donde se habían encontrado el avión y su ocupante… no había nada.

En ese momento, notamos un tirón por un costado de la lancha: dos musculosas manos bronceadas se agarraron al borde muy cerca de donde yo me encontraba, y una brillante y mojada cabeza apareció entre ambas. Dos brillantes ojos azules que mostraban en su interior diversión más que otra cosa se posaron en los míos, y un alto y ligero cuerpo se precipitó con agilidad al interior del bote tomando asiento a mis pies.

—Muy reconocido —me dijo el hombre del mar—. Acabo de conocer a alguien que se ha asegurado de estar cerca cuando la banshee[2] de O’Keefe no se ha mostrado.

—¿La qué? —le pregunté asombrado.

—La banshee de O’Keefe. Yo soy Larry O’Keefe. Hay un largo camino hasta Irlanda, pero no es muy largo para la banshee de O’Keefe si no fuera por la suerte de O’Keefe.

Miré de nuevo hacia mi sorprendente rescate. Parecía auténticamente serio.

—¿Tiene un cigarrillo? Los míos han desaparecido —me dijo haciendo una mueca, mientras alargaba una mano para coger el pequeño cilindro. Lo tomó y lo encendió.

Observé que poseía rasgos enjutos e inteligente cuyas firmes mandíbulas se veían suavizadas por una boca de labios bien contorneados y una sinceridad que se mezclaba con una cierta picaresca en sus burlones ojos azules; la nariz era propia de alguien de cuna noble aunque estaba levemente inclinada; bien formado, de figura estilizada que supuse debía poseer la fuerza del acero. Vestía un uniforme de la Real Fuerza Aérea Naval Británica.

Rió, me extendió una mano firme y agarró la mía.

—Mis más sinceras gracias, viejo —me dijo.

Simpaticé con Larry O’Keefe desde el principio; pero ni siquiera se me había pasado por la imaginación, mientras los tonga nos llevaban de vuelta al Suwarna, cómo esa simpatía llegaría a forjarse en el fuerte cariño de un hombre hacia otro que el fuego de almas tales como la de él y la mía (y la tuya, tú que lees estas líneas) podría jamás haber soñado.

¡Larry! Larry O’Keefe ¿Dónde te encuentras ahora, con tus leprechaums y tu banshee, tu corazón de niño, tus rientes ojos azules, y tu alma temeraria? ¿Volveré a verte alguna vez, Larry O’Keefe, mi querido amigo, tan querido como un hermano joven? ¡Larry!