CAPÍTULO I

La Cosa del Claro de Luna

Había permanecido a lo largo de dos meses en las islas d’Entrecasteaux reuniendo datos para los capítulos finales de mi libro acerca de la flora de las islas volcánicas del sur del Pacífico. El día anterior había llegado a Port Moresby y había observado que mis especímenes estaban cuidadosamente almacenados a bordo de la Southern Queen. Mientras me sentaba en la cubierta superior pensé, con añoranza, de las extensas leguas que se extendían entre mi persona y Melbourne, y las más extensas aún entre Melbourne y Nueva York.

Fue durante una de esas mañanas amarillas de Papúa cuando la naturaleza se mostró bajo su estado de ánimo más sombrío y hosco. El cielo presentaba un color ocre ardiente. Sobre las islas se gestaba un espíritu plomizo, extraño, implacable preñado de la amenaza de latentes y maléficas fuerzas esperando a ser desencadenadas. Parecía una emanación del propio corazón indomable y siniestro de Papúa (siniestro incluso cuando sonríe). Y de cuando en cuando, cabalgando sobre el viento, llegaba la brisa de las junglas virginales, cargada con olores desconocidos, misteriosa y amenazante.

Es durante esas mañanas cuando Papúa te susurra sobre sus inmemorial antigüedad y de su poder. Y, tal y como debiera cada hombre blanco, luché contra su hechizo. Mientras me debatía vi una figura alta corriendo a largas zancadas sobre el dique; un muchacho kapa-kapa la seguía balanceando una maleta nueva. Encontré algo familiar en el alto individuo. Mientras llegaba a la lancha me miró directamente a los ojos, fijando la vista durante un momento, y luego agitó la mano.

Y en ese momento lo reconocí. Era el Dr. David Throckmartin. Throck había sido siempre para mí, uno de mis más viejos amigos y, también, una mente de primer orden cuyo poder y logros fueron para mí una constante inspiración y una denota, lo sé, para otros.

Coincidiendo con mi reconocimiento, me golpeó la sorpresa, definitiva (desagradable). Era Throckmartin; pero poseía algo perturbador que no correspondía al hombre que había conocido tan bien y del que me había despedido hacía escasamente un mes antes de que yo mismo me embarcara para navegar por estos mares. Se había casado unas pocas semanas antes con Edith, la hija del profesor William Frazier, casi una década más joven que él, pero tan apegada a él tanto por su amor como por sus ideas, si fuera posible, como Throckmartin a ella. Gracias a las enseñanzas de su padre era una maravillosa ayudante, y gracias a su propia dulzura y a su corazón (y utilizo esta palabra en su antiguo sentido), una amante. Junto con su también maduro colega, el Dr. Charles Stanton, y una mujer suiza, Thora Halversen, que había sido la enfermera de Edith Throckmartin durante su embarazo, se dirigieron hacia Nan-Matal, el extraordinario grupo de ruinas insulares desperdigadas a lo largo de la costa oriental de Ponape, en las Carolinas.

Supe que había planeado gastar al menos un año entre las ruinas, no sólo de Ponape, si no de Lele (los centros gemelos de un enigma humano, un asombroso florecimiento de la civilización que había brotado eras antes de que se plantaran las mismas semillas de Egipto; de cuyas artes conocíamos muy poco y de cuya ciencia lo desconocíamos todo. Llevaba con él un equipo inusualmente completo para el trabajo que esperaba llevar a cabo y del que esperaba que fuera su monumento.

¿Qué había traído Throckmartin a Port Moresby, y qué era ese cambio que había presentido en el?

Apresurándome hacia la cubierta inferior, lo encontré con el comisario naval. Mientras le hablaba se volvió alargándome una mano vehemente; y entonces apercibí cual era la diferencia que tanto me había turbado. El supo, naturalmente a causa de mi silencio y mi involuntario encogimiento, el impacto que me había provocado el verle de cerca. Sus ojos se dilataron; le dio la espalda bruscamente al comisario, dudó y se apresuró hacia su camarote.

—Tiene una pinta rara de verdad, ¿eh? —me dijo el comisario—. ¿Lo conoce bien, jefe? Parece mismamente como si le hubiera dado un susto.

Le respondí algo y volví a subir hasta donde estaba sentado. Me senté, me tranquilicé y traté de definir qué me había impactado tanto. En ese momento lo vi claro. El viejo Throckmartin estaba en la víspera de su aventura cuando cumplió los cuarenta años, ágil, erecto, musculoso; sus emociones controladas demostraban entusiasmo, agudeza intelectual, de (se podría decir) investigación expectante. Su cerebro siempre cuestionante había estampado su vigor en las facciones del hombre.

Pero el Throckmartin que había visto abajo era alguien que había sobrellevado algún tipo de trauma punzante compuesto por horrores y éxtasis mezclados; algún tipo de cataclismo espiritual que en su clímax había remodelado, en lo más profundo, sus facciones, estampándole el sello del éxtasis y la desesperación unidos; como si ambos hubieran llegado a él juntos de la mano, tomando posesión del doctor y marchándose dejando tras de sí, irradicables, sus sombras vinculantes.

Sí, eso era lo que resultaba repulsivo. ¿Por que cómo el éxtasis y el honor, la mezcla del Cielo y el Infierno, se podían dar la mano, y besarse?

¡Sí, esto era, lo que, en íntimo abrazo, residía en la cara de Throckmartin!

Absorto en esta meditación, inconscientemente relajado, observé cómo la línea de la costa se hundía detrás; dando la bienvenida al toque del viento en la mar abierta. Había esperado, y junto con esa esperanza se encontraba una inexplicable cobardía, encontrarme con Throckmartin durante la comida. No bajó, y fui consciente de entregarme a mi decepción. Durante toda la tarde holgazaneé incómodo pero se mantuvo encerrado en su camarote (y no encontré en mi interior la fuerza suficiente para reunirme con él). Tampoco apareció para la cena.

El ocaso y la noche llegaron con presteza. Tenía calor y regresé a la tumbona de la cubierta. La Southern Queen navegaba sobre una marejada inquietante y tuve que buscarme un sitio.

Sobre el cielo se cerraba una bóveda de nubes, resplandeciendo fantasmalmente y dando testimonio de que la Luna corría tras de ellas. Había muchísima fosforescencia. A rachas, antes de que la nave se alzara sobre aquellos extraños y pequeños torbellinos de niebla que se elevaban de la superficie de aquel océano meridional como la respiración de monstruos marinos, giraban durante un instante y desaparecían.

Repentinamente, la puerta de la cubierta se abrió y atravesó el umbral Throckmartin. Hizo una pausa indeciso, miró hacia el cielo con una curiosa, impaciente y absorta impaciencia, se demoró, y cerró la puerta a sus espaldas.

—Throck —le llamé—. ¡Venga! Soy Goodwin.

Se acercó a donde me encontraba.

—Throck —le dije, sin gastar el tiempo en preliminares—. ¿Qué marcha mal? ¿Puedo ayudarle?

Me di cuenta de que su cuerpo se tensaba.

—Me dirijo a Melbourne, Goodwin —me respondió—. Necesito algunas cosas; las necesito con urgencia. Y más hombres… hombres blancos…

Se detuvo abruptamente; se levantó de su silla y miró intensamente hacia el norte. Seguí su mirada. Muy, muy lejos la Luna había roto por entre las nubes. Casi en el horizonte se podía apreciar su luminiscencia fantasmal sobre la mar tersa. El lejano parche de luz se estremeció y tembló. Las nubes se espesaron una vez más y desapareció. La nave corrió hacia el sur, delicadamente.

Throckmartin se dejó caer sobre su silla. Encendió un cigarrillo con una mano temblorosa; luego se volvió hacia mí con brusca resolución.

—Goodwin —me dijo— necesito ayuda. Si algún hombre la necesitara verdaderamente, ése soy yo. Goodwin, ¿puede imaginarse en otro mundo, extraño, desconocido, un mundo de terror, cuyo principal goce es el mayor terror de todos; usted sólo allí, un extraño? Tal hombre necesitaría ayuda, como yo la necesito.

Hizo una brusca pausa y se levanto; el cigarrillo cayó de sus dedos. La Luna se había abierto paso de nuevo por entre las nubes y esta vez se encontraba mucho más cerca. El claro que iluminaba se encontraba a menos de un kilómetro. Tras el claro el borde del mar era una línea lunar; una gigantesca serpiente reluciente arrastrándose por el borde del mundo dirigiéndose directamente hacia la nave.

Throckmartin se puso rígido a su vista como un perro de caza se podría tenso frente a una madriguera oculta. Entre ambos pulsó una sensación de horror; aunque este horror campanilleó con una desconocida e infernal alegría. Me llegó y me traspasó, dejándome tembloroso con una conmoción agridulce.

Se dobló hacia delante con el alma asomándole por los ojos. El claro de luna se deslizó hacia nosotros, más y más cerca. Ya estaba a menos de medio kilómetro. La nave voló alejándose, casi como si la persiguieran. Veloz y directa, cayendo sobre el barco, un torrente radiante hendiendo las olas, se deslizaba el flujo de la luna.

—¡Dios, Dios! —jadeó Throckmartin. Y si alguna vez estas palabras fueron una oración y una invocación, lo fueron en ese momento.

Y entonces, por primera vez, ¡lo vi!

El claro de luna se extendió hasta el horizonte y lo rodearon las tinieblas. Pareció como si las nubes se hubieran separado para formar un callejón; abriéndose como cortinas o como las aguas del Mar Rojo cuando se apartaron para que las pudieran atravesar el pueblo de Israel. A cada lado de la corriente se recortaban las negras sombras de los pliegues del alto cielo. Y recta, como una carretera entre las opacas paredes destellaba, tremolaba y danzaba los brillantes y veloces rápidos de la luna.

Lejos, en apariencia inconmensurablemente lejos, a lo largo de esta corriente de fuego plateado sentí, más que vi, que algo se acercaba. Se presentó a la vista al principio como una luz difusa dentro de la propia luz. Incansablemente nadaba hacia nosotros; una neblina opalescente que se apresuraba sugiriendo una criatura alada durante un vuelo recto. Débilmente se arrastró hasta mi mente el recuerdo de la leyenda Dyak acerca del mensajero alado de Buda (el ave Akla, cuyas plumas están trenzadas con rayos de luna y cuyo corazón es un ópalo viviente, cuyas alas en vuelo suenan como la clara música cristalina de las estrellas blancas; pero cuyo pico está hecho de llama helada y descuartiza las almas de los descreídos.

Más cerca estaba y en ese momento llegaron hasta mí unos dulces e insistentes tintineos (como el pizicatto de unos violines de cristal; cristal claro; ¡diamantes fundiéndose en sonidos!).

Ahora la Cosa estaba más cerca del borde del blanco sendero; pegada a la barrera de oscuridad que aún se extendía entre la nave y el chispeante comienzo de la corriente lunar. Ya golpeaba contra la barrera como un pájaro contra los barrotes de su jaula. Se arremolinaba en relucientes penachos, en torbellinos de encajes de luz, en espirales de vapor viviente. Contenía extraños, desconocidos destellos como si de madreperla en movimiento se tratara. Átomos chispeantes y resplandecientes se movían por su interior como si los extrajera de los rayos que la bañaban.

Más y más se acercaba, transportada por las relucientes olas, y más delgada se volvía la protectora pared de sombras que nos separaba. En el interior de la bruma había un centro, un núcleo de luz más intensa; veteada, opalina, refulgente, intensamente viva. Y por encima de ella, enredada en los penachos y espirales que palpitaban y se arremolinaban había siete luces incandescentes.

A través de este incesante pero extrañamente ordenado movimiento de la, cosa estas luces se mantenían firmes y estables. Eran siete; como siete pequeñas lunas. Una era de color rosa perlado, una de un delicado azul nacarado, otra de suave azafrán, otras del color esmeralda que se puede ver en las aguas poco profundas de las islas del trópico; una de blanco mortal, otras de fantasmal amatista, y otra de un color plata que sólo puede verse cuando un pez volador salta fuera del agua a la luz de la luna.

La música tintineante era aún más fuerte. Penetraba en los oídos con una lluvia de diminutas lanzas; hacía que el corazón latiese con júbilo. Y se detuviese dolorosamente. ¡Cerraba la garganta con una palpitación de éxtasis y la atenazaba con la mano de una pena infinita!

En ese momento me llegó un grito murmurante, deteniendo las notas de cristal. Era articulado (pero daba la sensación de llegar desde algo definitivamente extraño a este mundo). El oído captó este grito y lo tradujo de manera consciente en los sonidos de la tierra. E incluso mientras lo comprendía, el cerebro se contraía irresistiblemente ante él, y simultáneamente parecía llegar hasta el sonido con un ansia irresistible.

Throckmartin dio unas largas zancadas hacia el frente de la cubierta, hacia la visión, ahora a no más de un centenar de metros de la popa. Su rostro había perdido cualquier semblante humano. Extrema agonía y extremo éxtasis se encontraban juntos, sin oponerse el uno al otro; impíos compañeros inhumanos mezclándose en una apariencia que ninguna de las criaturas de Dios debería soportar. ¡Y profundas, profundas como su alma! ¡Un diablo y un dios morando juntos en armonía! Así debería haberse mostrado Satán, recién caído, aún divino, buscando el cielo y contemplando el infierno.

Y entonces, lentamente, ¡la luna desapareció! Las nubes se deslizaron sobre el cielo como si una mano las hubiera reunido. Muy lejos al sur se oyó un berrido rugiente. Mientras la luna se desvanecía se desvaneció con ella lo que había visto; desapareció como la imagen de una linterna mágica. El tintineo cesó abruptamente, dejando un silencio como el que sigue al estampido abrupto de un trueno. ¡Nada quedaba a nuestro alrededor más que silencio y oscuridad!

Me traspasó un temblor como el que experimenta alguien que ha estado en el mismísimo borde del golfo en donde los hombres de las Luisiadas dicen que se arrastra el pescador de las almas humanas, y ha sido arrancado de regreso en la más inesperada oportunidad.

Throckmartin me rodeó con un brazo.

—Es como lo pensé —me dijo. En su voz se apreciaba una nueva nota; la calma certera que se ha apartado bruscamente un terror acechante de lo desconocido—. ¡Ahora lo sé! Acompáñeme a mi camarote, viejo amigo. Por que ahora que ha visto lo suficiente puedo contarle… —se demoró— qué es lo que vio —finalizó.

Mientras traspasábamos la puerta nos encontramos con el primer oficial de la nave. Throckmartin compuso su rostro hasta casi conseguir una apariencia de normalidad.

—¿Va a ser muy violenta la tormenta? —le preguntó.

—Sí —le respondió su contertulio—. Con probabilidad nos acompañará durante todo el viaje a Melbourne.

Throckmartin se envaró como si se le hubiera ocurrido un nuevo pensamiento. Agarró con ansiedad la manga del oficial.

—¿Quiere decir que el tiempo será nuboso durante… —dudó—. Durante al menos las siguientes tres noches?

—Y durante tres más —le replicó.

—¡Gracias a Dios! —gritó Throckmartin, y creo que nunca había escuchado una exclamación de alivio y esperanza que la que emitió su voz.

El marinero se paralizó por la sorpresa.

—¿Gracias a Dios? —repitió—. Gracias a… ¿Qué quiere decir?

Pero Throckmartin se dirigía ya a su camarote. Comencé a seguirlo, pero el primer oficial me detuvo.

—¿Está enfermo su amigo? —me preguntó.

—¡La mar! —le respondí precipitadamente—. No está acostumbrado a ella. Voy a cuidar de él.

La duda y la incredulidad se mostraban en los ojos del hombre de mar, pero me alejé deprisa. Pero ahora sé que Throckmartin estaba verdaderamente enfermo. Pero con una enfermedad que ni el médico de la nave ni ningún otro podría curar.