El Día de los Trabajadores más aburrido de la historia universal. Para peor: gris, lluvioso, prematuramente invernal. Las calles sin gente, sin ómnibus, sin nada. Y yo en mi cuarto, en mi cama camera de uno solo, en este oscuro, pesado silencio de las siete y media. Ojalá fueran ya las nueve de la mañana y yo estuviera en mi escritorio y de vez en cuando mirara hacia la izquierda y encontrara aquella figurita triste, concentrada, indefensa.
No quise hablar con Avellaneda. Primero, porque no quiero asustarla; segundo, porque no sé realmente qué decirle. Antes tengo que saber con precisión qué me está sucediendo. No puede ser que, a mis años, aparezca de pronto esta muchacha, que ni siquiera es definidamente linda, y se convierta en el centro de mi atención. Me siento nervioso como un adolescente, eso es cierto, pero cuando miro mi piel que empieza a aflojarse, cuando veo estas arrugas de mis ojos, estas várices de mis tobillos, cuando siento por las mañanas mi tos vejancona, absolutamente necesaria para que mis bronquios empiecen su jornada, entonces ya no me siento adolescente sino ridículo.
Todo el mecanismo de mis sentimientos quedó detenido hace veinte años, cuando murió Isabel. Primero fue dolor, después indiferencia, más tarde libertad, últimamente tedio. Largo, desierto, invariable tedio. Oh, durante todas estas etapas el sexo siguió activo. Pero la técnica fue de picoteo. Hoy un programa en el ómnibus, mañana la contadora que estuvo de inspección, pasado la cajera de Edgardo Lamas, S. A. Nunca dos veces con la misma. Una especie de inconsciente resistencia a comprometerme, a encasillar el futuro en una relación normal, de base permanente. ¿Por qué todo eso? ¿Qué estaba defendiendo? ¿La imagen de Isabel? No lo creo. No me he sentido víctima de ese trágico compromiso, que, por otra parte, nunca suscribí. ¿Mi libertad? Puede ser. Mi libertad es otro nombre de mi inercia. Acostarse hoy con una, mañana con otra; bueno, es un decir, alcanza con una vez por semana. Lo que pide la naturaleza y nada más; igual que comer, igual que bañarse, igual que ir de cuerpo. Con Isabel era diferente, porque había una especie de comunión y, cuando hacíamos el amor, parecía que cada duro hueso mío se correspondía con un blando hueco de ella, que cada impulso mío se hallaba matemáticamente con su eco receptor. Tal para cual. Igual que cuando uno se acostumbra a bailar con la misma pareja. Al principio, a cada movimiento corresponde una réplica; después, la réplica corresponde a cada pensamiento. Uno solo es el que piensa, pero son los dos cuerpos los que hacen la figura.
Aníbal me telefoneó. Mañana nos veremos.
Avellaneda faltó a la oficina. Jaime me pidió plata. Nunca lo había hecho antes. Le pregunté para qué la precisaba. «No puedo ni quiero decírtelo. Si querés me la prestás y si no guardátela. Me da exactamente lo mismo.» «¿Lo mismo?» «Sí, lo mismo, porque si tengo que pagar ese precio chusma de abrirte mi vida íntima, mi corazón, mis intestinos, etcétera, prefiero conseguirla en cualquier otro lado, donde sólo me cobren interés.» Le di el dinero, claro. Pero ¿a qué tanta violencia? Una mera pregunta no es un precio chusma. Lo peor de todo, lo que más rabia me da, es que generalmente hago esas preguntas de puro distraído, ya que lo que menos quiero es meterme en las zonas privadas de los otros y, menos que menos, en las de mis hijos. Pero tanto Jaime como Esteban están siempre en estado de preconflicto en lo que a mí respecta. Ya son tremendos pelotudos; pues entonces, que se las arreglen como puedan.
Aníbal no es el mismo. Siempre tuve la secreta impresión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero parece que la eternidad llegó, porque ya no lo encuentro joven. Ha decaído físicamente (está delgado, los huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su bigote está como deshilachado), pero no es sólo eso. Desde el tono de su voz, que me parece mucho más opaco que el que yo recordaba, hasta el movimiento de las manos, que han perdido vivacidad; desde su mirada, que en el primer momento me pareció lánguida pero después me di cuenta de que era sólo desencantada, hasta sus temas de conversación, que antes eran chispeantes y ahora son increíblemente grises, todo se sintetiza en una sola comprobación: Aníbal ha perdido su goce de vivir.
No habló casi nada de sí mismo, es decir, habló sólo superficialmente de sí mismo. Juntó algún dinero, parece. Quiere establecerse aquí con un negocio, pero aún no ha decidido en qué ramo. Eso sí, se sigue interesando en la política.
No es mi fuerte. Me di cuenta de eso cuando él empezó a hacer preguntas cada vez más incisivas, como buscando explicaciones a cosas que no alcanza a comprender. Me di cuenta de que esos temitas que uno a veces baraja en charlas de oficina o de café, o sobre los cuales vagamente piensa de refilón cuando lee el diario durante el desayuno, me di cuenta de que sobre esos temas yo no tenía una verdadera opinión formada. Aníbal me obligó y creo que me fui afirmando a medida que le respondía. Me preguntó si yo creía que todo estaba mejor o peor que hace cinco años, cuando él se fue. «Peor», contestaron mis células por unanimidad. Pero luego tuve que explicar. Ufa, qué tarea.
Porque, en realidad, la coima siempre existió, el acomodo también, los negociados, ídem. ¿Qué está peor, entonces? Después de mucho exprimirme el cerebro llegué al convencimiento de que lo que está peor es la resignación. Los rebeldes han pasado a ser semirrebeldes, los semirrebeldes a resignados. Yo creo que en este luminoso Montevideo, los dos gremios que han progresado más en estos últimos tiempos son los maricas y los resignados. «No se puede hacer nada», dice la gente. Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo ilícito. Vaya y pase. Ahora también da coima el que quiere conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo total.
Pero la resignación no es toda la verdad. En el principio fue la resignación; después, el abandono del escrúpulo; más tarde, la coparticipación. Fue un ex resignado quien pronunció la célebre frase: «Si tragan los de arriba, yo también». Naturalmente, el ex resignado tiene una disculpa para su deshonestidad: es la única forma de que los demás no le saquen ventaja. Dice que se vio obligado a entrar en el juego, porque de lo contrario su plata cada vez valía menos y eran más los caminos rectos que se le cerraban. Sigue manteniendo un odio vengativo y latente contra aquellos pioneros que lo obligaron a seguir esa ruta. Quizá sea, después de todo, el más hipócrita, ya que no hace nada por zafarse. Quizá sea también el más ladrón, porque sabe perfectamente que nadie se muere de honestidad.
¡Lo que es no estar acostumbrado a pensar en todo esto! Aníbal se fue a la madrugada y yo me quedé tan inquieto que no quise pensar en Avellaneda.
Hay dos procedimientos para abordar a Avellaneda: a) la franqueza, decirle aproximadamente: «Usted me gusta, vamos a ver qué pasa»; b) la fallutería, decirle aproximadamente: «Mire, muchacha, que yo tengo mi experiencia, puedo ser su padre, escuche mis consejos». Aunque parezca increíble, quizá me convenga el segundo. Con el primero arriesgo mucho y además todo está aún demasiado inmaduro. Yo creo que hasta ahora ella ve en mí a un jefe más o menos amable y nada más. Sin embargo, no es tan jovencita. Veinticuatro años no son catorce. En una de ésas es de las que prefieren los tipos maduros. Pero el novio era un pendejo, sin embargo. Bueno, así le fue con él. A lo mejor, ahora, por reacción, se va hacia el otro extremo. Y en el otro extremo puedo estar yo, señor maduro, experimentado, canoso, reposado, cuarenta y nueve años, sin mayores achaques, sueldo bueno. A los tres hijos no los pongo en mi ficha; no ayudan. De todos modos, ella sabe que los tengo.
Ahora bien (y para decirlo en términos de comadre de barrio), ¿cuáles son mis intenciones? La verdad es que no me decido a pensar en algo permanente, del tipo «hasta que la muerte nos separe» (escribí Muerte y ya apareció Isabel, pero Isabel era otra cosa, creo que en Avellaneda me importa menos el lado sexual, o será tal vez que lo sexual importa menos a los cuarenta y nueve años que a los veintiocho), pero tampoco me decido a quedarme sin Avellaneda. Lo ideal, ya lo sé, sería tener a Avellaneda sin obligación de la permanencia. Pero ya es mucho pedir. Se puede intentar, sin embargo.
Antes de que le hable, no puedo saber nada. Todos son cuentos que me hago. Es cierto que, a esta altura, estoy un poco aburrido de las citas a oscuras, de los encuentros en amuebladas. Hay siempre una atmósfera enrarecida y una sensación de inmediatez, de cosa urgente, que pervierte cualquier clase de diálogo que yo sostenga con cualquier clase de mujer. Hasta el momento de acostarme con ella, sea quien sea, lo importante es acostarme con ella; después de hecho el amor, lo importante es irnos, volver cada uno a su cama particular, ignorarnos para siempre. En tantos y tantos años de este juego, no recuerdo ni una sola conversación reconfortante, ni una sola frase conmovedora (mía o ajena), de esas que están destinadas a reaparecer después, quién sabe en qué instante confuso, para terminar con alguna vacilación, para decidirnos a tomar una actitud que requiera una dosis mínima de coraje. Bueno, esto no es totalmente cierto. En una amueblada de la calle Rivera, debe hacer unos seis o siete años, una mujer me dijo esta frase famosa: «Vos hacés el amor con cara de empleado».
Vignale otra vez. Me esperaba a la salida de la oficina. No tuve más remedio que aceptarle un cortado, como prólogo inevitable a una hora de confidencias.
Está radiante. Al parecer, la concuñada tuvo éxito en su ofensiva amorosa, así que están ahora en pleno idilio: «Tiene una metida conmigo, que parece mentira», dijo acariciándose una corbata muy juvenil, crema con rombitos azules, que significaba por cierto una notoria evolución con respecto a las muy arrugadas, de un oscuro marrón indefinido, que usaba en su época de marido a secas, de marido fiel. «Toda una mujer, che, y con hambre atrasada.»
Me imagino el hambre atrasada de la robusta Elvira, y no quiero ni pensar en lo que será del pobre Vignale dentro de seis meses. Pero ahora irradia felicidad por todos sus poros. Cree sinceramente que fue su estampa de varón lo que la sedujo. No se da cuenta de que, frente al «hambre atrasada» de la otra (el pobre Francisco no ha de desmentir, seguramente, su beatífica cara de capón), él sólo representaba el hombre que estaba más a mano, la posibilidad de ponerse al día.
«¿Y tu mujer?», le pregunté, con aire de conciencia vigilante. «Tranquila nomás. ¿Vos sabés lo que me dijo el otro día? Qué últimamente yo andaba mucho mejor de genio. Y tiene razón. Hasta el hígado me funciona bien.»
En la oficina no puedo hablarle. Tiene que ser en otra parte. Estoy estudiando su itinerario. Ella se queda a menudo a comer en el Centro. Almuerza con una amiga, una gorda que trabaja en London París. Pero después se separan y ella va a tomar alguna cosa en un café de Veinticinco y Misiones. Tiene que ser un encuentro casual. Es lo mejor.
Conocí a Diego, mi futuro yerno. Primera impresión: me gusta. Tiene decisión en la mirada, habla con una especie de orgullo que (así me parece) no es gratuito, es decir, que se apoya en algo de su propiedad. Me trató con respeto, pero sin adularme. En toda su actitud había algo que me gustó, y creo que gustó también a mi vanidad. Estaba bien predispuesto hacia mí, eso fue evidente, y esa buena predisposición, ¿de qué otra fuente puede venir que no sea de sus conversaciones con Blanca? Yo sería verdaderamente feliz, en este rubro al menos, si supiera que mi hija tiene una buena impresión de mí. Es curioso; no me importa, por ejemplo, la opinión que le merezco a Esteban. Me importa, en cambio, y bastante por cierto, la que les merezco a Jaime y a Blanca. Quizá la rebuscada razón consista en que, pese a que los tres representan mucho para mí, pese a que en los tres veo reflejados muchos de mis impulsos y de mis inhibiciones, en Esteban noto además una especie de discreta animadversión, una variante de odio que él ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo. No sé qué fue primero, si su rechazo o el mío, pero lo cierto es que yo tampoco lo quiero como a los otros, siempre me sentí lejos de este hijo que nunca para en casa, que me dirige la palabra como por obligación, y que hace que todos nos sintamos como «extraños» en «su familia», la que se compone de él y sólo de él. Jaime tampoco se siente muy inclinado a comunicarse conmigo, pero en su caso no advierto ese tipo de rechazo incontenible. Jaime es, en el fondo, un solitario sin arreglo, y los demás, todos los demás, vienen a pagar los platos rotos.
Volviendo a Diego: me agrada que el muchacho tenga carácter, le hará bien a Blanca. Es un año menor que ella, pero parece cuatro o cinco mayor. Lo esencial es que ella se sienta protegida; por su parte, Blanca es leal, no lo va a defraudar. Me gusta eso de que salgan juntos y solos, sin prima o hermanita acompañante. La camaradería es una linda etapa, insustituible, irrecuperable. Eso no se lo perdonaré nunca a la madre de Isabel; durante el noviazgo se nos pegaba siempre como un parche, nos vigilaba tan estrecha y celosamente que, aunque uno fuera el colmo de la pureza, se sentía obligado a convocar todos los pensamientos pecaminosos que tuviere disponibles. Hasta en aquellas ocasiones —rarísimas, por cierto— en que ella no estaba presente, no nos sentíamos solos; estábamos seguros de que una especie de fantasma con pañoleta registraba todos nuestros movimientos. Si alguna vez nos besábamos, estábamos tan tensos, tan atentos a captar cualquier indicio premonitorio de su aparición en cualquiera de los puntos cardinales del living, que el beso nos resultaba siempre un contacto meramente instantáneo, con poco de sexo y menos aún de ternura, y en cambio mucho de susto, de cortocircuito, de nervio herido. Ella vive aún; la otra tarde la vi por Sarandí, espigada, resuelta, inacabable, acompañando a la menor de sus seis muchachas y a un desgraciado con cara de novio en custodia. La chica y el candidato no iban del brazo, había entre ellos una luz de por lo menos veinte centímetros. Se ve que la vieja no se ha apeado aún de su famoso lema. «El brazo, cuando me caso».
Pero vuelvo a alejarme del tema Diego. Dice que trabaja en una oficina, pero que es sólo provisorio. «No puedo conformarme con la perspectiva de verme siempre allá, encerrado, tragando olor a viejo sobre los libros. Estoy seguro de que voy a ser y hacer otra cosa, no sé si mejor o peor que esto que hago, pero otra cosa.» También hubo una época en que yo pensaba así. Sin embargo, sin embargo… Este tipo parece más decidido que yo.
En algún momento le oí decir que los sábados a mediodía se encuentra con una prima en Dieciocho y Paraguay. Tengo que hablarle. Estuve una hora en esa esquina, pero no vino. No quiero citarla; tiene que ser casual.
También le oí decir que los domingos va a la feria. Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En la aglomeración veía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza. A veces una mujer vista desde atrás tenía su mismo paso, sus caderas, su nuca. Pero de pronto se daba vuelta y el parecido se convertía en un absurdo. Lo único que no engaña (así, como rasgo aislado) es la mirada. En ningún lado encontré sus ojos. No obstante (sólo ahora lo pienso) no sé cómo son, de qué color. Regresé cansado, aturdido, fastidiado, aburrido. Aunque hay otra palabra más certera: regresé solitario.
Son verdes. A veces grises. La estaba mirando, quizá con demasiado detenimiento, y entonces ella me preguntó: «¿Qué tengo, señor?». Qué ridículo que me diga «señor». «Tiene la cara tiznada», dije como un cobarde. Se pasó el índice por la mejilla (un gesto suyo bastante característico que le estira el ojo hacia abajo, no le queda bien) y volvió a preguntar: «¿Y ahora?». «Ahora quedó impecable», contesté, con un poco menos de cobardía. Se sonrojó, y yo pude agregar: «Ahora ya no está impecable: ahora está linda». Creo que se dio cuenta. Creo que ahora sabe que está pasando algo. ¿O lo habrá interpretado como un halago paternal? Me da asco sentirme paternal.
Estuve en el café de Veinticinco y Misiones. Desde las doce y media hasta las dos. Hice un experimento. «Tengo que hablar con ella», pensé, «por lo tanto tiene que aparecer». Empecé a «verla» en cada mujer que se acercaba por Veinticinco. Ahora no me importaba mayormente que en ésta o aquella figura no pudiera reconocer ni un solo detalle que me la recordara. Yo igual la «veía». Una especie de juego mágico (o idiota, todo depende del ángulo desde el que se mire). Sólo cuando la mujer se encontraba a pocos pasos, yo efectuaba un brusco retroceso mental y dejaba de verla, sustituía la imagen deseada por la indeseable realidad. Hasta que, de pronto, el milagro se hizo. Una muchacha apareció en la esquina y, de inmediato, vi en ella a Avellaneda, la imagen de Avellaneda. Pero cuando quise efectuar el consabido retroceso, sucedió que en la realidad también era Avellaneda. Qué salto, Dios mío. Creí que el corazón se había instalado en mis sienes. Estaba a dos pasos, junto a mi ventana. Dije: «¿Qué tal? ¿Qué anda haciendo?». El tono era natural, casi rutinario. Miró sorprendida, creo que agradablemente sorprendida, ojalá que agradablemente sorprendida. «Ah, señor Santomé, me dio un susto.» Un solo gesto displicente de mi mano derecha, acompañando una invitación sin énfasis: «¿Un café?». «No, no puedo, qué lástima. Me espera mi padre en el Banco, para un trámite.» Es el segundo café que me rechaza, pero esta vez dijo: «qué lástima». Si no lo hubiera dicho, creo que habría tirado un vaso contra el piso o me habría mordido el labio inferior o me habría clavado las uñas en las yemas. No, macanas, pura alharaca; no habría hecho nada. A lo sumo, quedarme desalentado y vacío, con la pierna cruzada, los dientes apretados y los ojos doliéndome de tanto mirar el mismo pocillo. Pero dijo: «Qué lástima», y todavía antes de dejarme, preguntó: «¿Usted siempre está aquí, a esta hora?». «Claro», mentí. «Entonces postergamos la invitación para otro día.» «Bueno, no se olvide», insistí, y ella se fue. Como a los cinco minutos vino el mozo, me trajo otro café, y dijo, mirando hacia la calle: «¿Qué lindo solcito, eh? Uno se siente como nuevo. Vienen ganas de cantar y todo». Sólo entonces me oí. Inconscientemente, como un viejo gramófono al que ponen un disco y se olvidan de él, yo había llegado, sin darme cuenta, a la segunda estrofa de Mi Bandera.
«¿A que no sabés con quién me encontré?», dijo en el teléfono la voz de Vignale. Mi silencio fue sin duda tan provocativo que él no pudo esperar ni siquiera tres segundos para brindar la solución al acertijo: «Con Escayola, fijáte». Me fijé. ¿Escayola? Cosa rara volver a oír ese nombre, un apellido antiguo, de esos que ya no vienen. «No me digas, ¿y cómo está?»
«Hecho una tonina, pesa 98 kilos.» Bueno, resulta que Escayola se enteró de que Vignale me había encontrado y —naturalmente— una cena figura en el programa.
Escayola. También es de la época de la calle Brandzen. Pero de éste sí me acuerdo. Era un adolescente flacucho, alto, nervioso: para todo tenía pronto un comentario de burla y en general su charla era regocijante. En el café del Gallego Alvarez, Escayola era la estrella. Evidentemente, todos estábamos predispuestos a la risa; porque Escayola decía cualquier cosa (no era necesario que fuese muy graciosa) y ya todos nos tentábamos. Recuerdo que a veces reíamos a los gritos, agarrándonos la barriga. Creo que el secreto estaba en que él se hacía el gracioso, con gran seriedad: una especie de Buster Keaton. Será bueno verlo de nuevo.
Al fin sucedió. Yo estaba en el café, sentado junto a la ventana. Esta vez no esperaba nada, no estaba vigilando. Me parece que hacía números, en el vano intento de equilibrar los gastos con los ingresos de este mayo tranquilo, verdaderamente otoñal, pletórico de deudas. Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente —y cuánto mejor— como Avellaneda. «Vengo a reclamar el café del otro día», dijo. Me puse de pie, tropecé con la silla, mi cucharita de café resbaló de la mesa con un escándalo que más bien parecía provenir de un cucharón. Los mozos miraron. Ella se sentó. Yo recogí la cucharita, pero antes de poderme sentar me enganché el saco en ese maldito reborde que cada silla tiene en el respaldo. En mi ensayo general de esta deseada entrevista, yo no había tenido en cuenta una puesta en escena tan movida. «Parece que lo asusté», dijo ella, riendo con franqueza. «Bueno, un poco sí», confesé, y eso me salvó. La naturalidad estaba recuperada. Hablamos de la oficina, de algunos compañeros, le relaté varias anécdotas de tiempos idos. Ella reía. Tenía un saquito verde oscuro sobre una blusa blanca. Estaba despeinada, pero nada más que en la mitad derecha, como si un ventarrón la hubiera alcanzado sólo en ese lado. Se lo dije. Sacó un espejito de la cartera, se miró, se divirtió un rato con lo ridícula que se veía. Me gustó que su buen humor le alcanzara para burlarse de sí misma. Entonces dije: «¿Sabe que usted es culpable de una de las crisis más importantes de mi vida?». Preguntó: «¿Económicas?», y todavía reía. Contesté: «No, sentimental» y se puso seria. «Caramba», dijo, y esperó que yo continuara. Y continué: «Mire, Avellaneda, es muy posible que lo que le voy a decir le parezca una locura. Si es así, me lo dice nomás. Pero no quiero andar con rodeos: creo que estoy enamorado de usted». Esperé unos instantes. Ni una palabra. Miraba fijamente la cartera. Creo que se ruborizó un poco. No traté de identificar si el rubor era radiante o vergonzoso. Entonces seguí: «A mi edad y a su edad, lo más lógico hubiera sido que me callase la boca; pero creo que, de todos modos, era un homenaje que le debía. Yo no voy a exigir nada. Si usted, ahora o mañana o cuando sea, me dice basta, no se habla más del asunto y tan amigos. No tenga miedo por su trabajo en la oficina, por la tranquilidad en su trabajo; sé comportarme, no se preocupe». Otra vez esperé. Estaba allí, indefensa, es decir, defendida por mí contra mí mismo. Cualquier cosa que ella dijera, cualquier actitud que asumiera, iba a significar: «Este es el color de su futuro». Por fin no pude esperar más y dije: «¿Y?». Sonreí un poco forzadamente y agregué con una voz temblona que estaba desmintiendo el chiste que pretendía ser: «¿Tiene algo que declarar?». Dejó de mirar su cartera. Cuando levantó los ojos, presentí que el momento peor había pasado. «Ya lo sabía», dijo. «Por eso vine a tomar café.»
Ayer, cuando llegué a escribir lo que ella me había dicho, no seguí más. No seguí porque quise que así terminara el día, aun el día escrito por mí, con ese latido de esperanza. No dijo: «Basta». Pero no sólo no dijo: «Basta», sino que dijo: «Por eso vine a tomar café». Después me pidió un día, unas horas por lo menos, para pensar. «Lo sabía y sin embargo es una sorpresa; debo reponerme.» Mañana domingo almorzaremos en el Centro. ¿Y ahora qué? En realidad, mi discurso preparado incluía una larga explicación que ni siquiera llegué a iniciar. Es cierto que no estaba muy seguro de que eso fuera lo más conveniente. También había barajado la posibilidad de ofrecerme a aconsejarla, de poner a su disposición la experiencia de mis años. Sin embargo, cuando salí de mis cálculos y la hallé frente a mí, y caí en todos esos ademanes torpes e incontrolados, vislumbré por lo menos que la única salida para escaparme fructuosamente del ridículo era decir lo que dictara la inspiración del momento y nada más, olvidándome de los discursos preparados y las encrucijadas previas. No estoy arrepentido de haber seguido el impulso. El discurso salió breve y —sobre todo— sencillo, y creo que la sencillez puede ser una adecuada carta de triunfo frente a ella. Quiere pensarlo, está bien. Pero yo me digo: si sabía que yo sentía lo que siento, ¿cómo es que no tenía una opinión formada, cómo es que puede vacilar en cuanto a su actitud de asumir? Las explicaciones pueden ser varias: por ejemplo, que en realidad proyecte pronunciar el terrible «basta», pero haya encontrado demasiado cruel el decírmelo así, a quemarropa. Otra explicación: que ella haya sabido (saber, en este caso significa intuir) lo que yo sentía, lo que yo siento, pero, no obstante ello, no haya creído que yo llegara a expresarlo en palabras, en una proposición concreta. De ahí la vacilación. Pero ella vino «por eso» a tomar café. ¿Qué quiere decir? ¿Que deseaba que yo planteara la pregunta y, por lo tanto, la duda? Cuando uno desea que le planteen una pregunta de este tipo, por lo común es para responder con la afirmativa. Pero también puede haber deseado que yo formulara por fin la pregunta, para no seguir esperando, tensa e incómoda, y estar en condiciones, de una vez por todas, de decir que no y recuperar el equilibrio. Además está el novio, el ex novio. ¿Qué pasa con él? No en los hechos (los hechos, evidentemente, indican el cese de las relaciones), sino en ella misma. ¿Seré yo, en definitiva, el impulso que faltaba, el empujoncito que su duda esperaba para decidirla a volver a él? Además están la diferencia de años, mi condición de viudo, mis tres hijos, etcétera. Y decidirme sobre qué tipo de relación es el que verdaderamente quisiera mantener con ella. Esto último es más complicado de lo que parece. Si este diario tuviera un lector que no fuera yo mismo, tendría que cerrar el día en el estilo de las novelas por entregas: «Si quiere saber cuáles son las respuestas a estas acuciantes preguntas, lea nuestro próximo número.»
La esperé en Mercedes y Río Branco. Llegó con sólo diez minutos de retraso. Su traje sastre de los domingos la mejora mucho, aunque es probable que yo estuviera especialmente preparado para encontrarla mejor, siempre mejor. Hoy sí estaba nerviosa. El trajecito era un buen augurio (quería impresionar bien); los nervios, no. Presentí que por debajo del colorete, sus mejillas y labios estaban pálidos. En el restorán eligió una mesa del fondo, casi escondida. «No quiere que la vean conmigo. Mal augurio», pensé. No bien se sentó abrió su cartera, sacó su espejito y se miró. «Vigila su aspecto. Buena señal.» Esta vez hubo un cuarto de hora (mientras pedimos el fiambre, el vino, mientras pusimos manteca sobre el pan negro) en que el tema fueron generalidades. De pronto ella dijo: «Por favor, no me acribille con esas miradas de expectativa». «No tengo otras», contesté, como un idiota. «Usted quiere saber mi respuesta», agregó, «y mi respuesta es otra pregunta». «Pregunte», dije. «¿Qué quiere decir eso de que usted está enamorado de mí?» Nunca se me había ocurrido que esa pregunta existiera, pero ahí estaba a mi alcance. «Por favor, Avellaneda, no me haga aparecer más ridículo aún. ¿Quiere que le especifique, como un adolescente, en qué consiste estar enamorado?» «No, de ningún modo.» «¿Y entonces?» En realidad, yo me estaba haciendo el artista; en el fondo bien sabía qué era lo que ella estaba tratando de decirme. «Bueno», dijo, «usted no quiere parecer ridículo, pero en cambio no tiene inconveniente en que yo lo parezca. Usted sabe lo que quiero decirle. Estar enamorado puede significar, sobre todo en la jerga masculina, muchas cosas diferentes». «Tiene razón. Entonces póngale la mejor de esas muchas cosas. A eso me refería ayer, cuando se lo dije.» No era un diálogo de amor, qué esperanza. El ritmo oral parecía corresponder a una conversación entre comerciantes, o entre profesores, o entre políticos, o entre cualesquiera poseedores de contención y equilibrio. «Fíjese», seguí, algo más animado, «está lo que se llama la realidad y está lo que se llama las apariencias». «Ajá», dijo ella, sin decidirse a parecer burlona. «Yo la quiero a usted en eso que se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando pienso en eso que se llama las apariencias.» «¿Qué problemas?», preguntó, esta vez creo que verdaderamente intrigada. «No me haga decir que yo podría ser su padre, o que usted tiene la edad de alguno de mis hijos. No me lo haga decir, porque ésa es la clave de todos los problemas y, además, porque entonces sí voy a sentirme un poco desgraciado.» No contestó nada. Estuvo bien. Era lo menos riesgoso. «¿Comprende entonces?», pregunté, sin esperar respuesta. «Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar de que usted también lo sea. Y eso es lo difícil. Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta, porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora no es pensar en mí sino pensar en usted. Yo no puedo olvidar —usted tampoco— que dentro de diez años yo tendré sesenta. ‘Escasamente un viejo’, podrá decir un optimista o un adulón, pero el adverbio importa muy poco. Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuerzas como para hablar de matrimonio. Pero —siempre hay un pero— ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que admita otro planteo. Porque es evidente que existe otro planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor, pero no la hay en cambio para el matrimonio.» Levantó los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esta altura, yo ya estaba decidido a no detenerme. «A ese otro planteo, la imaginación popular, que suele ser pobre en denominaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir verdad, yo también estoy asustado, nada más que porque tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted está pensando que la realidad es precisamente la inversa; que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reconozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que usted pueda tener en mí.» En ese momento estábamos a la espera del postre. El mozo trajo al fin los manjares del cielo y yo aproveché para pedirle la cuenta. Inmediatamente después del último bocado, Avellaneda se limpió fuertemente la boca con una servilleta y me miró sonriendo. La sonrisa le formaba una especie de rayitos junto a las comisuras de los labios. «Usted me gusta», dijo.
El plan trazado es la absoluta libertad. Conocernos y ver qué pasa, dejar que corra el tiempo y revisar. No hay trabas. No hay compromisos. Ella es espléndida.
«Te hace bien el tónico», me dijo Blanca al mediodía. «Estás animado, más contento.»
Es una especie de juego, ahora, en la oficina. El juego del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo, del trato normal, de la rutina. A las nueve de la mañana distribuyo el trabajo: a Muñoz, a Robledo, a Avellaneda, a Santini. Avellaneda es una más en la lista, sólo una de todos esos que extienden su mano frente a mi mesa para que yo les entregue las planillas. Allí están la mano de Muñoz, larga, rugosa, con uñas tipo garra; la mano de Robledo, corta, casi cuadrada; la mano de Santini, de dedos finos, con dos anillos; y al lado, la de ella, con dedos parecidos a los de Santini, sólo que femeninos en vez de afeminados. Ya le avisé que, cada vez que se acerca con los otros y extiende su mano, yo deposito (mentalmente, claro) un beso de caballero sobre sus nudillos afilados, sensibles. Ella dice que eso no se nota en mi cara de piedra. A veces se tienta, trata de contagiarme las ganas incontenibles de reír, pero yo me mantengo firme. Tan firme que esta tarde Muñoz se me acercó y me preguntó si me pasaba algo, pues hacía unos días que me notaba un poco preocupado. «¿Es por el balance que se acerca? Esté tranquilo, jefe. Los libros los ponemos rápidamente al día. En otros años hemos estado mucho más atrasados.» Qué me importa el balance. Casi le largo la risa en la cara. Pero hay que disimular. «¿Usted cree, Muñoz, que llegaremos? Mire que después vienen los plazos de Ganancias Elevadas y los pesados ésos rechazan tres o cuatro veces las declaraciones juradas, y, claro, nos empezamos a atorar con el trabajo. Hay que meterle, Muñoz, mire que éste es mi último balance y quiero que salga al pelo. Dígaselo a los muchachos, ¿eh?»
Hoy cené con Vignale y Escayola. Todavía estoy impresionado. Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante cogote, unos labios carnosos y blandos, una cara con manchas que parecen de café chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se ríe. Porque ahora Escayola se ríe. Cuando vivía en la calle Brandzen, la eficacia de sus chistes residía precisamente en que él los contaba muy serio. Todos nos moríamos de risa, pero él permanecía impasible. En la cena de hoy hizo algunas bromas, contó un cuento verde que yo sabía desde que iba al colegio, narró alguna anécdota presumiblemente picante, extraída de su actividad como corredor de Bolsa. Lo más que pudo lograr fue que yo me sonriera moderadamente y que Vignale (realmente un tipo pierna) soltara una carcajada tan artificial que más bien parecía una carraspera. No pude contenerme y le dije: «Aparte de algunos kilos de más que tenés ahora, lo que más extraño en vos es que te rías fuerte. Antes te mandabas el más criminal de los chistes con una cara de velorio que era sensacional». A Escayola le pasó por los ojos un destello de rabia o quizá de impotencia y en seguida se puso a explicarme: «¿Sabés lo que pasó? Yo siempre hacía los chistes con gran seriedad, tenés razón, ¡cómo te acordás! Pero un día me di cuenta de que me estaba quedando sin temas. A mí no me gustaba repetir cuentos ajenos. Vos sabés que yo era un creador. El chiste que yo contaba, nadie lo había oído antes. Yo los inventaba y a veces intentaba verdaderas series de chistes con un personaje central como el de las historietas, y le sacaba jugo por dos o tres semanas. Ahora bien, cuando me di cuenta de que no encontraba temas (no sé qué me habrá pasado; a lo mejor se me vació el marote) no quise retirarme a tiempo, como un buen deportista, y entonces empecé a repetir chistes de otros. Al principio los seleccionaba, pero pronto se me agotó también la selección, y entonces agregué cualquier cosa a mi repertorio. Y la gente, los muchachos (yo siempre tuve mi barra) empezaron a no reírse, a no encontrar gracioso nada de lo que yo decía. Tenían razón, pero tampoco ahí me retiré, inventé otro recurso: reírme yo, a medida que contaba, a fin de impresionar a mi oyente y convencerlo de que el cuento era efectivamente muy chispeante. Al principio me acompañaban en la risa, pero pronto aprendieron a sentirse defraudados, a saber que mi risa no era precisamente un augurio de segura comicidad. También aquí tenían razón, pero ya no pude dejar de reírme. Y aquí estoy, ya lo viste, convertido en un pesado. ¿Querés un consejo? Si querés conservar mi amistad, habláme de cosas trágicas».
Ella viene casi todos los días a tomar el café conmigo. El tono general de la charla es siempre el de la amistad. A lo sumo, de amistad y algo más. Pero voy haciendo progresos en ese «algo más». Por ejemplo, a veces hablamos de Lo Nuestro. Lo Nuestro es ese indefinido vínculo que ahora nos une. Pero cuando lo mencionamos es siempre desde afuera. Me explico: decimos, por ejemplo, que «en la oficina todavía nadie se dio cuenta de Lo Nuestro», o que tal o cual cosa sucedió antes de que empezara Lo Nuestro. Pero, en definitiva, ¿qué es Lo Nuestro? Por ahora, al menos, es una especie de complicidad frente a los otros, un secreto compartido, un pacto unilateral. Naturalmente, esto no es una aventura, ni un programa, ni —menos que menos— un noviazgo. Sin embargo, es algo más que una amistad. Lo peor (¿o lo mejor?) es que ella se encuentra muy cómoda en esta indefinición. Me habla con toda confianza, con todo humor, creo que hasta con cariño. Tiene una visión muy personal y bastante irónica de cuanto la rodea. No le gusta oír chismes acerca de la oficina, pero los tiene a todos bien catalogados. A veces, en el café, mira a su alrededor, y deja caer un comentario certero, puntual, inmejorable. Hoy, por ejemplo, había una mesa con cuatro o cinco mujeres, todas alrededor de los treinta o treinta y cinco años. Las miró detenidamente y después me preguntó: «¿Son escribanas, verdad?». Efectivamente, eran escribanas. Conozco a algunas de ellas, por lo menos de vista, desde hace años. «¿Las conoce?», le pregunté. «No, nunca las he visto.» «¿Y entonces?, ¿cómo acertó?» «No sé; siempre puedo reconocer a las mujeres que son escribanas. Tienen rasgos y hábitos muy especiales, que no se repiten en otras profesionales. O se pintan los labios de un solo trazo duro, como quien escribe en un pizarrón, o tienen una eterna carraspera de tanto leer escrituras, o no saben llevar sus carteras de tanto cargar portafolios. Hablan frenándose, como si no quisieran decir nada que vaya a contrariar los códigos, y nunca las verá usted mirarse en un espejo. Fíjese en aquélla, la segunda de la izquierda, tiene unas pantorrillas de vicecampeona atlética. Y la que está al lado, tiene cara de no saber hacer ni un huevo frito. A mí me dan fiebre, ¿y a usted?» No, a mí no me dan fiebre (más aún, recuerdo una escribana que es propietaria del busto más atractivo de este universo y sus alrededores), pero me divierte escucharla cuando se entusiasma en pro o en contra de algo. Las pobres escribanas, hombrunas, enérgicas, musculosas, siguieron discutiendo, totalmente ajenas a la demoledora crítica que, mesa por medio, iba agregando nuevos reproches a su aspecto, a su postura, a su actitud, a su charla.
Buena pieza el amigo de Esteban. Me cobra el cincuenta por ciento del premio retiro. Pero me asegura que no tendré que trabajar ni un solo día más de lo necesario. La tentación es grande. Bueno, era grande. Porque ya caí. Me rebajó a un cuarenta por ciento y me recomendó que aceptara antes de que se arrepintiese, que con nadie hacía eso, que nunca cobraba menos del cincuenta por ciento, que preguntara por ahí nomás, «porque en mi profesión hay muchos abusadores y gente sin escrúpulos», que a mí me hacía ese precio especial por tratarse del padre de Esteban. «Yo al flaco lo quiero como a un hermano. Durante cuatro años jugamos todas las noches al billar. Eso une, don.» Yo me acordaba de Aníbal, de nuestras conversaciones del domingo 5, cuando yo le decía: «Ahora también da coima el que quiere conseguir algo lícito, y esto quiere decir relajo total».
El 31 de mayo era el cumpleaños de Isabel. Qué lejos está. Una vez, en un cumpleaños, le compré una muñeca. Era una muñeca alemana, que movía los ojos y caminaba. La llevé a casa en una caja larga, de cartón durísimo. La puse sobre la cama y le pedí que adivinara: «Una muñeca», dijo ella. Nunca se lo perdoné.
Ninguno de los muchachos se acordó: por lo menos, no me lo dijeron. Se han alejado paulatinamente del culto de su madre. Creo que Blanca es la única que en realidad la echa de menos, la única que la menciona con naturalidad. ¿Seré yo el culpable? En los primeros tiempos, no hablaba mucho de ella, sólo porque me era doloroso. Ahora tampoco hablo mucho de ella, porque temo equivocarme, temo hablar de otra persona que nada haya tenido que ver con mi mujer.
¿Alguna vez Avellaneda se olvidará así de mí? He aquí el misterio: antes de empezar a olvidarse, tiene que acordarse, que empezar a acordarse.