El tiempo se va. A veces pienso que tendría que ir apurado, que sacarle el máximo partido a estos años que quedan. Hoy en día, cualquiera puede decirme, después de escudriñar mis arrugas: «Pero si usted todavía es un hombre joven». Todavía. ¿Cuántos años me quedan de «todavía»? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudiera detener mi sangre. Porque la vida es muchas cosas (trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones), pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, «que nos aferramos a la vida», la estamos asimilando a otra palabra más concreta, más atractiva, más seguramente importante: la estamos asimilando al Placer. Pienso en el placer (cualquier forma de placer) y estoy seguro de que eso es vida. De ahí el apuro, el trágico apuro de estos cincuenta años que me pisan los talones. Aún me quedan, así lo espero, unos cuantos años de amistad, de pasable salud, de rutinarios afanes, de expectativa ante la suerte, pero ¿cuántos me quedan de placer? Tenía veinte años y era joven; tenía treinta y era joven; tenía cuarenta y era joven. Ahora tengo cincuenta años y soy «todavía joven». Todavía quiere decir: se termina.
Y ése es el lado absurdo de nuestro convenio: dijimos que lo tomaríamos con calma, que dejaríamos correr el tiempo, que después revisaríamos la situación. Pero el tiempo corre, lo dejemos o no, el tiempo corre y la vuelve a ella cada día más apetecible, más madura, más fresca, más mujer, y en cambio a mí me amenaza cada día con volverme más achacoso, más gastado, menos valiente, menos vital. Tenemos que apurarnos hacia el encuentro, porque en nuestro caso el futuro es un inevitable desencuentro. Todos sus Más se corresponden con mis Menos. Todos sus Menos se corresponden con mis Más. Comprendo que para una mujer joven puede ser un atractivo saber que uno es un tipo que vivió, que cambió hace mucho la inocencia por la experiencia, que piensa con la cabeza bien colocada sobre los hombros. Es posible que eso sea un atractivo, pero qué breve. Porque la experiencia es buena cuando viene de la mano del vigor; después, cuando el vigor se va, uno pasa a ser una decorosa pieza de museo, cuyo único valor es ser un recuerdo de lo que se fue. La experiencia y el vigor son coetáneos por muy poco tiempo. Yo estoy ahora en ese poco tiempo. Pero no es una suerte envidiable.
Sensacional. La Valverde se peleó con Suárez. Toda la oficina está convulsionada. La cara de Martínez era un himno. Para él esa ruptura significa, lisa y llanamente, la subgerencia. Suárez no vino de mañana. A la tarde llegó con un moretón en la frente y cara de velorio. El gerente lo llamó y le pegó cuatro gritos. Eso quiere decir que no se trata de un simple rumor, sino de una versión realmente oficial y autorizada.
Hasta ahora habíamos ido dos veces al cine, pero después ella se iba sola. Hoy, en cambio, la acompañé a la casa. Había estado muy cordial, muy compañera. En mitad de la película, cuando Alida Valli sufre tanto con el imbécil de Farley Granger, sentí de pronto que su mano se apoyaba sobre mi brazo. Creo que fue un movimiento reflejo, pero el caso es que después no la retiró. Hay dentro de mí un señor que no quiere forzar los acontecimientos, pero también hay otro señor que piensa obsesivamente en el apuro.
Nos bajamos en Ocho de Octubre y caminamos las tres cuadras. Estaba oscuro, pero era la clara oscuridad de la noche sin más ni más. La UTE, la vieja y gaucha UTE me regalaba un apagón. Ella iba caminando separada de mí, como a un metro. Pero al acercarme a una esquina (una esquina con almacén, con mesa de truco iluminada a vela), alguien separó lentamente su sombra de la sombra de un árbol. Y el metro de distancia se esfumó y, antes de que yo me diera cuenta ella me estaba dando el brazo. El dueño de la sombra era un borracho, un borracho inofensivo e indefenso que murmuraba: «¡Vivan los pobres de espíritu y el Partido Nacional!». Sentí que ella sofocaba una risita y que aflojaba la tensión de sus dedos. Su casa es el 368 de una calle con nombre y apellido, algo como Ramón P Gutiérrez o Eduardo Z. Domínguez, no me acuerdo. Tiene zaguán y balcones. La puerta estaba cerrada, pero ella me contó que también hay una cancela con algo que quiere ser vitrales. «Dicen que el dueño quiso imitar los vitrales de Notre Dame, pero le aseguro que hay un San Sebastián que parece Gardel.»
No abrió en seguida. Se recostó blandamente contra la puerta. Pensé que el pasamano de bronce estaría rozando su columna vertebral. Pero no se quejaba. Entonces dijo: «Usted es muy bueno. Quiero decir, que se porta muy bien». Y yo, que me conozco, mentí como un santo: «Claro que soy muy bueno. Pero no estoy seguro de estarme portando bien». «No sea creído», dijo, «¿no le enseñaron, cuando era chico, que cuando uno se porta bien no tiene que reconocerlo?» Era el momento y ella lo esperaba: «Cuando era chico me enseñaron que siempre que uno se porta bien, recibe un premio. ¿Acaso yo no lo merezco?». Hubo un instante de silencio. No le veía la cara porque el follaje de un maldito pino municipal interceptaba la luz de la luna. «Sí, lo merece», oí que decía. Entonces sus dos brazos emergieron en lo oscuro y se apoyaron en mis hombros. Debe haber visto ese preparativo en alguna película argentina. Pero el beso que siguió no lo vio en ninguna película, estoy seguro. Me gustan sus labios, quiero decir el gusto, el modo como se hunden, como se entreabren, como se escapan. Naturalmente, no es la primera vez que besa. ¿Y eso qué? Después de todo es un alivio volver a besar en la boca y con confianza y con cariño. No sé cómo, no sé qué paso raro habremos dado, pero lo cierto es que, de pronto, sentí que el pasamano de bronce estaba hundiéndose en mi columna vertebral. Estuve una media hora en la puerta del 368. Qué adelantos, Señor. Ni ella ni yo lo dijimos, pero después de esta jornada hay una cosa que quedó establecida. Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir: feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado.
Quizá yo sea un maniático de la equidistancia. En cada problema que se me presenta, nunca me siento atraído por las soluciones extremistas. Es posible que ésa sea la raíz de mi frustración. Una cosa es evidente: si, por un lado, las actitudes extremistas provocan entusiasmo, arrastran a los otros, son índices de vigor, por otro, las actitudes equilibradas son por lo general incómodas, a veces desagradables y casi nunca parecen heroicas. Por lo general, se precisa bastante valor (una clase muy especial de valor) para mantenerse en equilibrio, pero no se puede evitar que a los demás les parezca una demostración de cobardía. El equilibrio es aburrido, además. Y el equilibrio es, hoy en día, una gran desventaja que por lo general la gente no perdona.
¿A qué venía todo esto? Ah, sí. La equidistancia que ahora busco tiene que ver (¿qué no tiene que ver con ella en mi vida actual?) con Avellaneda. No quiero perjudicarla ni quiero perjudicarme (primera equidistancia); no quiero que nuestro vínculo arrastre consigo la absurda situación de un noviazgo tirando a matrimonio, ni tampoco que adquiera el matiz de un programa vulgar y silvestre (segunda equidistancia); no quiero que el futuro me condene a ser un viejo despreciado por una mujer en la plenitud de sus sentidos, ni tampoco que, por temor a ese futuro, quede yo al margen de un presente como éste, tan atractivo e incanjeable (tercera equidistancia); no quiero (cuarta y última equidistancia) que vayamos rodando de amueblada en amueblada, ni tampoco que fundemos un Hogar con mayúscula.
¿Soluciones? Primera: alquilar un apartamentito. Sin abandonar mi casa, claro. Bueno, primera y se acabó. No hay otra.
Frío y viento. Qué peste. Pensar que cuando tenía quince años, me gustaba el invierno. Ahora empiezo a estornudar y pierdo la cuenta. A veces tengo la sensación de que en vez de nariz, tengo un tomate maduro, con esa madurez que tienen los tomates diez segundos antes de empezar a pudrirse. Cuando voy por el trigesimoquinto estornudo, no puedo evitar sentirme en inferioridad de condiciones con respecto al resto del género humano. Admiro la nariz de los santos, esas narices afiladas y libres que tienen, por ejemplo, los santos del Greco. Admiro la nariz de los santos, porque éstos (es evidente) jamás estaban resfriados, jamás eran diezmados por estos estornudos en cadena. Jamás. Si hubieran estornudado en secuencia de veinte o treinta estallidos consecutivos, no habrían podido evitar el entregarse devotamente a la puteada oral e intelectual. Y quien putea —aun en el más simplificado de sus malos pensamientos— se está cerrando el camino de la Gloria.
No le dije nada, pero me lancé a la búsqueda de apartamento. Tengo uno, ideal, metido en la cabeza. Desgraciadamente, para los ideales no hay liquidaciones, siempre salen caros.
Debe hacer como un mes que no mantengo con Jaime o con Esteban una conversación que supere los cinco minutos. Entran rezongando, se encierran en sus habitaciones, comen en silencio mientras leen el diario, se van renegando y vuelven a la madrugada. Blanca, en cambio, está amable, conversadora, feliz. A Diego lo veo poco, reconozco su presencia en la cara de Blanca. No me equivoco: es un buen tipo. Sé que Esteban tiene otro rebusque. Se lo consiguieron en el club. Tengo la impresión, sin embargo, de que se está empezando a arrepentir de haberse dejado atrapar por completo. Algún día estallará, ya lo veo, y mandará todo al diablo. Ojalá sea pronto. No me gusta verlo embarcado en una empresa que aparentemente contraría sus viejas convicciones. No me gusta que se vuelva cínico, uno de esos falsos cínicos, que, cuando llega la hora del reproche, se excusan: «Es el único modo de progresar, de ser algo». Jaime sí trabaja y lo hace bien; lo quieren en el empleo. Pero el problema suyo es otra cosa. Lo peor es que no sé en qué consiste. Está siempre nervioso, insatisfecho. Aparentemente, tiene carácter, pero a veces no estoy muy seguro de si es carácter o si es capricho. No me gustan sus amigos. Tienen algo de pitucos, vienen de Pocitos y tal vez en el fondo lo desprecian. Se aprovechan de él, porque Jaime es hábil, manualmente hábil, y siempre está haciendo algo que ellos le han encargado. Gratis, como corresponde. Ninguno de ellos trabaja, son hijos de papá. A veces oigo que protestan: «Che, qué peste con tu laburo. Nunca se puede contar con vos». Dicen laburo como quien cumple una proeza, como un salvacionista que se acerca a un mendigo borracho y, traspasado de asco y de piedad, lo toca con la punta del zapato; dicen laburo como si después del decirlo tuvieran que desinfectarse.
Encontré apartamento. Bastante parecido al ideal e increíblemente barato. De todos modos, tendré que apretar el presupuesto, pero espero que alcance. Está a cinco cuadras de Dieciocho y Andes. Tiene la ventaja, además, de que puedo amueblarlo con cuatro reales. Es un decir. No tendré más remedio que agotar el saldo de $ 2,465.79 que tengo en el Hipotecario.
Esta noche saldré con ella. No pienso decirle nada.
Sin embargo se lo dije. Hacíamos las tres cuadras desde Ocho de Octubre hasta su casa, esta vez sin apagón. Creo que tartamudeé, invoqué nuestro plan de absoluta libertad, de conocernos y ver qué pasa, de dejar correr el tiempo y revisar. Estoy seguro de que tartamudeé. Hace un mes que ella apareció en Veinticinco y Misiones a reclamar su café. «Quiero proponerte algo», dije. La tuteo desde el viernes 7 pero ella no. Pensé que iba a contestar: «Ya sé», lo que hubiera significado un gran alivio para mí. Pero no. Me dejó cargar con todo el peso de la propuesta. Esta vez no adivinó o no quiso adivinar. Nunca fui especialista en prolegómenos, de modo que me ceñí a lo indispensable: «Alquilé un apartamento. Para nosotros». Fue una lástima que no hubiera apagón, porque en ese caso no habría visto su mirada. Era triste, acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo. Entre nosotros se estacionó por un momento una palabra como una nube, como una nube que empezó a moverse. Ambos pensamos en la palabra matrimonio, ambos comprendimos que la nube se alejaba, que mañana el cielo estaría despejado. «¿Sin consultarme?», preguntó. Con la cabeza contesté que sí. La verdad: tenía un nudo en la garganta. «Está bien», dijo ella, tratando de sonreír, «a mí hay que tratarme así, por el método de las situaciones creadas». Estábamos en el zaguán. La puerta estaba abierta, porque era mucho más temprano que el otro día. Había luces aquí y allá. No había sitio para el misterio. Sólo esa otra cosa que se llama silencio. Empecé a comprender que mi propuesta no era un éxito rotundo. Pero a los cincuenta años ya no puede aspirarse a éxitos rotundos. ¿Y si hubiera dicho que no? Por esa falta de negativa estaba pagando un precio, y ese precio era la situación incómoda, el momento desagradable, casi penoso, de verla callada frente a mí, un poco doblada en su saco oscuro, con una cara de estarle diciendo adiós a varias cosas. No me besó. Yo tampoco tomé la iniciativa. Su rostro estaba tenso, endurecido. De pronto, sin previo aviso, pareció que se añejaban todos sus resortes, como si hubiera renunciado a una máscara insoportable, y así como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada en la puerta, empezó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de desgraciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad. Así era el llanto de ella. En este rubro no me engaña nadie. «¿Puedo ayudarte?», dije, con todo, «¿puedo remediar esto en algo?» Preguntas al santo botón. Saqué una más, muy desde el fondo de mis dudas: «¿Qué pasa? ¿Querés que nos casemos?». Pero la nube estaba lejos. «No», dijo. «Lloro porque todo es una lástima.» Y es tan cierto. Todo es una lástima: que no hubiera apagón, que yo tenga cincuenta, que ella sea buena chica, que mis tres hijos, que su antiguo novio, que el apartamento… Saqué mi pañuelo y le sequé los ojos. «¿Ya pasó todo?», pregunté. «Sí, pasó todo.» Era mentira, pero ambos comprendimos que hacía bien en mentir. Con la mirada aún convaleciente, agregó: «No creas que siempre soy tan tonta.» No creas, dijo; estoy seguro de que dijo no creas. Me tuteó, entonces.
Hace cuatro días que no escribo nada. Entre los trámites para alquilar el apartamento, la aceptación de garantía, el retiro de los $ 2,465.79, la compra de algunos muebles, lo he pasado tremendamente agitado. Mañana me entregan el apartamento. El sábado de tarde me llevan las cosas.
Lo echaron a Suárez, es increíble, pero lo echaron. El personal fomentó alegremente el rumor de que la Valverde había presionado para que lo liquidaran. Lo sorprendente es que la causa del despido no pudo ser menor. Expedición mandó dos encomiendas equivocadas. Suárez ni siquiera se enteró de esos envíos, seguramente efectuados por unos de esos muchachos novicios y pajarones que tienen a su cargo la tarea de empaquetar. En un pasado no muy lejano, Suárez hizo cualquier cantidad de porquerías y nadie le dijo nada. Evidentemente, desde hace tres o cuatro días, el gerente tendría la orden de defenestrar a este amante en desgracia; pero Suárez, que olfateaba lo que se le venía encima, se estuvo portando como un niño ejemplar. Llegaba en hora, hasta hubo días que trabajó alguna horita extra; estaba amable, humilde, disciplinado. De nada le valió, sin embargo. Si no hubiera tenido lugar esa falta en Expedición, estoy seguro de que igual lo habrían despedido, por fumar demasiado o por no haberse lustrado los zapatos. Algún refinado sostiene, por otra parte, que los paquetes fueron enviados con destino erróneo, por orden expresa y confidencial de la Gerencia. No me extrañaría nada.
Cuando le comunicaron a Suárez la noticia, daba lástima verlo. Fue a la Caja, cobró su indemnización, volvió a su escritorio y empezó a vaciar los cajones, en silencio, sin que nadie se le acercara a preguntarle qué le pasaba, o a darle algún consejo, o a ofrecerle una ayuda. En sólo media hora, había pasado a ser un indeseable. Yo hace años que no me hablo con él (desde el día en que me di cuenta de que extraía datos confidenciales de Contaduría para transmitírselos a uno de los directores y envenenarlo contra los otros), pero juro que hoy me vinieron ganas de acercarme y decirle alguna palabra de simpatía, de consuelo. No lo hice porque el tipo es una inmundicia y porque no lo merecía, pero no pude evitar sentir un poco de asco ante ese cambio total y repentino (en el que participaron desde el presidente del Directorio hasta el último de los pinches), basado pura y exclusivamente en la suspensión de las relaciones entre Suárez y la hija de Valverde. Puede parecer insólito, pero el clima de esta empresa comercial depende, en gran parte, de un orgasmo privado.
No fui a la oficina. Aprovechando el caos jubiloso de ayer, le pedí al gerente la correspondiente autorización para faltar esta mañana. Me fue concedida con sonrisas y hasta con el comentario estimulante y risueño de que no sabía cómo se podrían arreglar sin el hombre clave de la oficina. ¿Me querrán encajar a mí la hija de Valverde? Bah.
Recibí los muebles en el apartamento y trabajé como un negro. Quedó bien. Nada rabiosamente moderno. No me gustan esas sillas funcionales, con esas patas ridículamente inestables, que se desmoronan de sólo mirarlas con rencor. No me gustan esos respaldos que siempre parecen hechos a la medida de otro usufructuario. No me gustan esas lámparas que siempre iluminan lo que uno no tiene interés en ver ni en mostrar, por ejemplo: telarañas, cucarachas, fusibles.
Creo que es la primera vez que arreglo un ambiente a mi gusto. Cuando me casé, mi familia nos regaló el dormitorio, y la familia de Isabel aportó el comedor. Se daban de patadas el uno con el otro, pero no importa. Después, venía mi suegra y dictaminaba: «A ustedes les hace falta un cuadrito en el living». Ni que decirlo dos veces. A la mañana siguiente aparecía una naturaleza muerta, con salchichones, queso duro, un melón, pan casero, botellas de cerveza, algo en fin que me quitaba el apetito por un semestre. Otras veces, generalmente en ocasión de algún aniversario, cierto tío nos mandaba gaviotas para colgar en la pared del dormitorio o dos mayólicas con unos pajecitos maricones que eran aproximadamente repugnantes. Después que Isabel murió, y a medida que el tiempo, mis distracciones y el servicio doméstico fueron terminando con las naturalezas muertas, las gaviotas y los pajecitos, Jaime fue llenando la casa con esos mamarrachos que precisan una explicación periódica. A veces los veo, a él y a sus amigos, extasiados frente a una jarra que tiene alas, recortes de diarios, una puerta y testículos, y los oigo comentar: «¡Qué reproducción bárbara!». No entiendo ni quiero entender, porque la verdad es que su admiración ¡tiene una cara de hipócrita! Un día les pregunté: «¿Y por qué no traen alguna vez una lámina con algo de Gauguin, de Monet, de Renoir? ¿Acaso son malos?». Entonces Danielito Gómez Ferrando, un pendejo que se acuesta todos los días a las cinco de la mañana, porque «las horas de la noche son las más auténticas», un delicado que no pisa un restorán después que ha visto allá a alguien que usa escarbadientes, ése, justamente ése, me contestó: «Pero señor, nosotros estamos con el Abstracto». Él, en cambio, no es nada abstracto con su carita sin cejas y su eterna expresión de gatita preñada.
Abrí la puerta y me hice a un lado para que ella pasara. Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema atención, como si hubiera querido ir absorbiendo lentamente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa libro, luego por el tapizado del sofá. Ni siquiera miró hacia el dormitorio. Se sentó, quiso sonreír y no pudo. Me pareció que le temblaban las piernas. Miró las reproducciones de la pared: «Botticelli», dijo, equivocándose. Era Filippo Lippi. Ya habrá tiempo de aclarárselo. Empezó a preguntar sobre calidades, sobre precios, sobre mueblerías. «Me gusta», dijo tres o cuatro veces.
Eran las siete de la tarde; el sol, casi tendido, convertía en anaranjado el papel crema de las paredes. Me senté a su lado y se puso rígida. Ni siquiera había dejado la cartera. Se la pedí. «¿Te acordás que no sos la visita sino la dueña de la casa?» Entonces, haciendo un esfuerzo, se aflojó un poco el pelo, se quitó la chaqueta, estiró nerviosamente las piernas. «¿Qué hay?», pregunté. «¿Estás asustada?» «¿Tengo cara de estarlo?», respondió preguntando. «Francamente sí.» «Puede ser. Pero no es de vos ni de mí.» «Ya sé, estás asustada sólo del momento.» Me pareció que se tranquilizaba. Una cosa era cierta. No se estaba mandando la parte. La palidez significaba que el susto era sincero. Su actitud no era la misma de esas cajeras que aceptan ir a la amueblada, pero que, en el momento mismo en que el taxi se detiene, se vuelven puntualmente histéricas y llaman a gritos a la mamá. No, en ella nada es teatro. Estaba confusa y no quería —quizá no me convenía— indagar demasiado sobre las causas de esa confusión. «Lo que pasa es que tengo que acostumbrarme a la idea», dijo, tal vez para conformarme. Ella se daba cuenta de que yo estaba un poco desalentado. «Una siempre imagina estas cosas de un modo un poco diferente de lo que después viene a ser. Pero algo tengo que reconocer y agradecerte. Esto que has preparado no es demasiado distinto de lo que yo tenía pensado.» «¿Desde cuándo?» «Desde que iba al Liceo y estaba enamorada del profesor de matemáticas.» La mesa estaba pronta, con esos platos lisos, amarillos, que la empleada del bazar había elegido por mí. (No es totalmente cierto, a mí también me gustan.) Serví el fiambre, cumplí con toda dignidad el papel de anfitrión. A ella le gustaba todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada. Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya no estaba pálida. «¿Hasta qué hora podés quedarte?», pregunté. «Hasta tarde.» «¿Y tu madre?» «Mi madre sabe lo nuestro.»
Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí como desnudo, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. «Y eso ¿por qué?», me atreví a preguntar. «Mi madre sabe todo lo mío.» «¿Y tu padre?» «Mi padre vive fuera del mundo. Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada. Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles que he escuchado jamás.» Me gusta mucho que hable de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pareció que era un buen presagio para la inauguración de nuestra flamante intimidad. «Y tu madre, ¿qué dice de mí?» Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isabel. «¿De vos? Nada. Dice de mí.» Terminó con el resto del champán que quedaba en la copa y se limpió los labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba nada de pintura. «Dice de mí que soy una exagerada, que no tengo serenidad.» «¿Con respecto a lo nuestro o con respecto a todo?» «A todo. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en cambio llegan allí y se encuentran con que todo el milagro consiste en que uno mete las manos en el agua y se las ve levemente azules y luminosas.» Evidentemente, le agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las dice como una convicción inalcanzable para ella, pero también como una convicción que ella quisiera fervientemente poseer. «Y vos, ¿cómo te sentís?», pregunté, «¿como si te vieras las manos levemente azules y luminosas?» La interrupción la trajo a la tierra, al momento especial que era este hoy. Dijo: «Todavía no las introduje en el agua», pero en seguida se sonrojó. Porque, claro, la frase podía tomarse como una invitación, hasta por una urgencia que ella no había querido formular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero que en realidad era notoriamente inhibido: «¿Puedo pedirte un primer favor?». «Podés», respondí, y ya tenía mis temores. «¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa? Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá bien.» Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo. «Claro que te dejo. No faltaba más.» Pero faltaba. Cómo no que faltaba.
Esteban está enfermo. Dice el médico que puede ser algo serio. Esperemos que no. Pleuritis o algo pulmonar. No sabe. ¿Cuándo sabrán los médicos? Después de almorzar, entré a su cuarto a ver cómo estaba. Leía, con la radio encendida. Cuando me vio entrar, cerró el libro, después de doblar el ángulo superior de la página que estaba leyendo. Apagó la radio. Como diciendo: «Bueno, se acabó mi vida privada». Hice como que no me daba cuenta. Yo no sabía de qué hablar. Nunca sé de qué hablar con Esteban. Cualquiera sea el tema que toquemos, es fatal que terminemos discutiendo. Me preguntó cómo marchaba mi jubilación. Creo que marcha bien. En realidad, no puede ser demasiado complicada. Hace tiempo que arreglé todo mi itinerario, que pagué los aportes que debía, que hice regularizar mi ficha. «Según tu amigo, el asunto no será largo.» El tema Mi Jubilación es uno de los más frecuentados entre Esteban y yo. Hay una especie de convenio tácito en mantenerlo siempre al día. Con todo, hoy hice una tentativa: «Bueno, contáme un poco cómo van tus cosas. Nunca hablamos». «Es cierto. Debe ser que tanto vos como yo andamos siempre muy ocupados.» «Debe ser. Pero ¿de veras tenés mucho que hacer en tu oficina?» Una pregunta idiota, a la marchanta. La respuesta fue la previsible, pero yo no la había previsto: «¿Qué querés decir? ¿Que los empleados públicos somos todos unos vagos? ¿Eso querés decir? Claro, solamente ustedes, los notables empleados de comercio, tienen el privilegio de ser eficaces y trabajadores». Me sentí doblemente rabioso, porque la culpa la tenía yo. «Mirá, no seas pavo. No quise decir eso, ni siquiera lo pensé. Estás susceptible como una solterona. O tenés una cola de paja grande como una casa.» Inesperadamente, no dijo nada ofensivo. Debe ser que la fiebre lo ha debilitado. Más aún, llegó a disculparse: «Puede ser que tengas razón. Siempre ando de mal genio. Yo qué sé. Como si me sintiera incómodo conmigo mismo». Como confidencia y partiendo de Esteban, era casi una exageración. Pero como autocrítica, creo que está muy aproximada a la verdad. Hace tiempo que me da la impresión de que el paso de Esteban no sigue al de su conciencia. «¿Qué dirías vos si dejo el empleo público?» «¿Ahora?» «Bueno, ahora no. Cuando me cure, si me curo. Dijo el médico que a lo mejor tengo para unos cuantos meses.» «¿Y a qué se debe esta viaraza?» «No me preguntes demasiado. ¿No te alcanza con que quiera cambiar?» «Sí que me alcanza. Me dejás muy contento. Lo único que me preocupa es que si precisás una licencia por enfermedad, es más fácil que la consigas donde estás ahora.» «A vos, cuando tuviste el tifus, ¿te echaron? ¿Verdad que no? Y faltaste como seis meses.» En realidad, le llevaba la contra por el puro placer de oírlo afirmarse. «Lo principal, ahora, es que te cures. Después veremos.» Entonces se lanzó a un largo retrato de sí mismo, de sus limitaciones, de sus esperanzas. Tan largo, que llegué a la oficina a las tres y cuarto, y tuve que disculparme con el gerente. Yo estaba impaciente, pero no me sentía con derecho a interrumpirlo. Era la primera vez que Esteban se confiaba. No podía defraudarlo. Después hablé yo. Le di algún consejo, pero muy amplio, sin fronteras. No quería espantarlo. Y creo que no lo espanté. Cuando me fui le palmeé la rodilla que abultaba bajo la frazada. Y me dedicó una sonrisa. Dios mío, me pareció la cara de un extraño. ¿Será posible? Por otra parte, un extraño lleno de simpatía. Y es mi hijo. Qué bien.
Tuve que quedarme hasta tarde en la oficina y, en consecuencia, postergar la iniciación de mi «luna de miel».
Un trabajo bárbaro. Será para mañana.
Tuve que trabajar hasta las diez de la noche. Estoy literalmente reventado.
Creo que hoy debe haber sido el último día de jaleo. Nunca he visto un pedido de informes más complicado y más inútil. Y ya tenemos el balance encima.
Esteban pasó sin fiebre. Menos mal.
Al fin. A las siete y media salí de la oficina y fui al apartamento. Ella había llegado antes, había abierto con su llave y se había instalado. Cuando llegué me recibió alegremente, sin inhibiciones, otra vez con un beso. Comimos. Hablamos. Reímos. Hicimos el amor. Todo estuvo tan bien, que no vale la pena escribirlo. Estoy rezando: «Que dure», y para presionar a Dios voy a tocar madera sin patas.
Parece que lo de Esteban no es tan serio. La radiografía y los análisis desmintieron al médico y su mal agüero. A ese tipo le gusta aterrorizar, anunciar por lo menos la proximidad de graves complicaciones, de peligros indefinidos e implacables. Después, si la realidad no es tan tremenda, sobreviene una gran sensación de alivio, y el alivio familiar es por lo común el mejor clima posible para pagar sin fastidio, hasta con gratitud, una cuenta abusivamente alta. Cuando uno le pregunta al doctor, humildemente, casi con vergüenza, sintiendo claramente el bochorno de tocar un tema tan vulgar y grosero frente a quien sacrifica su vida y su tiempo por la salud del prójimo: «¿Cuánto es, doctor?», él dice siempre, acompañando sus palabras con un generoso y comprensivo gesto de incomodidad: «Por favor, amigo, ya habrá tiempo para hablar de eso. Y no se apure, que conmigo nunca va a tener problema». Y en seguida, para rescatar la dignidad humana de este sórdido bache, hace punto y aparte y se lanza a dictar cátedra sobre el caldito que mañana tomará el convaleciente. Después, cuando al fin llega el tiempo de hablar de eso, viene la hinchada cuenta, sola, por correo, y uno se queda un poco turulato ante la cifra, quizá porque en ese momento no está presente la sonrisa afable, paternal, franciscana, de aquel austero mártir de la ciencia.
Todo un día para nosotros, desde el desayuno en adelante. Vine ansioso por verificar, por comprobarlo todo. Lo del viernes fue una cosa única, pero torrencial. Pasó todo tan rápido, tan natural, tan felizmente, que no pude tomar ni una sola anotación mental. Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar. Y yo quiero reflexionar, medir lo más aproximadamente posible esta cosa extraña que me está pasando, reconocer mis propias señales, compensar mi falta de juventud con mi exceso de conciencia. Y entre los detalles que quiero verificar está el tono de su voz, los matices de su voz, desde la extrema sinceridad hasta el ingenuo disimulo; está su cuerpo, al que virtualmente no vi, pero pude descubrir, porque preferí pagar deliberadamente ese precio con tal de sentir que se aflojaba la tensión, que sus nervios cedían la plaza a los sentidos; preferí que la oscuridad fuera realmente impenetrable, a prueba de toda rendija iluminada, con tal de que sus estremecimientos de vergüenza, de miedo, qué sé yo, se cambiaran paulatinamente, en otros estremecimientos, más tibios, más normales, más propios de la entrega. Hoy me dijo: «Estoy feliz de que todo haya pasado», y parecía, por el impulso de las palabras, por la luz de los ojos, que se estuviera refiriendo a un examen, a un parto, a un ataque, a cualquier cosa de mayor riesgo y responsabilidad que la simple, corriente, cotidiana operación de acostarse juntos un hombre y su mujer, mucho más simple, corriente y cotidiana que la de acostarse juntos un hombre y una mujer. «Hasta te diría que me siento sin culpa, limpia de pecado.» Debo haber hecho un gesto de impaciencia, porque en seguida aclaró: «Yo sé que eso no lo podés entender, que es algo que no cabe en los muchos dedos de frente masculina. Para ustedes hacer el amor es una especie de trámite normal, de obligación casi higiénica, raras veces un asunto de conciencia. Es envidiable cómo pueden separar ese detalle que se llama sexo, de todo lo otro esencial, de todas las otras zonas de la vida. Ustedes mismos inventaron eso de que el sexo lo es todo en la mujer. Lo inventaron y después lo desfiguraron, lo convirtieron en una caricatura de lo que verdaderamente significa. Cuando lo dicen, piensan en la mujer como una gozadora vocacional, impenitente. El sexo es todo en la mujer, es decir la vida entera de la mujer, con sus afeites, con su arte de engañar, con su barniz de cultura, con sus lágrimas listas, con todo su equipo de seducciones para agradar al hombre y convertirlo en el proveedor de su vida sexual, de su exigencia sexual, de su rito sexual». Estaba entusiasmada y hasta parecía enojada conmigo. Me miraba con una ironía tan segura, que parecía la depositaria de toda la dignidad femenina de este mundo. «¿Y nada de eso es cierto?», pregunté, nada más que para provocarla, porque quedaba muy linda en su actitud agresiva. «Algo de eso es cierto, a veces es cierto. Ya sé que hay mujeres que son eso y nada más. Pero hay otras, la mayoría, que no son eso, y otras más, que aunque lo sean, son además otra cosa, un ser humano complicado, egocéntrico, extremadamente sensible. Quizá sea cierto que el ego femenino sea sinónimo de sexo, pero hay que comprender que la mujer identifica el sexo con la conciencia. Allí puede estar la mayor culpa, la mejor felicidad, el problema más arduo. Para ustedes es tan diferente. Compará, si querés, el caso de una solterona y el de un solterón, que en apariencia podrían tomarse como prójimos afines, como dos frustrados paralelos. ¿Cuáles son las reacciones de una y otro?» Tomó aliento y siguió.
«Mientras la solterona se vuelve malhumorada, cada vez menos femenina, maniática, histérica, incompleta, el solterón en cambio se vuelca hacia el exterior, se hace chispeante, ruidoso, viejo verde. Los dos padecen la soledad, pero para el solterón es sólo un problema de asistencia doméstica, de cama individual; para la solterona, la soledad es un mazazo en la nuca.» Fue muy inoportuno de mi parte, pero en ese momento me reí. Ella se frenó en su discurso y me miró con curiosidad. «Me hace gracia oírte defender a las solteronas», dije. «Me gusta y me asombra, además, verte así de preocupada por formular tu teoría. Debés heredarlo de tu madre. Ella tiene su teoría de la felicidad; vos también tenés la tuya, una que quizá podría denominarse ‘De las vinculaciones entre el sexo y la conciencia en la mujer promedio’. Pero ahora decíme, ¿de dónde sacaste que los hombres piensan de ese modo, de que fueron los hombres quienes inventaron esa saludable macana de que el sexo lo es todo en la mujer?» Puso cara de sentir vergüenza, de saberse acorralada: «Yo qué sé. Alguien me lo dijo. Yo no soy una erudita. Pero si no la inventó un hombre, merecería que la hubiera inventado». Ahora sí volvía a reconocerla, en esa salida de chiquilina que se ve descubierta y recurre a una vuelta de aparente ingenuidad sólo para hacerse disculpar. Después de todo, no me importan demasiado sus arranques feministas. En definitiva, todo había sido para explicarme por qué había dejado de sentirse culpable. Bueno, eso era lo importante, que no se creyera culpable, que aflojara la tensión, que se sintiera cómoda en mis brazos. Lo demás es adorno, justificación; puede y no puede estar, a mí me da lo mismo. Si a ella le gusta sentirse justificada, si ella convierte todo esto en un grave problema de conciencia, y quiere hablarlo, quiere que yo me haga cargo, que se lo escuche decir, bueno, entonces que lo diga y se lo escucho. Queda muy linda con los cachetes encendidos por el entusiasmo. Además, no es cierto que para mí no sea esto un asunto de conciencia. No sé en qué día lo escribí, pero estoy seguro de que dejé constancia de mis vacilaciones, y ¿qué es la vacilación sino un rodeo de la conciencia?
Pero ella es formidable. De pronto se calló, dejó a un lado toda su militancia, se miró en el espejo, no con coquetería sino burlándose de sí misma, se sentó en la cama y me llamó: «Vení, sentate aquí, soy una idiota perdiendo el tiempo con semejante discurso. Total, yo sé que vos no sos como los otros. Yo sé que me entendés, que sabés por qué razón esto es para mí un verdadero caso de conciencia». Había que mentir y dije: «Claro que lo sé». Pero a esa altura ella estaba en mis brazos y había otras cosas en qué pensar, otros viejos proyectos que realizar, otras nuevas caricias que atender. Los casos de conciencia tienen también su lado tierno.