Miércoles 3 de julio

Parece mentira, pero a Aníbal no lo veía desde que volvió de Brasil, a principios de mayo. Ayer me llamó y me dejó contento. Tenía necesidad de hablar con alguien, de confiar en alguien. Sólo ahí me di cuenta de que hasta ahora todo el asunto de Avellaneda lo había guardado para mí, sin hablarlo con nadie. Y es explicable. ¿Con quién hubiera podido comentarlo? ¿Con mis hijos? De sólo imaginarlo se me pone la piel de gallina. ¿Con Vignale? Me figuro su guiño de malicia, su palmadita en el hombro, su risotada cómplice, y de inmediato me vuelvo indeclinablemente reservado. ¿Con la gente del empleo? Sería un horrible paso en falso y, a la vez, la absoluta seguridad de que Avellaneda habría de abandonar la oficina. Pero aun si ella no trabajara allí, creo que tampoco tendría fuerzas para hablar de mí mismo en esos términos. En las oficinas no hay amigos; hay tipos que se ven todos los días, que rabian juntos o separados, que hacen chistes y se los festejan, que se intercambian sus quejas y se transmiten sus rencores, que murmuran del Directorio en general y adulan a cada director en particular. Esto se llama convivencia, pero sólo por espejismo la convivencia puede llegar a parecerse a la amistad. En tantos años de oficina, confieso que Avellaneda es mi primer afecto verdadero. Lo demás tiene la desventaja de la relación no elegida, del vínculo impuesto por las circunstancias. ¿Qué tengo yo de común con Muñoz, con Méndez, con Robledo? Sin embargo, a veces nos reímos juntos, tomamos alguna copa, nos tratamos con simpatía. En el fondo, cada uno es un desconocido para los otros, porque en este tipo de relación superficial se habla de muchas cosas, pero nunca de las vitales, nunca de las verdaderamente importantes y decisivas. Yo creo que el trabajo es el que impide otra clase de confianza; el trabajo, esa especie de constante martilleo, o de morfina, o de gas tóxico. Alguna vez, uno de ellos (Muñoz especialmente) se me ha acercado para iniciar una conversación realmente comunicativa. Ha empezado a hablar, ha empezado a delinear con franqueza su autorretrato, ha empezado a sintetizar los términos de su drama, de ese módico, estacionado, desconcertante drama que atosiga la vida de cada cual, por más hombre-promedio que se sienta. Pero siempre hay alguien que llama desde el mostrador. Durante media hora él tiene que explicar a un cliente moroso la inconveniencia y el castigo de la mora, discute, grita un poco, seguramente se siente envilecido. Cuando vuelve a mi mesa, me mira, no dice nada. Hace el esfuerzo muscular correspondiente a la sonrisa, pero las comisuras se le doblan hacia abajo. Entonces toma una planilla vieja, la arruga en el puño, concienzudamente, y después la tira al cesto de papeles. Es un simple sustitutivo; lo que no sirve más, lo que tira al cesto, es la confidencia. Sí, el trabajo amordaza la confianza. Pero también existe la burla. Todos somos especialistas en la burla. La disponibilidad de interés hacia el prójimo hay que gastarla de algún modo; de lo contrario, se enquista y sobreviene la claustrofobia, la neurastenia, qué sé yo. Ya que no tenemos la suficiente valentía, la suficiente franqueza como para interesarnos amistosamente por el prójimo (no el prójimo nebuloso, bíblico, sin rostro, sino el prójimo con nombre y apellido, el prójimo más próximo, el que escribe en el escritorio frente al mío y me alcanza el cálculo de intereses para que yo lo revise y ponga mi inicial de visto bueno), ya que renunciamos voluntariamente a la amistad, bueno, pues entonces, vamos a interesarnos burlonamente por ese vecino que a través de ocho horas es siempre vulnerable. Además, la burla proporciona una especie de solidaridad. Hoy el candidato es éste, mañana es aquél, pasado seré yo. El burlado maldice en silencio, pero pronto se resigna, sabe que esto es sólo una parte del juego, que en el futuro cercano, a lo mejor dentro de una hora o dos, podrá elegir la forma de desquite que mejor coincida con su vocación. Los burladores, por su parte, se sienten solidarios, entusiastas, chispeantes. Cada vez que uno de ellos le agrega a la burla un condimento, los otros festejan, se hacen señas, se sienten rijosos de complicidad, sólo falta que se abracen y griten los hurras. Y qué alivio reírse, incluso cuando hay que aguantar la risa porque allá en el fondo ha asomado el gerente su cara de sandía, qué desquite contra la rutina, contra el papeleo, contra esa condena que significa estar ocho horas enredado en algo que no importa, en algo que hace hinchar las cuentas bancarias de esos inútiles que pecan por el mero hecho de vivir, de dejarse vivir, de esos inanes que creen en Dios sólo porque ignoran que hace mucho tiempo que Dios ha dejado de creer en ellos. La burla y el trabajo. ¿En qué difieren, después de todo? Y qué trabajo nos da la burla, qué fatiga. Y qué burla es este trabajo, qué mal chiste.

Jueves 4 de julio

Hablé largamente con Aníbal. Es la primera vez que pronuncio ante alguien el nombre de Avellaneda, es decir, la primera vez que lo pronuncio con el verdadero sentido que ese nombre tiene para mí. En algún momento, mientras se lo relataba, me pareció que veía todo el asunto desde fuera, como un espectador profundamente interesado. Aníbal me escuchó con religiosa atención. «¿Y por qué no te casás? No entiendo bien el matiz de ese escrúpulo.» Me parecía mentira que no lo entendiese, estaba tan claro. Vuelta a la explicación, al clisé de la explicación que yo me doy desde el comienzo: mi edad, su edad, yo dentro de diez años, ella dentro de diez años, el afán de no perjudicarla, el otro afán de no parecer ridículo, el goce del presente, mis tres hijos, etcétera, etcétera. «¿Y te parece que así no la perjudicás?» Claro, eso es inevitable, pero de todos modos la perjudico menos que encadenándola. «¿Y ella qué dice? ¿Está de acuerdo?» Eso se llama una pregunta incómoda. No sé si está de acuerdo. En su oportunidad, ella dijo que sí, pero la verdad es que no sé si está de acuerdo. ¿Podrá ser que ella prefiera la situación estable, oficialmente estable y consagrada? ¿Me estaré diciendo que lo hago por ella y lo estaré haciendo realmente por mí? «¿Es al ridículo que le temés o a otra cosa?» Evidentemente, el tipo estaba decidido a poner el dedo en la llaga. «¿Qué querés decir con eso?» «Me pediste que fuera franco, ¿no? Quiero decir que a mí me parece muy claro todo el problema: lo que te pasa es que tenés miedo de que dentro de diez años ella te ponga cuernos.» Qué feo eso de que le digan a uno la verdad, sobre todo si se trata de una de esas verdades que uno ha evitado decirse aun en los soliloquios matinales, cuando recién se despierta y murmura pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas de autorrencor, a las que es necesario disipar antes de despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el resto del día, verán los otros y verá a los otros. ¿Así que tengo miedo de que dentro de diez años ella me ponga cuernos? A Aníbal le contesté con una palabrota, que es la reacción tradicionalmente varonil para cuando a uno lo tratan de cornudo, aunque sea a larga distancia y a largo plazo. Pero la duda siguió girando en mi cabeza y en el momento en que lo escribo no puedo evitar sentirme un poco menos generoso, un poco menos equilibrado, un poco más vulgar y desabrido.

Sábado 6 de julio

Llovió a baldes, después del mediodía. Estuvimos veinte minutos en una esquina, esperando que llegara la calma, mirando desalentadamente a la gente que corría. Pero nos estábamos enfriando sin remedio y yo empecé a estornudar con una regularidad amenazadora. Conseguir un taxi era una especie de imposible. Estábamos a dos cuadras del apartamento y decidimos ir a pie. En realidad, corrimos también nosotros como enloquecidos y llegamos al apartamento en tres empapados minutos. Quedé por un rato con una gran fatiga, echado como una cosa inútil sobre la cama. Antes tuve fuerzas, sin embargo, para buscar una frazada y envolverla a ella. Se había quitado el saco, que chorreaba, y también la pollera, que quedó hecha una lástima. De a poco me fui calmando y a la media hora ya había entrado en calor. Fui a la cocina, encendí el primus, puse agua a calentar. Desde el dormitorio, ella me llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, parecía que se había detenido a cerciorarse de que seguía lloviendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre había pasado… Pero ella estaba conmigo, podía sentirla, palparla, besarla. Podía decir simplemente: «Avellaneda.» «Avellaneda» es, además, un mundo de palabras. Estoy aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella también aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo: «Avellaneda», y significa: «Buenos días». (Hay un «Avellaneda» que es reproche, otro que es aviso, otro más que es disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para hacerme rabiar. Cuando pronuncio el «Avellaneda» que significa: «Hagamos el amor», ella muy ufana contesta: «¿Te parece que me vaya ahora? ¡Es tan temprano!». Oh, los viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que anoté: «La chica no parece tener muchas ganas de trabajar, pero al menos entiende lo que uno le explica»), la etiqueta para identificar a aquella personita de frente ancha y boca grande que me miraba con enorme respeto. Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante, inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que me alegra absurdamente el corazón, que me conquista. Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara después. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que ya había empezado a decir: «Avellaneda». Y esta vez me entendió perfectamente.

Domingo 7 de julio

Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que, en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi en seguida, la admiración se desintegra, y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, él golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo, cuando era niño el abuelo de mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También un testigo insensible. Una presencia móvil pero sin vida. Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo, sin pestañear: «Vos, ¿creés en Dios?», dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. «No sé, yo querría que Dios existiese. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de algunos datos desperdigados e incompletos.» «Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.» «Y eso ¿te atrae? ¿Eso te conforma?» «Por lo menos, me inspira respeto.» «A mí no. No puedo figurarme a Dios como una gran Sociedad Anónima.»

Lunes 8 de julio

Esteban ya se levanta. Su enfermedad nos ha dejado un buen saldo, tanto a él como a mí. Hemos tenido dos o tres conversaciones francas, verdaderamente saludables. Incluso hablamos alguna vez de generalidades, pero con naturalidad, sin que el mutuo fastidio dictara las respuestas.

Martes 9 de julio

¿Así que tengo miedo de que dentro de diez años ella me ponga cuernos?

Miércoles 10 de julio

Vignale. Lo encontré por Sarandí. No tuve más remedio que escucharlo. No parecía feliz. Yo estaba apurado, así que tomamos un café en el mostrador. Allí, en voz alta, en ese estilo de estentórea confidencia que él cultiva, me relató el nuevo capítulo de su idilio: «Qué mala pata, che. Mi mujer nos agarró, ¿te das cuenta? No nos pescó lo que se dice en flagrante. Sólo nos estábamos besando. Pero te imaginarás el bochinche que armó la gorda. Que en su propia casa, bajo su propio techo, comiendo su propio pan. Yo, que soy el propio marido, me sentía como una cucaracha. Elvira, en cambio, lo tomó con gran serenidad y se mandó la teoría del siglo: que ella y yo siempre habíamos sido como hermanos y que lo que mi mujer había visto era eso justamente, un beso fraternal. Yo me sentí de lo más incestuoso y la gorda armó una bronca descomunal. Están arreglados, dijo, si se figuran que me voy a quedar mansita como el tarado de Francisco. Habló con mi suegra, con los vecinos, con el almacenero. A las dos horas todo el barrio sabía que la loquita ésa le había querido quitar el marido. Por su lado, Elvira habló enérgicamente con Francisco y le dijo que la estaban insultando, que no se quedaría en esa casa ni un solo minuto más. Se quedó sin embargo como tres horas, en el curso de las cuales me hizo una cosa muy fea, lo que se dice muy fea. Fijáte que Francisco a todo decía que sí, el tipo no era nada peligroso. Pero la gorda insistía, gritaba, dos o tres veces se le fue encima a la Elvira. Y entonces la Elvira, en uno de esos momentos de terror, ¿a que no sabés qué le dijo? Que en qué cabeza cabía que ella se fuera a fijar en una porquería como yo. ¿Te das cuenta? Y lo peor de todo es que con eso la convenció a la otra, y la gorda se quedó tranquila, ¿Pero te das cuenta? Te juro que esto no se lo perdono a la Elvira. Que se vayan nomás, ella y su cornudito. Después de todo, mirá, no está tan buena como me parecía. Además, ahora que dejé de ser un marido fiel, he llegado a la conclusión de que puedo tener programitas más jóvenes, más fresquitas; sobre todo, que no tengan nada que ver con el rubro hogar, que para mí siempre fue sagrado. Y de paso la gorda no se preocupa, pobre».

Sábado 13 de julio

Ella está a mi lado, dormida. Estoy escribiendo en una hoja suelta, esta noche lo pasaré a la libreta. Son las cuatro de la tarde, el final de la siesta. Empecé a pensar en una comparación y terminé con otra. Está aquí, al lado mío, el cuerpo de ella. Afuera hace frío, pero aquí la temperatura es agradable, más bien hace calor. El cuerpo de ella está casi al descubierto, la frazada y la sábana se han deslizado hacia un costado. Quise comparar este cuerpo con mis recuerdos del cuerpo de Isabel. Evidentemente, eran otras épocas. Isabel no era delgada, sus senos tenían volumen, y por eso caían un poco. Su ombligo era hundido, grande, oscuro, de márgenes gruesos. Sus caderas eran lo mejor, lo que más me atraía; tengo una memoria táctil de sus caderas. Sus hombros eran llenos, de un blanco rosáceo. Sus piernas estaban amenazadas por un futuro de várices, pero todavía eran hermosas, bien torneadas. Este cuerpo que está a mi lado no tiene absolutamente ningún rasgo en común con aquél. Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad, sus hombros están llenos de pecas, su ombligo es infantil y pequeño, sus caderas también son lo mejor (¿o será que las caderas siempre me conmueven?), sus piernas son delgadas pero están bien hechitas. Sin embargo, aquel cuerpo me atrajo y éste me atrae. Isabel tenía en su desnudez una fuerza inspiradora, yo la contemplaba e inmediatamente todo mi ser era sexo, no había por qué pensar en otra cosa. Avellaneda tiene en su desnudez una modestia sincera, simpática e inerme, un desamparo que es conmovedor. Me atrae profundamente, pero aquí el sexo es sólo un tramo de la sugestión, del llamamiento. La desnudez de Isabel era una desnudez total, más pura quizá. El cuerpo de Avellaneda es una desnudez con actitud. Para quererla a Isabel bastaba con sentirse atraído por su cuerpo. Para quererla a Avellaneda es necesario querer el desnudo más la actitud, ya que ésta es por lo menos la mitad de su atractivo. Tener a Isabel entre los brazos significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las reacciones físicas y capaz también de todos los estímulos lícitos. Tener en mis brazos la concreta delgadez de Avellaneda, significa abrazar además su sonrisa, su mirada, su modo de decir, el repertorio de su ternura, su reticencia a entregarse por completo y las disculpas por su reticencia. Bueno, ésa era la primera comparación. Pero vino la otra, y esa otra me dejó gris, desanimado. Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda. Qué tristeza. Nunca he sido un atleta, líbreme Dios. Pero aquí había músculos, aquí había fuerza, aquí había una piel lisa, tirante. Y sobre todo no había tantas otras cosas que desgraciadamente ahora hay. Desde la calvicie desequilibrada (el lado izquierdo es el más desierto), la nariz más ancha, la verruga del cuello, hasta el pecho con islas pelirrojas, el vientre retumbante, los tobillos varicosos, los pies con incurable, deprimente micosis. Frente a Avellaneda no me importa, ella me conoce así, no sabe cómo he sido. Pero me importa ante mí, me importa reconocerme como un fantasma de mi juventud, como una caricatura de mí mismo. Hay una compensación quizá: mi cabeza, mi corazón, en fin, yo como ente espiritual, quizá sea hoy un poco mejor que en los días y las noches de Isabel. Sólo un poco mejor, tampoco conviene ilusionarse demasiado. Seamos equilibrados, seamos objetivos, seamos sinceros, vaya. La respuesta es: «¿Eso cuenta?». Dios, si es que existe, debe estar allá arriba haciéndose cruces. Avellaneda (oh, ella existe) está ahora acá abajo abriendo los ojos.

Lunes 15 de julio

Al fin de cuentas, puede ser que Aníbal tenga razón, que yo le esté sacando el cuerpo al matrimonio, más por miedo al ridículo que por defender el futuro de Avellaneda. Y eso no estaría bien. Porque hay una cosa cierta y es que la quiero. Esto lo escribo sólo para mí, así que no importa que suene cursi. Es la verdad. Punto. Por lo tanto, no quiero que sufra. Yo creía (en realidad, creía saberlo) que estaba eludiendo una situación estable para que Avellaneda siempre estuviera libre, para que, dentro de unos años, no se sintiera encadenada a un vejestorio. Si ahora resulta que eso era sólo un pretexto ante mí mismo, mientras que la verdadera razón era una especie de seguro contra futuros engaños, está bastante claro que habría que cambiar toda la estructura, todo el aparato exterior de esta unión. Quizá ella sufra más con una situación clandestina, siempre provisoria, que sintiéndose amarrada a un tipo que la dobla en edad. Después de todo, en mi miedo al ridículo la estoy juzgando mal, y eso es una porquería de mi parte. Yo sé que es buena persona, que está hecha de buena pasta. Sé que si alguna vez se enamorase de alguien, no me dejaría en esa humillante ignorancia que constituye la afrenta de los burlados. Acaso me lo diría o, de algún modo, yo captaría el trance y tendría la suficiente serenidad como para entenderlo. Pero tal vez mejor sería hablarlo con ella, otorgarle el poder de decidir por sí misma, ayudarla a sentirse segura.

Miércoles 17 de julio

Blanca estuvo triste hoy, Jaime, ella y yo cenamos en silencio. Esteban hacía su primera salida nocturna después de la enfermedad. No dije nada durante la comida, porque demasiado sé cómo reacciona Jaime. Después, cuando él se fue, virtualmente sin saludar (no puede tomarse como «buenas noches» el gruñido que antecedió al portazo), me quedé leyendo el diario en el comedor, y Blanca se demoró expresamente mientras levantaba la mesa. Tuve que alzar el diario para que ella retirara el mantel, y entonces la miré. Tenía los ojos semillorosos. «¿Qué pasa con Jaime?», le pregunté. «Con Jaime y con Diego; me peleé con los dos.» Demasiado enigmático. No podía imaginarme a Jaime y a Diego aliados contra ella. «Diego dice que Jaime es un marica. Por eso me peleé con Diego.» Me golpeó dos veces la palabra; porque iba dirigida a mi hijo y porque la había dicho Diego, en quien cifro esperanzas, en quien confío. «¿Y se puede saber con qué motivo tu dichoso Diego se permite insultar?» Blanca sonrió con un poco de amargura. «Eso es lo peor. Que no es un insulto. Es la verdad. Por eso fue que me peleé con Jaime.» Era evidente que Blanca se violentaba al decir todo eso, sobre todo por ser yo el destinatario de la revelación. A mí mismo me sonó a falso cuando dije: «¿Y vos le das más crédito a la calumnia de Diego que a lo que diga tu hermano?». Blanca bajó los ojos. En la mano tenía la panera. Era la imagen del patetismo, de un patetismo conmovedor y de entrecasa. «Justamente», dijo, «es el propio Jaime quien lo dice». Hasta ese momento nunca había pensado que mis ojos se pudieran abrir tanto. Me dolían las sienes. «Así que esos amigos…», balbuceé. «Sí», dijo ella. Era un mazazo. Sin embargo, me di cuenta de que en el fondo de mí mismo ya existía una sospecha. Por eso, sólo por eso, la palabra no sonaba del todo nueva para mí. «Una cosa te pido», agregó, «no le digas nada. Está perdido. No siente escrúpulos, ¿sabés? Dice que las mujeres no lo atraen, que es algo que él no ha buscado, que cada uno tiene la naturaleza que Dios le dio y que a él no le dio la capacidad de sentirse atraído por las mujeres. Se justifica con ardor, te aseguro que no tiene complejo de culpa». Entonces dije, sin ninguna convicción: «Si le reviento la cabeza a trompadas, vas a ver cómo le viene el complejo de culpa». Blanca se rió, por primera vez en la noche: «No me defraudes. Yo sé que no vas a hacer eso». Entonces me entró el desánimo, un desánimo horrible, sin esperanza. Se trataba de Jaime, de mi hijo, el que heredó la frente y la boca de Isabel.

¿Hasta dónde llegaba mi culpa y dónde empezaba la de él? Es cierto que yo no los entendí como debía, que no pude suplir totalmente a la madre. Ah, yo no tengo vocación de madre. Ni siquiera estoy demasiado seguro de mi vocación de padre. ¿Pero esto qué tiene que ver con que él haya terminado así? Quizá yo hubiera podido cortar esas amistades en su comienzo. Quizá, si lo hubiera hecho, él habría seguido viéndose con ellos sin que yo lo supiera. «Tengo que hablarle», dije, y Blanca pareció resignarse a la tormenta. «Y además tenés que reconciliarte con Diego», agregué.

Jueves 18 de julio

Tenía dos cosas que decirle a Avellaneda, pero sólo estuvimos una hora en el departamento y únicamente le hablé de Jaime. No me dijo que yo fuera totalmente inocente, y se lo agradecí. Mentalmente, claro. Pero yo pienso, además, que cuando un tipo viene podrido, no hay educación que lo cure, no hay atención que lo enderece. Claro que yo pude hacer más por él, eso es tan cierto, tan cierto, que no puedo sentirme inocente. Además, ¿qué es lo que quiero, qué es lo que yo preferiría? ¿Que él no fuera marica o simplemente sentirme yo libre de toda culpa? Qué egoístas somos, Dios mío, qué egoísta soy. Aun el sentirme al día con la conciencia es una especie de egoísmo, de apego a la comodidad, al confort del espíritu. A Jaime no lo vi.

Viernes 19 de julio

Tampoco lo vi hoy. Pero sé que Blanca le dijo que yo quería hablar con él. Esteban es bastante violento. Mejor que no se entere. ¿O ya lo sabrá?

Sábado 20 de julio

Blanca me trajo el sobre. La carta dice así: «Viejo: sé que querés hablar conmigo y de antemano conozco el tema. Me vas a predicar moral y hay dos razones por las que no puedo aceptar tu prédica. La primera que yo no tengo nada que reprocharme. La segunda que vos también tenés tu vida clandestina. Te he visto con la chiquilina esa que te ha enredado, y creo que estarás de acuerdo en que no es la mejor forma de guardar el debido respeto a la memoria de mamá. Pero allá vos con tu puritanismo unilateral. Como a mí no me gusta lo que hacés y a vos no te gusta lo que yo hago, lo mejor es desaparecer. Ergo: desaparezco. Tenés el campo libre. Soy mayor de edad, no te preocupes. Me imagino además que mi retirada te acercará más a mis hermanitos. Blanca lo sabe todo (por más informes, dirigíte a ella); a Esteban lo enteré yo, en la tarde de ayer, en su oficina. Para tu tranquilidad, debo confesarte que reaccionó como todo un machito y me dejó un ojo negro. El que aún tengo abierto me alcanza para ver el futuro (no es tan malo, ya verás) y dirigir la última mirada a mi simpática familia, tan pulcra, tan formal. Saludos, Jaime». Le alcancé el papel a Blanca. Lo leyó detenidamente y dijo: «Ya se llevó sus cosas. Esta mañana». Estaba pálida cuando agregó: «Y lo de la mujer, ¿es cierto?». «Es y no es», dije. «Es cierto que mantengo un vínculo con una mujer, una muchacha casi. Vivo con ella. No es cierto, en cambio, que ello signifique una ofensa a tu madre. Me parece que tengo derecho a querer a alguien. Bueno, a esta muchacha la quiero. No me he casado con ella sólo porque no estoy seguro de que eso sea lo más conveniente.» Tal vez esta última frase estaba de más. No sé bien. Ella tenía los labios apretados. Creo que vacilaba entre cierto atavismo filial y un sentido muy simple de lo humano. «Pero ¿es buena?», preguntó, ansiosa. «Sí, es buena», dije. Respiró aliviada; aún me tiene confianza. También yo respiré aliviado, al sentirme capaz de provocar esa confianza. Entonces obedecí a una repentina inspiración. «¿Es mucho pedirte que la conozcas?» «Yo misma te lo iba a pedir», dijo. No hice comentarios, pero el agradecimiento estaba en mi garganta.

Domingo 21 de julio

«Quizá, al principio, cuando lo nuestro empezó, lo hubiera preferido. Ahora creo que no.» Lo anoto antes que nada, porque tengo miedo de olvidar. Esa fue su respuesta. Porque esta vez le hablé con toda franqueza; el tema matrimonio fue discutido hasta agotarlo. «Antes de que viniéramos aquí, al apartamento, yo me di cuenta de que a vos te resultaba penoso pronunciar esa palabra. Un día la dijiste, en el zaguán de mi casa, y por haberla dicho tenés toda mi gratitud. Sirvió para que yo me decidiera a creer en vos, en tu cariño. Pero no podía aceptarla, porque hubiera sido una base falsa para este presente, que era futuro entonces. De aceptarla, hubiera tenido que aceptar también que vos te doblegaras, que te obligaras a una decisión para la que no estabas maduro. Me doblegué yo, en cambio, pero, como es lógico, puedo estar más segura de mis reacciones que de las tuyas. Yo sabía que, aun doblegándome, no te guardaría rencor; si te forzaba a doblegarte, en cambio, no sabía si vos me guardarías un poco de rencor. Ahora todo pasó. Ya caí. Hay algo atávico en la mujer que la lleva a defender la virginidad, a exigir y exigirse las máximas garantías para rodear su pérdida. Después, cuando una ya cayó, entonces se da cuenta de que todo era un mito, una vieja leyenda para cazar maridos. Por eso te digo que ahora no estoy segura de que el matrimonio sea nuestra mejor solución. Lo importante es que estemos unidos por algo: ese algo existe, ¿verdad que sí? Ahora bien, ¿no te parece más poderoso, más fuerte, más lindo que lo que nos una sea eso que verdaderamente existe, y no un simple trámite, el discurso ritual de un juez apurado y panzón? Además están tus hijos. Yo no quiero aparecer como queriendo disputar tu vida con la imagen de tu mujer, no quiero que ellos sientan celos en representación de su madre. Y finalmente, está tu miedo al tiempo, a que te vuelvas viejo y yo mire a otra parte: no seas tan mimoso. Lo que más me gusta de vos, es algo que no habrá tiempo capaz de quitártelo.» Más que sus verdades, eran mis deseos los que ella enunciaba tan calmosamente. Por otra parte, qué agradables de oír.

Lunes 22 de julio

Preparé cuidadosamente el encuentro, pero Avellaneda no sabía nada. Estábamos en la confitería. Muy pocas veces salimos juntos. Ella siempre está nerviosa y cree que nos va a ver alguien de la oficina. Yo le digo que tarde o temprano eso tiene que ocurrir. Tampoco nos vamos a pasar la vida encerrados en el apartamento. Por sobre el pocillo, ella vio mi mirada. «¿A quién viste? ¿Alguno de allá?» Allá es la oficina. «No, no es de allá. Pero es alguien que quiere conocerte.» Se puso tan nerviosa que por un momento me arrepentí de haberle provocado esta prueba. Siguió el rumbo de mi mirada y la reconoció antes de que yo dijese otra cosa. Después de todo, Blanca debe tener algún rasgo mío. La llamé con un gesto. Estaba linda, alegre, simpática. Me sentí bastante orgulloso de mi paternidad. «Esta es Blanca, mi hija.» Avellaneda tendió la mano. Temblaba. Blanca estuvo muy bien. «Por favor, tranquilícese. Fui yo quien quiso conocerla.» Pero Avellaneda no recuperaba su equilibrio. Murmuraba, terriblemente inquieta: «Jesús. No puedo hacerme a la idea de que él le haya hablado de mí. No puedo hacerme a la idea de que usted haya querido conocerme. Perdóneme, debo parecerle no sé qué…». Blanca hacía todo lo posible por calmarla, yo también. Pese a todo, pude advertir que un cabo de simpatía se había tendido entre las dos mujeres. Son casi de la misma edad. De a poco, Avellaneda se fue tranquilizando; así y todo derramó alguna lagrimita. A los diez minutos, ya hablaban como dos personas civilizadas y normales. Yo las dejaba. Era un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos mujeres que quiero más. Cuando nos separamos (Avellaneda insistió con fervor en que yo acompañara a mi hija), caminamos unas cuadras bajo la llovizna, antes de tomar el ómnibus. Después, ya en casa, Blanca me dio un abrazo, uno de esos abrazos que ella no derrocha y que por eso mismo son más memorables. Con su mejilla junto a la mía, me dijo: «Me gusta de veras. Nunca creí que supieras elegir tan bien». Comí un poco y me fui a la cama. Tengo un cansancio equivalente a un año entero de trabajos forzados. Pero qué importa.

Martes 23 de julio

No la veía a Avellaneda desde ayer, cuando nos dejó a Blanca y a mí. Hoy, temprano, en la oficina, se acercó a mi mesa con dos biblioratos para hacerme una consulta. Siempre nos cuidamos durante el trabajo (hasta ahora, nadie se dio cuenta). Pero hoy la examiné con atención. Yo quería saber cómo había salido de aquella trampa que le había preparado. Estaba seria, muy seria, casi sin colorete. Le di las indicaciones. Estábamos rodeados de gente, así que no podíamos decirnos nada. Pero ella, cuando se retiró, aprovechó para dejarme dos talonarios y un pedacito de papel con un solo garabato: «Gracias».

Viernes 26 de julio

Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí. Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera de las ventanas que miran hacia la plaza. Llueve. Mejor todavía. He aprendido a querer ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo. Por algo figura en todas las postales para turistas. Es casi una representación del carácter nacional: guarango, soso, recargado, simpático. Es tan, pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor. Me gusta el Tupí a esta hora, bien temprano, cuando todavía no lo han invadido los maricas (me había olvidado de Jaime, qué pesadilla) y sólo hay uno que otro viejo aislado, leyendo El Día o El Debate con increíble fruición. La mayoría son jubilados que no han podido apearse de sus madrugones. ¿Seguiré yo viniendo al Tupí cuando me jubile? ¿No podré acostumbrarme a disfrutar de la cama hasta las once, como un hijo de director cualquiera? La verdadera división de las clases sociales, habría que hacerla teniendo en cuenta la hora en que cada uno se tira de la cama. Se acerca Biancamano, el mozo amnésico, eficientemente cándido y risueño. Por quinta vez le pido un cortado chico con medias lunas, y él me trae un café largo con traviatas. Es tanta su buena voluntad que me doy por vencido. Mientras yo echo los cuadrados de azúcar en el pocillo, él me habla del tiempo y del trabajo. «Esta lluvia le molesta a la gente, pero yo digo: ¿Estamos en invierno o qué?». Yo le doy la razón, porque es evidente que estamos en invierno. Después lo llama un señor de la mesa del fondo, bastante molesto porque Biancamano le trajo algo que él no había encargado. Es uno que no se da por vencido. O quizá es un mero argentino, que vino a hacer su semanal negocito de dólares y todavía no conoce las costumbres de la casa. En la segunda parte de mi festín, entran los diarios. Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo de cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando las parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos, y, a partir de esa lectura creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a aquel de quien ayer dijeron pestes y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.

Sábado 27 de julio

Está entusiasmada con Blanca. «Nunca imaginé que fueras capaz de tener una hija tan encantadora.» Me lo dice más o menos cada media hora. Esta frase y la de Blanca («Nunca creí que supieras elegir tan bien») no hablan muy amablemente de mí, de la confianza retroactiva que ellas depositaban en mis respectivas capacidades de generar y de escoger. Pero estoy contento. Y Avellaneda también. Su garabateado «gracias» del martes pasado tuvo después amplio desarrollo. Confiesa haber pasado un mal momento cuando se enfrentó a mi hija. Pensó que Blanca venía a hacerle una escena, con todos los reproches que se imaginaba explicables, que ella se creía a punto de merecer. Pensó que el choque iba a ser tan violento, tan grave, tan demoledor, que lo nuestro no iba a sobrevivir. Y sólo entonces se dio cuenta cabal de que eso nuestro realmente importaba en su vida, que quizá le fuera insoportable acabar ahora con esta situación que apenas tiene patente de provisoria. «No querrás creerlo, pero todo eso me pasó por la cabeza mientras tu hija se acercaba por entre las mesas.» Por eso, la actitud amistosa de Blanca fue para ella un regalo inesperado. «Decíme, ¿podré ser su amiga?», es ahora su pregunta esperanzada, y pone una cara deliciosa, tal vez la misma con que hace veinte años habrá preguntado a sus padres sobre los Reyes Magos.

Martes 30 de julio

No hay noticias de Jaime. Blanca preguntó a la oficina. Hace diez días que no va. Con Esteban hemos llegado al tácito acuerdo de no hablar del problema. Para él ha sido un golpe también. Me pregunto cómo reaccionará cuando se entere de la existencia de Avellaneda. Le he pedido a Blanca que no le diga nada. Por ahora, al menos. Tal vez yo exagere la nota, situando a mis hijos (o permitiendo que ellos se encaramen allí) en una función de jueces. Yo he cumplido con ellos. Les he dado instrucción, cuidado, cariño. Bueno, quizá en el tercer rubro he sido un poco avaro. Pero es que yo no puedo ser uno de esos tipos que andan siempre con el corazón en la mano. A mí me cuesta ser cariñoso, inclusive en la vida amorosa. Siempre doy menos de lo que tengo. Mi estilo de querer es ése, un poco reticente, reservado el máximo sólo para las grandes ocasiones. Quizá haya una razón y es que tengo la manía de los matices, de las gradaciones. De modo que si siempre estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos momentos (hay cuatro o cinco en cada vida, en cada individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno? También siento un leve resquemor frente a lo cursi, y a mí lo cursi me parece justamente eso: andar siempre con el corazón en la mano. Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean necesarias las máximas defensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir que es más bien imposible vivir en crisis permanente, fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías. Las buenas señoras dicen, con su habitual sentido de la economía psicológica, que no van al cine a ver películas tristes porque «bastante amarga es la vida». Y tienen algo de razón: bastante amarga es la vida como para que, además, nos pongamos plañideros o mimosos o histéricos, sólo porque algo se puso en nuestro camino y no nos deja proseguir nuestra excursión hacia la dicha, que a veces está al lado del desatino. Recuerdo que una vez, cuando los chicos iban al colegio, en la clase de Jaime pusieron un deber, una de esas recurrentes composiciones sobre el clásico tema de la madre. Jaime tenía nueve años y volvió a casa sintiéndose profundamente desgraciado. Yo traté de hacerle entender que eso le iba a pasar muchas veces, que él había perdido a su madre y debía conformarse, que no era cosa de estar llorando por eso todos los días, y que la mayor prueba de afecto era precisamente demostrar que esa ausencia no le ponía en inferioridad de condiciones frente a los otros. Quizá mi lenguaje fuera inapropiado para su edad. Lo cierto es que dejó de llorar, me miró con una animadversión estremecedora, y, con una firmeza de predestinado, pronunció estas palabras: «Vos vas a ser mi madre, y si no te mato». ¿Qué quiso decir? No era tan chico como para no saber que estaba reclamando un absurdo, pero quizá no era tan grande como para disimular mejor su primera agonía, la primera de esas diarias agonías en las que después concentró sus rencores, sus rebeldías, sus frustraciones. El hecho de que sus maestras, sus compañeros, la sociedad, reclamaran a su madre, le hacía sentir por primera vez toda la fuerza de su ausencia. No sé por qué prodigio imaginativo me echaba a mí las culpas de esa ausencia. Quizá pensaba que si yo la hubiese cuidado mejor, ella no habría desaparecido. Yo era el culpable, por lo tanto debía sustituirla. «Si no te mato.» No me mató, claro, pero se vino a matar él, a anularse él. Ya que el hombre de la familia le había fallado, se dedicó a negar al hombre que había en sí mismo. ¡Ufa! Qué complicada explicación para desarrollar un hecho tan escueto, tan ordinario, tan ilevantable. Mi hijo es un marica. Un marica. Uno como el repugnante de Santini, el que tiene la hermana que se desnuda. Hubiera preferido que me saliera ladrón, morfinómano, imbécil. Quisiera sentir lástima hacia él, pero no puedo. Sé que hay explicaciones racionales y hasta razonables. Sé que muchas de esas explicaciones me cargarían a mí con parte de la culpa. Pero ¿por qué Esteban y Blanca crecieron normalmente, por qué ellos no se desviaron y el otro sí? Justamente el otro, el que yo más quería. Nada de lástima. Ni ahora ni nunca.