Don Rafael
(Quitar los escombros)

Es raro. Mi hijo va a salir de la cárcel, va a llegar aquí cualquier día de éstos y yo asumo la noticia con toda naturalidad, casi como si fuera el corolario de un presagio. ¿Acaso era tan previsible? ¿Cuántos, aun con menos años de prisión que Santiago, un día no pudieron más con su angustia o su cáncer o su propia historia, y murieron? ¿Cuántos más enloquecieron de desaliento o de impotencia? Sin embargo, desde el comienzo supe que iba a salir. Por instinto tal vez, por corazonada de viejo. Lo más curioso es que cuando Graciela me lo comunicó, en ese primer instante revelador no pensé en él ni en mí ni en mi nieta ni en el problema gordo que aquí le aguarda. Sólo pensé en su madre, en Mercedes. Pensé en ella como si estuviera viva, como si mi legítimo, razonable impulso fuera el de ir corriendo a avisarle, a decirle que pronto lo podría abrazar, estrujar, tocarle las mejillas, llorarle en el hombro, qué sé yo. Y así advertí que, a pesar de los años transcurridos, a pesar de Lydia hoy y otras más ayer y anteayer, existe todavía un nexo reservado que me une a Mercedes, al nombre y el recuerdo de Mercedes, con su atuendo siempre marrón; su mirada quieta, que allí en el fondo tenía permanentemente un puntito de emoción; sus manos débiles y sin embargo seguras; su sonrisa inconfundible y a menudo hermética; su tierna solicitud hacia Santiago. A veces se me antoja (una locura como cualquier otra) que ella habría querido un biombo tras el cual hablar con Santiago, acariciar a Santiago, mirar a Santiago, sin que el resto del mundo (yo incluido en el mundo) la importunara con su curiosidad, su deferencia o su recelo. Pero como, por supuesto, no había biombo, sufría un poco, no escandalosamente, sino con moderación, como era su estilo. No era fea Mercedes. Ni linda. Tenía un rostro personalísimo y atrayente, imposible de confundir u olvidar. Y una bondad bastante complicada pero legítima. Ahora, a tanta distancia, si quisiera ser descaradamente franco conmigo mismo, tal vez no sabría reconocer de qué me enamoré, o si realmente me enamoré alguna vez de esa mujer desmesuradamente mesurada. Me digo esto y de inmediato siento que soy injusto. Es claro que debo haberme enamorado. Sólo que no me acuerdo. Hablábamos entre nosotros bastante menos de lo que habla una pareja corriente, pero, claro, no éramos una pareja corriente. Sin embargo, esas pocas conversaciones no eran por cierto banales. Me desconcertaba bastante, pero nunca pude agraviarla, o gritarle, o recriminarle algo. Siempre parecía la recién emergida de un naufragio que aún no se había habituado por completo a su sobrevida. Me fue difícil comunicarme con ella, pero las pocas veces en que lo logré, fue una comunicación milagrosa, casi mágica. Hacer el amor con Mercedes era quizá como hacerlo con un concepto y no con un cuerpo, pero después de hacerlo quedaba tan dulce y tan trémula que ese epílogo significaba una unión mucho más estrecha que el acto en sí. Sólo cuando escuchaba buena música recuperaba esa misma expresión de modelo de Filippo Lippi. Cuando apenas llevábamos dos años de casados, en uno de sus infrecuentes raptos de confidencia que eran como concesiones que a veces nos hacía (a ella y a mí), me dijo qué bueno sería morir escuchando alguna de las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Y tantos años después, exactamente el diecisiete de junio de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando estaba leyendo y de pronto quedó inmóvil para siempre, en la radio (ni siquiera era el tocadiscos) estaba sonando la Primavera. Santiago lo supo y quizá por eso esa palabra, primavera, ha quedado ligada para siempre a su vida. Es como su termómetro, su patrón, su norma. Aunque no lo mencione sino rarísimas veces, sé que para él los aconteceres del mundo en general y de su mundo en particular se dividen en primaverales, poco primaverales y nada primaverales. Supongo que estos últimos cinco años no le habrán parecido primaverales. Y bien, ahora sale. ¿Habré hecho mal aconsejándole a Graciela que no le escribiera sobre la nueva realidad? Sólo faltan doce días para que lo sepa. O quizá deban transcurrir seis meses o seis años para que efectivamente pueda comprobar si mi consejo fue un acierto o un gazapo. La vida sigue, dicen y repiten las canciones banales, o si no lo dicen por lo menos lo rozan. Y como son las canciones banales las que lo dicen, nosotros los sesudos descartamos radicalmente esa blandenguería. Y, sin embargo, en todo lo cursi hay siempre un carozo de realidad. La vida sigue, por supuesto, pero no tiene un solo modo de seguir. Cada uno tiene su ruta y su rumbo. Conozco, porque me lo contó apabullada la mismísima Graciela, el caso diáfano de esa pareja, Angel y Claudia (tengo la impresión de que él fue alumno mío). Para ellos la vida siguió de ese modo tierno, conmovedor. Ah, pero no es ley. Justamente es conmovedor y tierno porque sucedió sin violencia interior, con una inevitabilidad absolutamente natural. Yo confío en Santiago. Creo que a pesar de lo mucho que quiso y admiró a su madre, tiene en el fondo más de mí que de ella. Imagino qué haría yo, cuál sería mi actitud en un caso así. Y por eso confío en Santiago. Es claro que yo tengo sesenta y siete y él sólo treinta y ocho. Pero está Beatricita, que es una maravilla y que llenará seguramente la existencia nueva de Santiago. Hasta ahora yo me había guardado esa historia, pero anoche se la conté a Lydia. Escuchó mi largo monólogo sin interrumpirme ni una sola vez. Tenía (así me lo confesó luego) dos sensaciones encontradas. Por un lado, disfrutaba la prueba de confianza. Creo que a partir de esta noche, murmuró, nos hemos acercado más, creo que ya somos una pareja. Tal vez. Pero también le preocupó mi preocupación. Estuvo un rato en silencio. Arrolló y desenrolló múltiples veces uno de sus lindos mechones negros, y luego dijo déjalos sí déjalos, no intervengas salvo que te lo pidan, déjalos y verás que la vida no sólo, como tú dices, sigue, sino que además se acomoda, se reajusta. Quizá tenga razón. Todo este terremoto nos ha dejado rengos, incompletos, parcialmente vacíos, insomnes. Nunca vamos a ser los de antes. Mejores o peores, cada uno lo sabrá. Por dentro, y a veces por fuera, nos pasó una tormenta, un vendaval, y esta calma de ahora tiene árboles caídos, techos desmoronados, azoteas sin antenas, escombros, muchos escombros. Tenemos que reconstruirnos, claro: plantar nuevos árboles, pero tal vez no consigamos en el vivero los mismos tallitos, las mismas semillas. Levantar nuevas casas, estupendo, pero ¿será bueno que el arquitecto se limite a reproducir fielmente el plano anterior, o será infinitamente mejor que repiense el problema y dibuje un nuevo plano, en el que se contemplen nuestras necesidades actuales? Quitar los escombros, dentro de lo posible; porque también habrá escombros que nadie podrá quitar del corazón y de la memoria.