Exilios
(Los orgullosos de Alamar)

Viví más de dos años en Alamar, una zona situada a unos quince kilómetros de La Habana e integrada fundamentalmente por bloques de viviendas, incesantemente construidos por brigadas de trabajadores capitalinos. Es una de las maneras que han hallado los cubanos para tratar de resolver su arduo problema habitacional, sin que por ello se resienta la producción. En cada fábrica u oficina o almacén, se forman una o más brigadas de 33 trabajadores cada una. Como por lo general no son obreros de la construcción, empiezan por un curso básico y luego se consagran a levantar edificios de cinco a doce plantas, que luego serán ocupados por aquellos de sus compañeros (o acaso por ellos mismos) que más urgentemente necesiten una nueva vivienda. El vacío laboral que cada brigada deja en su centro de trabajo es compensado por horas extraordinarias que trabajan los demás. Curiosamente, la idea provino de los obreros; el gobierno se limitó a viabilizarla.

Pero hay un detalle adicional que nos atañe directamente. En cada uno de esos edificios, las brigadas ceden un apartamento (si es de cinco plantas) o cuatro (si es de doce) a familias de exiliados latinoamericanos, y éstos lo reciben con mobiliario, refrigerador, radio, televisión, cocina a gas, y hasta sábanas y vajilla. Todo gratuito.

De ahí que un buen número de latinoamericanos estén concentrados precisamente en Alamar. Los niños y adolescentes uruguayos suelen ser allí, si no bilingües, por lo menos bitonales. Cuando juegan y corretean en las calles con sus compinches locales, hablan con un crudo acento cubano. Pero cuando entran en sus hogares, donde los padres siguen hablando tozuda y conscientemente de vos y che, entonces los fiñes pasan a ser nuevamente botijas.

Alamar es un lindo lugar, acaso con menos autobuses y árboles de lo necesario, pero con un aire liviano y salitroso, un mar al alcance de la mano y una fraternidad sin aspavientos.

El 30 de noviembre de 1980, día del plebiscito, zancadilla que la dictadura uruguaya se hizo a sí misma, yo ya no estaba en Alamar, sino en España. Esa madrugada, mientras las noticias del explosivo triunfo popular iban accediendo a las primeras planas de las noticias mundiales, pensé muchas cosas, claro, pero entre otras pensé en Alamar, en que habría sido bueno celebrar allí la increíble goleada.

Y cuando en el siguiente enero fui a La Habana, éste fue el primer tema que toqué con Alfredo Gravina. Alfredo y yo tenemos varias cosas en común, pero sobre todo dos muy importantes: la literatura y Tacuarembó, aunque él provenga de la capital departamental y yo sólo de Paso de los Toros.

«Ah, esa noche.» Y pone los ojos en blanco. Siempre pensé que Alfredo (su segundo nombre es Dante, pero nunca me atreví a tomarle el pelo, porque mi tercero es Hamlet) había salido con su tranquito inimitable, de alguna película de Vittorio de Sica, con libreto de Cesare Zavattini. Ah, pero cuando pone los ojos en blanco, queda igualito a Totó.

«Mirá, esa noche nos habíamos reunido varios de la colonia para charlar y tomar unos tragos. ¿El plebiscito? Lo previsible era el fraude.» Entre sus arrugas de fogueo aparece esa sonrisa abierta, y siempre dispuesta a ampliarse, que quienes no lo conocen pueden interpretar como burla de otros, pero que nosotros sabemos que es joda de sí mismo. No autocrítica, entendámonos, sino joda de sí mismo. Hay matices, ¿no?

«Empezamos a cantar tangos, viejos tangos, quizá como una forma de sublimar la nostalgia. Pero una compañera, más realista (como suelen ser las mujeres) estaba, a pesar de la canterola, con la oreja pegada a la onda corta. Así que el panorama era éste: nosotros con Gardel y ella con la BBC. Y de pronto dio un salto: '¡Ganó el NO! ¡Ganó el NO por más del sesenta por ciento!' Y ahí nomás abandonamos al pobre Gardel y nos pegamos a la BBC, que nos confirmaba el notición.»

Ese mismo 30 de noviembre, en Mallorca, también yo me había enterado por la BBC; nunca antes, aquel español pulcro y desinfectado, esa suerte de promedio entre Guadalajara y Ushuaia, me había parecido tan espléndido.

«Nos largamos a la calle con una bandera» sigue Alfredo, «ni sé de dónde la sacamos. Había que comunicarlo y festejarlo. Golpeábamos en las casas de los compatriotas, pero la mayoría no había vacilado, como nosotros, entre el Mago y la BBC; sencillamente se habían ido al catre, porque el lunes es día de trabajo. Muchos creían que era una broma, pero de a poco fueron convenciéndose y sumándose al coro, cada vez más entusiasta y desafinado. Era tanto el escándalo que la policía no tuvo más remedio que acercarse, un poco asombrada ante semejante alboroto en un Alamar que a esas horas sólo descansa o hace el amor. ¿Qué era aquello? ¿Qué nos pasaba? Ahí nuestro principal argumento fue la bandera y a partir de eso entendieron lo demás. Sólo nos sugirieron que no hiciéramos tanto ruido, pero yo creo que sin ninguna esperanza de que siguiéramos el consejo. En realidad, el festejo sólo terminó cuando empezó a asomar el sol».

¿Y al final cómo estaban? «Orgullosos, che, orgullosos», concluyó el viejo Alfredo, flaco, arrugado y enhiesto, sacando pecho como en Tacuarembó.