—¿Y qué sentiste cuando te leyó la carta, cuando te contó lo de la foto?
—Desconcierto. Realmente, creo que me sentí desconcertado.
—¿Desconcertado y culpable?
—No. Culpable no.
—¿Y entonces por qué llegaste con esa cara de velorio?
—Será porque este enredo no es precisamente una fiesta.
—Cuando decís enredo, ¿te referís a lo nuestro?
—Sí, ¿a qué va a ser?
—Yo no lo veo como un enredo.
—¿Ah, no? Pero es.
—¿Estás arrepentido?
—No. Pero no es una fiesta.
—Ya lo habías dicho. Tampoco lo de ellos es una fiesta.
—¿Lo de Claudia y Ángel? Tampoco. Pero al menos es transparente. Un dolor transparente. Un amor transparente.
—A diferencia del nuestro, que es opaco.
—No dije eso.
—Pero lo das a entender. Todo lo que no decís, lo estás sin embargo diciendo. ¿Te creés acaso que yo no me lo digo?
—Vos bien sabés que para mí lo único opaco es que no se lo hayamos comunicado a Santiago. Lo demás, no. De veras te quiero, Graciela, y eso no es opaco.
—¿A qué volver sobre eso? Lo hablé con Rafael y él me convenció. Y sigo creyendo que tuvo razón. Era demasiado para Santiago. Enterarse así, y enterarse allá. Entre cuatro paredes.
—Bueno, ahora viene.
—Sí, y estoy contenta de que venga.
—¿Contenta por eso quiere decir arrepentida de lo otro?
—No, Rolando, yo tampoco estoy arrepentida. Contenta quiere decir contenta, nada más. Contenta porque va a estar libre, que bien lo merece. Y también porque podré decírselo.
—¿Podrás?
—Sí, Rolando, podré. Soy bastante más fuerte de lo que pensás. Y además estoy segura. Ahora sé definitivamente que lo otro marcharía mal. Y respeto demasiado a Santiago para seguir mintiéndole.
—Puta vida, ¿no? Que el tipo salga, después de tantos años, y lo espere esto. Quiero decir: que lo esperemos nosotros con esta buena nueva.
—No sé. Después de todo, como dice Rafael, es mejor que se entere aquí, con otra perspectiva.
—También se enterarán los otros. Los compañeros. ¿Acaso te habló de eso tu admirado Rafael?
—No. Pero bien que lo sé.
—No creo que vayan a estar de parte nuestra.
—Probablemente no. A Santiago todo el mundo lo quiere. Será difícil.
—¿Cómo se lo vas a decir?
—No sé, Rolando, no sé.
—¿Preferís que le hablemos los dos?
—Mira, no sé cómo se lo voy a decir. Improvisaré. Pero en cambio sé que quiero decírselo a solas. Tengo ese derecho, ¿no?
—Tenés todos los derechos. ¿Y Beatricita?
—Está como distante. También eso me jode.
—¿Sabe que el padre llega dentro de quince días?
—Desde el domingo lo sabe. A pesar de la advertencia de Santiago, me resolví a decírselo. ¿Sabés por qué lo hice? Porque pensé que por alguna extraña vía se había enterado o lo intuía, y que acaso su actitud distante obedecía a que yo no le había dado la noticia. Pero después que se lo dije, ha seguido igual.
—Es demasiado avispada la botija. Seguro que sospecha lo nuestro.
—Eso creo.
—Después de todo, es una reacción inevitable.
—Puede ser, pero me preocupa.
—¿Y ahora por qué llorás?
—Porque tenés razón.
—Sí, claro, ¿pero en qué?
—En eso que hoy dijiste: puta vida.