A primera hora de la tarde, el silencio está afuera y está adentro. Graciela sabe qué va a encontrar si se decide a mirar a través de las persianas. No sólo el camino de flores estará desierto, sino todo el alrededor: los canteros, las calles internas de la urbanización, las ventanas, las breves terrazas del edificio B.
Los únicos habitantes móviles son a esta hora unos extraños abejorros que se arriman zumbando a las persianas, pero no consiguen entrar. A lo lejos, muy a lo lejos, suenan de vez en cuando, como en ondas casi imperceptibles, los gritos y las risas de un colegio mixto que queda a unas doce o quince cuadras.
Entonces, ¿para qué va a levantarse a mirar a través de las persianas si de antemano sabe lo que va a encontrar? Ese exterior es rutina, y en cambio en el interior, por ejemplo en la cama, hay una novedad.
Graciela apaga el cigarrillo apretándolo contra un cenicero de la mesita de noche. Se incorpora a medias, apoyándose en un codo. Examina su propia desnudez y siente un escalofrío, pero no hace ademán de recoger la sábana que está amontonada a los pies de la cama.
Sigue mirando hacia las persianas, pero sin que nada reclame su interés. Probablemente es sólo una manera de darle la espalda al resto del lecho, pero no como un rechazo, sino como la postergación de un disfrute. Y entonces, antes de darse vuelta, antes de mirar, va moviendo lentamente una mano hasta posarla sobre la piel del dormido.
La piel del dormido se estremece, un poco a la manera de los caballos cuando intentan espantar las moscas. La mano no se da por aludida y permanece allí, tenaz, hasta que aquella carne vuelve a serenarse. Luego Graciela mueve su cuerpo semi incorporado a fin de enfrentarlo totalmente al dormido, y sin abandonar el archipiélago de pecas que cubre la palma, lo mira de arriba a abajo y viceversa, deteniéndose en puntos, rincones, breves territorios, que en el curso de las últimas horas han ido ganando sus preferencias y turbando su brújula.
Y se demora por ejemplo en el hombro macizo que horas antes acarició con su oreja y su mejilla; y en el pecho sólo a medias velludo; y en el ombligo extraño, como de niño, que la mira como un ojo de asombro, movido indirectamente por el compás respiratorio; y en la cicatriz profunda de la cadera, esa que le hicieron en cierto cuartel que él nunca menciona; y en el vello desordenado y rojizo del triángulo inferior; y en el mágico sexo ahora en reposo después de tanta brega; y en los testículos desiguales porque el izquierdo nunca se ha recuperado y está como magullado y contraído después de tanta máquina en el cuartel sin nombre; y en las piernas bien labradas como el corredor de ochocientos con vallas que hace un tiempo fue; y en los pies toscos y grandes, de dedos largos y un poco torcidos y una uña a punto de encarnarse.
Graciela retira su palma de aquella orografía y acerca su boca a la otra boca. En ese preciso instante, la del que acaso sueña esboza una sonrisa, y ella entonces decide alejarse para verla mejor, para imaginarla mejor, hasta que la sonrisa se cambia en un suspiro o resoplido o jadeo y se va esfumando hasta convertirse otra vez en mera boca entreabierta. Ella aleja la suya, de labios apretados.
Ahora se tiende de espaldas, con las manos bajo la nuca y mirando hacia el cielo raso. Desde el exterior sigue penetrando el silencio y también la insistencia de los abejorros, pero ya no se escuchan las risas y los gritos del colegio mixto.
Ese colegio no es el de Beatriz ni tiene el mismo horario, pero Graciela alza un brazo hasta poder ver la hora en el reloj digital, regalo de su suegro. Vuelve a poner la mano bajo la nuca, y en tono suave, como para que el dormido no tenga un despertar con sobresalto, dice:
—Rolando.
El dormido se mueve apenas, estira lentamente una pierna y sin abrir los ojos deposita una mano sobre el vientre liso de la mujer despierta.
—Rolando. Arriba. Dentro de una hora llega Beatriz.