No sé por qué hoy estuve rememorando largamente los veranos en Solís. Era lindo el ranchito y tan cerca de la playa. A veces, cuando me pongo impaciente o rabioso, pienso en las dunas y me tranquilizo. En aquellas temporaditas tan calmas, tan parecidas a la felicidad, ¿quién iba a pensar que después vendría todo lo que vino? Recuerdo cuando subimos a la Sierra, y cuando nos encontramos con Sonia y Ruben, y cuando alquilábamos los caballos vos te estabilizabas en el trote y no lograbas, pese a tus órdenes y a tus esfuerzos, que el pingo emprendiera el galope, y en consecuencia quedabas reventada. Sin embargo, no sólo me acuerdo de esos detalles costeño-bucólicos; también tengo presente cierta sensación de incomodidad que no me dejaba disfrutar plenamente de aquel sobrio confort de tres semanas. ¿Te acordás de que lo hablamos unas cuantas veces, cuando el atardecer caía sobre el ranchito y la hora del ángelus nos ponía melancólicos y hasta un poco sombríos? Sí, nuestro confort era terriblemente austero, nuestro descanso era baratísimo y nada ostentoso, y sin embargo pensábamos en los que no tenían nada, ni trabajo ni pan ni vivienda, ni mucho menos una hora especial para la melancolía porque su amargura era de tiempo completo. Y así terminábamos en silencio, sin soluciones a la vista, pero sintiéndonos vagamente culpables. Y, claro, a la mañana siguiente, cuando el aire fresco y salobre y el primer sol penetraban desde temprano en el ranchito, ante ese visto bueno de la naturaleza se nos iba la mufa y volvíamos a sentirnos plenos y optimistas y vos te dedicabas a juntar caracoles y yo a andar en bicicleta porque ya en aquellos años vos argumentabas que yo tenía cierta tendencia a la panza, y ya ves, han pasado unos cuantos más y no tengo panza, claro que por otro tratamiento que tal vez no sea el más recomendable. Y los últimos tiempos, cuando también venían los amigos. Eso tenía algo de bueno y algo de malo, ¿no? Era más entretenido, por supuesto, y estimulaba provechosas (aunque a veces demasiado largas) discusiones, que para mí tuvieron siempre una clara utilidad: me servían para descubrir en mí mismo qué pensaba verdaderamente sobre tantos temas. Pero ese verano colectivo también era malo, porque nos quitaba intimidad y arrinconaba nuestra posibilidad de diálogo (la de nosotros dos), limitándola nada más que a la cama, un sitio donde por lo común usábamos otros medios de comunicación. Y en qué desparramo ha acabado todo el clan. Alguno ya no está más. Creo que las mujeres andan por Europa (¿te escribís con ellas?). Tengo entendido que uno de los muchachos anda por ahí, ¿lo ves a veces?, dale mis abrazos, ¿qué hace? ¿trabaja? ¿estudia? ¿sigue muy mujeriego? Conservo un buen recuerdo de su erudición tanguera y de su vena conciliadora. ¿Cómo estará Solís? ¿Seguirá existiendo El Chajá? Era lindo almorzar en su salón de troncos, por lo general repleto de ingleses, amables y distantes como siempre. ¿Por qué les gustaría tanto a los ingleses ese balneario? A lo mejor les gustaba por las mismas razones que a nosotros: allí todavía (al menos en aquellos años) se recuperaba la sensación de espacio; se podía ver la playa como playa y no como un vasto negocio con arena; el marco natural había sobrevivido, ya que las viviendas, aun las decorosamente suntuosas, no agraviaban el paisaje. De mañana temprano era bárbaro caminar y caminar junto a la orilla, recibiendo en los pies esas olitas suaves que te daban ganas de seguir viviendo. Creo que eso nos gustaba también, porque de algún modo simbolizaba al Uruguay de entonces, país de olitas suaves, no de las batientes tempestades que vinieron después. En uno de los extremos había rocas, pero no grandes rompientes. Uno sencillamente se sentaba y, el agua invadía los espacios entre roca y roca, recorría y limpiaba esos canalitos, ponía patas arriba a los cangrejos y sacudía las mitades de mejillones que siempre se agrupaban en algún recoveco de piedras y cantos rodados. Al atardecer la sensación era distinta, quizá menos generadora de energía o de optimismo, pero portadora de un sosiego que nunca volví a experimentar. El sol se iba escondiendo tras las dunas de Jaureguiberry, y el rítmico chasquido de las olas mansas se entremezclaba con algún mugido que parecía lejanísimo y quizá por eso se volvía taciturno y agorero. Algunos días nos contagiábamos de esa congoja provisional, pero a veces se convertía imprevistamente en la sal de la jornada, sencillamente porque no teníamos motivos personales para la hipocondría, y entonces, aunque a vos a veces se te humedecieran los ojos verdes y a mí se me formara un nudo en la garganta, siempre éramos conscientes de que no había causas concretas para la tristeza, salvo las congénitas, las que vienen adscriptas al mero hecho de vivir y morir. Y volvíamos caminando despacito, ahora abrazados y en silencio, y en la palma de mi mano derecha sentía que la piel de tu cintura desnuda se erizaba, seguramente porque ya empezaba a correr un anticipo de la brisa nochera, y hacía falta llegar al rancho para ponernos los pulóveres y tomar una grapita con limón y preparar el churrasco con huevos y ensalada y besarnos un poco, no demasiado, porque lo mejor venía después.