A Sofía, Bulgaria, fue a dar H., periodista, experto en asuntos internacionales, corresponsal de un diario búlgaro en Montevideo. A raíz de una de las tantas arremetidas del régimen había tenido que exiliarse en Argentina, donde vivió siete meses, pero tras el asesinato de Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz, también la Argentina se volvió inhabitable para los exiliados uruguayos. Bajo la protección de las Naciones Unidas, salió hacia Cuba y desde allí a Bulgaria.
Vivía solo, lejos de su mujer y de sus hijos, pero seguramente había hecho amigos entre los búlgaros, gente cálida y acogedora, amiga de los tragos nobles y sentimentales, y habrá disfrutado de esas increíbles avenidas, con canteros de rosas, que se encuentran a lo largo y a lo ancho de esa linda tierra que es la de Dimitrov, claro, pero también la de mi amigo Vasil Popov, que hace más de diez años escribió y publicó un cuento muy tierno sobre dos tupamaros que encontró una vez en el ascensor de un hotel habanero.
Sí, seguramente se habrá acostumbrado al yoghourt (fermentos casualmente búlgaros) y a los popes y al café a la turca, que a mí me resulta insoportable. Pero aun así habrá sentido la inquerida humillación de estar solo y de mirarse cotidianamente al espejo con nuevo asombro y vieja resignación.
Cuando a mediados de 1977 llegué a Sofia para asistir al Encuentro de Escritores por la Paz, hacía pocos días que H., tan periodista él, había sido noticia. Como todas las tardes, había llegado a su apartamento, probablemente se acostó, y sólo se supo de él varios días después, cuando sus compañeros de trabajo, extrañados por su ausencia, fueron a golpear a su puerta y, al no obtener respuesta, trajeron a la policía para que la abriera.
Estaba en su cama, con vida aún, pero ya sin sentido. Un colapso le había provocado una hemiplejia. Hacía por lo menos tres días que estaba en ese estado. De nada valieron los cuidados intensivos.
En rigor, no murió de hemiplejia, sino de soledad. Los médicos dijeron que si se le hubiera encontrado a tiempo, seguramente habría sobrevivido. Cuando sus amigos lo hallaron, ya había perdido el sentido, pero se supone que por lo menos durante veinticuatro horas supo qué le estaba ocurriendo. Es desolador tratar de introducirme, inventándolos, en sus pensamientos de hombre inmovilizado. No voy a introducirme, por respeto, aunque quizá estuviera en particulares condiciones de hacerlos verosímiles.
Un par de años antes, en mi exilio porteño, en mi apartamento de solo en Las Heras y Pueyrredón, pasé por un trance bastante parecido. Durante un día entero estuve semi inconsciente, presa del llamado mal asmático. Según parece, algunos amigos me telefonearon, pero yo no me enteré, aunque tenía el teléfono sobre la cama. Seguramente creyeron que no estaba. En aquellos sombríos meses de la Argentina de López Rega, cuando en cada jornada aparecían diez o veinte cadáveres en los basurales, era frecuente que muchos de nosotros, en ciertas noches particularmente inquietantes, durmiéramos en casas de amigos. En mi llavero siempre había por lo menos tres llaves solidarias.
En la tarde recuperé vagamente la conciencia, atendí una llamada, sólo una, luego volví a hundirme. Aquel único ademán alcanzó para salvarme. H. ni siquiera tuvo esa posibilidad. La soledad lo había dejado inmóvil.