Heridos y contusos
(Soñar despierta)

—Ves, por eso no quiero que vengas sola.

—¿Qué hice?

—No te hagas la mosquita muerta.

—¿Pero qué hice?

—Ibas a cruzar con luz roja.

—No venía ningún auto.

—Sí que venía, Beatriz.

—Pero muy lejos.

—Vamos ahora.

Pasan frente al supermercado. Luego, frente a la tintorería.

—Graciela.

—¿Qué hay?

—Te prometo cruzar siempre con luz verde.

—Ya me lo prometiste la semana pasada.

—Pero ahora te lo prometo de veras. ¿Me perdonás?

—No es cuestión de perdón o no perdón. ¿No te das cuenta de que si cruzás con luz roja te puede arrollar un auto?

—Tenés razón.

—¿Qué hago yo, Beatriz, si a vos te pasa algo? ¿Cómo se sentiría tu padre si a vos te pasara algo? ¿No pensás en eso?

—No me va a pasar nada, mami. No llores. Por favor. Voy a cruzar siempre con luz verde. Graciela. Mami. No llores.

—Si ya no lloro, boba. Vamos, entrá.

—Es temprano todavía. Las clases empiezan dentro de veinte minutos. Y el solcito está lindo. Y quiero estar un rato más con vos.

—Adulona.

Cuando dice eso, Graciela se afloja un poco y sonríe.

—¿Me perdonaste?

—Sí.

—¿Vas a la oficina ahora?

—No.

—¿Estás de vacaciones?

—Trabajé mucho la semana pasada y me dieron libre este lunes.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas al cine?

—No creo. Me parece que vuelvo a casa.

—¿Vendrás a buscarme a la salida? ¿O podré volver sola?

—Quisiera tenerte confianza.

—Tenémela, mami. No me va a pasar nada. De veras.

Beatriz no espera la respuesta de Graciela. La besa, casi en el aire, y entra corriendo en la escuela. Graciela se queda un rato inmóvil, mirándola alejarse. Luego aprieta los labios y se va.

Camina lentamente, balanceando el bolso, deteniéndose a veces, como desorientada. Al llegar a la Avenida, recorre con la mirada la cadena de grandes edificios. De pronto los que van a cruzar la rozan, la empujan, le dicen algo, y entonces ella también se decide a cruzar. Pero antes de llegar a la otra acera, los semáforos se han puesto rojos y un camión debe hacer un viraje para esquivarla.

Ahora dobla por una calle casi desierta, donde hay varios tachos de basura, desbordantes y hediondos. Se acerca a uno de ellos y mira con algún interés el contenido. Hace un ademán como para introducir la mano, pero se contiene.

Camina dos, tres, cinco, diez cuadras. En la esquina anterior a la otra Avenida hay una mujer que pide limosna. Junto a ella dormitan dos niños muy pequeños. Ella se acerca y la mujer reinicia su cantilena.

—¿Por qué pide? ¿Eh?

La mujer la mira asombrada. Está acostumbrada a la dádiva, al rechazo, a la indiferencia. No al diálogo.

—¿Cómo?

—Digo que por qué pide.

—Para comer, señora. Por amor de Dios.

—¿Y no puede trabajar?

—No, señora. Por amor de Dios.

—¿No puede o no quiere?

—No, señora.

—¿No qué?

—No hay trabajo. Por amor de Dios.

—Deje tranquilo al amor de Dios. ¿No se da cuenta de que Dios no quiere amarla?

—No diga eso, señora. No diga eso.

—Tome.

—Gracias, señora. Por amor de Dios.

Ahora camina con pasos más firmes y más rápidos. La mendiga queda atrás, atónita. Uno de sus niños rompe a llorar. Graciela vuelve la cabeza para mirar al grupo, pero no se detiene.

Cuando está a dos cuadras de su casa, distingue borrosamente a Rolando. Está apoyado en la puerta. Camina otra cuadra y lo saluda con el brazo en alto. El parece no verla. Ella repite el gesto y entonces él responde agitando también su brazo, y viene a su encuentro.

—¿Cómo supiste que venía a casa?

—Muy sencillo. Llamé a tu oficina y me dijeron que hoy no ibas.

—Casi voy al cine.

—Sí, pensé en esa posibilidad. Pero el sol estaba tan lindo que me pareció poco probable que decidieras encerrarte en un cine. Y bueno, me largué hasta aquí, y ya ves, acerté.

La besa en las mejillas. Ella busca en su bolso, encuentra la llave, y abre.

—Vení. Sentate. ¿Querés tomar algo?

—Nada.

Graciela abre las persianas y se quita el tapado. Rolando la mira inquisidoramente.

—¿Estuviste llorando?

—¿Se me nota?

—Tenés el aspecto que técnicamente se denomina: después de la tormenta.

—Bah, sólo un chubasquito.

—¿Qué pasó?

—Poca cosa. Un injusto desaliento ante una mendiga, y antes una justa rabieta con Beatriz.

—¿Con Beatriz? Tan linda ella.

—Buena pieza. Pero siempre me gana.

—¿Y qué pasó?

—Estupidez mía. Es tan imprudente al cruzar las calles. Y me da miedo.

—¿Sólo eso?

Rolando le ofrece un cigarrillo, pero ella lo rechaza. El toma uno y lo enciende. Echa la primera bocanada y la mira a través del humo.

—Graciela, ¿cuándo te vas a decidir?

—¿Decidirme a qué?

—A confesarte a vos misma no sé qué. Evidentemente, algo que no querés admitir.

—No empieces otra vez, Rolando. Me revienta ese tonito paternal.

—Hace mucho que te conozco, Graciela. Antes que Santiago.

—Es cierto.

—Y porque te conozco sé que te sentís mal.

—Me siento.

—Y que te seguirás sintiendo así hasta que lo admitas.

—Puede ser. Pero es difícil. Es duro.

—Ya sé.

—Se trata de Santiago.

—Ah.

—Y sobre todo de mí. Bah, no es tan complicado. Pero es duro. No sé qué me pasa, Rolando. Es terrible admitirlo. Pero a Santiago no lo necesito.

—¿Y desde cuándo te sentís así?

—No me pidas fechas. Yo qué sé. Es absurdo.

—No lo califiques todavía.

—Es absurdo, Rolando. Santiago no me hizo nada. Sólo caer preso. ¿Qué te parece? Después de todo, ¿se puede hacer a alguien algo peor, algo más ominoso? Me hizo eso. Cayó preso. Me abandonó.

—No te abandonó, Graciela. Se lo llevaron.

—Ya lo sé. Por eso te digo que es absurdo. Sé que se lo llevaron y sin embargo me siento como si me hubiese abandonado.

—¿Y se lo reprochás?

—No, ¿cómo voy a reprochárselo? El se portó bien, demasiado bien, soportó la tortura, fue valiente, no delató a nadie. Es un ejemplo.

—Y sin embargo.

—Y sin embargo me he ido alejando. Y la lejanía me ha dado respiro para repasar toda nuestra relación.

—Que era buena.

—Buenísima.

—¿Entonces?

—Ya no lo es. El sigue escribiéndome cartas cariñosas, cálidas, tiernas, pero yo las leo como si fueran para otra. ¿Podés aclararme qué ha pasado? ¿Será que la cárcel ha convertido a Santiago en otro tipo? ¿Será que el exilio me ha transformado en otra mujer?

—Todo es posible. Pero también todo puede complementarse. Y enriquecerse. Y mejorarse.

—Yo no he mejorado ni me he enriquecido. Me siento más pobre, más seca. Y no quiero seguir empobreciéndome ni secándome.

—Graciela. ¿Vos seguís compartiendo la actitud política de Santiago?

—Claro. Es también la mía, ¿no? Sólo que él cayó. Y yo en cambio estoy aquí.

—¿Le reprochás los compromisos que contrajo?

—¿Estás loco? Hizo lo que había que hacer. Yo también hice lo mío. Por ahí vas mal rumbeado. En eso estuvimos y seguimos unidos. Donde yo no sigo unida es en la relación de dos. No en la social, sino en la conyugal, ¿entendés? Eso por lo menos lo tengo claro. Lo que no tengo claro es el motivo. Y eso me angustia. Si Santiago me hubiera hecho una porquería, o si lo hubiera visto hacer una porquería a alguien. Pero no. Es un tipo de primera. Leal, buen amigo, buen compañero, buen marido. Y estuve muy enamorada de él.

—¿Y él?

—También. Y al parecer sigue igual. La loca soy yo.

—Graciela. Sos una muchacha todavía. Sos linda, sos inteligente, sos tierna a veces. Quizá lo que echás de menos sea la contrapartida, la retribución afectiva.

—Uy, qué difícil.

—Eso que Santiago no puede darte por correspondencia, y menos por correspondencia bajo censura.

—Es posible.

—¿Puedo hacerte una pregunta muy pero muy indiscreta?

—Podés. Y también puedo no contestarte.

—De acuerdo.

—Venga pues.

—¿Soñás con otros hombres?

—¿Querés decir sueños amorosos?

—Sí.

—¿Te referís a soñar dormida o a soñar despierta?

—A ambas cosas.

—Cuando duermo no sueño con ningún hombre.

—¿Y despierta?

—Despierta sí sueño. Te vas a reír. Sueño con vos.