Tener noticias tuyas es como abrir una ventana. Lo que me contás de vos, de Beatriz, del Viejo, del trabajo, de la ciudad. Tengo presentes los horarios de todos, así que en cualquier momento puedo organizar mi imaginería: Graciela estará ahora escribiendo a máquina, o el Viejo terminará en este instante su clase, o Beatriz estará desayunando muy apurada porque se le hizo tarde para la escuela. Cuando uno tiene que estar irremediablemente fijo, es impresionante la movilidad mental que es posible adquirir. Se puede ampliar el presente tanto como se quiera, o lanzarse vertiginosamente hacia el futuro, o dar marcha atrás que es lo más peligroso porque ahí están los recuerdos, todos los recuerdos, los buenos, los regulares y los execrables. Ahí está el amor, o sea estás vos, y las grandes lealtades y también las grandes traiciones. Ahí está lo que uno pudo hacer y no hizo, y también lo que pudo no hacer y sí hizo. La encrucijada en la que el camino elegido fue el erróneo. Y ahí empieza la película, es decir, cómo habría sido la historia si se hubiera tomado el otro rumbo, aquel que entonces se descartó. Generalmente, después de varios rollos uno suspende la proyección y piensa que el camino elegido no fue tan equivocado y que acaso, en igual encrucijada, hoy la elección sería la misma. Con variantes, claro. Con menos ingenuidad, por supuesto. Con más alertas, por las dudas. Pero eso sí manteniendo el rumbo primordial. Estos grandes espacios en blanco son por lo común zonas de desaliento, pero en otra acepción también son provechosos. En los últimos y penúltimos tiempos antes de la obligada internación, todo sucedió tan atropelladamente y en medio de tantas tensiones, rodeado por tantas implacables urgencias, por tantas decisiones a tomar, que no había tiempo ni ánimo para la reflexión, para pensar y repensar sobre nuestros pasos, para ver claro en nosotros mismos. Ahora sí hay tiempo, demasiado tiempo, demasiados insomnios, demasiadas noches con las mismas pesadillas y las mismas sombras. Y la tendencia natural, y también la más facilonga, es preguntarse para qué me sirve el tiempo ahora, para qué esta meditación tardía, atrasada, anacrónica, inútil. Y sin embargo sirve. La única ventaja de este tiempo baldío es la posibilidad de madurar, de ir conociendo los propios límites, las propias debilidades y fortalezas, de ir acercándose a la verdad sobre uno mismo, y no hacerse ilusiones acerca de objetivos que uno nunca podría lograr, y en cambio aprontar el ánimo, preparar la actitud, entrenar la paciencia, para conseguir lo que algún día sí puede estar al alcance. A tal punto se atina, en estas peculiarísimas condiciones, a ahondar en el análisis, que me atrevo a confesarte algo: si bien no puedo hacer un plan quinquenal de mis pesadillas, sí puedo soñar despierto y por capítulos. Y así voy desgranando, desmenuzando, lo que quise y lo que quiero, lo que hice y lo que haré. Porque algún día podré volver a hacer cosas, ¿no te parece? Algún día abandonaré este raro exilio y me reintegraré al mundo, ¿no? Y seré alguien distinto, creo incluso que alguien mejor, pero nunca el enemigo del que fui o el que soy, sino más bien el complementario. Sí, tener noticias tuyas es como abrir una ventana, pero entonces me vienen unas ganas casi incontenibles de abrir más ventanas y, lo que es más grave (qué locura), de abrir una puerta. Sin embargo, estoy condenado a ver las espaldas de esa puerta, su lomo hostil, duro, inexpugnable, concretísimo, pero nunca tan sólido como un buen argumento, como una buena razón. Tener noticias tuyas es como abrir una ventana, pero todavía no es como abrir una puerta. Quizá diga demasiadas veces la palabra puerta, pero tenés que comprender que aquí esa palabra es casi una obsesión, aunque te parezca increíble mucho más obsesión que la palabra barrote. Los barrotes están ahí, son una presencia real, admitida, comprendida en toda su chata magnitud. Pero los barrotes no pueden ser otra cosa que lo que efectivamente son. No hay barrotes abiertos y barrotes cerrados. En cambio, una puerta es tantas cosas. Cuando está cerrada, y siempre lo está, es la clausura, la prohibición, el silencio, la rabia. Si se abriera (no para un recreo, o para un trabajo, o para una sanción, que son otras tantas formas de estar cerrada, sino para el mundo) sería la recuperación de la realidad, de la gente querida, de las calles, de los sabores, de los olores, de los sonidos, de las imágenes y el tacto de ser libre. Sería por ejemplo la recuperación de vos y de tus brazos y de tu boca y de tu pelo y bah a qué intentar darle vueltas a un pestillo que no cede, a una cerradura inconmovible. Pero lo cierto es que la palabra puerta es de las que aquí más se barajan, más aún que todas las otras palabras que esperan detrás de esa puerta, porque todos sabemos que para llegar a ellas, para llegar a las palabras hijo, mujer, amigo, calle, cama, café, biblioteca, plaza, estadio, playa, puerto, teléfono, es imprescindible traspasar la palabra puerta. Y ésta, que siempre nos muestra el lomo pero está aquí, nos mira férrea y sectaria, cruel y durísima, sin hacernos ninguna promesa ni darnos ninguna esperanza y siempre cerrándose en nuestras narices. Sin embargo, nosotros no nos dejamos vencer así nomás, nosotros también organizamos nuestra campaña anti clausura, y escribimos cartas, considerando simultáneamente al destinatario y al censor. O proyectos de cartas donde por costumbre seguimos autocensurándonos pero somos un poquito más osados, o masticamos libres monólogos como éste que ni siquiera llegará al papelucho y sus límites. Pero uno de los matices más destacables y positivos de esa campaña es justamente el hacernos promesas, el darnos esperanzas (no las increíbles y triunfalistas, sino las austeras y verosímiles), el imaginar que abrimos la puerta en nuestras narices. A veces tenemos con nosotros naipes o ajedrez, pero no siempre. Ah pero tenemos el derecho de jugar al futuro, y por supuesto en ese juego de azar siempre nos guardamos un naipe en la manga, o reservamos un jaque mate originalísimo y secreto que no vamos a malgastar en el juego cotidiano sino en la gran ocasión, por ejemplo cuando enfrentemos a Capablanca o a Alekhine, no digamos a Karpov porque éste después de todo existe y además su nombre podría ser tachado. También hablamos de música y músicos, siempre y cuando a mi compañero de turno o a mí no nos lleven con la música a otra parte. Pero a solas o con alguien, puedo recordar por ejemplo varias de mis cumbres de espectador. Y así cuento, o en el más anacoreta de los casos me cuento, que vi y escuché a Maurice Chevalier en el Solís, ya veteranísimo el tipo pero todavía bienhumorado y tan gentil como para hacernos creer a todos que improvisaba cada una de sus bromas prehistóricas; y vi y escuché a Louis Armstrong en el Plaza, y todavía puedo repetirme la convincente humanidad de su ronquera; y vi y escuché a Charles Trenet en no sé qué Centro español de la calle Soriano, sentados todos en unas sillas que parecían de comedor y nosotros los gurises en el suelo, y el franchute, un poquito amanerado pero hábil, cantándonos lo que años más tarde supe que se llamaba La mer o Bonsoir jolie madame; y vi y escuché a la Marian Anderson, ya no me acuerdo si en el Sodre o en el Solís, pero sí tengo nítido el porte de aquella negra enorme y dulcísima, instalada como un mamtram en la trágica asunción de su raza; y bastante después vi y escuché a Robbe Grillet, diciendo muy orondo que en L`étranger de Camus el empleo del pretérito imperfecto era más importante que la historia contada; y vi y escuché a Mercedes Sosa, cantando única y casi clandestina en el Zitlovsky de la calle Durazno; y vi y escuché a Roa Bastos, modestísimo sin disimulo, diciendo ante un auditorio vergonzosamente escaso que Paraguay ha vivido siempre en su año cero; y vi y escuché a don Ezequiel Martínez Estrada, algunos meses antes de su muerte, pronunciando una conferencia sobre un tema que no recuerdo porque mi atención estuvo acaparada por su rostro enjuto, cetrino, reseco, sólo reivindicado para la vida por unos ojitos de mirada agudísima; y vi y escuché al Neftalí Ricardo Reyes, bromeador, irónico, sutilmente vanidoso y poetísimo, desgranando como un salmo sus recuerdos de Isla Negra; y vi y escuché al de la otra Isla en la Explanada, metido yo entre un público vibrante ante la duración, el impulso y el estilo del inesperado concierto, que para tantos otros era desconcierto. Recuerdos de niño, de adolescente, de hombre, pero recuerdos indiscutiblemente míos. O sea que cuando levanto el telón soy, como habrás podido apreciar, interesantísimo, y yo mismo me aplaudo y me exijo otra, otra, otra, otra.