Don Rafael
(Dios mediante)

Cerrar los ojos. Cómo quisiera cerrar los ojos y empezar de nuevo y abrirlos después con la tardía lucidez que traen los años pero con la vitalidad que ya no tengo. Dios da pan al que no tiene dientes, pero antes, mucho antes, le dio hambruna al que los tenía. Linda trampa la de Dios. Después de todo, los refranes populares son algo así como un curriculum divino. Se armó la de Dios es Cristo: virulencia y furia. Dios los cría y ellos se juntan: conspiración y acoso. Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César: repartija y prorrateo. Como Dios manda: prepotencia e imperio. Dios pasó de largo: indiferencia y menosprecio. A Dios rogando y con el mazo dando: parapoliciales, paramilitares, escuadrones de la muerte, etc. Cuando Dios quiera: poder omnímodo. Dios nos libre y nos guarde: neocolonialismo. Dios castiga sin palo ni piedra: tortura subliminal. Vaya con Dios: malas compañías.

Cerrar los ojos pero no para mis corrientes pesadillas sino para tocar el fondo de las cosas. Allí están las imágenes, las elocuentes, las sólo para mí. Cada una como la revelación que no entendí ni atendí. Y no se puede volver atrás. Se puede recoger lo aprendido pero de poco sirve.

Cerrar los ojos y al abrirlos encontrarla. ¿A cuál de ellas? Una es un rostro. Otra es un vientre. Otra más una mirada. ¿Cuántas más? En el amor no hay posturas ridículas ni cursis ni obscenas. En el no amor todo es ridículo y cursi y obsceno. También la norma, también la tradición.

De pronto el pasado se vuelve fastuoso, no sé por qué. Mi cuerpo que tuve, el aire que respiré, el sol que me alumbró, los alumnos que escuché, el pubis que convencí, un crepúsculo, una axila, un pino cabeceante.

El pasado se vuelve fastuoso y sin embargo es apenas una desilusión óptica. Porque el pobre, mezquino presente gana una sola y decisiva batalla: existe. Estoy donde estoy. ¿Qué es este exilio sino otro comienzo? Todo comienzo es joven. Y yo, viejo recomenzante, rejuvenezco. Escala de viudo, de veterano profesor, de archivo de palabras. Estoy condenado a rejuvenecer. Ultimo engorde, dicen los cretinos. Y yo estoy flaco, coño. En mi tierra decía carajo, pero también estaba flaco. Del carajo al coño, patria grande esta América. Y un hijo preso. Tristemente preso, porque se siente dinámico y optimista y vital y no tiene demasiadas razones para ese singular estado de ánimo. Se bambolean mis sentimientos, vaya vaya. Estoy donde estoy y él está donde está. Pobre hijo. Si pudiera canjearme con él. Pero no me aceptan. No soy lo suficientemente odioso. No quise derribarlos, desarmarlos, vencerlos. Él sí lo quiso y fracasó. Si yo pudiera entrar allí para que él saliera, tal vez no lo pasaría tan mal. A los sesenta y siete, no iban a torturarme, yo digo. Bueno, nunca se sabe. Y cerraría allí también los ojos y así me libraría de los barrotes. Y acaso podría tocar el fondo de las cosas. Pero no. Estoy donde estoy y él está donde está. Cerrar los ojos y ver a mi hijo pero abrirlos y verla a ella. ¿A cuál? Probablemente a la del barco. O a la del árbol. O a la del pájaro. Dios las cría y ellas se separan. Si yo fuera Dios ordenaría terminantemente que compareciera la del árbol. Pero no soy, y comparece Lydia.