Don Rafael
(Una culpa extraña)

Santiago se ha quejado a Graciela de que hace tiempo que no le escribo. Y es cierto. Pero, ¿qué decirle? ¿Que lo que le ocurre es una consecuencia de su actitud? Eso ya lo sabe. ¿Que me siento un poco culpable de no haber hablado suficientemente con él (cuando todavía era tiempo de hablar y no de tragarse las palabras) para convencerlo de que no siguiera ese camino? Eso quizá no lo sepa a ciencia cierta, pero quizá se lo imagine. También ha de imaginarse que, de haber tenido él y yo esas discusiones en profundidad, él habría seguido de cualquier manera la ruta que en definitiva eligió. ¿Que cada vez que me despierto en la noche no puedo evitar la aprensión, la sensación o la mala intuición, qué sé yo, de que acaso a esa misma hora lo estén torturando, o se esté recuperando de una sesión de tortura, o preparando para las próximas, o maldiciendo a alguien? Tal vez no tenga ganas de imaginar una cosa así. Demasiado tendrá con su propio suplicio, su propio aislamiento, su propia angustia. Cuando uno soporta sufrimientos propios no tiene necesidad de adjudicarse dolores ajenos. Pero yo a veces imagino que a Santiago le están aplicando la picana en los testículos y en ese mismo instante siento un dolor real (no imaginario) en mis testículos. O si pienso que le están aplicando el submarino, literalmente me ahogo yo también. ¿Por qué? Es una historia vieja, o mejor dicho una vieja señal: el sobreviviente de un genocidio experimenta una rara culpa de estar vivo. Y acaso quien, por alguna razón válida (no tengo en cuenta las razones indignas) consigue escapar a la tortura, experimente cierta culpa por no ser torturado. O sea, que no tengo muchos temas. Ciertos tópicos no pueden lógicamente mencionarse en una carta a un preso, que por añadidura está en la cárcel por subversivo. En cuanto a otros asuntos soy yo quien no quiere mencionarlos. El temario que queda, después de esas dos rebajas, es más bien estúpido. ¿Aceptaría Santiago que le escribiera estupideces? Habría un asunto sobre el que, en otras circunstancias, podría escribirle, o mejor hablarle. Pero jamás en éstas. Me refiero al estado de ánimo de Graciela. Graciela no está bien. La noto cada vez más desanimada, más gris. Ella que siempre fue tan linda, tan simpática, tan aguda. Y lo peor es que creo advertir que su desaliento viene de que se está alejando de Santiago. ¿Motivos? ¿Cómo saberlo? Ella lo admira, de eso estoy seguro. No tiene para él reproches políticos, ya que virtualmente está (o estuvo) en lo mismo. ¿Será que la mujer, para mantener incólume su amor, precisa, más que la existencia, la presencia física del hombre? ¿Será que Ulises se está volviendo hogareño y en cambio Penélope ya no se conforma con tejer y destejer? Quién sabe. Lo cierto es que si no me atrevo a tratar el tema con ella, a quien veo casi a diario, menos lo puedo tratar con Santiago, a quien sólo envío alguna carta de vez en cuando. También podría contarle de mis clases, de las preguntas que me hacen los muchachos. O quizá de cierto proyecto de volver a escribir. ¿Otra novela? No. Ya es suficiente con un fracaso. Quizá un libro de cuentos. No para publicar. A mi edad eso no importa demasiado. Tengo la impresión de que significaría un estímulo para mí. Hace quince años que no escribo nada. Al menos, nada literario. Y durante quince años no tuve ganas de hacerlo. Ahora sí. ¿Será esto una señal? ¿Algo que debo interpretar? ¿Será esto un síntoma? ¿Pero de qué?