Puta qué ojeras, dijo y se dijo Rolando Asuero ante el espejo y su herrumbe. Me las merezco por tanto trago, agregó, tratando de que los ojos se le pusieran enormes pero sólo consiguiendo una expresión que definitivamente le pareció de orate. Oratungán, pronunció lentamente y tuvo que sonreírse a pesar de la goma. Así llamaba in illo tempore Silvio a los milicos, cuando se reunían en el ranchito del Balneario Solís, un poco antes de que el futuro se pusiera decididamente malsano. Ni siquiera son gorilas, diagnosticaba. Apenitas orangutanes, y además orates. Resumiendo: oratunganes.
Se habían juntado los cuatro: Silvio, Manolo, Santiago y él, en la última vacación de que disfrutaron. También estaban las mujeres, las esposas bah. En realidad tres: María del Carmen, la Tita y Graciela, porque él, Rolando Asuero, siempre fue un soltero profesional y nunca quiso entreverar sus programitas ocasionales con los demasiado estables amores de sus amigos. Pero las mujeres siempre tenían chismes y modas y horóscopos y recetas de cocina, al menos en aquella época, y tal vez por eso ellos casi siempre hacían rancho aparte para arreglar el mundo. Y casi lo arreglaban. Silvio, por ejemplo, era buenísimo, pero ingenuote. Nunca sería capaz de empuñar un bufoso, aseguraba, y sin embargo después lo empuñó, y también lo empuñaron contra él y por eso está ahora en el Buceo, para más datos en el panteón propiedad de sus suegros, que siguen teniendo guita aunque estén tristes. Y la gordita María del Carmen, en Barcelona, con dos botijas, vendiendo cacharritos en las Ramblas o donde ahora los hayan arrinconado. Manolo era cáustico, incisivo y mordaz, tres palabras contiguas que en él no eran precisamente sinónimos. Más bien trincheras de su timidez. La prueba era que con ellos nunca se excedía, siempre acababa siendo suave y comprensivo. Funyi, lengue y alpargatas / y una mirada sin fin. Con excepción del funyi, aquel tango podía ser su estampa. Santiago era el traga, por supuesto, pero sobre todo era buena gente. Sabía de botánica y marxismo y filatelia y poesía de vanguardia y además era un fichero vivo de historia del fútbol. Y no sólo el gol de Piendibeni al divino Zamora, o el ¡tuya Héctor! de la gesta olímpica. Eso ya era parte del folklore. Santiago tenía además en la repleta memoria todo el récord, partido a partido, de la pareja Nazassi / Domingos (era bolsilludo hasta los caracuses) o el último taponazo de Perucho Petrone, ya en la época en que de cada diez tiros al arco, ocho iban directo al azul firmamento pero los otros dos servían milagrosamente para aumentar el score; y también, a fin de que vieran que no era sectario, contaba cómo el flaco Schiaffino era un genio aun sin la globa, que eso es lo más difícil en el rubro concertación, y el respeto que siempre le había inspirado cierto aconcagua llamado Obdulio, que se hacía obedecer, y esto no era verdurita, hasta por el mono Gambetta.
Y ahora puta qué ojeras, dice y se dice Rolando Asuero ante el espejo de tres herrumbres, me hice a las penas, bebí mis años. La verdad es que se hizo a las penas, pero bebió otra cosa. He aquí el arcano, piensa en difícil. ¿Por qué de vez en cuando, digamos una vez al mes, se agarra una tranca de órdago y, en cambio, entre papalina y papalina se mantiene sobrio y casi abstemio? Casi, porque de vez en cuando un clarete (o rosé, como suelen decir quienes padecen una penetración cultural cartesiana), bueno, un clarete es casi un cóctel de aleluya con, testosterona. Será que la saudade depende de las lunas, algo así como la regla de las minas. Bueno, no sólo de las minas, también de las once mil vírgenes y de madre hay una sola, qué desproporción, ¿no? Después de todo, más vale ser borracho conocido que alcohólico anónimo. ¿Quién habrá parido esa sapiencia? La verdad es que los alcohólicos anónimos siempre le dieron en las pelotas. Uno se encurda o no se encurda, de acuerdo a su propia exigencia o mufa o necesidad o morriña o despiporre y no de acuerdo a la rigidez de los inmaculados o a la coacción del puritanaje. Linda banana el puritanaje, piensa Rolando Asuero haciéndose una morisqueta. Y se detiene con fruición en el botón de muestra al norte del río Bravo. Linda banana. Campaña moralista contra el martini o el bourbon de cada crepúsculo, pero en pro del napalm de cada aurora.
Ah si pudiera echarle al imperialismo la culpa de estas ojeras. Pero no. Testigo solito la luz del candil. No necesita terapia colectiva ni individual. Jodido el exilio, ¿no? Incluso el pobre analista las pasó mal. Allá se negó a proporcionar las fichas de sus pacientes subversivos y menos aún las de los subversivos impacientes. Y claro, las pasó mal. La cana tiene su propia terapia, no admite competidores. Testigo solito. Silvio muerto, Manolo en Gotemburgo, Santiago en el Penal. Y María del Carmen, viuda de represión, vendiendo cacharritos. Y la Tita, separada de Manolo, juntada ahora con un gurí muy serio (voy a «acompañerarme» con el Sardina Estévez, le había escrito hacía un año), nada menos que en Lisboa. Y Graciela aquí, desajustada y linda, con la Beatricita de Santiago y laburando de secretaria. ¿Y él? Puta qué ojeras.
La gente de este bendito y maldito país es realmente piola. A él, a qué negarlo, le gustan estos sonrientes, sobre todo ellas. Pero hay días y noches en que no le gustan tanto. Son los días y noches en que echa de menos el sobrentendido. Días y noches en que tiene que explicarlo todo y escucharlo todo. Una de las módicas ventajas de hacer el amor con una compatriota es que si en un instante determinado (esa hora cero que siempre suena después de las urgencias, el entusiasmo y el vaivén) uno no está para muchas locuacidades, puede pronunciar o escuchar un lacónico monosílabo y esa palabrita se llena de sobreentendidos, de significados implícitos, de imágenes en común, de pretéritos compartidos, vaya uno a saber. No hay nada que explicar ni que le expliquen. No es necesario llorar la milonga. Las manos pueden andar solas, sin palabras, las manos pueden ser elocuentísimas. Los monosílabos también pero sólo cuando remolcan su convoy de sobrentendidos. Hay que ver todos los idiomas que caben en un solo idioma, dice y se dice Rolando Asuero, enfrentado a su propia imagen, y agrega, repetitivo y sombrío: puta qué ojeras.