Intramuros
(¿Cómo andan tus fantasmas?)

Hoy estuve mirando detenidamente las manchas de la pared. Es una costumbre que viene de mi infancia. Primero imaginaba rostros, animales, objetos, a partir de esas manchas; luego, fabricaba miedos y hasta pánicos en relación con ellas. De modo que ahora es bueno convertirlas en cosas o caras y no sentir temor. Pero también me provoca un poco de nostalgia aquella edad lejana en que el máximo miedo era provocado por manchas fantasmales que uno mismo creaba. Los motivos adultos, o quizá las excusas adultas de los miedos que vienen después, no son fantasmales, sino insoportablemente reales. Sin embargo, a veces les agregamos fantasmas de nuestra cosecha, ¿no te parece? A propósito, ¿cómo andan tus fantasmas? Dales proteínas, no sea que se debiliten. No es buena una vida sin fantasmas, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso. Pero vuelvo a las manchas. Mi compañero leía, muy enfrascado en su Pedro Páramo, pero igual lo interrumpí para preguntarle si alguna vez se había fijado en una mancha, probablemente de humedad, que estaba cerca de la puerta. «No especialmente, pero ahora que me lo decís, veo que es cierto, hay una mancha. ¿Por qué?» Puso cara de asombro, pero también de curiosidad. Tenés que comprender que cuando se está aquí, todo puede llegar a ser interesante. Ni te digo lo que significa que de pronto distingamos un pájaro entre los barrotes, o (como me sucedió en una celda anterior) que un ratoncito se convierta en un interlocutor válido para la hora del ángelus, o la hora del demonius como glosaba Sonia, ¿te acordás? Bueno, a mi compañero le dije que le preguntaba porque me interesaba saber si él reconocía alguna figura (humana, animal o simplemente inanimada) en esa mancha. El la miró un rato fijamente, y luego dijo: «El perfil de De Gaulle.» Qué bárbaro. A mí en cambio me traía el recuerdo de un paraguas. Se lo dije y se estuvo riendo como diez minutos. Esta es otra cosa buena cuando se está aquí: reírse. No sé, si uno se ríe verdaderamente con ganas, parece como si de pronto se te reacomodaran las vísceras, como si de pronto hubiera razones para el optimismo, como si todo esto tuviera un sentido. Uno tendría que automedicarse la risa como un tratamiento de profilaxis sicológica, pero el problema, como te imaginarás, es que no abundan los motivos de risa. Por ejemplo: cuando me hago cargo del tiempo que hace que no los veo: a vos, a Beatriz, al Viejo. Y sobre todo cuando pienso en el tiempo que acaso transcurra antes de que los vuelva a ver. Cuando mido ese valor del tiempo, no es como para reír. Creo que tampoco para llorar. Yo, al menos, no lloro. Pero no me enorgullezco de ese estreñimiento emocional. Sé de mucha gente que aquí de pronto suelta el trapo y llora inconsolablemente durante media hora, y luego emerge de ese pozo en mejores condiciones y con mejor ánimo. Como si el desahogo les sirviera de ajuste. De manera que a veces lamento no haber adquirido ese hábito. Pero quizá tenga miedo de que si me aflojo, mi resultado personal no sea el ajuste sino el desajuste. Y ya tengo, desde siempre, suficientes tornillitos a medio aflojar como para arriesgarme a un descalabro mayor. Además, para serte estrictamente franco, no es que no llore por miedo a aflojarme, sino sencillamente porque no tengo ganas de llorar, o sea, que no me viene el llanto. Esto no quiere decir que no padezca angustias, ansiedades, y otros pasatiempos. Sería anormal si, en estas condiciones, no los padeciera. Pero cada uno tiene su estilo. El mío es tratar de sobreponerme a esas minicrisis por la vía del razonamiento. La mayoría de las veces lo logro, pero en cambio otras veces no hay razonamiento que valga. Destrozando un poco al clásico (¿quién era?) te diría que a veces hay corazonadas de la razón que el corazón no entiende. Contame de vos, de lo que hacés, de lo que pensás, de lo que sentís. Cómo me gustaría haber caminado alguna vez por las calles que ahora recorrés, para que tuviéramos algo en común allí también. Es el inconveniente de haber viajado poco. Vos misma, de no haberse dado esta inesperada suma de circunstancias, es posible que nunca hubieras viajado a esa ciudad, a ese país. Quizá, si todo hubiera seguido el curso normal (¿normal?) de nuestras vidas, de nuestro matrimonio, de nuestros proyectos de hace sólo siete años, habríamos algún día reunido lo suficiente como para hacer un viaje mayor (no digo los viajecitos menores a Buenos Aires, Asunción o Santiago, ¿remember?), pero seguramente el destino habría sido Europa. París, Madrid, Roma, quizá Londres. Qué lejano parece todo. Este terremoto nos trajo a tierra, a esta tierra. Y ahora, ya ves, si tenés que salir lo hacés a otro país de América. Y es lógico. E incluso los que hoy, por distintas razones, están en Estocolmo o París o Brescia o Amsterdam o Barcelona, querrían seguramente estar en alguna ciudad de las nuestras. Después de todo, yo también quedé fuera del país. Yo también añoro lo que vos añorás. El exilio (interior, exterior) será una palabra clave de este decenio. Sabés, es probable que alguien tache esta frase. Pero quien lo haga debería pensar que acaso él también sea, de alguna extraña manera, un exiliado del país real. Si la frase sobrevivió, te habrás dado cuenta de cuán comprensivo estoy. Yo mismo me asombro. Es la vida, muchacha, es la vida. Si no sobrevivió, no te preocupes. No era importante. Date besos y besos, de mi parte.