—Graciela —dijo la niña, con un vaso en la mano—. ¿Querés limonada?
Vestía una blusa blanca, pantalones vaqueros, sandalias. Los cabellos negros, largos aunque no demasiado, sujetos en la nuca con una cinta amarilla. La piel muy blanca. Nueve años; diez, quizá.
—Ya te he dicho que no me llames Graciela.
—¿Por qué? ¿No es tu nombre?
—Claro que es mi nombre. Pero prefiero que me digas mamá.
—Está bien, pero no entiendo. Vos no me decís hija, sino Beatriz.
—Es otra cosa.
—Bueno, ¿querés limonada?
—Si, gracias.
Graciela aparenta treinta y dos o treinta y cinco años, y tal vez los tenga. Lleva una pollera gris y una camisa roja. Pelo castaño, ojos grandes y expresivos. Labios cálidos, casi sin pintura. Mientras hablaba con su hija, se había quitado los anteojos, pero ahora se los coloca de nuevo para seguir leyendo.
Beatriz deja el vaso con limonada en una mesita que tiene dos ceniceros, y sale de la habitación. Pero al cabo de cinco minutos vuelve a entrar.
—Ayer en la clase me peleé con Lucila.
—Ah.
—¿No te interesa?
—Siempre te peleás con Lucila. Debe ser una forma que ustedes dos tienen de quererse. Porque son amigas, ¿no?
—Somos.
—¿Y entonces?
—Otras veces nos peleamos casi como un juego, pero ayer fue en serio.
—Ah sí.
—Habló de papá.
Graciela se quita otra vez los anteojos. Ahora muestra interés. Bebe de una sola vez la limonada.
—Dijo que si papá está preso debe ser un delincuente.
—¿Y vos qué respondiste?
—Yo le dije que no. Que era un preso político. Pero después pensé que no sabía bien qué era eso. Siempre lo oigo, pero no sé bien qué es.
—¿Y por eso te peleaste?
—Por eso, y además porque me dijo que en su casa el padre dice que los exiliados políticos vienen a quitarle trabajo a la gente del país.
—¿Y vos qué respondiste?
—Ahí no supe qué decirle, y entonces le di un golpe.
—Así el papá podrá decir ahora que los hijos de los exiliados castigan a su nena.
—En realidad no fue un golpe, sino un golpecito. Pero ella reaccionó como si la hubiera lastimado.
Graciela se agacha para arreglarse una media, y quizá también para tomarse una tregua o reflexionar.
—Está mal que la hayas golpeado.
—Me imagino que sí. Pero, ¿qué iba a hacer?
—También es cierto que su padre no debería decir esas cosas. El sobre todo tendría que comprendernos mejor.
—¿Por qué él sobre todo?
—Porque es un hombre con cultura política.
—¿Vos sos una mujer con cultura política?
Graciela ríe, se afloja un poco, y le acaricia el pelo.
—Un poco sí. Pero me falta mucho.
—¿Te falta para qué?
—Para ser como tu padre, por ejemplo.
—¿El está preso por culpa de su cultura política?
—No exactamente por eso. Más bien por hechos políticos.
—¿Querés decir que mató a alguien?
—No, Beatriz, no mató a nadie. Hay otros hechos políticos.
Beatriz se contiene. Parece a punto de llorar, y sin embargo está sonriendo.
—Andá, traeme más limonada.
—Sí, Graciela.