18 de noviembre de 1971

Diez y doce de la mañana. Última vez que apunto algo en el hotel. Me voy dentro de poco, en dirección Denver. La verdad es que no me apetece anotar nada. Aun así, el hecho de que me haya quitado de la cabeza una ilusión tonta no es razón para dejar el libro.

Estoy sentado en el escritorio, tomando un zumo, café y un panecillo de arándanos, mi último desayuno europeo antes de partir.

La maldita naturaleza ha conseguido reflejar mi estado de ánimo. Desde que estoy aquí, es la primera vez que no brilla el sol; el cielo es plomizo, hace frío y viento. Por encima del tenebroso y verde océano se ve una masa de nubes oscuras. Ahora puedo ver lo que quizá sea la torre de un faro sobre Punta Loma. Una luz se enciende y se apaga sin parar; imagino que es la luz del faro.

Veo un hombre haciendo jogging por la orilla. Un sombrío helicóptero militar acaba de pasar sobrevolando toda la línea de la costa, como si fuera un gigantesco insecto acuático. Abajo, el aparcamiento está salpicado de unas amarillentas hojas muertas. El viento hace girar algunas de ellas tan rápido que parecen ratones blancos correteando por el pavimento de asfalto. En el aparcamiento hay un hombre calvo con un mono verde montado en una bicicleta roja. Pasa una gaviota sobre mi cabeza, se pierde en el horizonte dejándose llevar por el viento.

Enseguida haré las maletas; puede que dé un último paseo. Ya no puedo seguir aquí.

Ahora el mar carece de color por completo. Unas líneas grisáceas avanzan hacia la orilla, de apagado color pardo.

Frío. El viento me atraviesa. ¿Por qué habré salido?

Estoy entrando por última vez en la exposición de historia. Camino por el suelo de baldosas blancas y negras. He pasado junto a la fotografía del hotel con el marco dorado, donde se ve cómo era antes. Hay un carruaje a la entrada, cuatro caballos enganchados. Hay un hombre apoyado en su bicicleta.

Aquí está el escaparate del dormitorio. He pasado de largo. Aquí hay un plato pintado a mano en su estuche; blanco con dibujos verdes y dorados y una pareja de querubines azulados revoloteando.

Aquí se ve una fotografía, tomada en 1914, de un autobús que recogía a la gente que llegaba en los trenes para llevarla hasta la entrada del hotel.

Este es el programa de El pequeño ministro. Aquí aparece una foto de Elise.

La miro y la veo borrosa.

Hay una plancha y otro plato decorado con un dibujo del hotel. Están el teléfono y el registro del hotel, un servilletero, un menú y algo que parece una prensa. Paso junto a todas esas cosas y avanzo por el pasillo hacia la escalera que conduce al patio. Voy a dejarlo todo atrás para…

¡Un momento!

La gente me miraba mientras corría por el patio. No me importaba. Sólo me preocupaba lo que estaba haciendo. Ni siquiera le cedí el paso en la puerta del vestíbulo a una anciana que venía detrás de mí. Abrí la puerta de golpe y entré como un torbellino. Quería pasar corriendo por el vestíbulo pero logré contenerme. Mientras el corazón me aporreaba el pecho, atravesé el recibidor dando unas zancadas tan amplias como podía y me llegué hasta el mostrador de recepción.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó el hombre.

Me esforcé por parecer y sonar informal; normal, cuando menos (lo de informal quedaba fuera de mi alcance).

—Me preguntaba si podría hablar con el encargado —pregunté.

—Lo siento, hoy se encuentra en Florida.

—Le miré. ¿Iba a darme ya por vencido?

—Quizá desee hablar con el señor Lyons —continuó el hombre—. Es el responsable hasta que el encargado regrese.

Asentí de inmediato con la cabeza.

—Por favor.

Señaló hacia un hueco que había a mi izquierda. Le di las gracias, caminé raudo hacia el lugar indicado, vi una puerta y llamé. Al ver que nadie respondía, entré.

La oficina estaba vacía pero a mi derecha se veía otra oficina donde había varias personas trabajando. Una de ellas, una secretaria, se acercó a mí. Le pregunté dónde podría encontrar al señor Lyons y me respondió que acababa de salir pero que regresaría de un momento a otro. Me preguntó si podía ayudarme.

—Sí —le dije—. Soy guionista de televisión y me han encargado la preparación de un programa especial sobre la historia de este hotel.

Le conté que había visitado la exposición de historia, la biblioteca pública y la biblioteca central de San Diego pero que, aun así, no había podido recopilar material suficiente y estaba atascado, por lo que necesitaba ayuda.

—He pensado que quizá ustedes conserven material sobre la historia del hotel en sus archivos —le sugerí.

La secretaria me contestó que podría ser, aunque no estaba segura del todo.

No obstante, el señor Lyons se lo confirmaría puesto que había trabajado para el hotel desde los catorce años, edad a la que empezó como operador de ascensores.

Asentí con la cabeza, sonreí dándole las gracias y salí de la oficina. ¿Cómo iba a quedarme a ver si aparecía el señor Lyons si cuando la necesidad de encontrar lo que buscaba era tan dolorosa como morirse de hambre? Atravesé el vestíbulo, me senté en una silla y me quedé mirando la puerta de la oficina, esperando a que el señor Lyons regresara; deseando que volviera enseguida. «Vamos, vamos» mascullaba entre dientes sin cesar.

Al final ya no podía aguantarme más, de modo que me levanté y caminé de nuevo hacia la oficina. Cuando ya estaba cerca la secretaria estaba saliendo. Al verme, cambió de dirección para acercarse a mí. Parecía que nos acercábamos el uno al otro con lentitud, como en un sueño.

Entonces se detuvo ante mí y me dijo que, quizá, la persona con la que debería hablar era Marcie Buckley, que trabajaba en la oficina de Lawrence (al parecer, Lawrence es el dueño del hotel) y que había preparado un pequeño libro titulado La joya más brillante de la Ciudad de la Corona y que trataba de la historia del hotel.

Me indicó el camino, le di las gracias sonriendo (al menos, creo que sonreí), atravesé la habitación, subí una pequeña rampa y abrí una puerta de cristal. Dentro de la oficina había un hombre mayor y dos mujeres, una de ellas en la mesa de la entrada, delante de mí.

—Quisiera hablar con Marcie Buckley —le dije.

La atractiva joven me devolvió la mirada.

—Yo soy Marcie Buckley.

Sonreí de nuevo, repitiendo mi mentira. Especial para la televisión, no más material, necesidad de más información. ¿Podría ayudarme ella?

Fue más agradable de lo que esperaba; sin duda, más de lo que yo merecía. Señaló un escritorio al fondo del despacho. Estaba desbordado de libros y papeles; documentos del hotel que había recopilado. Me preguntó si me gustaría echarles una ojeada. No le importaba que los mirara siempre que los dejara tal y como estaban. Estaba elaborando una minuciosa historia del hotel y estaba utilizando todo aquel material de investigación.

Le di las gracias y me senté en el escritorio, examiné con rapidez todo lo que se apilaba allí encima y entonces sentí un pinchazo tan doloroso que pareció materializarse dentro de mí cuando me di cuenta de que lo que buscaba no se encontraba allí.

Era incapaz de levantarme. Si lo que buscaba se hallaba en alguna parte, tendría que pedirle que me ayudara a encontrarlo pero si me levantaba y le decía que todo aquel material tan minuciosamente reunido no me servía para nada, seguramente se sentiría dolida; tendría todo el derecho del mundo a ofenderse.

De modo que me quedé allí sentado, agonizante, mirando álbumes de recortes con artículos periodísticos sobre torneos de tenis, bailes de disfraces y el concurso de cocción de Pillsbury; fotos del hotel tomadas en diversas fechas; libros con copias de carbón de las cartas escritas por los distintos encargados. «Nuestro médico residente ha acumulado en Nueva York una gran experiencia en prácticas internas… El negocio crece y anticipamos una temporada ajetreada… Me complace comunicarles nuestras cifras del invierno… Hemos recibido su regalo del día 14 pero actualmente no necesitamos ningún cerdo…». Fingí que tomaba notas.

Al final, cuando me pareció que ya había pasado un tiempo prudencial, me levanté y me dirigí al escritorio de Marcie Buckley.

—Muy interesante todo —dije—; de inestimable ayuda. Me preguntaba si disponen de más documentación; ¿No tendrán por casualidad un almacén en alguna parte?

El corazón me dio un vuelco cuando me contestó que sí. Después me vine abajo cuando me dijo que intentaría enseñármelo más tarde, que en ese momento estaba muy ocupada. No me atreví a decir nada aparte de darle las gracias. Quería sacarla de su escritorio y obligarla a conducirme hasta el almacén en ese preciso instante. No podía hacer eso, por supuesto. Sonreí, asentí y le pregunté cuándo pensaba que podría dedicarme un rato.

Miró su reloj y me contestó que lo intentaría sobre las doce menos cuarto. Le di las gracias otra vez y me marché. Consulté mi reloj. Apenas acababan de dar las once. Cuarenta minutos me parecían mucho más largos que setenta y cinco años.

Volví a sentarme en la silla del recibidor, con la cabeza embotada y ajeno a toda aquella gente que se movía a mi alrededor. ¿Se sentirán así los fantasmas? Recuerdo que me lo pregunté. Me esforcé por no mirar el reloj. Intenté permanecer absorto, alejarme del Tiempo 1. ¿Y si estaba haciendo todo aquello para nada? Me quedé pensando. Sentía que no podría sobrevivir a aquello.

A las doce menos cuarto volví a la oficina de Lawrence. Todavía seguía trabajando. No podía insistir. ¿Qué derecho tenía a insistir aunque mi mente me gritara que las cosas no debían paralizarse?

Pasados tres minutos de las doce, Marcie Buckley se levantó y salimos de la oficina.

No sé qué le dije; no recuerdo las palabras. Me siguió preguntando por el programa especial. Mis mentiras eran terriblemente evidentes. Recé para que no tuviera ni idea de la industria de la televisión; si la tenía, se daría cuenta de que me lo estaba inventando todo. Le dije que la ABC me había contratado pero le di el nombre de un productor de Ironside de la NBC. Le di el nombre de mi representante por el del director. Mentí sin parar y sin credibilidad alguna. Mis disculpas, señorita Buckley.

Entonces, de alguna manera, conseguí pasar yo a hacer las preguntas para así escuchar en lugar de mentir.

Me contó que se había puesto a trabajar como historiadora del hotel por sí misma; que ese puesto nunca había existido, que los registros del hotel se encontraban en unas condiciones lamentables y que estaba luchando por poner fin a aquel desastre. Sé que me llevé una buena impresión de ella. Ama el hotel y desea conservar su historia; se esfuerza por convertirlo en un punto de referencia del estado y del país, algo que ya es en realidad.

Mientras me explicaba las cosas bajábamos las escaleras de lo que parecían unas catacumbas interminables, hasta que llegamos a un despacho donde un hombre le entregó unas llaves.

Para entonces sentía que mi cabeza era la de otra persona. Podía oír y sentir los pasos sordos de mis pies sobre el suelo de cemento pero tenía la sensación de que era otro el que caminaba. Creo que nunca he estado tan cerca de perder la cordura como en aquellos días. No comprendo cómo la señorita Buckley no se dio cuenta. Igual sí que se percató, solo que fue demasiado educada como para decir nada.

Primero fuimos al lugar equivocado. Visitamos una serie de habitaciones que en su día sirvieron como aljibes; habían abierto orificios que atravesaban las gruesas paredes, interconectándolas. «En cierta época, las iban a utilizar para almacenar agua de lluvia». Estoy seguro de que lo dijo; se me quedó grabado.

Después seguimos caminando y ella me siguió hablando del hotel. Guardo un vago e inconexo recuerdo de lo que me contó. Algo acerca de la solidez de la estructura de las vigas, creo. Algo acerca de un túnel no sé dónde. Algo acerca de que cada una de las habitaciones del hotel se había amueblado de manera distinta; eso debo de haberlo entendido mal. Algo acerca de una habitación redonda en una torre donde una anciana vive encerrada para siempre.

Por último, después de recorrer los interminables pasadizos del sótano, de subir escaleras y de visitar la ruidosa cocina, después de pasar por las salas de banquetes, fuera, dando la vuelta al hotel, una vez pasada otra puerta, llegamos, por fin, al pasillo que conduce a la Reja del Príncipe de Gales; la señorita Buckley se detuvo frente a una puerta lisa de color marrón y abrió su cerradura.

Entramos. La habitación era cálida. Había sillas apiladas. Hubimos de retirarlas para llegar hasta la otra puerta.

—En la siguiente habitación hace mucho calor —dijo al tiempo que abría con llave la puerta interior y encendía una polvorienta bombilla que colgaba del techo. Aquella estancia medía tres metros de largo y dos de ancho, más o menos, el techo era bajo (apenas quedaba unos centímetros por encima de mi cabeza) y estaba cubierto de tuberías forradas. La señorita Buckley tenía razón en cuanto al calor. Era increíble; como meterse en un horno.

—Esas cañerías deben de ser conductos de la calefacción —dijo—. Sin duda se trata de un lugar muy inapropiado para conservar documentación de importancia.

Recorrí toda la habitación con la mirada. Las paredes eran de cemento, el jalbegue que las cubría empezaba a desaparecer. Allá donde miraba había estanterías con libros; había también una mesa rebosante de documentos. Libros muy voluminosos, algunos de cuarenta y cinco centímetros de alto y de casi treinta de ancho, de varios centímetros de grosor. Todo se encontraba cubierto de una capa de polvo ceniciento más espesa de lo que nunca había visto; la suciedad de desvanes y sótanos intacta durante generaciones.

—¿Busca algo en concreto? —me preguntó.

—No exactamente. —Otra mentira—. Sólo más… información.

La señorita Buckley estaba en la habitación de al lado, mirándome. Yo frotaba los desgastados lomos de cuero rojo de los libros con el pulgar. El dedo se me quedó gris. Elegí un libro pesado y se formó una nube de polvo. Tosí y dejé el libro a un lado. El sudor me corría ya por la nuca. Me sacudí las manos y me quité la chaqueta.

La señorita Buckley parecía vacilar pero al final dijo:

—Voy a comer algo. ¿Quiere quedarse aquí mientras?

—Si no le importa —respondí.

—Bien… —Yo sabía cuánto le preocupaban todos aquellos registros—. Pero tenga cuidado.

—Lo tendré. —Forcé una sonrisa—. Aprecio mucho su ayuda, señorita Buckley. Ha sido muy amable.

Asintió con la cabeza.

—Está bien.

Entonces me quedé solo y la ansiedad que tenía que ocultarle pareció emerger en oleadas; empecé a respirar por la boca mientras caminaba de aquí para allá. Había cajas cubiertas apiladas detrás de la mesa. Me puse en cuclillas para levantar una de las polvorientas mantas y pude ver los fajos de facturas y recibos amarillentos que había dentro, así como unos pesados libros mayores. Retiré la manta y me levanté, momento en que me pareció que la habitación se quedaba a oscuras. Me tambaleé y me así a la mesa, sacudí la cabeza. Mientras me recuperaba, saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara.

Correteé de una estantería a otra, frotando los lomos de los libros, unidos por una espesa capa de suciedad. Todo cuanto tocaba o con lo que tropezaba lanzaba cenizas al aire. No podía dejar de aclararme la garganta ni de toser. Sentía como unos amenazadores tentáculos de dolor me presionaban la cabeza. O acababa pronto con aquello o nunca lo conseguiría.

Me topé con el lomo de un libro impreso en 1896 y lo saqué de entre dos enormes libros mayores, asfixiándome por toda la suciedad que me envolvió. Era un libro de copias hechas con papel de carbón. Las hojeé con avidez; quizá ahí encontrara algo de interés.

Muchas de las páginas estaban en blanco, como si los calcos hubieran estado impregnados de tinta simpática. El corazón se me quiso salir del pecho cuando vi una carta fechada un 6 de octubre que empezaba así: «Querida señorita McKenna:». Los ojos se me llenaron de gotas de sudor y empezaron a picarme. Me los froté con ansia, me quité las gotas de sudor con los dedos y me los sacudí. «Me complace enormemente responder a su nota del 30 de septiembre.

Aguardamos ansiosos y con gran ilusión su llegada y la representación de El pequeño ministro en el hotel».

La carta seguía diciendo que (el administrador) sentía que no hubieran podido presentar la obra durante la temporada de verano, que es cuando había más huéspedes en el hotel; pero que «sin ningún género de dudas, mejor representarla ahora que nunca».

Sacudí la cabeza vigorosamente. Estaba a punto de desmayarme. Tuve que enjugarme de nuevo la cara y el cuello. El pañuelo estaba empapado. El sudor me corría por los riñones y por el estómago. Tuve que pasar un momento a la habitación contigua. A pesar de lo cálida que era, sentí, por el contraste de temperatura, como si hubiera salido a respirar aire fresco. Me apoyé contra la pared de cemento, respirando con dificultad. Si no estaba ahí… No podía pensar en otra cosa. Si no estaba ahí…

Regresé al almacén y empecé a restregar las palmas de las manos con rapidez e impaciencia por los lomos de los libros. Venga, mascullaba. Seguí diciéndolo una y otra vez, como un niño testarudo y ansioso que se niega a ver que lo que quiere está fuera de su alcance. «Venga, venga». Gracias a Dios que Marcie Buckley no regresó en aquel instante. Si hubiera vuelto, habría avisado a un médico de inmediato, estoy convencido. Ya no me encontraba, como decían ellos con benevolencia, «en posesión de mis facultades». Mi salud mental pendía de una cosa: aquello que buscaba.

Debía concentrarme en ello porque, para entonces, estaba enfurecido con el hotel, furioso con todos los sucesivos encargados por haber permitido que aquellos registros terminaran en aquellas condiciones. Si se hubieran molestado en ordenar los registros de la forma adecuada, hubiera encontrado la respuesta en cuestión de segundos. En vez de eso, los minutos se evaporaban a un ritmo enloquecedor mientras buscaba en vano ese atisbo de prueba que me permitiría sobrevivir. Me sentía como Jack Lemmon en esa escena de Días de vino y rosas en la que enloquece en el invernadero buscando una botella de whisky. Nunca sabré qué impidió que yo perdiera la cabeza; mi búsqueda, es lo único que se me ocurre. De no ser por eso, habría terminado aullando, vociferando, lanzando libros y papeles en todas direcciones, lloriqueando, maldiciendo y convirtiéndome en un demente.

Ya no me molestaba en enjugarme el sudor. ¿Para qué? El pañuelo estaba empapado; la ropa interior pegada al cuerpo, como si me hubiera tirado vestido a la piscina. Seguramente tenía la cara roja como una remolacha. Había perdido toda noción del espacio y del tiempo. Como un sonámbulo, busqué y rebusqué, consciente de que la búsqueda era en vano, aunque estaba tan atrapado en mi propia y enfermiza locura que no podía detenerme.

Casi lo paso por alto. Para entonces apenas podía enfocar la vista. Seguía descartando libros, apartándolos a un lado. También descarté el que buscaba. Entonces, algo, sólo Dios sabe qué, destelló en las tinieblas de mi mente y, con la respiración entrecortada, estiré el brazo hacia el libro y lo cogí. Lo abrí de golpe y pasé las páginas con la mano temblorosa hasta que llegué a una donde ponía, en letras enormes, Jueves, 19 de noviembre de 1896 / Hotel del Coronado / E. S. Babcock, Gerente / Coronado, California.

Estaba tan deshidratado, creo, tan mareado que, durante lo que parecieron minutos interminables, fui incapaz de darme cuenta de que las fechas caen en días distintos cada año y de que sólo coinciden cada ciertos años. Me quedé mirando la página con desconcertada incredulidad y entonces, de repente, la ira me invadió en cuanto lo vi claro.

La vista se me fue a las columnas que tenían el encabezado de «Nombres», «Residencia», «Habitaciones» y «Hora»; recorrí toda la lista. Se me nublaba la vista. Me pasé la mano, que me temblaba, por los ojos. E. C. Penn. Conrad Scherer y esposa (curiosa manera de escribirlo, recuerdo que pensé). K. B. Alexander. C. T. Laminy. Me fijé confundido la palabra IM, que se repetía muchas veces por todas las columnas. Sólo ahora sé que quería decir «ídem» y que se empleaba en lugar de las comillas que se utilizan hoy en día.

Miré la parte inferior de la página pero no estaba allí. Debí de dejar escapar un quejido. Miré los dibujos a la tinta de la página de registro. El olor a papel húmedo y suciedad me saturaba las fosas nasales y los pulmones. Casi sin fuerzas, pasé la página al Viernes, 20 de noviembre de 1896.

Y rompí a llorar. Desde que tenía doce años nunca había llorado así; no de pena sino de alegría. De repente, al borde del desfallecimiento, me dejé caer, con las piernas cruzadas, al suelo, con el pesado registro del hotel en el regazo, las lágrimas corriéndome por las mejillas, sumergido en riachuelos de sudor, mis ahogados sollozos el único sonido en aquel horno muerto y tórrido.

Era el tercer nombre por abajo.

R. C. Collier, Los Ángeles. Habitación 350. 9:18 A.M.

Una y veintisiete de la tarde. Echado en la cama, embargado por una deliciosa sensación de esperanza. Me he dado una ducha, me he quitado de encima todo el polvo, la mugre y el sudor, he metido la ropa en la cesta de la colada. Contento por haber podido cerrar las cámaras de los almacenes y de marcharme antes de que Marcie Buckley regresara. La he llamado hace un rato para darle las gracias de nuevo.

Es una tentación (ya que me siento tan bien y estoy tan seguro) no hacer nada ahora aparte de quedarme aquí tumbado y esperar a que suceda lo inevitable.

Así y todo, siento, a pesar de mi certeza, que esto no es en absoluto una cuestión de inevitabilidad. Todavía debo provocar que suceda. Estoy totalmente convencido de que ya se ha hecho pero, después de haber leído el libro de Priestley, también creo que existen, de hecho, múltiples posibilidades no sólo para el futuro sino también para el pasado.

Aún podría no suceder. Por lo tanto, mi trabajo no ha terminado todavía. Pese a que no me cabe la menor duda de que mañana por la noche voy a verla actuar en El pequeño ministro, también estoy seguro de que he de esforzarme al máximo para que sea posible.

Lo haré dentro de muy poco; en este momento me apetece gandulear. Lo pasé horriblemente mal ahí abajo hasta que di con el registro del hotel en el que aparecía mi nombre. Necesito recuperar fuerzas antes de ponerme en acción.

Me pregunto por qué escribí R. C. Collier. Nunca he escrito mi nombre de esa forma.

También dudé si trasladarme o no a la habitación 350, pero al final decidí no intentarlo. No sé muy bien porqué pero, de algún modo, no me pareció adecuado. Y, puesto que casi siempre es preferible dejarse llevar por los presentimientos, mejor dejarlo así.

Es 19 de noviembre de 1896. Estás tumbado en la cama, los ojos cerrados, relajado, y es 19 de noviembre de 1896. Sin tensión. Sin preocupaciones. Si oyes un ruido fuera, son las ruedas de los carruajes, el sonido sordo de las pezuñas de los caballos. Nada más; no oirás nada más. Sientes paz, una paz absoluta. Es 19 de noviembre de 1896. Estás tumbado en una cama del Hotel del Coronado y es 19 de noviembre de 1896. Elise McKenna y su compañía se encuentran en el hotel en este preciso instante. Les están preparando el escenario para la representación de El pequeño ministro de mañana por la noche. Es jueves por la tarde. Estás echado en la cama de tu habitación en el Hotel del Coronado y es jueves por la tarde, 19 de noviembre de 1896. Tu mente asimila esto sin problemas. Tu mente no se cuestiona nada. Es 19 de noviembre de 1896, jueves, 19 de noviembre de 1896. Eres Richard Collier. Treinta y seis años. Echado en la cama del hotel, con los ojos cerrados, un jueves por la tarde, 19 de noviembre de 1896. 1896. 1896. Habitación 527. Hotel del Coronado. Jueves por la tarde, 19 de noviembre de 1896. Elise McKenna se encuentra en el hotel en este mismo instante. Su madre se encuentra en el hotel en este mismo instante. Su representante, William Fawcett Robinson, se encuentra en el hotel en este mismo instante. Ahora. En este momento. Aquí. Elise McKenna. Tú. Elise McKenna y tú. Ambos en el Hotel del Coronado en esta tarde de jueves de noviembre; jueves, 19 de noviembre de 1896.

Esta sesión de auto-hipnosis de mi hermano se prolonga durante veintiuna páginas más.

Ya he grabado cuarenta y cinco minutos en el casete. Ahora me relajaré, cerraré los ojos y lo escucharé.

Dos y cuarenta y seis de la tarde. Estoy más seguro que nunca. Es una sensación extraña, más allá de toda lógica, pero estoy convencido de que la transición tendrá lugar. Esta seguridad despierta un nerviosismo contenido bajo la calma mental que también siento; la tranquilidad de la certeza total.

Me quedé estirado en la cama durante esos cuarenta y cinco minutos, no sé si al final me dormí o si entré en estado de hipnosis o qué. Todo lo que sé es que me creí lo que estaba oyendo. Pasados unos minutos, fue como si fuera la voz de otra persona la que me estuviera hablando. Alguna personalidad incorpórea dándome instrucciones desde algún lugar ajeno al tiempo y el espacio. Creí a aquella voz sin reserva.

¿Cómo decía aquella frase que leí hace tantos años? Me impresionó tanto que una vez estuve a punto de hacer que me la grabaran en una tablilla para colgarla en la pared de mi despacho.

Ya me acuerdo: «Tu mundo lo crea tu cabeza».

Antes, aquí tumbado, llegué a creer que la voz que estaba escuchando me estaba contando la verdad y que estaba echado en esta cama, con los ojos cerrados, no en 1971 sino en 1896.

Lo repetiré una y otra vez hasta que me lo haya creído hasta tal punto que literalmente estaré allí, me levantaré, saldré de esta habitación y me reuniré con Elise.

Tres y treinta y nueve de la tarde. Fin de otra sesión. Resultados similares. Convicción; paz; certeza. Hubo un momento en que estuve a punto de abrir los ojos y mirar a ver si ya estaba allí.

Acabo de imaginarme algo muy extraño.

¿Y si cuando abra los ojos en 1896 me encuentro a alguien en la habitación mirándome atónito? ¿Sabría cómo comportarme? ¿Y si… ¡Oh, Dios mío!… me encuentro con una pareja de recién casados que acaba de ponerse a descubrir la «conjugación nupcial» cuando de repente aparezco yo en la cama con ellos, muy probablemente encima o debajo? Grotesco. Aun así, ¿cómo podría evitarlo? Tengo que estar echado en la cama. Supongo que también podría tumbarme debajo, por si acaso, pero me sentiría demasiado incómodo para lograr la concentración mental.

Me arriesgaré y ya está. No lo concibo de otra manera. Espero que, puesto que el invierno trae menos huéspedes (como decía Babcock en su carta a Elise), esta habitación esté libre.

A pesar de eso, hay que arriesgarse. No pienso dejar que esos pormenores me arruinen los planes. Un breve descanso, después me pondré a ello de nuevo.

Cuatro y treinta y siete de la tarde. Un problema; de hecho, dos. Uno irremediable, para el otro confío en que haya solución.

Primer problema: El sonido de mi voz, durante esta tercera sesión, ha empezado a perder su calidad abstracta y a hacerse más identificable. ¿Por qué ocurre esto? Debería resultarme más difícil reconocerla cada vez que la escucho, ¿no es así?

Aunque puede que no. Quizá tenga algo que ver con el segundo problema, que es este: pese a que conservaba la certeza mientras escuchaba la cinta, aquella comenzó a debilitarse por el hecho de oír las mismas palabras una y otra vez, lo que, en términos de hipnosis, es lo adecuado pero no resulta útil para la parte de mi mente en la que todavía impera la lógica. Dicha región mental terminó por hacerse la pregunta sin rodeos: ¿Es eso todo lo que sabes sobre este día de noviembre de 1896?

¡Ya lo tengo! Bajaré ahora mismo al estanco a comprar un ejemplar del libro de Marcie Buckley, lo leeré rápidamente y conoceré todos los acontecimientos de 1896, después grabaré otra sesión de hipnosis de cuarenta y cinco minutos y así tendré más pruebas con las que demostrar a mi mente que es él 19 de noviembre de 1896; el escenario será mucho más rico en detalles, por así decirlo.

A Elise le parecería bien.

Más tarde. Un libro interesante. Bueno, en realidad no es un libro; ahora está trabajando en una versión ampliada. Esto es, más bien, un folleto grueso, sesenta y cuatro páginas con bosquejos, capítulos sobre la estructura del edificio, un poco de su historia y la de Coronado, fotografías de su aspecto actual y otras antiguas, fotos de celebridades que se han alojado en el hotel (el Príncipe de Gales, nada menos), además de notas y dibujos referentes al futuro deseado del hotel.

He recopilado suficiente información para enriquecer mi próxima sesión, la cual dará comienzo en breves instantes.

Es jueves, 19 de noviembre de 1896. Estás tumbado en la cama de la habitación 527, con los ojos cerrados. Se ha puesto el sol y ahora está oscuro. Empieza a anochecer este jueves en el Hotel del Coronado; jueves, 19 de noviembre de 1896. Ahora empiezan a encender las luces. Las lámparas son de gas y de electricidad, pero el gas no se utiliza.

Están instalando, hoy mismo, un sistema de calefacción por vapor que, según los planes, estará terminado el año que viene. Por ahora, en todas las habitaciones hay una chimenea. Esta habitación, la 527, se calienta gracias a su chimenea. En este preciso instante, en la oscuridad de este jueves, 19 de noviembre de 1896, hay un juego encendido en el hogar que hay frente a ti; chisporrotea suavemente, inundando la habitación con su calor, iluminándola con la luz de sus llamas.

En sus habitaciones, los otros huéspedes se están vistiendo, ahora, para cenar en la Habitación de la Corona. Elise McKenna se encuentra en el hotel en este preciso instante; quizá esté en el teatro, revisando los detalles de la producción de El pequeño ministro, función programada para mañana por la noche, o puede que se esté cambiando de ropa en su habitación. Su madre está en el hotel. Al igual que su representante, William Fawcett Robinson. El resto de la compañía teatral también. Las habitaciones de todos ellos reciben el calor de un hogar; igual que esta habitación, la habitación 527, en este anochecer del jueves, 19 de noviembre de 1896. También hay una caja fuerte en la pared de la habitación.

Estás echado tranquilamente, en paz, con los ojos cerrados, en esta habitación en 1896, 19 de noviembre de 1896; anochecer del jueves, 19 de noviembre de 1896. Pronto vas a levantarte, a salir de la habitación y a reunirte con Elise McKenna. Vas a abrir los ojos en esta ahora oscura noche de noviembre de 1896, vas a salir al pasillo, a bajar y a encontrarte con Elise McKenna. Elise está en el hotel ahora. En este preciso instante. Porque es 19 de noviembre de 1896. 19 de noviembre de 1896. 19 de noviembre de 1896.

Y así durante veinte páginas más.

Seis y cuarenta y siete de la tarde. He cenado lo que me han subido a la habitación. Un poco de sopa, un sándwich. Un error. Estaba tan empapado de la convicción de que era el año 1896 (a pesar del aspecto moderno de la habitación) que la entrada del camarero ha sido una desastrosa intrusión.

No volverá a repetirse. He vuelto a tropezar, pero hay solución. Compraré galletas saladas, queso y demás en el estanco, comeré en la habitación de ahora en adelante. Lo suficiente para no tener que parar mientras sigo con el plan.

Sigue habiendo un problema. Bueno, en realidad, es el mismo.

El sonido de mi voz.

Cada vez me distrae más. No importa hasta qué punto se evada mi mente porque, en el fondo, en alguna remota zona racional que no se deja engañar, sé que es mi propia voz la que me habla. No sé qué otra cosa podría hacer, pero es desquiciante.

En fin, ya veré qué hago si el problema se me va de las manos. Quizá eso no pase.

Cada vez pienso más en el hecho de que, al regresar, voy a ser el origen de la tragedia que ensombrece este rostro; tengo su foto delante de mí, sobre el escritorio.

¿Tengo derecho a hacerle esto?

Sé que ya se lo he hecho. Con todo, por otro lado, cada vez más, siento que existe una variable tanto en el pasado como en el futuro. No sé por qué lo siento, pero es así. Tengo la sensación de que me queda la opción de no regresar si no quiero. Es algo muy intenso.

¿Pero por qué no iba a regresar ahora? Aunque supiera, lo cual no es así, que no podría gozar más que de unos breves momentos a su lado. Llegados a este punto, ¿no regresar? Es impensable.

Aparte de eso, me preocupan otras cosas. La elección que puede hacer que la situación sea mucho más complicada de lo que ya es.

¿Cómo lo explicó Priestley? Permitidme repasarlo.

Aquí viene lo que dijo, en el último capítulo, titulado Un hombre y un tiempo. Habla sobre el sueño de una mujer de Rusia; la condesa Toutschkoff, en 1812. Soñó, tres veces durante una misma noche, que su marido, un general del ejército, moriría en una batalla que se libraría en un lugar llamado Borodino. Cuando se despertó y se lo contó a su marido, no encontraron aquel nombre en ningún mapa.

Tres meses más tarde, su marido murió en la batalla de Borodino.

Después Priestley habla de otro sueño; de una mujer americana del siglo veinte. Esta mujer soñó que su bebé se caía a un río. Algunos meses más tarde se encontró en el lugar exacto con el que había soñado, con su bebé vestido igual que en el sueño y a punto de verse en las mismas circunstancias que terminaron con la criatura cayendo al agua en el sueño.

La mujer, advirtiendo el paralelismo de la situación, alteró la previsible tragedia al salvar la vida de su hijo.

Lo que Priestley sugiere es que el ámbito de los acontecimientos determina si éstos quedan sujetos a algún tipo de variación. Todo ese amasijo de detalles contribuyó a que se librase la batalla de Borodino, que, al ser un suceso tan complejo, no se pudo alterar de ninguna manera.

Por otro lado, el posible ahogamiento de un bebé constituye un acontecimiento de tan poca relevancia (a menos, en teoría, que la criatura sea un César o un Hitler) que se puede intervenir en su curso y cambiarlo.

Si con el futuro ocurre esto, pienso que a los acontecimientos del pasado se les puede aplicar las mismas reglas. Yo estuve aquí en 1896 y provoqué un cambio en la vida de Elise McKenna. Sin embargo, dicha alteración no tuvo el vasto alcance histórico de la batalla de Borodino. Fue, al igual que la muerte inminente de un bebé, un acontecimiento sin mayor relevancia.

Entonces, ¿por qué no iba yo a poder regresar, igual que antes, pero en vez de llevar la desgracia a su vida, inundarla de dicha? Estoy convencido de que su pena no se debe sólo a que llegase a conocerme o a que yo le hiciera nada sino a que, de alguna manera, me perdió por culpa de un fenómeno temporal similar al que me condujo a ella. Sé que parece una idea demencial, pero creo que es factible.

También pienso que, llegado el momento, puedo alterar el curso de dicho fenómeno.

¡Se me ocurre otra solución!

Ignoraré las nuevas instrucciones. Puesto que el sonido de mi voz me distrae, lo mejor será eliminarlo. Escribiré las instrucciones en el subconsciente… veinticinco, cincuenta, cien veces cada una. Al mismo tiempo, escucharé la Novena Sinfonía de Mahler con los auriculares, para que haga las veces de punto fijo, de péndulo, mientras voy haciendo creer a mi subconsciente que hoy es 19 de noviembre de 1896.

Una corrección. Sólo escucharé el movimiento final de la sinfonía.

La sección en que, como escribió Bruno Walter, «Mahler se despide en paz del mundo».

Yo también la utilizaré para decir adiós a este mundo… de 1971.

Yo, Richard Collier, estoy ahora en el Hotel del Coronado, a 19 de noviembre de 1896.

Yo, Richard Collier, estoy ahora en el Hotel del Coronado, a 19 de noviembre de 1896.

Yo, Richard Collier, estoy ahora en el Hotel del Coronado, a 19 de noviembre de 1896.

(Richard escribió esto cincuenta veces).

Hoy es jueves, 19 de noviembre de 1896. Hoy es jueves, 19 de noviembre de 1896. (Escrito cien veces).

Elise McKenna se encuentra ahora en el hotel. (Cien veces).

Cada minuto me acerca más a Elise. (Cien veces).

Ya es 19 de noviembre de 1696.

(Sesenta y una veces).

Nueve y cuarenta y siete de la noche. Ha ocurrido.

No recuerdo cuándo exactamente. Estaba escribiendo «Ya es 19 de noviembre de 1896». Me dolían la muñeca y el brazo. Me pareció que estaba envuelto en una nube. En un sentido literal, me refiero. La niebla parecía revolverse a mi alrededor. Podía oír el adagio en mi cabeza. Era la enésima vez que lo ponía. Podía ver cómo el lápiz bailaba sobre el papel. Parecía escribir solo. La relación entre el objeto y yo había desaparecido. Contemplé sus movimientos, anonadado.

Entonces ocurrió. Un parpadeo. Diría que esa es la palabra adecuada. Tenía los ojos abiertos pero estaba dormido. No, dormido no. Me encontraba en otro mundo. La música se detuvo y, por un momento (un instante perfectamente distinguible e inconfundible), aparecí allí.

En 1896.

Vino y se fue tan rápido que creo que no debió de durar más que un parpadeo.

Sé que parece una locura y que suena poco convincente. Incluso yo lo veo así al tiempo que mi voz lo describe. Aun así sucedió. Cada célula de mi cuerpo sabía que estuve allí sentado, en este punto exacto, no en 1971 sino en 1896.

Cielo santo, cuando digo 1971 se me pone la carne de gallina. Es como si volviera a estar encerrado. Antes era libre. En aquel instante milagroso, la puerta se abrió de par en par, salí y fui libre.

Creo que los auriculares tuvieron la culpa de que no durara más de lo que duró. Pese a todo lo que amo la música, me horroriza pensar que en ese momento tenía los auriculares puestos, reteniéndome.

Ahora que sé que funciona y que basta con repetir el proceso, se me ocurre algo sumamente práctico.

La ropa.

Resulta extraño, y quiero decir extraño, que, durante todo este tiempo, no cayera en la cuenta en ningún momento que estar en 1896 con la ropa que llevo puesta ahora sería tan desastroso que todos los planes podrían irse al traste.

Está claro que tengo que encontrar un traje adecuado para la época a la que voy a ir.

¿Pero de dónde sacaré uno? Mañana es viernes. No sé por qué estoy convencido de que debe ocurrir mañana. Estoy seguro de ello, aunque no pretendo hacer nada al respecto.

Lo que sólo deja una posibilidad en lo que a vestuario se refiere.

Estoy consultando las Páginas Amarillas. Tiendas de disfraces. Está claro que no me queda tiempo de encargar uno a medida. Lástima que no lo pensara antes. En fin, ¿cómo iba a imaginarlo? Hasta esta tarde no acepté la posibilidad de llegar a Elise. La pasada noche y esta mañana todavía pensaba que me engañaba a mí mismo. ¡Un engaño! Demonios, es increíble.

Aquí viene una. La San Diego Costume Company, en la Séptima Avenida. Lo primero que haga por la mañana será pasarme por allí.

De nada sirve seguir con ello esta noche. Incluso podría ser peligroso. ¿Y si me transportara sin darme cuenta, vistiendo este maldito traje? Tendría una pinta muy rara con una ropa como esta en 1896.

Mañana será el gran día. Estoy tan convencido que apuesto a que… No necesito apostar. No es un juego. Mañana, me reuniré con ella.