17 de noviembre de 1971

Seis y veintiuno de la mañana. Fortísimo dolor de cabeza. Apenas puedo abrir los ojos.

Estoy escuchando una y otra vez lo que grabé la última noche. Escuchando en la fría luz del día, por decirlo de alguna manera.

Debo de haber estado delirando.

Once y cuarenta y seis de la mañana. El servicio de habitaciones acaba de subirme un desayuno europeo (café, zumo de naranja, panecillo de arándanos con mantequilla y mermelada) y estoy aquí sentado, con la cabeza abotagada, comiendo y bebiendo como si fuera un tipo normal en vez de un demente.

Lo raro es que ahora que el dolor más intenso ha pasado, en estos momentos, mientras permanezco aquí sentado, ante el escritorio, contemplando la playa bañada por el sol, el mar azul deshaciéndose en blanca espuma sobre la arena grisácea, en este instante, esa idea, cuando debería pensar que tendría que ser desechada por la lógica de las horas de vigilia, persiste de alguna manera; el porqué ya no lo sé.

Quiero decir, aceptémoslo: en la susodicha fría luz del día esa idea se presenta sin importar que se trate del más típico de los sueños imposibles. ¿Retroceder en el tiempo? ¿Cómo se puede estar tan chiflado? Pese a todo, una profunda e inexplicable convicción me hace seguir adelante. No tengo ni idea de cómo puede algo así llegar a tener un mínimo de sentido, sin embargo, para mí, sí que lo tiene.

¿La prueba de mi fe inquebrantable? Endeble. Pero parece cobrar consistencia cada vez que pienso en ello: que me miró como si me conociera y que, aquella misma noche, murió de un ataque al corazón.

Una pregunta repentina.

¿Por qué no me dijo nada?

No seas ridículo. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿A sus ochenta y muchos hablarle a un muchacho que no tenía ni veinte años sobre el amor que podrían haber compartido cincuenta y siete años antes?

Si hubiera sido yo, habría actuado igual: me hubiera quedado callado y después hubiera esperado la muerte.

Otra idea.

Más difícil todavía de asimilar.

Si de verdad hice todo esto, ¿no sería más atento si no regresara? Así su vida seguiría, sin problemas. Quizá no hubiera logrado el mismo éxito pero al menos…

Tenía que parar un momento para reírme. Me siento aquí como si nada hablando de cambiar el curso de la historia.

Otro pensamiento.

Estoy haciendo que mis ideas parezcan más factibles que nunca.

He leído estos libros. Muchos impresos hace décadas, incluso una generación. Lo que le ha ocurrido ya ha pasado. Por tanto, no me queda alternativa. Debo regresar.

Debía reírme otra vez. Me río mientras digo esto. La verdad es que no es una risa de diversión; más bien es la que se te escapa cuando hay algún loco delante.

Una vez que esto ha quedado claro, examinemos los detalles del problema.

No importa lo que quiera, lo que sienta ni lo que crea que puedo hacer; mi cabeza y mi cuerpo, cada célula que hay en mí sabe que estamos en 1971.

¿Cómo podría zafarme de estas cadenas?

No me confundas con los hechos, Collier. Al menos, no con los que demuestran que no se puede hacer. Con lo que debo llenarme la cabeza ahora es con los hechos que demuestran que sí que es factible.

Pero ¿de dónde saco esas pruebas?

Otro viaje relámpago a San Diego. Esta vez apenas lo he sentido. Debe de ser por la influencia del hotel, que se viene conmigo; la llevo puesta como si fuera una armadura.

Me dirigí a Wahrenbrock’s otra vez. Buena suerte nada más llegar. J. B. Priestley escribió y recopiló un más que grueso libro sobre la materia: El hombre y el tiempo. Espero que me sea revelador.

También compré una botella de Bordeaux tinto. Además de un marco para su foto. Precioso. Parece de oro viejo con una apertura ovalada en el marco. Yo lo llamo marco pero también parece que estuviera hecho de oro viejo, con intrincados dibujos en la parte superior que se retuercen como parras doradas alrededor de su cabeza. Ahora tiene el aspecto que merece. No impresa en un libro como si fuera parte de la historia. En un marco, encima de la mesilla de noche.

Vivo. Mi amor vivo.

Lo único que todavía me inquieta es saber que yo soy el que dejará caer esa trágica mirada sobre su rostro.

No voy a pensar en eso ahora. Existen muchas posibilidades. Voy a ducharme y después, sentado en la cama, con su música favorita en mi cabeza, con su vino preferido escurriéndose por mi garganta, empezaré a aprender cómo burlar el paso del tiempo.

Y todo eso aquí. En este hotel. Este lugar donde, setenta y cinco años atrás, incluso mientras pronuncio estas palabras, Elise McKenna respira y vive.

Richard dedicó incontables horas a transcribir y analizar el libro de Priestley. En consecuencia, es en esta sección de su manuscrito donde he realizado los mayores recortes, puesto que el tema, pese a que a Richard le fascina, tiende a ralentizar la historia de forma considerable.

El primer capítulo trata de los aparatos que se emplean para medir el tiempo. No veo qué utilidad puede tener pero, aun así, lo estudiaré, tomaré notas igual que hacía en la universidad.

Esa es la forma de leerlo. Voy a asistir a clases de tiempo.

Capítulo Dos: Imágenes y metafísica del tiempo.

El movimiento de las aguas, escribe Priestley, siempre ha sido nuestra imagen preferida del paso del tiempo. «El tiempo, al igual que el interminable curso de un río, arrastra consigo a todos sus hijos».

Desde un punto de vista intelectual, esto no es suficiente porque junto a las corrientes están las orillas. Por tanto, nos vemos obligados a pensar en qué es lo que permanece inmóvil mientras el tiempo fluye. ¿Y dónde nos encontramos nosotros? ¿En la orilla o en el agua?

Capítulo Tres: El tiempo entre los científicos.

«El tiempo no tiene una existencia propia aparte del orden de los acontecimientos por el cual nosotros lo medimos». Lo dijo Einstein.

En este «reino misterioso», según Priestley, no existe un lugar donde descubrir el significado último del tiempo y el espacio.

Gustav Stromberg afirma que la existencia de un universo pentadimensional que incluye el mundo físico tetradimensional del espacio-tiempo. Lo llama el «dominio de la eternidad». Se encuentra más allá del tiempo y del espacio en su sentido físico. En dicho dominio, presente, pasado y futuro carecen de significado.

Sólo hay una unidad de existencia.

Capítulo Cuatro: El tiempo en la ficción y el drama.

Imaginemos un hombre que nace en 1900, escribe Priestley. Si 1890 existe todavía en alguna parte, ese hombre podría hacerle una visita. Pero sólo podría ir en calidad de observador, puesto que 1890 junto con su mundo físico ya no serían el 1890 que una vez fueron.

Si quisiera hacer algo más que contemplar 1890, si deseara experimentar ese año como si estuviera vivo, debería recurrir a la parte intemporal de su mente para penetrar en la de alguien que viviera en 1890.

La causa de esta limitación, afirma Priestley, no es el viaje en sí sino el destino. Una persona que nace en 1900 y que muere en 1970 es un prisionero de esos setenta años de tiempo cronológico. Por ello, en un sentido físico, no podría formar parte de otra época cronológica, ya fuera 1890 o 2190.

Eso me intriga. Tendré que darle más vueltas.

No; eso no puede aplicarse conmigo.

Porque yo ya he estado allí.

1896, sin mi intervención física, ya no sería el 1896 que fue.

Por tanto, debo regresar.

Parte Dos: Las ideas de tiempo.

Llevo horas leyendo y tomando notas. Me duele la muñeca, tengo la vista cansada, siento que el dolor de cabeza acecha.

Sin embargo, no puedo dejarlo. Tengo que aprender tanto como pueda para poder descubrir la manera de regresar a ella. El deseo es la clave evidente. Pero debe de existir alguna técnica, algún método. Todavía tengo que dar con él.

Pero lo conseguiré, Elise.

En la antigüedad, explica Priestley, el mundo se regía no por la cronología sino por el Gran Tiempo, el Tiempo del Sueño Eterno, según el cual pasado, presente y futuro parten todos de un Instante Eterno.

Se parece al «dominio de la eternidad» de Strómberg. Recuerda también a la teoría de Newton del tiempo absoluto, que «fluye con ecuanimidad sin relación con nada externo».

La ciencia ha descartado esta teoría pero quizá estuviera en lo cierto.

Esta idea del Gran Tiempo nos afecta en muchos aspectos, continúa Priestley, pues condiciona nuestra mente y nuestras acciones. El hombre medita sin cesar sobre cómo «regresar» y alejarse de los problemas de la vida; busca refugiarse en un país que nunca cambia, donde los niños juegan felices para siempre.

Quizá nuestros auténticos yoes (nuestros yoes esenciales) existan en este «dominio de la eternidad», con nuestra conciencia del mismo limitada por nuestros sentidos físicos.

La muerte sería la última forma de escapar a esas restricciones, aunque también es concebible huir antes de morir. El secreto tiene que ser la superación de dichas limitaciones del medio. No podemos hacerlo físicamente, por lo tanto debemos hacerlo mentalmente, con lo que Priestley denomina la parte «intemporal» de la mente.

En resumen: lo que me mantiene aquí atrapado es mi conciencia del ahora.

Maurice Nicoll afirma que toda la historia es un hoy viviente. No disfrutamos de un fogonazo de vida en medio de un extenso y desierto yermo. En vez de eso, existimos en algún punto «del vasto proceso de los vivos que todavía piensan y sienten pero que son invisibles para nosotros».

Sólo tengo que subirme a un punto panorámico desde donde pueda ver y llegar al punto de ese desfile al que me quiero sumar.

El último capítulo. Después depende de mí.

Priestley habla de tres Tiempos. Los denomina Tiempo 1, Tiempo 2 y Tiempo 3.

El Tiempo 1 es la época en que nacemos, crecemos y morimos; es el tiempo físico, propio del cuerpo y del cerebro.

El Tiempo 2 diverge del camino recto. Su campo de visión abarca unos coexistentes pasado, presente y futuro. No son el reloj ni el calendario lo que determinan su existencia. Al entrar en él, nos salimos del tiempo cronológico, al cual vemos como una unidad fija en lugar de cómo una serie de momentos en movimiento.

El Tiempo 3 es esa zona donde existe «el poder de conectar o desconectar lo que puede ser y lo que es».

El Tiempo 2 podría darse tras la muerte, asegura Priestley. El Tiempo 3 podría ser la eternidad.

¿Y ahora qué creo?

Que el pasado existe aún en algún rincón, en una parte del Tiempo 2.

Que para llegar a él debo, de alguna manera, separar mi conciencia del Tiempo 1.

¿O se trata de mi subconsciente? ¿Será este mi carcelero? ¿Lo que condiciona una vida desde el interior?

Si es así, ya tengo algo concreto que trabajar. Según los principios de la psicocibernética, puedo «reprogramarme» para creer que existo no en 1971 sino en 1896.

El hotel me será de gran ayuda puesto que todavía conserva gran parte de 1896 entre sus muros.

El lugar es perfecto, el método está bien fundado.

¡Funcionará! ¡Sé que funcionará!

He dedicado tantas horas a este libro. Horas valiosísimas, eso seguro. Por eso qué extraño que, durante largos periodos de tiempo, haya llegado a olvidarme por completo de la razón por la que lo he leído.

Pero ahora cojo la fotografía de la mesilla de noche y me quedo contemplando su rostro una vez más. Mi preciosa Elise.

Mi amor.

Pronto me reuniré contigo, te lo prometo.

Acabo de pedir la cena al servicio de habitaciones. Sopa hasta reventar. Cordero asado. Ensalada. Un buen postre. Café. Además terminaré el Bordeaux.

Estoy aquí tumbado, repasando su biografía. Todo lo que he leído se me va quedando grabado en el subconsciente, alterándolo. Mañana, empezaré a concentrarme para trastornarlo por completo.

Acabo de toparme con una interesante sección. Al final del libro se incluye una lista que no había visto antes. Una relación de libros que Elise leyó.

Uno de ellos se titula Experimentos con el tiempo, de J. W. Dunne.

Debió haberlo leído después de 1896 porque no entró en imprenta hasta después de ese año.

Me pregunto por qué lo leyó.

Siete y diecinueve de la tarde. Acabo de cenar. El estómago lleno. Satisfecho. Sereno.

Estoy aquí echado pensando en Bob.

Siempre ha sido tan amable conmigo. Tan bueno.

No estuve muy acertado dejando una nota y desapareciendo sin más. Sé que está preocupado por mí. ¿Por qué no lo pensaría antes?

¿Por qué no lo llamé por teléfono el primer día para hacerle saber que estoy bien? Podría estar desesperado, llamando a la policía, preguntando por todos los hospitales.

Será mejor que le diga que me encuentro bien antes de emprender un largo viaje.

¿Mary?

Sí.

Oh… no muy lejos.

Seguro. Estoy bien. ¿Está Bob?

Hola, Bob.

Escucha, yo… no dejarte saber si…

Es personal, Bob. Nada que ver con…

Tenía que hacerlo, Bob. Me pareció que la nota lo explicaba bien.

Bueno, eso era todo lo que tenía que decir, de verdad. Tengo que salir de viaje.

Adonde quiera. Quiero decir…

Estoy bien, Bob, yo…

Es que no quiero decírtelo. Intenta comprenderme. Estoy bien. Quiero hacer esto solo.

Mira, me encuentro perfectamente. Te he llamado para decírtelo. Para que no te preocuparas.

Vale, pero no lo estés. No hay motivo. Estoy bien.

Sí. No sé por qué. Lo estoy, sin más.

No, Bob. Nada. Si necesito algo te llamaré.

No demasiado lejos. Escucha, tengo que…

Que no, Bob, que no puedo. Es que no quiero…

Porque yo…

Déjame hacerlo solo. Por favor.

¡Bob, por el amor de Dios!

Estoy viendo a Carol Burnett.

Es graciosa.

Harvey Korman también.

Divertido.

Amigos, ¿os gustaría saber por qué los estoy viendo? No podéis oír lo que estoy diciendo pero os lo diré de todas maneras. ¿Por qué estoy viendo a Carol Burnett en lugar de irme a dormir y descansar para mi combate de mañana con el Tiempo?

Os diré el motivo.

Es porque lo he perdido.

No sé cuándo. Probablemente empezara cuando estaba hablando con Bob. Empeoró cuando me oía a mí mismo hablando con él. No sé cuál será el momento exacto en que desapareció.

Lo único que sé es que se ha ido.

Al principio no podía creerlo. Pensé que me lo estaba imaginando. Esperé a que el vacío volviera a llenarse. Cuando vi que eso no ocurría, me enfadé. Después me asusté.

Ahora lo sé.

Se acabó.

¿Yo viajar en el tiempo?

Demonios, debería estar en The night gallery, no en este hotel. Soy un imbécil. Este hotel no es una isla del ayer. Es como un mojón en medio de la playa. ¿Y Elise McKenna?

Una actriz que falleció hace dieciocho años. Sin un motivo trágico. De vieja.

Hace setenta y cinco años tampoco le pasó nada dramático aquí. Le cambió la personalidad, nada más.

Puede que se acostara con Robinson. O con el botones. O…

¡Oh, cierra el pico! Olvídalo, Collier. Déjalo, no le des más vueltas, no pienses en ello, se acabó. Sólo un subnormal seguiría adelante.

Once y treinta y uno de la noche. Me acerqué al estanco al terminar el programa de Carol Burnett. Compré un San Diego Union y un Los Ángeles Times. Me senté en el vestíbulo y los leí los dos enteros, con avidez, como un borracho bañándose en alcohol. Reintroduciendo los venenos de 1971 en mi organismo. Desafiando con ira lo que pudiera sentir.

Dejé los periódicos en el sofá del vestíbulo. Fui hasta el salón Victoriano. Pedí un bloody mary. Dije que lo pusieran a mi cuenta. Me levanté y bajé a la galería. Entré en el salón de juegos y eché una partida de béisbol, otra a un videojuego de preguntas, otra al golf y otra al flíper. El salón estaba vacío, las máquinas formaban un ruido estruendoso y yo deseaba destrozarlas una por una con una almádena.

Volví arriba. Me crucé con gente vestida de etiqueta. Reunión en el salón de baile. Conferencia sobre accidentes automovilísticos. Tenía ganas de pararlos. De decirles qué se siente cuando el alma se choca de frente con la realidad.

Otro bloody mary en el salón Victoriano. Una pareja discutía en el reservado de al lado. Los envidié; estaban vivos. Yo estaba allí, vacío, destripado, macilento y descuartizado. Me tomé un tercer bloody mary. Lo añadí a la cuenta; habitación 527, Richard Collier. Volví arriba para tirarme por la ventana. No tuve valor. En vez de eso me puse a ver la tele.

No me he sentido tan vacío en toda mi vida. No tengo ningún tipo de meta. La gente que se siente así se muere. La voluntad de vivir lo es todo. Si esta se marcha, el cuerpo la sigue.

Nada me sostiene. Soy como uno de esos personajes de dibujos animados que salta por un precipicio pero sigue pataleando en el aire unos segundos antes de darse cuenta.

Yo ya me he dado cuenta.

Ahora empieza la caída.