16 de noviembre de 1971

Acabo de regresar de la biblioteca central de San Diego. Resulta que estaba a una manzana o así de la librería a la que fui ayer. Cuando abrieron ya estaba en la puerta.

Me levanté a las cinco y paseé por la playa durante tres horas, deshaciéndome del dolor de cabeza. A las ocho y media ya me encontraba mejor, así que me tomé un trago de café y un trozo de tostada, le dije al mozo que me trajera el coche y que me indicara el camino y salí corriendo para la biblioteca.

Al principio pensé que me pondrían pegas. La joven del mostrador me dijo que no podía sacar libros con una tarjeta de la biblioteca de Los Ángeles. Sabía que no podría pasarme todo el día allí leyendo… empezaba a ponerme nervioso. En ese momento apareció una encargada, mayor y más entendida. Con la identificación adecuada y la etiqueta de la llave de mi habitación, me permitió conseguir una tarjeta temporal y retirar libros. Estuve a punto de darle un beso en la mejilla.

Veinte minutos más tarde ya estaba fuera; gracias Señor por los sistemas de tarjetas archivables. A la vuelta conduje rápido, experimentando la misma sensación a medida que me aproximaba al Coronado; como si este gigantesco castillo de madera blanca se hubiera convertido en mi hogar. Le dejé el coche al ayuda de cámara y me sumergí en el silencioso abrazo del hotel. Tenía que bajar a sentarme en el jardín y cerrar los ojos, dejar que aquel mundo se me filtrara de nuevo por las venas. El jardín es el lugar ideal para ello; es como el corazón del edificio. Allí sentado, me dejé arrullar por su pasado. Me llené de paz y respiré hondo, abrí los ojos y me puse de pie, me dirigí hacia el ascensor de atrás, subí hasta la quinta planta y regresé a mi habitación con los libros que había sacado.

Hay un libro sobre ella titulado Elise McKenna: una biografía íntima, por Gladys Roberts. Voy a dejarlo para el final porque, a pesar de la tentación de leerlo que tengo ahora mismo, sé que, una vez que haya leído la biografía, todo se habrá terminado y quiero saborear este misterio durante el mayor tiempo posible.

Estoy escribiendo estas líneas y escuchando la Cuarta; la más sencilla, a mi modo de ver, la menos exigente. Quiero concentrarme en ella.

El primer libro es de John Drew, titulado Mis años sobre el escenario.

Escribió que la primera impresión que recibió de Elise McKenna fue que era demasiado frágil. Por aquel entonces, estaban de moda las mujeres corpulentas, por lo que puedo deducir de las fotografías que he visto. Aun así, Drew repite lo que yo ya había leído, que Elise jamás faltó a una sola actuación.

Al principio su madre aparecía con ella en las actuaciones; interpretaba a la señora de Bergomat, madre de Susan Blondet en Baile de máscaras, y a la señora Ossian, madre de Miriam en Mariposas. Dice que viajaron a California con esta última obra. Creo que las compañías de teatro giraron por la costa oeste con regularidad, lo que explicaría que ensayaran aquí.

Aunque ya casi lo he anotado todo, todavía me parece como si hubiera acabado demasiado pronto con este libro para llegar a la biografía, como un muerto de hambre que no se sacia con los entremeses, sino que suplica que le sirvan el plato principal.

Me obligaré a ir más despacio.

El siguiente libro se titula Actores y actrices célebres, publicado en 1903. La sección empieza así «Elise McKenna vende madera, cerdos y aves de corral» y después afirma que se preocupa más de su granja de Ronkonkoma, en Long Island, que por todo lo demás a excepción del teatro. De no ser actriz, comenta el libro, sería granjera. Cada minuto de tiempo libre que puede arañar al teatro lo emplea para retirarse a su finca de doscientos acres, a la cual viaja en su vagón de tren privado siempre que tiene tiempo. «Allí puede perderse cuando quiere, lejos de miradas indiscretas».

El mismo aislamiento de siempre.

Dice más. «Se sabe menos de su vida privada que de cualquier otra figura relevante de los escenarios. Para la mayoría, cuanto saben de ella no va más allá de las candilejas del escenario. Con el fin de mantener su intimidad, ha dejado en manos de su representante todo lo susceptible de ser publicado sobre su persona. Si un periodista solicita una entrevista con ella, Elise le dice que lo hable con el señor Robinson, quien directamente le dice «No», en parte por consideración del deseo de Elise de reservar su vida privada y en parte por una política muy definida que adoptó tan pronto como se convirtió en su agente hace unos diez años». Lo cual parece verificar mi opinión sobre él.

Aquí encontramos una contradicción. Imagino que siempre surge alguna cuando se investiga algo. «Nunca dejó de actuar por enfermedad y jamás se descolgó de ningún cartel, excepto en una ocasión, en 1896, cuando el tren en el que viajaba junto con su compañía desde San Diego hacia Denver se quedó atascado en medio de una ventisca».

De nuevo 1896.

Aquí viene una preciosa fotografía de ella. Lleva un abrigo y guantes negros y lo que parece una pajarita negra. Lleva su larga cabellera recogida con unos peines y tiene las manos apretadas y apoyadas en lo alto de una columna. Aparece elegantísima y de nuevo me muero de amor por ella, pues vuelvo a experimentar la misma sensación que tuve la primera vez que vi aquella fotografía en la exposición de historia. Cuando te sumerges en la investigación las emociones personales van desapareciendo. Ahora veo esta foto y la sensación regresa. Loco o no, por absurdo que suene, estoy enamorado de Elise McKenna.

Y no creo que vaya a dejar de estarlo.

Un último, aunque revelador, comentario.

«Había un hombre que se sentía muy atraído por la señorita McKenna (en 1898), a la que dedicaba mucho tiempo; cada noche acompañaba a Elise y a su madre al teatro, y a la salida también se dejaba ver con ellas. Pasado un tiempo, la señora McKenna aprovechó una oportunidad para decirle: «Lo más justo es que te avise de que estás perdiendo el tiempo. Elise no se casará nunca. Está demasiado entregada a su arte como para pensar en matrimonios»». ¿Por qué no debería creerlo? Claro que lo creo. Esto me recuerda las palabras de Nat Goodwin.

De nuevo me estremezco. Es tan pronto para coger el último libro. Un último almuerzo mental y después la inanición. El panorama es desolador.

Ahora no escucho a Mahler. Quiero concentrarme al cien por cien en este libro, su biografía.

La fotografía del frontispicio está tomada en 1909. Parece como si se la hubieran sacado en una sesión de espiritismo; una jovencita mirando al objetivo desde el más allá. A primera vista parece que sonríe. Si te fijas te das cuenta de que también podría tratarse de una mirada de dolor.

De nuevo, me viene a la cabeza el comentario de Nat Goodwin.

«Jamás», escribe el autor en las primeras líneas del libro, «hubo ninguna actriz con una personalidad tan esquiva como la de Elise McKenna».

Estoy de acuerdo.

Aquí viene la primera descripción detallada de su físico: «Grácil estampa, de dorada cabellera castaña, ojos hundidos de un verde grisáceo y delicados pómulos salientes».

Un comentario de la primera y destacable crítica de 1890. «Elise McKenna es una de esas coquetas jovencitas que se pueden ver durante un paseo vespertino, una dulce y tierna flor nacida del árbol del teatro».

¡No te saltes tantas cosas! Graba todo lo que sea importante. ¡Este es el último libro, Collier!

Oh, Dios, los de la habitación de al lado han vuelto a quedarse mudos.

Críticas de las obras que hizo. Las dejaré para más tarde.

Una sección interesante o, mejor dicho, fascinante.

En 1924 Elise quemó sus notas, sus diarios, su correspondencia; todo lo que había escrito. Cavó un profundo hoyo en la granja de Ronkonkoma, arrojó todos los papeles dentro del mismo, los roció con queroseno y los prendió fuego.

Lo único que se salvó fue un pedazo de una página que el aire de las llamas hizo salir volando. Alguien lo encontró por casualidad y lo guardó, dándoselo más tarde a Gladys Roberts, que lo transcribe como sigue:

(M)i amor, ¿dónde estás ahora?

(¿D)esde dónde viniste a mí?

(¿A) dónde te has ido?

¿Se trata de un poema que le gustaba? ¿Lo escribiría ella misma? Si es lo primero, ¿por qué le gustaba? Si es lo segundo, ¿por qué lo escribió? En cualquier caso, parece que lo que su madre le dijo a aquel hombre era mentira.

El misterio va más allá. Cada capa que se levanta sólo da paso a otra por debajo.

¿Cuántas quedan para descubrir el núcleo?

Una crítica de su Julieta de 1893.

«La señorita McKenna no debería ni sorprenderse ni ofenderse al quedar claro a raíz de esta actuación que la naturaleza jamás la preparó para interpretar a las trágicas heroínas de Shakespeare».

Eso debió de dolerle mucho. Ojalá yo hubiera estado ahí para cerrarle la boca a ese criticucho.

Una frase interesante sacada de su viaje a Egipto con Gladys Roberts en 1904. De pie, al anochecer, en medio del desierto, cerca de las pirámides, dijo: «Es como si aquí sólo existiera el tiempo».

Debía de sentirse igual que yo en este hotel.

Se habla de los compositores que le gustaban. Grieg, Debussy, Chopin, Brahms, Beethoven… Santo Dios. Su compositor preferido era Mahler.

Ahora estoy escuchando la Novena de Mahler: interpretada por Bruno Walter y la Filarmónica de Nueva York.

Estoy de acuerdo con Alban Berg. En la funda del disco pone que, cuando leyó el manuscrito, dijo que era «lo más divino que Mahler escribió jamás». Y Walter escribió: «La sinfonía se inspira en una intensa agitación espiritual; la sensación de partir». De este primer movimiento, escribió que «flota en una atmósfera de transfiguración». Qué cerca de Elise me siento.

Pero volvamos al libro.

Una inesperada sección adicional: páginas de fotografías.

Hace un cuarto de hora que busco una en concreto. De todas las que he visto, es la foto que más me dice sobre ella. Se tomó en enero de 1897. Está sentada en una enorme silla de madera oscura, lleva una blusa blanca de cuello alto con volantes delante y una chaqueta de tela cruzada. Lleva el pelo sujeto con peines u horquillas, tiene las manos descansando en el regazo. Mira directamente al objetivo.

Su expresión es como de angustia.

¡Dios, esos ojos! Están perdidos. Esos labios. ¿Volverán a sonreír de nuevo? Nunca contemplé tanta tristeza en un rostro, tanta desolación.

En una fotografía tomada dos meses después de que estuviera aquí, en este hotel.

No puedo apartar los ojos de su cara. La cara de una mujer que ha superado alguna terrible prueba. No le queda ni un ápice de alma. Está vacía.

Ojalá pudiera estar junto a ella y cogerla de la mano, decirle que no se sienta tan apenada.

El corazón me late con violencia.

Mientras contemplaba su rostro, alguien intentó abrir la puerta de mi habitación y, de repente, tuve la descabellada idea de que era ella.

Me estoy volviendo loco.

Prosigamos, más o menos recuperada ya la calma.

Más fotos de Elise. En obras en que actuó: Noche de Reyes, Juana de Arco, La leyenda de Leonora. Recibiendo un doctorado honoris causa de interpretación en el Union College. En Hollywood, en 1908.

«A veces pienso que la única satisfacción auténtica en la vida es fracasar en tu intento de hacerlo lo mejor posible».

Sin duda, no son las palabras de una mujer feliz.

Su generosidad. Los ingresos de taquilla de sus obras enviados a San Francisco tras el terremoto; a Dayton, Ohio, tras la inundación de 1913. Sus funciones de tarde gratis para los militares durante la Primera Guerra Mundial; sus interpretaciones y trabajo como colaboradora en los campamentos y hospitales del ejército.

Otra contradicción.

«La única circunstancia bajo la que no pudo actuar se dio tras el contrato de El pequeño ministro con el Hotel del Coronado de California».

Sin embargo, no quedó atrapada por la ventisca. Quizá su compañía sí, pero Elise se encontraba con ellos. Se había quedado en el hotel. Ni siquiera su madre o su representante estaban con ella.

Qué extraño; no cuadraba con nada de lo que había hecho hasta entonces. Por lo que comenta la autora (con gran prudencia, eso sí) su comportamiento sorprendió a todos. «Pero después hubo más», escribe Gladys Roberts. ¿Qué quiere decir? ¿Más misterios?

La sección prosigue: «La obra, que se había estado poniendo a prueba por la costa oeste, no se siguió haciendo y durante algún tiempo pareció como si se hubiera cancelado por completo».

Diez meses más tarde dieron la primera representación en Nueva York.

En el ínterin, apunta la autora, nadie vio a Elise McKenna. Permaneció aislada en su finca, donde se pasaba el día recorriendo sus tierras.

¿Por qué?

Su vino favorito era el Bordeaux tinto del tiempo. Pediré una botella. Así podré escuchar a su compositor favorito mientras bebo su vino preferido; aquí, justo en el mismo sitio donde ella estuvo.

Otra pieza del puzzle.

«Antes de que El primer ministro se estrenara en Nueva York, su trabajo había sido muy satisfactorio pero desde aquel día, sus interpretaciones ganaron una luminiscencia y una profundidad que aún hoy nadie ha sido capaz de explicar».

Será mejor que repase aquellas críticas.

Comentarios sobre sus actuaciones hasta 1896:

«Maravillosamente exquisito. Perfecto control. Pura sinceridad. Encanto personal. Elegante modestia. Felicidad personificada. Aguda e inteligente. Consistentemente prometedora».

Y después:

El pequeño ministro: «Se desprende una nueva vitalidad, una calidez inusitada, una inquieta carga emocional en el trabajo de la señorita McKenna».

L’Aiglon: «Supera al de Sarah Bernhardt del mismo modo que las estrellas están por encima de luna».

Olivia: «Interpretada con infinita elegancia y con un patetismo innegable».

Peter Pan: «Su interpretación es la más bella y pura expresión de las ganas de vivir».

Espuma y jabón: «La actriz expresa cada punzada de desesperación, de completa desdicha y de total desolación que la mujer rechazada y no amada siente desgarrándole el corazón. Patetismo en estado puro».

Romeo y Julieta: «Qué diferencia respecto de la primera vez que interpretó este papel. Está deliciosamente emotiva y trabaja con intensidad sobre su lado más dramático. Desolación mayúscula. Una sensación de yermo emocional mezclada con una autoridad y convicción brillantes. La Julieta más compasiva, más humana y más convincente que se haya visto nunca».

Lo que saben todas las mujeres: «Su mejor trabajo se aprecia en las escenas de agonía espiritual reprimida y en el tono filosófico de su comedido martirio».

La leyenda de Leonora: «Un trabajo de sumo gusto de la señorita McKenna, que nunca ha actuado con tanta riqueza de detalle ni con destellos tan intensos de auténticas feminidad y ternura».

Un beso para Cenicienta: «La señorita McKenna es tan intrépida y sostenidamente melancólica que casi llega a partirte el corazón», de nada menos que el propio Alexander Woollcott.

Juana de Arco: «El triunfo de su carrera. Una perla completamente formada y madurada de la caracterización».

¿Cuál fue el momento exacto en que se produjo este cambio?

No puedo sino creer que fue durante su estancia en este hotel.

Aun así, ¿qué ocurrió?

Ahora mismo necesitaría la ayuda de Sherlock Holmes, Dupin y Ellery Queen.

Estoy mirando la foto otra vez.

¿Qué puso aquella expresión de resignación desesperada en su rostro?

Puede que este capítulo contenga la respuesta. Ya casi he llegado al final del libro. El sol se empieza a poner un día más. Igual que mis esperanzas. Cuando termine el libro, ¿qué pasará conmigo?

«Los escenarios son su vida, sus amigos íntimos siempre lo decían. Los amoríos no son para ella. Sin embargo, a mi modo de ver, en un momento de descuido, ocasión que jamás se repitió, Elise dio a entender que había habido alguien. Mientras hablaba sobre eso, noté en sus ojos una luz trágica que jamás había visto antes. No dio ningún detalle; sólo lo definió (con una triste sonrisa) como «Mi escándalo del Coronado».

¡Entonces sucedió aquí!

Capítulo final; su muerte. Algo se me revuelve por dentro. Cita: «Murió por infarto de miocardio en octubre de 1953 después…».

«… de asistir a una fiesta en el Stephens College, en Columbia, Missouri, donde enseñó arte dramático durante varios años».

Elise y yo estuvimos una vez en el mismo sitio con anterioridad. Sólo que al mismo tiempo.

¿Por qué me siento tan raro?

Citan sus últimas palabras. Nadie, dice el autor, supo nunca a qué se refería. «Y el amor, lo más dulce».

¿A qué me recuerda eso?

Un himno de la ciencia cristiana. Sólo que dice así: «Y la vida, lo más dulce, cual corazón para el corazón, susurra con ternura cuando nos reunimos para partir».

Oh, Dios mío.

Creo que estuve en aquella fiesta.

Me parece que la vi.

Me cuesta respirar. Me palpitan las sienes, las muñecas. La cabeza me da vueltas. ¿Ocurrió de verdad?

Sí; estuve allí. Estoy seguro. Fue después de una obra en el Stephens. Mi acompañante y yo habíamos ido a la fiesta que daban para el reparto.

Y recuerdo a aquella chica diciendo… No puedo acordarme de su rostro ni de su nombre, pero sí de sus palabras…

«Tienes una admiradora, Richard».

Miré al otro lado de la habitación… había una anciana sentada en un sofá acompañada de algunas chicas.

Mirándome.

Oh, por el amor de Dios, no pudo haber sido Elise.

Entonces, ¿por qué me observaba aquella mujer?

Como si me conociera.

¿Por qué?

¿Fue aquella la noche en que murió Elise McKenna?

¿De verdad aquella mujer era ella?

Estoy contemplando la foto una vez más.

Elise. Oh, Dios; Elise.

¿Te miré a la cara?

Mi habitación está en penumbra.

Llevo horas sin moverme.

Me limito a quedarme aquí, mirando al techo. No tardarán en sacarme en el cesto de la ropa sucia.

¿Por qué he dicho eso?

Eso es imposible.

Quiero decir, tengo una mente abierta y todo eso pero…

¿Algo así?

De acuerdo, me miró como si me conociese. Le recordaba a alguien, eso es todo. Al hombre que había conocido aquí.

Eso es todo.

Entonces ¿por qué, de todos los sitios a los que se puede ir en el estado y en el país, terminé aquí? Sin un plan. Por puro capricho. Una moneda al aire… ¡Por el amor de Dios!

¿Por qué en noviembre?

¿Por qué en la misma semana en que ella pasó por aquí? ¿Por qué bajé las escaleras cuando las bajé? ¿Por qué descubrí aquella fotografía? ¿Por qué me intrigó de esta manera? ¿Por qué me enamoré de ella y empecé a investigar su vida? ¿Coincidencia?

No puedo creerlo.

Me refiero, claro está, a que no quiero creerlo.

¿Era yo?

Creo que me va a estallar la cabeza. Llevo tanto tiempo dándole vueltas que estoy mareado.

Hecho: se alojó aquí con su compañía.

Hecho: se quedó aquí después de que los demás se fueran.

Hecho: no actuó hasta diez meses más tarde.

Hecho: se retiró a su finca.

Hecho: se mostraba de un modo muy diferente a como era en realidad.

Hecho: cuando volvió a trabajar había cambiado por completo como actriz, como persona.

Hecho: nunca se casó.

¿Desde dónde viniste a mí?

¿Desde dónde?

Dos y siete de la mañana. No hay forma de dormir; necesito saber. No puedo quitarme esa idea de la cabeza. Sigue creciendo, creciendo.

En caso de que algo así fuera posible, ¿no lo sería más en un sitio como este? Porque, en un lugar así, parte del viaje ya está hecha. Aquí he sentido el pasado dentro de mí.

Pero, ¿podré recuperarlo por completo?

También podría encender la luz.

Estoy mirando su retrato; lo recorté del libro. Demandadme por destruir la propiedad pública. Eso sí, no dejéis el juicio para muy tarde.

Aquí tirado… en esta habitación sombría… en este hotel… el murmullo de las olas de fondo… su foto delante de mí… la infinita tristeza de esos ojos clavados en mí…

… creo que sí es posible.

De un modo u otro.