15 de noviembre de 1971

Siete y uno de la mañana. He intentado levantarme. He salido de la cama, me he vestido, me he mojado la cara, me he cepillado los dientes, he tomado las vitaminas y demás. Después de todo eso he regresado a la cama. El dolor de cabeza es demasiado intenso como para ignorarlo.

La verdad es que es una lástima. Hace un día espléndido, por lo que puedo entrever. El azul cielo, el océano. La orilla desierta de la playa bañada por el sol. El aire fresco, limpio.

No puedo hablar.

Ocho y cincuenta y seis de la mañana. El patio sigue silencioso bajo el sol de la mañana. Desde el otro lado de la barandilla miro el césped, de un verde vivo, los arbustos exquisitamente podados, la maceta en el centro de la plaza, farolas a ambos lados de la misma. Mesas y sillas blancas.

Al otro lado del rojo tejado del hotel se puede ver el océano.

Nueve y seis de la mañana. Desayuno en la Habitación de la Diadema. Café solo y un pedazo de tostada. Hay doce comensales más.

Entra demasiada luz. La habitación titila delante de mí. La camarera entra y sale de mi campo de visión desde y hacia el resplandor amarillo gelatinoso que se ve. No sé por qué habré venido aquí. Podía haber llamado al servicio de habitaciones.

El señor Bayeta, con sus ojos rasgados, masculla algo a su micrófono.

Más tarde. No sé qué hora será, me da igual. Estoy echado boca arriba otra vez. No recuerdo bien cómo lo he hecho. Creo que me dormí. O que me desmayé.

¡Uauh! Esos aviones vuelan muy bajo. Acabo de verlos. ¿Qué van a hacer, aterrizar en la playa?

Debe de haber un aeropuerto no muy lejos.

Diez treinta y siete de la mañana. Tirado en la cama. Estoy leyendo el San Diego Union. No recuerdo haberlo comprado. Debió de ser con la confusión de antes. Por suerte, al menos conseguí volver.

Es un periódico de ciento cuatro años de antigüedad. Es mucho tiempo.

Había decidido no seguir al corriente del mundo, pero lo estoy haciendo. Pekín consigue subírsenos a la chepa. La Mariner IX localiza un punto clave en Marte. Cancelado en Sacramento el último proyecto de protección del litoral.

Estoy dando un paseo, respirando el aire fresco y puro del océano. Es un olor maravilloso. Me encuentro justo debajo de la torre; he descubierto que ahí abajo hay un salón de baile. A mi izquierda hay una piscina olímpica; el agua es azul y cristalina. Veo objetos replegados y alineados en la otra orilla; bungalows, mesas de ping-pong. Todo desierto.

Un gran día. Sol templado, cielo azul, nubes de algodón.

Estoy pasando junto a las pistas de tenis. Cuatro mujeres jugando a dobles; veo minifaldas blancas y piel de cuero. Más allá se tiende la playa. Distan unos cien metros hasta el oleaje bajo, blanco y espumoso.

Ahora miro al hotel, es un edificio titánico, con una torre que recuerda a un minarete gigantesco, de ocho lados, cada uno de los cuales cuenta con dos filas de pequeñas ventanas saledizas, en lo alto de lo que parece una torre de vigilancia. Me pregunto si dejarán subir a los huéspedes.

Camino de regreso. Por allí se levanta un edificio moderno y altísimo; debe de ser un condominio o algo por el estilo. Genera un fuerte contraste con este hotel.

Estoy mirando una antigua torre de ladrillo que se alza al otro lado del camino. Lo que en su día debió de haber sido el cobertizo para botes y que hoy es un restaurante. Lo que parecen ser unas vías abandonadas. Imagino que entonces los trenes rodeaban la playa para traer huéspedes.

Estoy sentado en el viejo bar; se llama el Salón del Casino. Cerrado por negocios; muy tranquilo. La barra, que debe de medir unos quince metros de largo, tiene un contorno y un acabado muy bonitos. En uno de sus recodos hay algo que semeja una urna, en cuyo interior se ve lo que parece un moro portando una luz.

¿Cuántos pies habrán contribuido a desgastar el reposapiés de latón?

Hasta hace un minuto estaba mirando fotografías de estrellas del cine que pasaron por aquí. June Haver. Robert Stack. Kirk Douglas. Eva Marie Saint. Ronald Reagan. Donna Reed. Vuelvo a las bellezas de la compañía de Pola Negri, vuelvo a Mary Pickford, vuelvo a la Marie Callahan de las Ziegfeld Follies. Con qué glamour retorna al pasado este lugar.

Permitidme grabar este momento: once y veintiséis de la mañana.

Atravesando el patio, de camino a mi habitación, he visto una señal que anunciaba una exposición de historia en la planta baja.

Es un lugar intrigante. Las fotos son como las de la galería. Una habitación de muestra de finales del XIX o de principios del XX. Expositores con objetos de la historia del hotel: un plato, una carta de menú, un servilletero, una plancha, un teléfono, un registro del hotel.

En uno de los expositores se muestra el programa de una obra interpretada en el teatro del hotel (el cual no sé dónde estaría) el 20 de noviembre de 1896; El pequeño ministro, de J. M. Barrie, protagonizada por una actriz llamada Elise McKenna. Junto al programa hay una fotografía de la artista; es el rostro más increíblemente hermoso que he visto en toda mi vida.

Me acabo de enamorar de ella. Es típico en mí. Treinta y seis años, un lío por aquí, una aventura por allá, un puñado de romances que fingían basarse en el amor. Pero nunca hubo nada auténtico, en ningún caso duró mucho.

Ahora, en estado terminal, me dispongo a entregar mi corazón, por fin, a una mujer que lleva muerta al menos veinte años.

Así se hace, Collier.

No puedo olvidarme de ese rostro.

Regresé para contemplarlo; permanecí ante el expositor durante tanto tiempo que un hombre que entraba y salía continuamente de un acceso para empleados que había cerca de allí me empezó a mirar como si yo estuviera echando raíces allí mismo.

Elise McKenna. Precioso nombre. Exquisitos rasgos.

Me hubiera encantado sentarme en el teatro (se encontraba en el salón de baile, lo descubrí en una fotografía que había en el museo) y verla actuar. Seguro que estaba espléndida.

¿Cómo estar tan seguro? Igual lo hacía de pena. No, no lo creo.

Me parece que ya había oído su nombre antes. ¿No hizo Peter Pan? Si es quien creo que es, entonces era una actriz magnífica.

De lo que no cabe duda es que era una preciosidad.

No, es algo más que belleza. Es la expresión de su rostro lo que me atrae y cautiva. Esa mirada delicada, sincera y dulce.

Estoy aquí echado, mirando al techo como un adolescente enfermo de amor. He encontrado a la mujer de mis sueños.

Una buena descripción. ¿Dónde encontrarla si no es en mis propios sueños?

Aunque ¿por qué no? La mujer de mis sueños siempre estuvo fuera de mi alcance. ¿Qué más da que viviera hace tan solo tres cuartos de siglo?

Ya sólo sé pensar en su cara. Pensar en Elise McKenna y en cómo era.

Debería estar organizando lo de Denver, mi odisea planificada. En vez de eso, estoy aquí repantigado, como una loncha de queso, con su expresión grabada en mi mente. He vuelto allí abajo tres veces más. Es un evidente intento de escapar de la realidad. La mente se niega a aceptar el presente regresando al pasado.

Pero… oh, en este momento siento que mi alma es como el objeto de alguna broma sádica. No tengo ninguna intención de compadecerme de mí mismo pero —¡Por el amor de Dios!— tirar una moneda a cara o cruz, conducir más de ciento cincuenta kilómetros hacia una ciudad que nunca había visto, salir de la autopista por un antojo repentino, cruzar un puente para encontrar un hotel que no sabía que existía y ver, en el mismo, la fotografía de una mujer que murió hace tantos años y, por primera vez en toda mi vida… ¿sentir amor?

¿Cómo era aquello que siempre repite Mary? ¿«Demasiado para el corazón»?

Eso es exactamente lo que siento.

He salido a pasear por la playa. He echado un trago en el salón Victoriano. He vuelto a contemplar su foto. He vuelto a la playa y a sentarme en la arena y a mirar la marea.

Para nada. No puedo esconderme de ese sentimiento. Los últimos resquicios de racionalidad me permiten darme cuenta (¡Sí, así es!) de que busco algo a lo que aferrarme, de que ese algo no tiene por qué ser real y de que Elise McKenna se ha convertido en ese algo.

No necesito que me ayuden a descubrirlo. Empieza a crecer dentro de mí, convirtiéndose en una obsesión. Antes, cuando estuve en la exposición de historia, tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para no romper el cristal de aquel expositor, coger la fotografía y salir corriendo.

¡Un momento! ¡Tengo una idea! Hay algo que podría hacer. No hay nada que me lo impida, nada que con toda probabilidad no acabe empeorando las cosas, sino algo concreto que puedo hacer en lugar de pasarme el día mirando a las musarañas.

Me acercaré a alguna librería de las cercanías o, mejor, a alguna de San Diego para buscar libros sobre Elise. Seguro que encuentro por lo menos uno o dos. El programa de abajo se refería a ella como «la célebre actriz americana».

¡Voy a hacerlo! ¡Voy a averiguar todo lo posible acerca de mi mujer, que hace tanto tiempo perdí! ¿La perdí? Está bien, está bien. Acerca de mi mujer, que nunca supo que lo era porque no lo fue hasta después de morir.

Me pregunto dónde estará enterrada. Se me pone la carne de gallina. La imagino en su entierro y me dan escalofríos. ¿Esa carita muerta?

Imposible.

Recuerdo que, en la universidad, mi casera (una practicante de la ciencia cristiana de al menos ochenta y siete años) cuidaba de una mujer de noventa y seis años para la que había trabajado en el pasado. Esta última, la señorita Jenny, estaba postrada en cama. Era paralítica, sorda, ciega, mojaba la cama, era más vegetal que animal. Mi compañero de cuarto y yo (ahora me avergüenzo al recordarlo) nos desternillábamos cuando llamaba con su voz frágil y temblorosa «¡Huu huu, señorita Ada! ¡Quiero levantarme!». Sólo decía aquellas palabras, día y noche, con los labios de una mujer para la que tenerse en pie era imposible.

Un día, cuando entré en el salón de la señorita Ada para utilizar su teléfono, me fijé en la fotografía de una bellísima joven con un vestido de cuello alto, de larga, negra y brillante melena; la señorita Jenny de joven. Una extraña sensación de confusión me embargó. Porque aquella mujer joven me atraía cuando, al mismo tiempo, podía oír a la señorita Jenny en la habitación de al lado, con su voz rota, su ceguera, su sordera y su completa indefensión, llamando porque quería levantarse. Fue un momento de escalofriante ambivalencia, a la cual no supe enfrentarme con diecinueve años. Hoy tampoco sé hacerle frente.

El ayuda de cámara cogió mi coche y lo trajo hasta la entrada del hotel. Lleva aparcado sólo desde ayer por la tarde pero ahora me resulta extraño; es más una máquina que una pertenencia. Conducirlo me parece todavía más raro. Me he desvinculado de él de la noche a la mañana.

He llamado a algunas librerías de Coronado; no tenían nada. Me dijeron que tenía que ir a Wahrenbrock’s, en San Diego. El ayuda de cámara me explicó cómo llegar hasta allí: cruzar el puente, al norte por la autopista, salir por la Sexta, parar en Broadway.

Ahora estoy pasando por el puente. Más adelante se ve la ciudad; montañas a lo lejos. Me oprime una sensación incómoda: mientras más me alejo del hotel, más me alejo de Elise McKenna. Ella pertenece al pasado. Lo mismo que el hotel. Es como un santuario para el cuidado y la protección del ayer.

No he encontrado mucho tráfico en la autopista. Hay una señal más adelante: «Los Ángeles». Pretenden hacerme creer que todavía existe.

La salida para la Sexta Avenida está un poco más adelante.

Más tarde. De regreso, preparado para lo peor. Demonios, estoy nervioso. No cabe duda de que San Diego me llego de verdad. El ritmo, la muchedumbre, el estruendo, su aplastante y vibrante personalidad. Me siento desarraigado, aturdido.

Gracias a Dios que encontré la librería sin problemas y que era un oasis de paz en el desierto del Ahora. En otras circunstancias me hubiera quedado durante horas, hojeando sus miles y miles de volúmenes, en sus tres plantas de maravillas reunidas. No obstante, tenía una misión y la necesidad de regresar al hotel. Así que compré todo lo que encontré; no mucho, me temo. El tipo de allí me dijo que, por lo que él sabía, no había libros que trataran exclusivamente de Elise McKenna. Supongo que por aquel entonces no era tan importante. No para el público, ni para la historia. Para mí, ella es lo único que importa.

Al ver el hotel a lo lejos me abruma una oleada de anhelo. Ojalá supiera expresar la sensación que tengo de regresar a casa.

He vuelto, Elise.

Ahora estoy en mi habitación; acaban de dar las tres en punto. La fuerte sensación que experimenté cuando entré en el hotel fue algo increíble. No fue paulatina como ayer; me inundó de golpe. De repente, estaba inmerso y arropado en ella… el pasado abrazándome. No puedo describirlo de otra forma.

Una vez leí un artículo sobre los viajes astrales: los que hace el llamado cuerpo inmaterial que se dice que poseemos cuando estamos dormidos. Mi experiencia es algo parecido. Fue como si mientras conducía para San Diego dejara atrás una parte de mí, amarrada a la atmósfera del hotel, y como si la otra mitad permaneciera conectada a ella mediante una larga y delgada cuerda elástica. Mientras estuve en San Diego, este vínculo se estiró al máximo, perdiendo intensidad y haciéndome vulnerable al impacto del presente.

Después, en el camino de vuelta, la cuerda empezó a acortarse, de manera que al engrosarse fue capaz de transmitirme de nuevo aquella atmósfera acogedora. Cuando volví a divisar la torre del hotel erigiéndose sobre los árboles del horizonte, casi lloré de alegría como un niño. ¿Casi? Demonios. Lloré como nunca lo había hecho.

Ahora he vuelto y he recuperado la calma. Rodeado por este castillo intemporal que se levanta en la arena, creo que lo más probable es que ya nunca más vuelva a San Diego.

Estoy escribiendo otra vez, escuchando la Quinta de Mahler con los auriculares; Bernstein y la Filarmónica de Nueva York. Hermoso; una maravilla.

En fin, echemos un vistazo a los libros.

El primero es de John Fraser, titulado Las luminarias del teatro americano. Estoy examinando una sección de dos páginas sobre Elise.

Se incluye una serie de fotos en la parte superior de la página de la izquierda en que la retratan desde la infancia hasta la vejez. De nuevo, me choca ver esa preciosa carita envejecer de izquierda a derecha.

En la segunda fila vienen tres fotos más grandes: en una aparece muy mayor, en otra muy joven; en la tercera sale igual que en el retrato de la exposición de historia: ese rostro franco y exquisito, la larga cabellera descansando sobre los hombros; igual a como salía en El pequeño ministro.

En la tercera fila de fotografías lleva un hermoso traje y tiene las manos reposando delicadamente sobre el regazo; son de una obra titulada Olivia. Al lado hay otra foto de ella caracterizada como Peter Pan (hizo el papel, entonces), en la que lleva puesto lo que parece un traje de camuflaje del ejército y un sombrero con una pluma, tocando con una flauta igual que las que utiliza Pan en la silla de madera de abajo.

En la fila de abajo vienen fotos de ella vestida de otros personajes que interpretó: L’Aiglon, Porcia, Julieta; no puedo creerlo, incluso de gallo en Chanticleer.

En la página opuesta, una fotografía a página completa de su perfil. No me gusta. En realidad, no me interesa ninguna de estas fotografías. Ninguna ofrece la misma calidad del primer retrato que vi. Lo cual me provoca una extraña sensación. Si esa primera foto hubiera sido del estilo de estas otras, no le hubiera prestado atención y no hubiera sentido nada.

Quizá en este instante me encontraría de camino a Denver.

Olvidémoslo. Sigamos leyendo.

Un escueto párrafo dice que era una de las actrices más veneradas de la escena americana, durante muchos años la atracción más taquillera de los teatros. Entonces, ¿cómo es que no se escribieran libros sobre ella? Nació en Salt Lake City el 11 de noviembre de 1867, abandonó la escuela con catorce años para convertirse en actriz profesional, se trasladó a Nueva York con su madre en 1888 para hacer un papel en El pagador. Actuaba junto con E. H. Southern, fue la primera actriz de John Drew durante cinco años antes de convertirse en estrella. Era tímida en grado sumo y se resistía a socializarse. Aunque era de complexión frágil, se decía que jamás en toda su carrera dejó de asistir a una obra. Nunca se casó y murió en 1953.

¿Por qué no se casaría nunca?

Segundo libro. Martin Ellsworth: Historia fotográfica de la escena americana. Más fotos, aunque no en páginas seguidas; repartidas por todo el libro, mostrándola en orden cronológico desde su primer papel hasta el último: desde El vagabundo, de 1878, hasta El mercader de Venecia, en 1931. Una larga carrera.

Aquí aparece una foto de Elise interpretando a Julieta con William Faversham. Apuesto a que era la mejor.

Otra vez El pequeño ministro. Dado que la estrenaron en Nueva York en septiembre de 1897, aquí debió de ser una prueba.

¡Santo cielo! ¡Qué cascada de pelo! Parece luz de colores, no rubia pero tampoco castaño rojizo. Lleva una bata sobre los hombros y está mirando a la cámara; a mí.

Esos ojos.

Tercer libro: Paul O’Neil: Broadway.

Habla de su representante, William Fawcett Robinson. Dice que Elise se ajusta perfectamente a sus exigencias; su idea (y la de la época) de cómo debería ser la actriz ideal. Precediendo a la adulación de las estrellas de las películas por décadas, Elise fue la primera actriz que despertó el misticismo entre la opinión pública: nunca se la vio en público, la prensa jamás la mencionó, en apariencia no tenía vida más allá de los escenarios, la absoluta quintaesencia del aislamiento.

A Robinson todo eso le parecía bien, dice O’Neil. Tuvieron fricciones hasta 1897 pero, desde ese año en adelante, Elise se entregó a su trabajo, supeditando hasta el último aspecto de su vida a las artes teatrales.

Según O’Neil, como actriz había algo mágico en ella. Incluso a los treinta y muchos, era capaz de interpretar lo mismo a una muchachita que a un joven elfo. Su encanto, decían los críticos, era «etéreo, resplandeciente, radiante». O’Neil añade: «Estas cualidades no siempre se aprecian en sus fotografías».

Ojalá sea así.

«No obstante, más allá de su apariencia ingenua, se encontraba una disciplinada intérprete, sobre todo después de 1897, año en que empezó a dedicarse en exclusiva a su trabajo».

Así y todo, no poseía un don innato para los escenarios, añade O’Neil. Durante los primeros años, sus actuaciones fueron un tanto desastrosas. Después de que Robinson se convirtiera en su representante, Elise lo dio todo y logró alcanzar el éxito; el público acudía para adorarla, pese a que las críticas la consideraban «sin duda encantadora pero carente de profundidad».

Entonces llegó 1897 y los críticos junto con el público la empezaron a acoger en lo que O’Neil describe como «un abrazo interminable».

Barrie adaptó su novela, El pequeño ministro, para ella. Más adelante, escribió Olivia para ella, después Peter Pan, luego Lo que saben todas las mujeres, más tarde Un beso para Cenicienta. Peter Pan fue su mayor éxito (aunque no su favorito; ese lo fue El pequeño ministro). «Jamás vi tanta adulación emocional en el teatro», escribió un crítico. «Era de locos. Sus admiradores sembraban el escenario de flores». En respuesta a lo cual, añade O’Neil, Elise repetía las mismas palabras de despedida, breves y entrecortadas, que se sabía que siempre pronunciaba: «Gracias. Gracias… a todos. Buenas noches».

A pesar de todo aquel éxito, su vida privada fue siempre un misterio. Los pocos amigos íntimos que tenía no pertenecían al gremio. Una de sus compañeras actrices dijo: «Durante muchos años fue de lo más encantadora y alegre. Después, en 1897, se convirtió en la típica persona que se pasa el día diciendo «Dejadme sola».

Me pregunto por qué.

Otra cita; el actor Nat Goodwin. «Elise McKenna se ha convertido en un nombre familiar. Representa a la mujer auténtica y virtuosa. En el apogeo de su fama, ha tejido su propio manto y lo ha extendido en el pedestal sobre el que permanece sola. Con todo, mientras miro esos ojos inocentes, me hago preguntas. Advertí unas pequeñas arrugas en esa cara vivaracha y unos afilados surcos verticales entre las cejas. Su piel me pareció seca, tensas sus expresiones, vacilante su discurso. Me daban ganas de cogerle sus manos de artista y decirle: «Jovencita, me temo que sin darte cuenta estás dejando escapar lo más grande de la vida: el amor».

¿Qué sé de ella hasta el momento? Quiero decir, aparte del hecho de que estoy enamorado de ella.

Que hasta 1897 era extrovertida, exitosa, competente y que discutía con su representante.

Que después de 1897 se convirtió en: primero, una mujer solitaria; dos, toda una estrella; y tres, la idea que su representante tenía de lo que era «toda una estrella».

La obra de transición, por llamarla de alguna manera, fue El pequeño ministro, puesta a prueba en este hotel aproximadamente un año antes de que la estrenaran en Nueva York.

¿Qué ocurrió durante aquel año?

Una breve selección del último libro: volumen dos de La historia del teatro americano, de V. A. Bentley.

«Su ascensión al reconocimiento público tras 1896 fue rápido, casi espectacular. Aunque antes de todo eso (a pesar de todo el éxito y la adulación) no había manifestado ningún auténtico don dramático, no hubo ni un solo papel después de aquello que no interpretara a la perfección».

Comentan que su interpretación de Julieta representa un símbolo de dicho cambio. Lo interpretó con casi ningún reconocimiento por parte de la crítica en 1893. Guando lo repitió en 1899 logró el reconocimiento popular.

Dedican unas pocas palabras al representante: «William Fawcett Robinson, hombre de carácter demasiado fuerte, no caía bien a casi nadie. No obstante, sin haber contado nunca con la ventaja de una buena educación, derrochaba audacia y atrevimiento en todo aquello que emprendían.

Santo cielo. Murió a bordo del Lusitania.

Me pregunto si la amaba. Seguro que sí. Casi puedo percibir lo que sentía por ella. Inculto, quizá grosero, es posible que jamás le revelara sus sentimientos durante toda su relación por considerarla demasiado superior a él y que dedicara todos sus esfuerzos a mantenerla en las alturas, a fin de asegurarse de que tampoco otros hombres pudieran llegar a ella.

Este era el último de los libros.

Sentado junto a la ventana, grabándome de nuevo. Falta poco para las cinco, el sol desciende. Un día más.

Siento una terrible comezón por dentro de la que no consigo deshacerme. ¿Por qué me he dejado atrapar de esta manera? Está muerta. En su tumba. No es más que huesos putrefactos y cenizas.

¡Mentira!

Los huéspedes de la habitación contigua, que estaban charlando, guardan ahora un silencio sepulcral. El grito debe de haberlos sorprendido. Charlie, hay un loco en la habitación de al lado, llama a recepción.

Pero… Oh, por el amor de Dios, me odio por haber dicho eso. No está muerta. No la Elise McKenna que amo. Esa Elise McKenna sigue viva.

Mejor me echo un rato, cerraré los ojos. Ahora tómatelo con tranquilidad, estás perdiendo el control.

Estoy tumbado en la oscuridad, asediado por su recuerdo.

¿Debería hacerme detective, intentar aclararlo?

¿Puedo hacerme detective? ¿O ya está todo perdido, enterrado bajo las arenas del tiempo? Debo salir de esta habitación.

Voy por el corredor de la quinta planta; se trata de un pasillo estrecho, el techo me queda a escasos centímetros de la cabeza.

¿Atravesó ella alguna vez este pasillo? Lo dudo; tenía demasiado éxito. Se habría quedado en la primera planta, con vistas al mar. Una gran habitación con salón. Me he detenido. Estoy aquí, con los ojos cerrados, sintiendo como la atmósfera del hotel se filtra dentro de mí.

El pasado ha anidado aquí. No cabe la menor duda.

No creo que los fantasmas pudieran pasearse por aquí. Han entrado y salido demasiados huéspedes; se fundirían en un único espíritu.

Por su parte, el pasado, como si de un inmenso fantasma colectivo se tratara, está aquí presente, sin que haya posibilidad alguna de exorcizarlo.

Estoy en un balcón de la quinta planta, contemplando las estrellas.

Para el ojo humano, las estrellas se mueven muy despacio. Teniendo en cuenta su desplazamiento relativo, en este instante Elise y yo podríamos estar mirando casi el mismo paisaje.

Ella en 1896, yo en 1971.

Estoy sentado en el salón de baile. Aquí debieron de organizarse muchos eventos; manteles tirados por el suelo, sillas desperdigadas por todas partes. Estoy mirando el escenario sobre el que Elise McKenna actuó. A menos de 15 metros de mí.

Ahora me levanto y camino hacia el tablado. Las seis gigantescas arañas de luces están ahora apagadas. La única luz procede de las lámparas de pared del otro lado del salón. Mis pies caminan sin hacer el menor ruido por el suelo de parquet.

Ahora me encuentro sobre el escenario. No sé si desde entonces habrán variado el tamaño o la forma. Imagino que sí. Aun así, en alguna escena de El pequeño ministro Elise tenía que pasar por este punto exacto. Quizá hacía aquí alguna pausa o, incluso, podía quedarse aquí parada.

La ciencia nos explica que nada se destruye. Entonces, en la práctica, algo de ella debe permanecer aquí. La esencia que desprendía durante sus actuaciones. Aquí. Ahora. En este punto. Su presencia mezclándose con la mía.

Elise.

¿Por qué me atrae tanto y qué puedo hacer al respecto? No soy un adolescente. Un jovenzuelo podría gritar «¡Te quiero!», suspirar, quejarse, poner los ojos en blanco, entregarse por completo a la catarsis. Yo no. La conciencia de lo absurdo de mis sentimientos se equipara a esa sensación.

Ojalá volviera a ser un muchacho, inconsciente, sin necesidad de analizar la situación. Tuve esa sensación cuando vi su foto por primera vez. Me quedé emocionalmente paralizado. Ahora la realidad pesa sobre mí. Voy en dos direcciones al mismo tiempo: hacia el deseo y hacia la razón. En ocasiones como esta odio el cerebro. Levanta más barreras de las que derriba.

Sentado en la cama, escribiendo, otra vez con los auriculares puestos; esta vez la Sexta. Su atmósfera sombría hace juego con mi estado de ánimo.

Para cuando me entró el hambre la Habitación de la Diadema ya estaba cerrada. Así que me compré una bolsa de fritos, un poco de carne de vaca atasajada, una botella pequeña de Mateus y soda. Ahora estoy masticando y bebiendo el Mateus con la gaseosa, el hielo se lo he pedido al servicio de habitaciones. No puedo decir que los chirridos que oigo dentro de mi cabeza le hagan ningún bien a Mahler.

Estoy repasando los libros, en busca de algo más sobre Elise.

Sin embargo, no viene nada más. Me siento frustrado. Alguien debe de haber escrito algo más. La cuestión es: ¿dónde encontrarlo?

Por todos los santos, Collier. Cada día estás más atontado. ¿No sabes lo que es una biblioteca pública? Pobre Elise. Un idiota se ha enamorado de ti.