Richard llegó a casa el lunes por la mañana. 22 de noviembre de 1971. Estaba pálido y hablaba poco, no quería contarnos dónde había estado ni qué le había sucedido. En cuanto llegó, se echó en la cama y ya no se levantó más.
No tardó en empeorar. Al cabo de un mes ya estaba ingresado en el hospital. Allí, al igual que en casa, permaneció siempre en silencio, con la mirada perdida en el techo y el reloj de oro en la mano. En una ocasión, una enfermera intentó quitárselo y entonces Richard pronunció las únicas palabras que se le oyó decir durante sus últimos meses de vida.
—No lo toque.
No es de extrañar que Richard desarrollara la fantasía de haber retrocedido en el tiempo para reunirse con Elise McKenna.
Sabía que la muerte lo visitaría dentro de poco. No le cabía la menor duda y el shock tuvo que ser tremendo para él. Sólo tenía treinta y seis años y debía de sentirse traicionado. A lo largo de su vida nada le había llenado pero veía que el tiempo se le iba a acabar antes de lo previsto. Debía escapar de aquella situación… ¿y qué mejor refugio que el pasado? Como estaba demasiado dolido para retroceder a su propio pasado, decidió inventarse otro distinto.
Esta decisión se hace patente desde el principio en su manuscrito, cuando visita el Queen Mary y deja que su consciente se empape de la atmósfera de lo que ese barco fue en su día.
Cuando llega por accidente al Hotel del Coronado, el proceso se cristaliza. El pasado no tarda en convertirse, en su cabeza, en algo accesible, pues sus emociones giran en torno a la convicción de que todo lo que ya no existe, de algún modo, existió de manera que se puede recuperar.
No es de extrañar que Richard redujera su existencia a Elise McKenna, símbolo perfecto que representa su necesidad de escapar lo antes posible del insostenible presente y de sentirse pleno por medio del amor. Tengo la fotografía que Richard enmarcó y puedo decir que Elise era tal como él decía: una mujer de extraordinaria belleza. Es fácil entender la obsesión que Richard tenía de que si se esforzaba lo suficiente podría viajar de verdad hasta ella. También es sencillo ver por qué tomó la investigación que realizó sobre la vida de Elise como indicativo de que ya había llegado a su amada. No cabe duda de que su mente se encontraba en proceso de fermentación, infectada de miedo y de una necesidad insatisfecha. En aquellas circunstancias, no cabe extrañarse de que se comportara como lo hizo. El diagnóstico del doctor Crosswell subraya lo aquí expuesto. Me contó que el tipo de tumor que tenía Richard podía provocar «estados de sueño», así como «alucinaciones ópticas, gustativas y olfativas».
¿Quién sabe cuántos elementos disparatados contribuyen en la fabricación de una alucinación? ¿Qué maraña de circunstancias debe entretejerse para urdir un tapiz de fantasías? Sólo sé que Richard estaba desesperado por escapar de su destino y que lo consiguió, al menos durante un día y medio. Tirado en su habitación, quizá en un estado similar a la hipnosis, vivió su fuga a 1896 con todo detalle.
Esto, relatado con minuciosidad en su manuscrito, lo consiguió, sin lugar a dudas, a través de sus investigaciones; su subconsciente convertía en realidad los hechos que Richard había escondido en él tras su «colisión» con el pasado. Es curioso que por aquel entonces el hotel fuera el escenario de una convención de accidentes automovilísticos. Estoy seguro de que poco a poco fue fabricando la fantasía en su cabeza. Prueba de esto es el hecho de que, después de hablar conmigo por teléfono, la perdiera temporalmente cuando su alma «chocó de frente con la realidad», por utilizar sus propias palabras.
Para iniciar el autoengaño —de alguna manera debía empezar— «descubrió» que en el registro del hotel de 1896 aparecía su nombre, por lo que aceleró el proceso alucinatorio a través de una insistente sugestión mental con la que quería convencerse de que ya no estaba en 1971 sino en 1896. Resulta revelador que durante aquellas sesiones escuchaba música de un compositor que, por lo que escribió, podía «transportarlo» a otro mundo.
Para mantener la pureza de aquella fantasía, alquiló un traje típico de 1896, consiguió dinero de la época para llevar en el bolsillo, hizo que le imprimieran artículos de escritorio a imitación de los que había en el hotel a finales de siglo e incluso se escribió a sí mismo dos cartas cuyo remitente era, en apariencia, Elise McKenna; debió de esforzarse mucho para conseguir una letra tan bonita. El reloj está claro que tuvo que comprarlo en alguna joyería. Parece demasiado nuevo para ser tan antiguo pero estoy seguro de que hoy en día se siguen vendiendo todo tipo de relojes y de que si uno busca bien acaba encontrando el que quiere. Como dijo el doctor Crosswell, no existen límites para la increíble paciencia y precisión del subconsciente cuando se pone a tejer una fantasía.
Cuando ya era obvio que Richard estaba al borde de la muerte, hice algo en lo que ni el hospital ni el doctor Crosswell habían reparado. Llevé a Richard a casa y lo acosté en su propia cama, coloqué la fotografía enmarcada de Elise McKenna sobre la mesilla de noche, le puse el reloj en la mano y me encargué de que sonara música de Mahler las veinticuatro horas. Creo que no fue coincidencia que falleciera mientras sonaba el adagio de la Novena Sinfonía, la cual Richard pensaba que le había ayudado a encontrarse con Elise. En aquel momento yo estaba sentado a su lado y puedo dar fe —gracias a Dios— de que, al menos físicamente, se sentía en paz cuando cerró los ojos por última vez.
¿Qué más puedo decir? Sí, Elise McKenna estuvo en el Stephens College en 1953. Cierto, murió de un ataque al corazón una noche después de asistir a una fiesta y sus últimas palabras fueron: «Y el amor, lo más dulce». Es verdad, Richard estaba en Columbia, Missouri, por aquel entonces. Sí, Elise quemó aquellos papeles y se pudo rescatar ese fragmento del poema. También es cierto que todavía no se ha resuelto el enigma sobre el cambio de personalidad que sufrió después de 1896.
¿Qué quiero decir con esto? Quizá que, a pesar de cuanto he escrito, me gustaría creer, aunque sólo fuera por Richard, que todo aquello sucedió de verdad. De hecho, necesito tanto creerlo que nunca iré a ese hotel para ver el registro por miedo a que su nombre no aparezca.
El dolor por la muerte de mi hermano me sería mucho más soportable si pudiera convencerme de que en efecto retrocedió en el tiempo y conoció a Elise. Una parte de mí quiere creer a toda costa que en ningún momento se trató de un espejismo. Que Richard y Elise estuvieron juntos tal y como él lo describió.
Que, si Dios quiere, están paseando, ahora mismo, cogidos de la mano, en algún lugar del tiempo.