21 de noviembre de 1896

Elise me quitó el abrigo para cepillarlo; estaba todo cubierto de arena y tierra. Incansable, me senté en el sofá de su habitación y me quedé mirándola con adoración mientras ella me lavaba dulcemente las manos y la cara con agua caliente. Cuando me tocó el brazo derecho hice una mueca de dolor y, cuando lo miré, vi por primera vez lo magullado que lo tenía, con los nudillos agrietados.

—¿Por qué tienes así la mano? —preguntó Elise asustada.

—Tuve que atizarle a un tipo —contesté.

Pareció afligirse aun más mientras me seguía lavando las manos.

—Richard, —dijo por fin—, ¿quién te… secuestró?

Advertí lo preocupada que estaba.

—Dos hombres —contesté. Vi cómo tragaba saliva. Entonces miró hacia arriba, con su cara de azúcar seria y pálida.

—¿Los envió William? —preguntó con voz queda.

—No —dije sin vacilar, lo cual a Elise la tranquilizó y a mí me sorprendió. ¿Por qué protegía a Robinson?, me pregunté. Pensé que quizá porque en aquel momento no quería enfurecerla ni preocuparla más y porque no quería hacer añicos aquel sentimiento tan tierno que nos unía.

Elise me miraba con aquella expresión que yo conocía ya muy bien, cargada de una curiosidad insaciable.

—¿No vas a contarme la verdad? —preguntó.

—Claro —dije—. Fui a dar un paseo durante el primer descanso y aquellos… dos hombres me atacaron para robarme, supongo. —Sentí una punzada de miedo; ¿habría visto Elise el dinero intacto que llevaba en el bolsillo de mi abrigo?—. Después decidieron atarme en un cobertizo para que les diera tiempo a escapar antes de que yo avisara a la policía.

Sabía que Elise no me creía pero también que debía seguir adelante con aquella mentira. Robinson seguía siendo decisivo para su vida profesional; se quedaría muy consternada si se viera obligada a considerar a Robinson un traidor después de tantos años. Pero Robinson lo había hecho por lo que él consideraba lo mejor para ella; había actuado con lealtad, aunque no de la manera más acertada. Quizá era que yo siempre había sabido que Robinson moriría en el Lusitania, sin haber visto jamás correspondida su adoración por Elise. No estaba seguro. Sólo sabía que no podía permitir que Elise empezara a odiarlo con tanta crueldad. No por mi culpa.

—Él no tiene nada que ver —dije. Me di cuenta de que quería convencerse a sí misma de ello; no me cabía la menor duda de que Elise se negaba a pensar que Robinson era culpable, lo cual me hizo alegrarme de haberle mentido. No podía permitir que nuestro reencuentro se echara a perder por algo así.

—No, no fue Robinson —dije. Sonreí con tristeza—. Si él fuera el culpable te lo diría.

Sonrió un poco.

—Estaba segura de que había sido él —me dijo—. Tuvimos una discusión muy fuerte antes de que se marchara. Por la forma en que me aseguraba que no volverías pensé que se habría encargado de ello de algún modo. Tuve que amenazarle con romper nuestro contrato antes de que se marcharan sin mí.

—¿Y tu madre?

—Sigue aquí —contestó. Mi cara debió de decírselo todo porque sonrió con dulzura y me besó la mano—. Está en su habitación; se ha tomado un somnífero para poder dormir. —Soltó una risita—. También me montó un número —dijo.

—Te he hecho tanto daño —dije.

Entonces Elise metió el trapo en la palangana que había sobre la mesa y se arremolinó entre mis brazos, apoyando la cabeza en mi hombro y cruzando el brazo derecho sobre mi pecho.

—Has hecho lo más hermoso que nadie ha hecho por mí en toda mi vida —dijo—. Me has enseñado lo que es el amor.

Se inclinó hacia delante, me besó la mano izquierda y me la pasó por su cara.

—Cuando miré al público en el segundo acto y vi que tu asiento estaba vacío quise pensar que no te habría pasado nada serio. Después, a medida que pasaba el tiempo y veía que no volvías me fui asustando más a cada minuto. —Su suave risa sonaba casi angustiada—. El público debió de pensar que me había vuelto loca por la manera en que les miraba, algo que ni se me ocurriría en circunstancias normales. No sé cómo pude actuar durante el tercer y el cuarto acto. Debía de parecer una máquina.

Volvió a reírse, pero ahora sin ganas, con tristeza.

—El resto del reparto pensó que había perdido la cabeza cuando vieron que no dejaba de mirar por el telón durante los descansos. Hasta envié a Marie a buscarte porque me imaginé que te encontrabas mal y que te habrías ido a tu habitación. Cuando volvió y me dijo que no aparecías por ninguna parte me entró el pánico. Sabía que si te hubieras marchado me hubieras dejado alguna nota. Pero no aparecía ninguna nota. Sólo apareció Robinson diciendo que habías desaparecido para siempre porque te había amenazado con revelar a todo el mundo que no eras más que un cazafortunas.

—¿Ah, sí? —Miré al techo. William no me lo estaba poniendo muy fácil para seguir protegiendo su nombre. En fin, lo hecho, hecho estaba. De nada servía ya seguir atacándonos.

—No sé cómo pude seguir adelante con la comedia mientras pasaba todo esto —dijo Elise—. Estoy convencida de que ha sido la actuación más espantosa de toda mi carrera. Si hubieran repartido tomates entre el público, no me cabe la menor duda de que me los hubieran tirado todos.

—Estoy seguro de que estuviste magnífica —dije.

—Ah, qué va. —Se puso derecha y me miró; me acarició la mejilla—. Ay, Richard, si te hubiera perdido… después de tantos años esperando… después de cómo nos conocimos, de aquella sensación tan extraña, de esforzarme tanto por asimilarla. Si te hubiera perdido después de todo eso no hubiera sobrevivido.

—Te quiero, Elise —le dije.

—Y yo te quiero a ti —respondió—. Richard. Mi Richard. —Me besó con ternura en los labios.

Entonces fui yo quien se rió con ironía.

—Si me hubieras visto —le dije—. Tirado en un cobertizo oscuro como las entrañas de una mina, atado tan fuerte que apenas podía respirar. Revoleándome en el suelo mugriento como un pez recién pescado. Conseguí abrir la puerta a patadas y después las pasé canutas para quitarme las cuerdas. Al final pude sacármelas por las piernas. Para aflojar la cuerda que me apretaba el pecho tuve que frotarme contra el borde de un muro de argamasa. Entonces eché a correr como un poseso hacia el hotel. Vi que el vagón ya no estaba y que no había nadie en tu habitación. —Ya no tenía ganas de reír, sólo recordaba el dolor. Abracé a Elise y nos apretamos el uno contra el otro como dos niños asustados que se vuelven a encontrar después de haber pasado largas y horrorosas horas separados.

Entonces, de pronto, Elise se acordó de algo; se puso en pie de un salto, atravesó corriendo la habitación y cogió un paquete que había sobre el escritorio. Lo trajo y me lo tendió.

—Con amor —dijo.

—Soy yo el que debería inundarte de regalos —dije.

—Ya habrá tiempo. —La forma en que lo dijo me llenó de una súbita alegría porque, por un instante, pude imaginarme todos los años que nos quedaban por delante.

Abrí el paquete. El papel escondía una cajita de cuero rojo. Levanté la tapa y vi un reloj de oro enganchado a una cadena del mismo metal. Me quedé sin palabras.

—¿Te gusta? —Su voz era la de una niña emocionada.

—Es una maravilla —contesté.

Lo cogí por la cadena y miré la tapa del reloj, que llevaba unas exquisitas inscripciones en los bordes y en cuyo centro tenía grabados unos dibujos de flores y de sinuosos remolinos.

—Ábrelo —dijo.

Apreté el botón y la tapa se abrió del golpe.

—Oh, Elise —susurré.

La esfera era blanca y tenía unos majestuosos números romanos alrededor y, encima de cada uno de ellos, su correspondiente en arábigo. En la parte inferior de la esfera había un círculo más pequeño, el segundero, cuya manecilla no era más gruesa que un cabello. Era un Elgin; el peso y el tamaño eran los típicos de la época.

—Deja que te lo ponga en hora, amor mío —me pidió. Sonreí, se lo tendí y vi cómo sacaba una palanquita de la parte inferior del aparato para colocar las manecillas después de mirar al otro lado de la habitación; era casi la una menos cuarto. Ya estaba; volvió a meter la palanquita y dio cuerda al reloj, toda absorta y tan encantadoramente concentrada que no pude evitar inclinarme y besarle la nuca. Tuvo un escalofrío y se apretó contra mí, después se dio la vuelta y me ofreció el reloj con una sonrisa de amor—. Espero que te guste —dijo—. Era lo mejor que pude conseguir con tan poco tiempo. Te prometo que te regalaré el mejor reloj cuando pueda.

—Éste es ya el mejor reloj —dije—. Nunca querré otro. Gracias.

—Gracias —murmuró.

Me acerqué el reloj a la oreja y me quedé embelesado con su delicioso y preciso tictac.

—Póntelo —me pidió.

Sonó un clic cuando cerré la tapa. Elise hizo una mueca que me llamó la atención.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada, amor mío.

—No, dime.

—Es que… —Se sentía un poco violenta—. Si pulsas el botón al cerrar la tapa… —No pudo acabar de decirlo.

—Lo siento —dije, desconcertado al recordar otra vez lo poco que me fijaba en los detalles de 1896.

Cuando empecé a colocarme el reloj y la cadena en el chaleco me di cuenta de lo curioso que era que Elise, sin saberlo, hubiera decidido hacerme el regalo que más tenía que ver con el tiempo.

Era incapaz de colocármelo. Miré a Elise avergonzado.

—Supongo que no soy muy habilidoso —dije.

Enseguida me desabrochó uno de los botones del chaleco y pasó la cadena por la abertura para que se aguantara en su sitio. Me devolvió la sonrisa y volvió a mirar a la caja.

—No has leído la tarjeta —dijo.

—Perdón, no la había visto. —Volví a abrir la cajita y vi una tarjeta clavada en la parte interior de la tapa. La cogí y leí lo que Elise había escrito con su espléndida letra: «Y el amor, lo más dulce».

Me quedé helado, no pude evitarlo. Sus últimas palabras; se me partió el alma. Me obligué a no pensar en ello.

Elise vio la cara que puse.

—¿Qué ocurre, amor mío? —preguntó.

—Nada. —Nunca había mentido tan mal.

—Sí, algo te pasa. —Me cogió la mano y me miró muy seria—. Dímelo, Richard.

—Es por la tarjeta —dije—. Me ha emocionado.

Empecé a quedarme sin aire.

—¿Cómo se te ocurrió? —insistí—. ¿Es un verso propio?

Negó con la cabeza y noté que ella también quería deshacerse de un presentimiento.

—Es de un himno. ¿Has oído hablar de Mary Baker Eddy?

No sabía qué responder. Antes de decidirlo siquiera, oí mi propia voz contestando:

—No, ¿quién es?

—La fundadora de una nueva religión que se llama «ciencia cristiana». Oí aquel himno en una misa. Lo escribió ella misma.

Nunca te diré que entendiste otras palabras, pensé; y nunca, jamás, te diré cómo sigue el poema.

—La conocí después de la misa —dijo.

—¿Ah, sí? —exclamé sorprendido, aunque enseguida me callé la boca. Si nunca había oído hablar de la señora Eddy no era lógico que me mostrara extrañado por que Elise la hubiera conocido.

—Hará unos cinco años —dijo. Si se había dado cuenta de mi metedura de pata, y lo más probable era que se la hubiera dado, entonces había preferido no decir nada—. Por aquel entonces tenía setenta años y todavía… si yo tuviera todo el magnetismo de aquella mujer, Richard, llegaría a ser la mejor actriz del mundo. Tenía la presencia más imponente que jamás he visto en una mujer… ni en un hombre. Cada vez que decía algo la gente se quedaba embelesada escuchándola. Era menudita y no tenía una voz muy potente… pero su presencia, Richard, su presencia. Me cautivaba. Era como si todo lo que hubiera sobre el estrado se esfumara excepto ella. Y ya no se oía nada más que su voz.

Me dio la sensación de que siguió hablando porque todavía se sentía incómoda por mi reacción. De modo que para poner fin a aquella situación la abracé y la apreté contra mí.

—Adoro mi reloj —dije—. Y adoro a la persona que me lo ha regalado.

—Esa persona te adora a ti —dijo. Sonaba un poco triste.

Después forzó una sonrisa.

—¿Richard?

—¿Sí?

—¿Te enfadarías conmigo si… —Se detuvo.

—¿Si qué? —No sabía por dónde saldría.

Vaciló y pareció avergonzarse.

—¿Sí, Elise? —Sonreía pero sentía que los músculos del estómago se me anudaban.

Elise respiró hondo.

—Tengo hambre de algo más que amor —espetó.

Yo seguía sin entender nada; esperé con aprensión a que se explicara.

—Antes pedí que subieran algo de comida y vino… galletitas saladas, queso, fruta. —Miró a la esquina de la habitación, donde había un carrito con platos tapados, una botella de vino sobresaliendo de un cubo de plata; hasta ese momento no me había fijado. Me reí aliviado—. ¿Quieres decir que tienes hambre? —pregunté.

—Ya sé que no es muy romántico —se disculpó, sonrojándose—. Lo que pasa es que siempre me entra hambre después de una actuación. Y ahora que ya estoy más tranquila me siento el doble de hambrienta. ¿Podrás perdonarme?

La apreté contra mí y volví a reírme.

—¿Te disculpas por eso? —pregunté. Le besé la mejilla—. Venga, tienes que comer. Y ahora que lo pienso, yo también estoy famélico. Tanto ajetreo me ha abierto el apetito.

Su sonrisa, llena de vida, me envolvía. Me abrazó tan fuerte que me dolió.

—¡Ay, te quiero tanto! —exclamó—. ¡Soy tan dichosa que podría estallar como unos fuegos artificiales! —Me besuqueó por toda la cara y después se apartó.

—¿Querrá usted acompañarme a una más que tardía cena, mi querido señor Collier?

Estoy convencido de que mi sonrisa no podía expresar más que adoración.

—Tendré que consultarlo en mi agenda —respondí.

Volvió a estrujarme, esta vez tan fuerte que se me escapó un gemido de dolor.

—Oh. —Se apartó enseguida—. ¿Te he hecho daño?

—Si eres tan fuerte cuando tienes hambre, —dije—, ¿qué no me harás después de cenar?

—Espera y verás —murmuró y esbozó una picara sonrisa. Se levantó y me tendió la mano. Me levanté y la acompañé hasta el carro, junto al que coloqué una silla para que se sentara—. Gracias, amor mío —dijo. Me senté enfrente de ella y miré cómo destapaba los platos y descubría un paraíso de galletitas saladas, queso y frutas—. ¿Por qué no descorchas el vino? —preguntó.

Saqué la botella del cubo y leí la etiqueta.

—¿Cómo es que no has pedido Bordeaux tinto del tiempo? —dije sin pensar.

Se le endurecieron las mejillas y se puso derecha en la silla.

—¿Qué pasa? —pregunté. Intenté sonar como si no supiera por qué se había puesto así pero su mirada me dejó consternado.

—¿Cómo sabes que ese es mi vino preferido? —preguntó—. Nunca se lo he dicho a nadie más que a mi madre. Ni siquiera el señor Robinson lo sabe.

Me quedé callado unos segundos pensando una respuesta antes de darme cuenta de que no la había. Se me pusieron los pelos de punta cuando apartó la mirada.

—¿Por qué tengo miedo de ti? —murmuró.

—No, Elise. —Le tendí la mano pero no quiso cogérmela—. No tengas miedo; por favor, no me temas. Te amo. Jamás te haría ningún daño. —Mi voz, al igual que la suya, sonaba débil y temblorosa—. No me temas, Elise.

Cuando me volvió a mirar vi, con gran disgusto, que el miedo desbordaba sus ojos; no podía esconderlo.

—Cuando llegue el momento te lo contaré todo —dije—. Te lo prometo. No quiero alarmarte antes de tiempo.

—Cómo no vas a alarmarme, Richard. Esas cosas que dices. La cara que pones a veces. Me asustas. —Se le puso la carne de gallina—. A veces me cuesta creer… —se interrumpió con una sonrisa involuntaria.

—¿El qué?

—Que seas humano.

—Elise. —Mi risa también fue involuntaria—. Soy excesivamente humano. —Tragué saliva—. Lo que ocurre es que… no puedo decirte de dónde vengo; no aún. Tampoco es tan catastrófico —añadí enseguida al ver que le volvía a cambiar la cara—. Ya te lo he dicho. No tiene nada de malo. Es sólo que… creo que no sería acertado decírtelo ahora. Intento protegerte a ti. Y proteger lo nuestro.

La forma en que me miró me trajo a la cabeza lo que decía Nat Goodwin acerca de cuándo Elise clavaba sus enormes ojos grises en los de otra persona, «como si pudieran llegar hasta el último recoveco de su alma».

—Te quiero, Elise —dije—. Siempre te querré. ¿Qué más puedo decir?

Suspiró.

—¿Estás seguro de que no puedes decírmelo?

—Sí —respondí. Estaba muy seguro—. Todavía no.

Permaneció en silencio durante lo que a mí me pareció una eternidad antes de volver a hablar.

—De acuerdo —dijo por fin. Ojalá supiera describir lo que sentí cuando oí aquello. No sabía muy bien cuánto significaba esto para ella, pero me imaginaba que probablemente sería una de las cosas que más le había costado aceptar en toda su vida.

—Gracias —dije.

Eché un poco de vino para los dos. Elise me pasó unas pocas galletas y algo de queso y comimos sin hablarnos durante un minuto o así; yo quería darle tiempo para reflexionar. Al final dijo:

—Durante muchos años no he sabido qué camino debía seguir, Richard. Sabía que debía renunciar a los hombres y dedicarme en exclusiva a mi trabajo. El hombre con el que soñaba parecía no llegar nunca. —Posó su copa y me miró—. Entonces apareciste —dijo—. Saliste de la nada. Envuelto en misterio.

Se miró las manos.

—Lo que más miedo me da es no poder con toda esa… incertidumbre. Está siempre ahí. Incluso en este mismo instante, tu aspecto y tu comportamiento me resultan tan fascinantes que creo que jamás terminaré de conocerte del todo, que no sabré cómo eres de verdad. De ahí mi temor ante tu secretismo. Respeto tu deseo y sé que no quieres hacerme daño. Sin embargo…

Hizo un gesto de impotencia.

—¿Por dónde empezaremos? ¿Cómo empezaremos a conocernos de verdad? Es como si, en ti, mis deseos más íntimos se hubieran hecho realidad… como si mis sueños más inconfesables hubieran cobrado vida. Estoy intrigada y fascinada… pero no puedo basar mi vida sólo en eso. No quiero ser como la Dama de Shalott, para la que el amor sólo podía ser un reflejo en el espejo. Quiero mirarte, quiero conocerte. Del mismo modo que quiero que tú me mires y me conozcas… tal como soy, sin fantasías. No sé si piensas igual. Sé que me ves con la misma fascinación con que yo te miro a ti. Somos personas de verdad, Richard. Vivimos en el mundo real y debemos afrontar nuestras vidas tal como son si queremos compartirlas.

A pesar de lo incómoda que parecía, recuperé la confianza al ver que había sentido lo mismo que yo. Preferí no decírselo en aquel momento porque no quería que pensara que me limitaba a repetir lo que ella decía, de modo que sólo añadí:

—Sí, estoy de acuerdo.

—Por ejemplo, —continuó—, hablemos de mi trabajo; ¿me pedirías que renunciara?

—¿Renunciar a tu carrera? —La miré estupefacto—. Puede que esté ciego de amor, pero no he perdido la cabeza del todo. ¿Negarle al mundo todo lo que puedes regalarle? Por Dios santo, jamás se me ocurriría algo así. Eres magnífica.

Su alivio no fue completo.

—Entonces, ¿esperarías que actuase sólo en tus obras?

Tuve que reírme.

—Elise… —la reprendí. Me hizo gracia pero a ella debí de parecerle muy serio porque se mostró un tanto desconcertada—. ¿No habrás estado pensando todo este tiempo que detrás de todo lo que he dicho y hecho se escondía la artera ambición de un dramaturgo muerto de hambre?

Una súbita pena le ensombreció los ojos. Apoyó los brazos en la mesa y le cogí la mano.

—Oh, amor mío, perdóname —dijo.

Le sonreí.

—No hay nada que perdonar. Son cosas de las que tenemos que hablar. No debemos ocultarnos nada. La verdad es que ahora mismo no sé cómo me voy a ganar la vida pero no será a base de escribir obras en las que esperaré que actúes tú, de eso puedes estar bien segura. Quizá ya no vuelva a escribir más teatro. Igual escribo novelas. No se me da mal del todo.

—Seguro que lo harás muy bien —dijo—. Pero…

—¿Qué? —pregunté cuando vi que no iba a seguir.

Me apretó un poco la mano.

—Hagas lo que hagas —continuó— y vengas de donde vengas, ahora que estás aquí… —me miró con ojos desesperados—… por favor, no me dejes nunca.

Apenas soplaba la brisa mientras paseábamos por la playa, con mi brazo alrededor de su cintura.

—Primero te digo que debemos ser realistas —dijo— y luego sigo pensando que todo esto es como un sueño. ¿Te parezco muy inconstante, Richard?

—No —dije—. Claro que no. Nuestra relación es como un dulce sueño. Yo también lo veo así.

Suspiró y se apoyó en mí.

—Ojalá no despierte nunca —dijo.

Sonreí.

—No despertaremos.

—Soñaba contigo de verdad —continuó—. Dormida y despierta también. Me decía a mí misma que sólo era una forma de dar salida a mis deseos, pero eso no hizo que dejara de soñar. Me decía que era por culpa de la profecía de aquella mujer india y después de las predicciones de Marie. Incluso durante los últimos días, cuando era consciente de que te esperaba, deseando encontrarme contigo cada vez que paseaba por esta playa, me obligaba a convencerme de que sólo eran imaginaciones mías. Pero nunca lo creí del todo.

—Me alegro.

—Ay, Richard, —dijo—, ¿cuál será ese misterio que nos ha unido? Por un lado quiero averiguarlo y por otro no; de hecho, me sorprendo ante mi propia locura al pretender descubrirlo. ¿Por qué tendría que saberlo? ¿Qué puede ser más importante que estar a tu lado? ¿Qué puede importar más que mi amor por ti y tu amor por mí?

Sus palabras barrieron todas mis preocupaciones.

—Nada más importa, Elise. El mundo puede esperar.

—Sí —dijo con vehemencia—. ¡Sí, que espere!

Nos detuvimos y nos miramos, nos abrazamos y nos besamos y ya nada más importó en el universo.

Hasta que se acabó el beso.

—Un momento —dijo con simulada seriedad—. Si voy a ser la señora de Collier, insisto en que sepa usted lo horrible que es la persona con que contraerá matrimonio.

—Veamos. —Intenté sonar tan serio como ella—. Oh, dímelo ya, querubín mío.

Hice una mueca de dolor y después me reí cuando me pellizcó el brazo.

—Será mejor que se ponga serio, jovencito —dijo bromeando, aunque yo sabía que, en el fondo, era algo muy importante para ella—. Apuesto a que cree que seremos felices y comeremos perdices.

—¿Me equivoco?

—No. —Me apuntó con el dedo con aire amenazador—. Será usted el marido de una perfeccionista enfermiza que le obligará a darse a la bebida. —Reprimió una sonrisa traviesa que amenazaba con echar su discurso por tierra—. ¿Se da usted cuenta, estimado compañero, que hasta he diseñado un anteproyecto de matrimonio por si acaso? ¡Un anteproyecto! Planifiqué hasta el menor detalle de ese matrimonio, del mismo modo que un arquitecto traza los planos de una casa. —No pudo retener más aquella sonrisa juguetona—. Una casa que se habría desplomado enseguida, sin duda alguna; suponiendo que llegara a construirse.

—Prosiga —dije.

—Muy bien. —Levantó la barbilla y me miró con austeridad. No sabría decir si se parecía más a Lady Bárbara o a Lady Macbeth.

—Me siento muy implicada con el papel de la mujer en nuestra sociedad —dijo.

—Explíquese.

Me dio un golpecito en el brazo.

—Ahora escúcheme —me regañó.

—Sí, señorita.

—Continúo: no creo que esta sociedad deba imponer tantas limitaciones a las mujeres.

—Yo tampoco.

Me miró muy de cerca.

—¿Se está usted burlando? —preguntó, confundida de verdad.

—No.

—Está sonriendo.

—Porque te adoro, no porque no esté de acuerdo contigo.

—¿Crees… —se interrumpió y me miró otra vez.

—¿Sí?

—¿De verdad piensas que las mujeres deberían…

—… exigir su liberación? Por supuesto. No sólo lo creo sino que estoy seguro de que al final la obtendrán. —Por fin pude sacar partido de la «otra época», pensé.

—Oh, Dios mío… —dijo.

Esperé a que continuara. Enseguida se le empezaron a achicar los ojos y una mirada de deliciosa sospecha le bañó todo el rostro de forma que tuve que esforzarme para no soltar una carcajada.

—Lo único que debe hacer toda mujer es encontrar un marido y obedecerlo —dijo. No era una afirmación, sólo me estaba poniendo a prueba—. La única misión de las mujeres es repoblar la especie. —Aguardó—. ¿No es cierto?

—No.

Me analizó en cauteloso silencio. Por fin, suspiró, dándose por vencida.

—Ahora sí que no me cabe duda de que eres distinto, Richard.

—Acepto ser distinto mientras me sigas amando —le dije.

No se inmutó.

—Debo amarte —dijo perpleja—. Sólo podría hablar con tanta confianza a alguien a quien amo. Sé que es cierto.

—Bien. —Asentí con la cabeza.

—Nadie ha llegado a conocerme de verdad —prosiguió—. Ni siquiera mi madre. Aun así, tú ya te has asomado tan dentro de mí que… —Meneó la cabeza—… apenas puedo creerlo.

—Lo entiendo, Elise —dije.

—Lo sé —dijo con la boca chica. No acababa de creérselo.

Caminamos unos minutos en silencio, después nos detuvimos y nos quedamos un rato contemplando Punta Loma y el intermitente resplandor del faro. Después miré el círculo plateado de la luna y las diamantinas estrellas derramadas por todo el cielo. No podía existir nada más bello, pensaba. El cielo ya no podía regalarme más.

Parecía como si Elise me hubiera leído el pensamiento porque, de pronto, se dio la vuelta y me rodeó con los brazos, aferrándose a mí.

—Casi me da miedo tanta felicidad —dijo.

Le cogía la cabeza entre las manos y se la eché un poco hacia atrás. Cuando levantó la mirada pude ver que tenía los ojos llorosos.

—Ya no debes tener miedo nunca más —le dije. Me incliné, la besé en los ojos, sentí sus cálidas lágrimas en mis labios y las saboreé.

—Te querré siempre.

Tuvo un escalofrío y se acurrucó en mí.

—Olvida lo que dije sobre las mujeres —murmuró—. No, no quiero decir que lo olvides. Sólo… recuerda que es parte de lo que siento y lo que necesito. La otra parte es lo que siento ahora, la que ha estado descolgada durante demasiados años. Siempre he fingido no saber cuál era pero siempre lo supe. —Sentí cómo me apretaba con los brazos—. Era mi naturaleza femenina, que estaba vacía; más bien hambrienta, Richard.

—Eso se acabó —dije.

Empezamos nuestro regreso al hotel y parecía como si ambos supiéramos por qué volvíamos. Ya no hablamos más; caminamos en silencio, pegados el uno al otro. ¿Su corazón latiría con tanta ansia como el mío? No lo sabía. Sólo tenía claro —y Elise también lo sabía— que no importaba cómo el destino nos había empujado a conocernos, que daba igual si yo era su más íntimo deseo hecho realidad o si Elise era el mío. Como ella misma había dicho, bastaba con que estuviéramos juntos, compartiendo nuestras vidas. Porque, por mucho que la razón intente encontrar una lógica a todo, siempre llegará un día en que el corazón grite mucho más fuerte. Ahora nuestros corazones querían estallar y no había forma de oponerse a sus órdenes.

Ante nosotros, la descomunal silueta del hotel se recortaba contra el cielo nocturno. Curiosamente, había dos nubes blancas flotando por encima. Resultaba curioso porque dichas nubes tenían la forma de dos gigantescas cabezas de perfil.

—La de la izquierda eres tú —dije, seguro de que Elise también había visto las cabezas y de que sabía a qué me refería.

—Soy yo —dijo—. Tengo estrellas en el pelo. —Apoyó su cabeza contra mí y seguimos caminando—. Y la de la derecha eres tú, claro.

Durante el resto del silencioso regreso al hotel no dejamos de mirar aquellas enormes testas fantasmagóricas que colgaban sobre el tejado del edificio: la de Elise y la mía.

Cuando llegamos a su habitación, sin decir una palabra, Elise sacó la llave de su bolso y me la dio con una sonrisa que expresaba una paz onírica. Abrí la puerta y entramos. Cerré la puerta, volví a echar la cerradura y regresé a su lado. Elise dejó caer el chal al suelo y se abrazó a mí. Nos quedamos inmóviles, fundidos en un abrazo.

—Qué extraño —susurró.

—¿El qué, amor?

—Que al darte la llave no tuve ningún miedo de que te sorprendieras. Ni siquiera lo pensé.

—No hay nada que pensar —dije—. Sabes que ni se me ocurriría dejarte sola esta noche.

—Sí, —murmuró—, lo sé. No sobreviviría sola a esta noche.

Se retiró un poco, me pasó las manos por el pecho y me rodeó el cuello. La apreté contra mí y nos besamos como un hombre y una mujer que se aceptan totalmente, en cuerpo y alma.

Se acurrucó entre mis brazos, susurrando palabras que parecían brotar de sus labios como si fueran un manantial de agua tibia.

—Ayer, cuando nos encontramos en la playa, pensé que me moría… que me moría de verdad. Me quedé muda, no podía ni pensar. El corazón me latía tan fuerte que apenas lograba respirar. He vivido atormentada desde que vi la playa y empecé a pensar en que podrías aparecer de un momento a otro. He estado inquieta, nerviosa, irritable y siempre al borde del llanto. Durante esta semana he derramado más lágrimas que en toda mi vida. Me encerré en el trabajo, intentando olvidar, y le exigía demasiado al resto de la compañía; seguro que pensaban que me había vuelto loca. Hasta ahora siempre lo había tenido todo bajo control, estaba segura de lo que hacía y tenía las ideas claras. Esta semana todo ha cambiado. Oh, Richard, he perdido la cabeza… la he perdido por completo.

Sus labios ardían entre los míos. Sentí cómo me agarraba la cabeza y me clavaba los dedos.

Tiró de mí hacia sí, jadeante, con mirada temerosa.

—Me lo he guardado todo tan dentro —dijo—, que tengo miedo de dejarlo salir.

—No temas —dije.

—No puedo evitarlo. —Se agarró a mí desesperada—. Amor, oh, cariño, mi amor, estoy asustada. Tengo miedo de hacerte daño. Es tan vil, tan…

—No es vil —dije—. Es natural; hermoso y natural. No debes reprimirte. Da rienda suelta a tu corazón. —Le besé la nuca—. Y a tu cuerpo.

Su aliento me abrasaba las mejillas.

—Oh, Dios —susurró. Estaba totalmente muerta de miedo. El volcán que escondía dentro amenazaba con entrar en erupción y temía destaparlo, pues pensaba que arrasaría con todo—. No quiero preocuparte, Richard. ¿Y si te atrapa? Es tan fuerte, tan irreprimible. Jamás he dejado ver a nadie ni la señal más sutil. Es como si a lo largo de toda mi vida hubiera ignorado esta terrible inanición. —Me acarició la cara con manos trémulas—. No quiero que te trague vivo. No quiero que me aborrezcas ni…

La interrumpí con un beso. Se aferró a mí como un náufrago que se resistiera a hundirse. Parecía incapaz de recobrar el aliento. Tiritaba sin poderlo evitar, entre convulsiones.

—Déjalo salir —le dije—. No tengas miedo. Yo no lo tengo. No es nada que debas temer. Es hermoso, Elise. Eres tú. Eres una mujer. Deja que esa mujer goce su libertad. Libérala.

Desátala… y disfruta de ella. No te resistas más. No es indecente. No es repugnante. Es maravilloso… un milagro. No lo reprimas ni un segundo más. Es amor, Elise. Amor.

Rompió a llorar. Eso era bueno; empezaba a aliviarse. Se apretó muy fuerte contra mí, sollozando, respirando entre torturadores jadeos. Lo sentí llegar, todos esos años de cruel confinamiento tocaban a su fin. Elise abría por fin la puerta de las mazmorras subterráneas en que había mantenido prisionera su propia naturaleza. Podría haberla acompañado en el llanto, de tan dichoso que me sentía por su liberación. Un interminable río de lágrimas le bañó las mejillas, le temblaron los labios y su cuerpo, apretado contra el mío, tiritaba sin cesar.

Entonces sus labios se refugiaron entre los míos, lentos, seguros, exigentes al tiempo que generosos, recogiendo su cosecha con honesta necesidad. Sus manos correteaban inquietas por mi espalda y mi cuello, se enredaban en mi pelo, me acariciaban, me masajeaban, las yemas de sus dedos abrasándome la piel. Me deleitaba con aquel dulce dolor. No quería que se acabase nunca.

—Te amo —susurró—. Te amo. Te amo. Te amo. —No podía dejar de repetirlo. Las palabras caían de su boca como un diluvio, con el cual inundó las cámaras secretas de su necesidad.

No hizo ningún ruido, sólo el de su pesada y vibrante respiración, cuando la levanté para llevarla al dormitorio; era tan ligera, tan leve. La dejé sobre la cama, me senté a su lado y empecé a desenredarle las horquillas del pelo. Una a una, se las fui quitando hasta que su pelo dorado como el trigo se le derramó sobre la espalda y los hombros. Me miró en silencio hasta que le quité la última horquilla y empecé a besarla en las mejillas, en la boca, en los ojos, en la nariz, en las orejas, en el cuello mientras le iba desabrochando los lazos del vestido. Entonces pude ver sus pálidos y cálidos hombros. Los besé una y otra vez; la besé en los brazos, en la nuca. Seguía sin decir nada, no podía sino respirar entrecortadamente y gemir tímida, suplicante. Cuando le desabroché el corsé y vi su piel me sorprendí tanto que no pude evitar gritar alarmado. Elise me miró asustada cuando me quedé pasmado mirando las marcas rojas que tenía en el cuerpo.

—¡Oh, santo cielo, no te pongas esto! —grité—. No dejes marcas en tu preciosa piel. —Su sonrisa de amor resplandeció cuando me tendió los brazos.

Entonces nos tendimos juntos en la cama, anudándonos con fuerza con los brazos y con los labios. Me aparté un poco y le besé el cuello, la cara, el pecho y los hombros. Me llevó a sus senos y me refugié entre su calidez y suavidad, los besé y saboreé sus duros y sonrosados pezones. Sus gemidos eran agonizantes. Arrastrado por el deseo, me levanté de un salto y me quité la ropa dejándola caer, mirando todo el tiempo a Elise, tendida ante mí, sin preocuparse en absoluto por ocultarme su cuerpo desnudo. Cuando terminé de desvestirme me tendió los brazos.

—Ámame, Richard —susurró.

Me sentí dentro de ella, sentí su cuerpo febril bajo el mío, sentí su respiración ardiente derramarse en mi rostro. Oí sus gemidos de angustiosa pasión. Exploté en su vientre y sentí sus espasmos, tan violentos que parecía como si se le fuera a partir la espalda, sin dejar nunca de clavarme las uñas en la carne con una expresión de delicioso éxtasis en el rostro mientras experimentaba lo que podría haber sido la primera auténtica liberación de su vida… todo aquello era más de lo que cualquier simple mortal podía soportar. La oscuridad me arrolló y me empujó al borde de la inconsciencia. El aire se saturó de calor y energía vibrantes.

Tras el temporal todo quedó en calma. Elise estaba tendida a mi lado, llorando con dulzura, de alegría. Susurraba:

—Gracias. —Una y otra vez—. Gracias. Gracias.

—Elise. —La besé con ternura—. No tienes nada que agradecerme. Yo estaba en el cielo, a tu lado.

—Oh —susurró. Fue como si dejara escapar un suspiro contenido—. Sí, eso es lo que era. El cielo.

Me pasó las manos alrededor del cuello y me miró con una sonrisa de azucarada satisfacción.

—Si no hubiéramos pasado juntos esta noche me habría muerto, Richard. —Hizo un ruidito leve—. Ahora que lo pienso, sí que he muerto —dijo. Me besó en la mejilla—. Y he rejuvenecido entre tus brazos. Reencarnada en mujer.

—Oh, pero ya eras una mujer —le dije—. Y menuda.

—Espero que sí. —Me pasó un dedo ligero como una pluma por el pecho—. Me dejé llevar tanto por la… locura que desataste en mí, que no sabía si te estaba gustando.

—Fuiste una delicia. —Sonreí ante su mirada incrédula—. Si quieres, puedo jurarlo sobre la Biblia.

Me devolvió la sonrisa, con amor y después se miró todo el cuerpo.

—¿No estaré demasiado delgaducha? —preguntó.

Me aparté un poco y miré sus pequeños y juguetones pechos, su estómago plano, su cintura (tan estrecha que pensé que no tendría problemas para rodearla con ambas manos), sus esbeltas piernas de porcelana, deliciosas para la vista.

—Demasiado —contesté.

—Oh. —Pareció tan consternada que me reí y sollocé al mismo tiempo, besándole las mejillas y los ojos con pasión—. Adoro tu cuerpo —le dije—. Ni se te ocurra considerarlo otra cosa que no sea perfecto.

Nos dimos un beso largo, dulce y pleno. Me miró al terminar, con una expresión de devoción absoluta.

—Quiero serlo todo para ti, Richard —dijo.

—Lo eres.

—No. —Acepto mi comentario con una dulce sonrisa—. Sé lo inexperta que soy en lo que respecta a… hacer el amor. ¿Pero cómo podría ser de otra manera? —Esbozó una sonrisa un tanto traviesa—. No he conocido a otros, señor, ni he podido ganar experiencia. Me muevo con torpeza y se me olvidan las frases. No recuerdo ni el nombre de la obra, de tanto que me meto en el papel. —Cerró poco a poco los dedos en mi espalda—. Todo se me olvida —confesó—. Pierdo los estribos cuando subo al escenario y me encanta cada segundo que estoy arriba. —Ahora su mirada desprendía verdadera sensualidad—. Se me arrimó de golpe y nos dimos un largo beso, cada uno hambriento del sabor de los labios del otro.

Al apartarnos sonreí.

—El papel es suyo —dije.

Su risa infantil me encandiló tanto que me pareció como si fuera a reventar de pura felicidad. La apreté fuerte contra mí.

—Elise, Elise.

—Te quiero, Richard, te quiero tanto —me susurró al oído—. Sé que vas a odiarme pero me muero de hambre otra vez.

Solté una carcajada y la dejé libre, después me hizo levantarme para descubrir la cama. Entonces corrió a la otra habitación y regresó con dos manzanas y nos echamos el uno al lado del otro sobre las sábanas frescas para comérnoslas. Sacó una pepita de su manzana y me la pegó en la mejilla; no pude evitar sonreír y preguntarle qué estaba haciendo.

—Espera —dijo.

Al cabo de unos segundos la semilla se desprendió.

—¿Qué significa?

Su sonrisa se tornó melancólica.

—Que pronto me dejarás —respondió.

—Jamás.

Al ver que no se le alegraba la cara, le di un suave pellizco en el brazo.

—¿Qué crees que soy? —pregunté—. ¿Yo o una pepita de manzana?

Para mi disgusto, la luz no volvió a su rostro. De nuevo, sus ojos sondearon los míos.

—Creo que me partirás el corazón, Richard —dijo.

—Ni hablar. —Intenté sonar todo lo convencido que pude—. Nunca, Elise.

Estaba claro que se esforzaba por quitarse del pecho aquella angustia.

—De acuerdo —dijo. Asintió con la cabeza—. Te creo.

—Me alegro, es lo que debes hacer —dije, haciéndome el enfadado—. En mi vida había oído que las pepitas de manzana predijeran el futuro.

Así, eso estaba mejor. Por fin su sonrisa había recuperado su fuego.

—Espero que escribas una obra para mí —dijo—. Me encantaría actuar en una obra escrita por ti.

—Lo intentaré —dije.

—Bien. —Me besó en la mejilla—. Suponiendo, claro está —añadió con otra sonrisa—, que decida seguir actuando después de hoy.

—Seguirás.

—Si sigo, —explicó—, y sé que siempre seguiré, por supuesto, seré otra cuando me suba al escenario; seré una yo mujer. —Suspiró y se me arrimó, cogiéndome fuerte del cuello con los brazos—. Hasta ahora siempre me había sentido desorientada —dijo—. Este conflicto me ha atormentado toda la vida… la cabeza contra el corazón. El peso de tu amor ha equilibrado por fin la balanza. Si anoche u hoy he sido fría contigo…

—No lo has sido.

—Sí, sé que sí. Pero era mi último intento de resistir a lo que sabía imparable; a aquello que tanto temía: la liberación, a través de ti, de todo lo que he reprimido durante tantos años.

Me llevó la mano a sus labios y la besó con ternura.

—Te estaré eternamente agradecida por ello —dijo.

Entonces surgió de nuevo en ella aquel hambre que no había podido apaciguar durante tantos años y que necesitaba satisfacer en aquel instante. Esta vez ya no se resistió sino que, dichosa por haber roto sus propios grilletes, se entregó y tomó de mí, haciendo ahora el amor con una honestidad tan apasionada que, cuando al poco llegó su liberación, echó atrás la cabeza, extendió los brazos a ambos lados con las palmas abiertas hacia arriba mientras temblaba violentamente y gemía abandonándose a la plenitud. De nuevo, volví a derramarme en sus entrañas, esperando que concibiera a nuestro hijo dentro de aquel cuerpo puro y hermoso.

Después, lo primero que dijo cuando nos quedamos allí tendidos, acurrucados y satisfechos —pensé complacido—, fue:

—¿Te casarás conmigo, verdad?

No pude evitarlo; tuve que reírme.

—¿No quieres? —preguntó sorprendida.

—Por supuesto que sí —respondí—. Me río de la pregunta y de cómo me las has hecho.

—Uf… —Sonrió con alivio primero, después con amor.

—¿Cómo puedes pensar, ni por un instante, que no me casaría contigo?

—No sé… —se encogió de hombros—. Pensé que…

—Pensaste que…

—Que… bueno, que quizá te parecía tan horrible cómo hago el amor que…

Puse un dedo, sin apretar, sobre sus labios.

—Elise McKenna, —le informé—, es usted la mujer pagana más magnifica y excitante de este mundo.

—¿De verdad? —La luz afloró a su voz y su sonrisa—. ¿De verdad, Richard?

—Claro que sí. —La besé en la punta de la nariz—. Y, si lo deseas, lo cincelaré en la corteza de un árbol.

—Ya está cincelado —dijo, colocando una mano sobre mi corazón—. Aquí.

—Bien. —La besé con fuerza en la boca—. Y, una vez que nos casemos, viviremos… —La miré con socarronería—… ¿Dónde?

—En mi hacienda, por favor, en mi hacienda, Richard —me pidió—. Me gusta tanto, quiero que sea nuestra.

—En tu hacienda pues.

—¡Ah! —Jamás había visto un rostro tan henchido de felicidad—. Me siento… ¡No puedo describirlo con palabras, Richard! ¡Inundada de amor! —De pronto, empezó a sonrojarse de pura alegría—. Por dentro y por fuera.

Se tendió boca arriba y se miró el cuerpo con expresión incrédula.

—Me cuesta creerlo —dijo—. Me cuesta creer que ésta sea yo de verdad… echada en la cama, sin nada de ropa, junto a un hombre también desnudo que conocí ayer. ¡Ayer! ¡Y ya estoy llena de él! ¿Soy yo? ¿Seré yo de verdad… Elise McKenna? ¿O acaso los sueños se han convertido en espejismos?

—Eres tú. —Sonreí—. La «tú» que siempre ha estado a la espera… aunque la tenías un poco maniatada.

—¿Maniatada? —Meneó la cabeza—. Más bien apresada dentro de una dama de hierro. ¡Oh! —Se le puso la carne de gallina e hizo una mueca—. Qué espantoso. Y qué real.

Se giró, me miró con ansia y nos abrazamos con fuerza, entrecruzando piernas y brazos al tiempo que nos besábamos una y otra vez.

—¿Alguna vez quisiste a Robinson? —pregunté.

—Como hombre no —respondió—. Acaso como a un padre. En realidad nunca tuve padre; la última vez que lo vi era muy pequeña. Así que supongo que Robinson hizo de padre para mí. —Suspiró como si hubiera descubierto algo—. Qué curioso que me dé cuenta de eso ahora, después de tantos años. Mira que me estás abriendo los ojos.

Me besó como si nada, como una mujer que saborea a su antojo los labios de su amante.

—Lo que te comenté antes —dijo—, sobre que soy una perfeccionista. Creo que no se debe tanto a una necesidad de sobresalir como a una tremenda insatisfacción. Nunca me he sentido del todo a gusto con mi trabajo ni a través de él. Nada me ha llenado de verdad en la vida; ese es el quid de la cuestión. Siempre me ha faltado algo. ¿Cómo no supe darme cuenta de que era el amor? Ahora me parece tan obvio. Ya no me veo como una perfeccionista. Ahora sólo deseo estar a tu lado; entregarme a ti por completo. —Sonrió, sorprendida por ella misma—. Bueno, eso ya lo he hecho, ¿verdad?

Al responderle con una sonora carcajada, me miró otra vez con expresión de fingida seriedad.

—Se lo aviso, señor Collier —dijo—, soy una persona muy celosa. Aplastaré a cualquier mujer que ose siquiera mirarlo.

Sonreí feliz.

—Aplástalas a todas.

Me pasó un dedo por los labios, trazando su contorno con delicadeza.

—¿Has amado a otras mujeres, Richard? No —añadió de inmediato—, no me lo digas, no quiero saberlo. No importa.

Le besé la yema del dedo cuando lo posó.

—No ha habido ninguna otra —le dije.

—¿De verdad?

—De verdad. Ni una sola. Lo juro.

—Ay, amor mío, mi amor. —Apretó su mejilla contra la mía—. ¿Cómo puede existir tanta felicidad?

Permanecimos pegados un rato hasta que Elise se retiró y me miró con ojos espejeantes.

—Háblame de ti —me pidió—. Quiero decir, hasta donde me puedas contar. Quiero amar todo lo que tú amas.

—Entonces ámate.

Me besó en la boca y luego analizó mis facciones.

—Me encanta tu cara —dijo—. Tus enormes ojos. Tu pelo dorado por el sol. Tu voz y tu tacto suaves. Tu forma de ser… —se contuvo una risita—… y tus recursos.

Sonreí y le revolví su pelo sedoso.

—También me encanta tu sonrisa —añadió—. Como si no quisieras compartir algo gracioso con los demás. Me muero de ganas porque compartas conmigo aquello de lo que te rías, pero adoro esa sonrisa. —Se apretó contra mí y me besó en el hombro—. ¿Cómo se llamaba aquel compositor?

—Mahler.

—Aprenderé a amar su música —dijo.

—No te resultará difícil —le dije. Y, quizá, pensé, algún día, cuando ya seamos viejos, te confesaré que su Novena Sinfonía sirvió para que nos conociéramos.

Rodeé su cara con mis manos y la miré; el rostro de aquella fotografía en carne y hueso, su calidez entre mis manos, desprendiendo paz en lugar de angustia.

—Te quiero —dije.

—Te quiero —respondió—. Ahora y para siempre.

—Eres tan dulce.

—Dotada de una belleza, una gracia y un encanto delicados y refinados —dijo con expresión de total seriedad.

—¿Cómo?

Babbie no pudo seguir reprimiendo su risa traviesa. Empezó a carcajearse.

—Dijo —jadeó.

Debí de sonreír confundido porque se pegó a mí y me sembró la cara de besos.

—Oh, debo dejar de decir tonterías —dijo—. Es que me siento tan desbordada de felicidad que me cuesta no reírme. Y parecías tan serio cuando has dicho que era dulce. —Me besó cinco veces en los labios, rápida y suavemente—. En realidad es un cumplido —dijo—. Sólo podría bromear con el hombre al que amo. Nadie conoce esta faceta mía; siempre la reservo para mí. Bueno, quizá la deje ver sobre el escenario de cuando en cuando.

—Siempre.

Suspiró con fingido remordimiento.

—A partir de ahora sólo podré actuar en tragedias —dijo—, porque voy a devorar tanta felicidad en la vida que no me quedará nada cuando suba a los escenarios. —Me acarició la mejilla—. Me perdonas, ¿verdad? ¿No te importa si bromeo?

—Bromea cuanto quieras —le dije—. A mí también me gusta decir tontadas.

—Las que quieras, amor mío —dijo abrazándose a mí.

Esta tercera vez empezamos besándonos. Su hermoso rostro se ruborizó y de nuevo puso aquella mirada de entrega que me excitaba al tiempo que me inundaba de alegría. Cuando abrí sus labios con los míos para introducir la lengua en su boca, se estremeció y empezó a lamerla con furia con la suya y a tirar de ella con los dientes hacia su garganta. Enseguida volví a penetrar en ella otra vez y, de nuevo, empezó a encorvarse frenéticamente contra mí, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, con mirada de abandono absoluto. Al liberarse por tercera vez, exclamó:

—¡Es imposible!

Entonces acabamos y nos fundimos en un abrazo, su cuerpo ardiente y húmedo pegado al mío, su dulce aliento en mis labios mientras se dormía. Yo intenté permanecer despierto y seguir mirándola pero no pude. Embargado por una calma extática, me sumí en un sueño insondable.

Cuando abrí los ojos Elise seguía dormida pero ya no estaba acurrucada entre mis brazos. Estábamos tendidos el uno al lado del otro, bajo las mantas y una sábana. Debe de haberse despertado para taparnos, pensé.

Seguí un buen rato en mi lado, contemplando su rostro. Ahora esta mujer es mi vida, seguí pensando. La verdad es que, a modo de experimento, intenté recordar Hidden Hills, a Bob y a Mary, pero descubrí que me resultaba poco menos que imposible; todo aquello parecía ya un universo paralelo. La sensación de desorientación está empezando a desaparecer. Dentro de poco habrá desaparecido por completo; estoy convencido de ello. Mi presencia en 1896 es como la de un grano de arena que se hubiera escurrido dentro de una ostra. Poco a poco, como invasor de esta época, me iré cubriendo de un protector (y absorbente) capullo, hasta aislarme por completo en su interior. Al final, me habré envuelto tanto en este período que me transformaré en otra persona que habrá olvidado su procedencia y que vivirá como ciudadano de este tiempo.

Supongo que ese debe de ser el verdadero sentido de viajar en el tiempo. Si Ambrose Bierce, el juez Crater y todas aquellas personas desaparecidas llegaron a retroceder en el tiempo, a estas alturas ya no deben de recordar nada sobre sus orígenes. La naturaleza los protege. Si se rompe alguna regla o si se produce un accidente en el orden de la existencia, hay que compensarlo de alguna manera, se debe utilizar un contrapeso para equilibrar la balanza. De esta manera, el curso de la historia nunca se ve alterado más que temporalmente por aquel que vaya en su contra. Por tanto, la razón por la que nadie ha regresado jamás de su destino es porque ha realizado un viaje sólo de ida.

Pensaba en todo eso mientras estaba allí echado, mirando a Elise. Cuando dejé de darle vueltas, estaba ya bien despierto y no quería seguir durmiendo sino que prefería saborear aquellos valiosos momentos: mi amor durmiendo a mi lado, el recuerdo de nuestra mutua entrega tatuado en la mente y en el cuerpo. Salí de la cama en silencio y muy despacio. No era necesario que tuviera tanto cuidado. Elise dormía como un tronco. No me extrañaba. El desgaste físico y emocional de las últimas veinticuatro horas debía de haberla dejado exhausta.

Al levantarme y descubrir que mi ropa ya no estaba en el suelo, miré alrededor. La vi colgando del armario, que estaba abierto; me acerqué y comprobé el bolsillo interior de mi chaqueta. Los papeles estaban donde los había dejado. Debe de haberlos visto, pensé; abultaban demasiado como para no darse cuenta de que estaban ahí. Aun así, si los había leído, ¿cómo podía dormir tan plácidamente? Aunque hubiera sido incapaz de entender nada por culpa de la escritura taquigráfica, ¿no se habría extrañado al ver todos aquellos signos irreconocibles? La miré. Fuera lo que fuera, no parecía muy preocupada. Decidí que no habría visto ningún papel y que, en caso contrario, que no les habría dado la menor importancia.

Decidí que era la ocasión adecuada para continuar con aquellas notas. Me senté en el escritorio, pero después volví al armario, atraído por la ropa de Elise. Acaricié los vestidos uno por uno. Cuando llegué al conjunto que había llevado poco antes, levanté la falda con ambas manos y me la pasé por la cara para deleitarme con su suavidad. Elise, pensé. Que el tiempo me haga otro favor y se detenga por completo en este glorioso momento para que pueda disfrutarlo para siempre.

Por supuesto el tiempo ni se paró ni podía detenerse, así que al poco dejé la falda en su sitio con un frufrú y volví al escritorio.

Había una carta encima, dos hojas plegadas, con mi nombre escrito por detrás de una de ellas. Me dejé llevar por la ansiedad. ¿Había Elise leído y traducido mis notas entonces? Sin pensarlo más, desplegué las hojas y empecé a leer.

Ya desde la primera frase parecía evidente que Elise no había descubierto mi secreto.

Estimado Señor,

Sus impagables favores del día 21 del corte, han sido bienvenidos y lamento no estar entre sus brazos en estos momentos. ¿Qué locura me empujaría a abandonar su abrazo?

La hora de las brujas queda ya muy atrás… y ahora las beatas (y las actrices soñolientas) bostezan. Debería estar en la cama, a su lado; acabo de mirar su precioso rostro, al que no he sabido negar un beso, pero debo, como mujer que soy, cepillarme el pelo un centenar de veces antes de retirarme de nuevo a su lado.

Me estaba peinando cuando de repente pensé: «¡Te quiero, Richard!». El corazón me dio tal vuelco que tuve la necesidad de escribir lo que sentía. Podía hacer eso o despertarte de un empujón para decírtelo, pero ni por todo el oro del mundo interrumpiría tu plácido sueño.

Te amo, Richard de mi corazón. Te quiero tanto que si estuviera en la calle me pondría a bailar y llamaría la atención de la gente y me reiría de un policía y me detendrían y me buscaría la ruina por culpa de tanta felicidad. Aporrearía un tambor y soplaría un cuerno y cubriría las paredes de todo el mundo con carteles gigantes en los que pondría cuánto te quiero, te quiero, te quiero.

Sin embargo, a pesar de todo, no soy tan feliz como quiero ser, tan feliz como debería sentirme. Una plomiza nube parece cernerse siempre sobre mí. ¿Por qué nuestro amor no la espanta?

Hay algo que me asusta y que me hace levantarme ojerosa después de darle mil vueltas. Que te perderé de la misma manera en que viniste a mí… extrañamente, como tú dices, entre sombras y sin que yo pueda impedirlo. Tengo tanto miedo, mi vida. Imagino cosas horribles y tanta preocupación no me permite descansar. Dime que no me preocupe. Sé que debes repetírmelo una vez y otra y otra, hasta que el temor desaparezca gracias a la seguridad con la que me inundas. Dime que todo va a ir bien. No dejo de pensar que no podremos casarnos por culpa de algo terrible.

No, debo dejar de pensar en este tenebroso fantasma y concentrarme sólo en nuestro amor. Estamos hechos el uno para el otro y para nadie más. Sé que esto es así. Creo que esta noche he sabido lo que es el amor de verdad (ahora mismo podría hacer una perfecta interpretación de Julieta). Es la llave que abre el corazón y tu amor ha descerrajado el mío para siempre. Para mí, este mundo empieza y acaba contigo.

Ya no escribiré más. Corazón mío, dulces sueños. Acaso estés soñando conmigo en este instante. Espero que sí, porque te amo con todo mi corazón y toda mi alma. ¡Ay, quién viviera dentro de ese sueño!

Estoy demasiado adormilada y cansada para escribir ni una palabra más. Aunque escribiré un par más antes de acostarme.

Te quiero.

Elise.

Entre lágrimas de alegría vi que un poco más abajo de su firma ponía «P.D.: Te quiero, Richard». Después leí la segunda hoja y seguí sonriendo. «P.D.A.: No estaba segura de haberlo comentado».

Se me borró la sonrisa. Había escrito unas líneas más.

No pretendía mencionar esto pero la verdad es que creo que debo hacerlo. Cuando recogí tu chaqueta se cayó al suelo un fajo de papeles que llevabas en el bolsillo. No pretendía leerlos (no se me ocurriría sin tu permiso) pero no pude evitar ver algunas cosas que ponía en ellos. Presiento que la respuesta al hecho de que estés a mi lado se esconde en esos papeles y espero que a su debido tiempo me cuentes lo que has escrito en ellos. No puedo cambiar mi amor por ti. Nada podría cambiarlo.

E.

Ya he escrito todo lo que ha ocurrido hasta el momento. Mientras lo anotaba todo he llegado a esta conclusión: jamás le enseñaré lo que he escrito. Ahora me vestiré, bajaré a la calle, compraré cerillas, me esconderé en algún rincón de la playa y quemaré estos papeles para que el viento desperdigue sus cenizas en la inmensidad de la noche. Elise lo entenderá cuando le diga que lo hice para derribar la última barrera que quedaba entre nosotros, de manera que así nada de este mundo ni de ningún otro pueda separar nunca a Elise y Richard.

Me levanté sin hacer ruido, llevé su carta y mis notas hasta el armario, donde las doblé y las metí juntas en el bolsillo interior de mi chaqueta.

Durante un buen rato no supe si proceder de inmediato con mi plan o si volver a la cama y acurrucarme junto a Elise. Me acerqué a la cama y me quedé allí de pie, mirándola. Dormía con la misma inocencia que un niño, con una mano apoyada en la almohada, las mejillas coloradas como pétalos de rosa y la boca entreabierta. El intenso deseo que sentía de inclinarme y besar aquellos labios me dio el impulso que necesitaba. La amaba tanto que no podría descansar hasta romper mi última cadena con mi pasado. Me di la vuelta, fui hasta el armario y empecé a vestirme.

En el espejo vi reflejado un hombre de 1896, aunque, eso sí, todo magullado y con un ojo enrojecido. Me puse el traje interior y los calcetines, la camisa, los pantalones y después las botas. Me anudé la corbata, me puse el chaleco y me peiné. Señor don R. C. Collier, he aquí su reflejo. Le hice una leve reverencia con la cabeza, sonriendo con aprobación. Se acabaron las dudas, me dije. Perteneces al ahora.

Me acerqué al escritorio, cogí el reloj y me lo coloqué; ya estaba completo. Sonriendo, crucé la habitación con el máximo sigilo sin dejar de mirar a Elise.

—Estaré de vuelta enseguida, mi vida —susurré.

Quité la cerradura con suma cautela para no despertarla, abrí la puerta y salí. Cerré la puerta sin hacer el menor ruido, volví a echar la cerradura y me fui; volvería en menos que canta un gallo. Fui silbando desde el salón público hasta el Salón Abierto.

Acababa de girar a la izquierda cuando por el rabillo del ojo vi que algo se movió a mi derecha y me hizo volver la cabeza en esa dirección. Con el pulso acelerado, me giré y vi a Robinson pararse en seco.

Su mirada rebosaba cólera; en cuanto lo vi supe que había venido para matarme. Me abalancé hacia él, nos enzarzamos y le agarré la muñeca derecha con todas mis fuerzas. Tenía la cara de piedra, tan inexpresiva que sólo la abultada vena que le sobresalía junto al ojo derecho delataba que estaba vivo. No hablaba, tenía los labios retraídos contra los dientes apretados, resollaba con pesadez y boqueaba mientras intentaba meter la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta para coger la pistola que yo sabía que llevaba.

—No puede matarme, señor Robinson —dije lenta y claramente—. Vengo del futuro y lo sé todo sobre usted. No le colgarán por asesinato porque se hundirá en el Atlántico Norte dentro de veinte años.

Se quedó lo bastante confundido para darme la oportunidad que necesitaba. Lo empujé tan fuerte como pude y se tambaleó hasta caer al suelo. Dando tumbos, eché a correr hacia el salón y de ahí hasta la puerta de la habitación de Elise. Entré y cerré la puerta, con sumo cuidado. El mareo hizo presa de mí. Tuve que apoyarme en la pared; el corazón me latía tan rápido todavía que apenas podía respirar. Me pareció oírlo corretear por el salón y me asusté. ¿Qué pensaría hacer Robinson ahora? ¿Aporrearía la puerta hasta despertar a Elise? ¿Reventaría la cerradura de un disparo y se abalanzaría sobre mí? Caminé hacia la cama dando bandazos. No la despiertes, pensaba. Cambié de dirección y fui a trompicones hasta el armario. Tenía la sensación de que no me llegaba suficiente aire a los pulmones; ahora la sensación de desorientación había reaparecido con toda su intensidad. Debía volver a meterme en la cama con Elise y abrazarla bien fuerte.

No le quitaba ojo a la puerta mientras me desvestía. Robinson no aporreó la puerta ni gritó para que Elise le abriera. ¿Por qué? ¿Acaso sabía cómo reaccionaría Elise? De pronto, miré para abajo al palpar algo duro y redondo por fuera del bolsillo derecho de la chaqueta. Un agujero, pensé. Una de las monedas del cambio que me habían dado en la tienda se había colado por el forro.

No le di mayor importancia; no debía obsesionarme. Aun así, sentí el impulso de rebuscar en el bolsillo con dedos temblorosos hasta que encontré el agujero; después, con la otra mano, que también me tiritaba, fui sacando la moneda hasta que por fin pude tocarla. La agarré, la saqué y la miré.

Era un centavo de 1971.

En aquel instante algo oscuro y horrible empezó a presionarme el pecho. Imaginé de qué se trababa e intenté tirar el centavo lejos de mí pero no pude porque parecía pegarse a mí como si desprendiera un magnetismo fatal. Miré aterrorizado cómo se me adhería a los dedos con una pegajosidad de pesadilla que no podía entender y contra la que no podía hacer nada. Empecé a jadear y a tener espasmos al verme invadido por una oleada de frío. El corazón me latía despacio pero muy fuerte mientras intentaba, en vano, gritar, pero tenía un nudo demasiado opresivo en la garganta. Me desgañitaba, pero sólo dentro de mi cabeza.

No había nada que pudiera hacer. Eso era lo más espantoso. Estaba indefenso, mudo y paralizado y sabía que los tejidos conjuntivos se estaban desgarrando, separándome de 1896 y de Elise. Intenté con toda mi voluntad apartar la mirada de los números grabados en aquella moneda pero era incapaz. Parecían clavárseme en los ojos y el cerebro como púas de energía negativa. 1971. 1971. Sentí cómo me escurría. 1971. No, supliqué, paralizado por una consternación enfermiza. ¡No, por Dios, no! ¿Pero quién iba a escuchar mis ruegos? Había retrocedido en el tiempo gracias este mismo método de concentración y ahora, durante aquellos infernales momentos, me estaba obligando a regresar al quedarme mirando la moneda. 1971. 1971. Desesperado, intenté convencerme de que era 1896, 21 de noviembre de 1896. Pero era inútil, no había manera de permanecer. No mientras siguiera agarrando aquel centavo, que me recordaba mi procedencia. 1971. 1971. 1971. ¿Por qué no podía arrojarlo fuera de mi vista? ¡No quería regresar! ¡No quería!

Entonces una especie de oscuridad hirviente me envolvió como si fuera una nube. Helado, petrificado, ya no fui capaz de mirar hacia la cama. No; ¡Oh, Dios, santo Dios! ¡Apenas podía ver a Elise! La veía difuminada a través de la niebla. La angustia empezó a rugirme en el estómago. Intenté caminar hacia ella pero no podía dar ni un paso; una losa negra y monstruosa me tenía apresado. ¡No! Intenté resistirme. ¡No me apartaría de Elise! Hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban para intentar deshacerme de aquella moneda malévola. ¡No era 1971! ¡Era 1896! ¡1896!

De nada sirvió. La moneda siguió pegada a mi mano como un tumor repulsivo. Derrotado, levanté la mirada para volver a mirar a Elise. Un grito de pavor me perforó el alma. Elise ya casi había desaparecido del todo en aquella oscuridad que me iba tragando, y que me adormecía como si de un sedante se tratara. Por algún motivo que jamás conoceré, en aquel momento me acordé de una mujer que una vez me habló sobre qué se siente cuando te sobreviene un colapso mental. Lo describía como «algo» que crece dentro; algo que escapa a la lógica y a la voluntad; algo oscuro y agitado que se expande sin cesar, como una araña que hubiera anidado en tus entrañas y que estuviera tejiendo una gélida y fatídica telaraña que no tardará en asfixiar el cerebro y el resto del cuerpo. Así era como me sentía; impotente, a la espera, indefenso, sintiéndolo crecer inexorablemente dentro de mí, sabiendo que nunca podría detenerlo.

Abrí los ojos. Estaba tirado en el suelo. Podía oír el lejano murmullo del oleaje. Me senté muy despacio y recorrí con la mirada la oscura habitación en la que una vez se alojó Elise. La cama estaba vacía. Agotado, me puse en pie y me miré la mano derecha. Todavía tenía la moneda. Con un grito de repugnancia, la tiré lejos de mí y la oí rebotar en el suelo. ¡Ahora me dejas!, pensé, mareado y ahogado por el odio. Después de que me has obligado a regresar.

No sé cuánto tiempo me quedé allí, inerte, fuera de mí. Me parecieron horas, aunque sospecho que no pasaron más de diez o quince minutos. Por fin, atravesé la habitación penosamente, quité la cerradura y salí al pasillo. No había nadie. Me acordé del traje que llevaba puesto. Tuve un escalofrío. El disfraz, querrás decir, dije para mí con amargura.

Me puse a andar y solo podía pensar que había perdido a Elise por culpa de un centavo que se había colado por un agujero del bolsillo en el forro de la chaqueta y había viajado conmigo. Por lo demás, lo acepté bien; había sido por culpa de la moneda por lo que al final acabé regresando. Como si de una máquina lenta y defectuosa se tratara, mi cerebro le siguió dando vueltas, intentando analizar lo horroroso de la situación. La moneda no era mía; estaba claro que era del último hombre que había alquilado el disfraz. Y por eso —¡Sólo por eso!— había perdido a Elise. Apenas hacía unos minutos estaba a su lado; la suavidad y el olor de su cuerpo aún me acompañaban. Si me hubiera quedado en la cama con ella esto no hubiera sucedido. Al querer reforzar el vínculo que me unía a 1896 lo acabé rompiendo por completo. Y todo por culpa de un centavo que se había colado en el forro de la chaqueta. No dejé de darle vueltas, hasta marearme, sin llegar a ninguna conclusión. No podía entenderlo.

Jamás lo comprenderé.

Cuando llegué a mi habitación —la de 1971— me di cuenta de que no tenía la llave. Me quedé un rato largo mirando la puerta. El viaje de vuelta a 1971 parecía haberme arrebatado la lucidez. Cuando por fin encajé las piezas del puzzle mental que tenía, di media vuelta y me dirigí hacia las escaleras. Sabía que no debía ir a recepción, no podría hablar ni explicar nada; no podía comportarme racionalmente. Confundido y vacío, bajé las escaleras y me dirigí a la entrada trasera. Hacía escasos minutos había estado con Elise. Pero ahora era setenta y cinco años más tarde. Elise había muerto.

Yo también. Lo tenía muy claro. Bajé los escalones del porche con la idea de meterme en el mar y ahogarme para así acabar con el cuerpo, puesto que mi mente ya había dejado de existir. Pero me faltaba valor o arrojo. Di vueltas por el aparcamiento como un animal aturdido. Caía una lluvia tan débil que apenas sentía las gotas rociarme la cara; más bien parecía una neblina que se cernía sobre mí.

Me paré al lado de un coche y lo miré un buen rato hasta que me di cuenta de que era el mío. Me hurgué los bolsillos con dedos torpes. Por fin, me di cuenta de que no podía tener las llaves en ellos, así que me arrodillé, metí el brazo bajo el coche y tanteé hasta que di con la cajita metálica que había pegada al bastidor con un imán. La saqué y me apoyé en la manecilla de la puerta para levantarme. Se me habían empapado las rodillas de los pantalones pero me dio igual. Con gran lentitud, destapé la caja y saqué la llave.

El coche estaba frío, las ventanillas estaban empañadas. Fui palpando con la llave hasta encontrar el ojo del interruptor de arranque, donde después la introduje. Quise girar la llave pero caí rendido contra el respaldo. No me quedaban fuerzas para conducir hasta el puente y atravesarlo. No era capaz de sacar el coche del aparcamiento, ni siquiera de ponerlo en marcha. Apoyé la cabeza en el volante y cerré los ojos. Se acabó, pensé. Aquellas palabras resonaron en mi cabeza con infinita y desoladora certeza. Se acabó. Elise ya no estaba. La encontré pero la volví a perder. Se acabó. Todo lo que leí en aquellos libros era cierto. Se acabó. No sería necesario rescribirlos. Se acabó. Ocurrió lo que me estuve temiendo desde el principio. Lo que juré que nunca sucedería. Se acabó. Elise me regaló su corazón y yo se lo rompí.

¡Se acabó!

Al abrir los ojos vi la cadena del reloj enrollada en él chaleco. Bajé el brazo, saqué el reloj del bolsillo y lo miré. Al cabo de un rato, pulsé el botón y me quedé contemplando la esfera. La luz de la farola de al lado se colaba por la ventana y me permitía ver. Apenas pasaban de las cuatro en punto. Arropado por el silencio del coche, podía oír el fuerte y mecánico tictac del reloj. Mientras contemplaba la esfera me asoló un pensamiento horrible. La moneda que eché a cara o cruz al iniciar el viaje me trajo a San Diego. Una moneda me llevó a Elise. Una moneda se la llevó: se llevó mi amor, mi único amor, mi amor perdido.

Mi Elise.