Sé que los sueños pueden reflejar las percepciones de los sentidos puesto que había estado soñando con unas cataratas hasta que me desperté y descubrí que estaba diluviando.
Giré la cabeza y al mirar por la ventana vi una cortina de agua que caía del alero; se podía oír el estrépito que hacía al caer sobre el tejado de más abajo.
Entonces pude oír los ronquidos de Robinson, que competían con aquel estruendo, y miré a su cama. Se había dormido con las luces encendidas, aún vestido, despatarrado como si hubiera sido asesinado, abriendo la boca como si fuera una caverna bostezante de la que escapaban unos ensordecedores ronquidos que parecían espasmódicos rugidos de leopardo. Había estado fumando un puro que ahora estaba tirado sobre la almohada, junto a su cabeza. Gracias a Dios que estaba apagado cuando se durmió. Hubiera sido una horripilante ironía retroceder hasta 1896 sólo para morir en el incendio de un hotel.
Me incorporé con el mayor sigilo para no despertarlo. En realidad no hacía falta tener tanto cuidado. Robinson es de los que siguen roncando en medio de un huracán. Lo miré y me acordé de lo mal que se había portado conmigo. No le guardo rencor por lo que he leído de él. Poseer una clarividencia divina a veces es una ventaja.
De repente sentí un hambre punzante de Elise y me pregunté qué cara pondría si llamara a su puerta a estas horas. De todas formas, sabía que era imposible. Las buenas costumbres de esta época no lo permitían, por no hablar de la paliza que Robinson querría darme para dejar claro cuál era mi sitio.
No obstante, me tranquilizaba saber lo cerca que la tenía ahora, después de haber estado a setenta y cinco años de distancia de ella. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Estaría durmiendo echa un ovillo y calentita bajo las sábanas? ¿O (deseé esto poco caritativa aunque humanamente) estaría junto a ventana de su habitación mirando cómo lloraba la noche y pensando en mí?
Sólo tenía que salir de puntillas de la habitación y bajar para comprobarlo.
Me quedé un rato en babia imaginando que me dejaba entrar en su habitación. En mi fantasía llevaba puesto un camisón y una bata y al abrazarla (como era una fantasía me dejó hacerlo) pude sentir la calidez de su cuerpo contra el mío. Incluso nos besamos; sus labios eran suaves y se abrían receptivos, sus dedos se aferraban a mis brazos. Juntos, entramos en el dormitorio, agarrados el uno al otro.
En ese momento, enfadado conmigo mismo, me obligué a quitarme aquello de la cabeza. Paso a paso, me dije. Esto es 1896; no seas idiota. Respiré hondo y miré de un lado a otro para ver si podía distraerme con algo.
Las pertenencias de Robinson que había sobre el escritorio eran el juguete perfecto. Me levanté, me acerqué a la mesa y vi el reloj abierto. Marcaba las tres y siete. Una hora ideal para llamar a la puerta de una dama, pensé mientras examinaba la ornamentada caja de la máquina. Era de oro y en los bordes llevaba minuciosos grabados. En el centro tenía el dibujo de un león; no de los que rugen sino de los de tipo estatua, como los de la entrada de la Biblioteca Pública de Nueva York.
Cuando miré la chaqueta de Robinson, que había tirado sobre el respaldo de la silla, vi que de uno de los bolsillos interiores sobresalía la punta de una pluma y la saqué. Para mi sorpresa descubrí que era una estilográfica. No sé por qué me empeñé en pensar que esta sería una época primitiva. Primero me sorprendió la luz eléctrica; ahora la estilográfica. Después de todo, esto no es precisamente la Edad Media. No hay que olvidar que incluso tienen su propia versión del reloj digital.
Retiré la silla, me senté con sigilo y abrí el cajón del escritorio. Dentro había un montón de artículos de escritorio del hotel. Aparté las cosas de Robinson (una cartera y una caja de cerillas de plata) y me puse a escribir, haciendo las letras tan pequeñas como podía y recurriendo a lo que recordaba de un curso de taquigrafía, porque tenía mucho que contar y no quería quedarme sin papel; también para evitar que quien pudiera leerlo lo supiera interpretar.
Ya llevo varias horas escribiendo. La lluvia ha parado y empieza a amanecer, creo; parece que el cielo va cobrando un tono grisáceo.
Me llama la atención el hecho de que parece que me ha cambiado la letra, como si intentara adaptarla al estilo de esta época. Los guiones para la tele deben ser lo más claros posible. Dictarlos no hace sino incrementar su falta de adorno.
Ahora parece que me esparzo en la relajada locuacidad de este tiempo. No es una sensación desagradable. Aquí sentado, con el garabateo de la punta de la estilográfica sobre el papel como único sonido, a excepción del lejano tronar del mar (incluso Robinson se ha apaciguado un poco, al menos por el momento), me siento como el típico caballero de 1896.
Espero haber anotado todo lo importante. Sé que me he dejado en el tintero incontables momentos y emociones. Se dijeron palabras, incluso entre Elise y yo, que no puedo recordar. Así y todo, creo haber recuperado los momentos esenciales.
Ya casi ha amanecido. Ahora los aleros sólo gotean. Al otro lado de Glorietta Bay se ven unas cuantas luces desperdigadas y del cielo cuelgan todavía algunas estrellitas de diamante. Puedo ver la negra silueta de la chimenea de la lavandería al otro lado de los jardines, la playa por la que se puede llegar a México y, a mi derecha, el fantasmal perfil del embarcadero de metal adentrándose en el océano.
Me pregunto si será poco aconsejable, incluso temerario, meditar sobre la paradoja que representa lo que he hecho. Supongo que lo mejor sería centrarse de lleno en el Tiempo 1, 1896. Presiento que intentarlo de otra manera sólo me traerá dolor de cabeza.
No obstante, es difícil no analizar dicha paradoja, aunque sólo sea por encima. ¿Qué sucede, por ejemplo, el 20 de febrero de 1935? Intento seguir donde estoy. En tal caso, ¿qué ocurre durante ese día futuro? ¿El yo adulto se desvanece espontáneamente? ¿El yo niño vive o muere cuando nace o es que ni siquiera es concebido? Peor aún, ¿mi regreso dará lugar al grotesco enigma de dos Richard Collier existiendo al mismo tiempo? Es algo preocupante y ojalá nunca hubiera pensado en ello.
Quizá la respuesta sea más sencilla, es decir, que, al quedarme, iré adoptando poco a poco otra identidad, de manera que para 1935 no habrá, literalmente, ningún Richard Collier al que reemplazar.
Acabo de pensar en algo extraño; extraño sólo porque hasta ahora no había caído en ello.
El caso es que los hombres y mujeres célebres sobre los que tanto había leído ahora están vivos.
Einstein es un adolescente suizo. Lenin es un joven abogado cuyos días de revolución aún quedan lejos. Franklin Roosevelt es estudiante en Groton, Gandhi abogado en África, Picasso un jovenzuelo, Hitler y De Gaulle unos mocosos. La Reina Victoria todavía ocupa el trono de Inglaterra. Teddy Roosevelt todavía está por conquistar la Loma de San Juan. H. G. Wells acaba de publicar La máquina del tiempo. McKinley ha sido elegido este mismo mes. Henry James acaba de huir a Europa. John L. Sullivan se ha vuelto a retirar del cuadrilátero. Crane, Dreiser y Norris están empezando a dar forma al naturalismo literario.
Además, mientras escribo estas líneas, en Viena, Gustav Mahler empieza a tomar las riendas de la Ópera Imperial.
Mejor que lo deje o…
Dios santo.
La mano me tiembla tanto que apenas puedo agarrar la pluma.
He dormido durante horas y no tengo dolor de cabeza.
Es como si todavía me costara respirar; el cambio fue tan electrizante que me da miedo pensar en ello.
Al principio no lo pensé. Con mucho cuidado, me concentré en los detalles de mis movimientos. Doblé las hojas de papel muy despacio, sintiendo su textura entre mis dedos, oyendo cómo crujían al metérmelas en el bolsillo interior de la chaqueta. Volví a mirar el reloj de Robinson. Sólo eran las seis y media pasadas. Me levanté y me estiré. Miré a Robinson, que aún dormía y cuando respiraba se le formaban pompas en la garganta. Me permití preocuparme por las arrugas de mi traje.
Encendí la luz del cuarto de baño y me miré en el espejo. Me había crecido una sombra de barba en las mejillas. Vi la palangana y la brocha de afeitar de Robinson en el lavabo. No tenía tiempo. Necesitaba salir de allí, concentrarme en los detalles, no mirarme en un espejo. Debía olvidarme de aquella obsesión. Todavía no estaba preparado para hacerle frente.
Sin darle más vueltas, me mojé la cara con agua fría y me sequé. Después intenté, con poco éxito, peinarme con los dedos. Tendría que comprarme un peine y una navaja, una palangana y una jarra de afeitar, una camisa y, sobre todo (me dio vergüenza sólo pensarlo) unos calcetines y ropa interior.
Salí de la habitación lo antes que pude, confiando en que el coma de Robinson impidiera que oyera el ruido de la puerta cuando la cerrara; al cerrarla me fijé en que en su placa ponía el número 472. Caminé hacia la izquierda y llegué al final del pasillo de la parte corta, volví a girar a la izquierda y, al ver que iba en la dirección equivocada, me di la vuelta.
Cuando bajaba por la escalera fui consciente de lo tranquilo que estaba el hotel. No se oía el ruido de los automóviles, ni el rugido de los aviones a punto de aterrizar. Excepto por el constante rugido que emitía el mar, el silencio era total; mis pasos resonaban claramente.
Ya en la segunda planta, atravesé el pasillo que daba a las escaleras de fuera para no pasar por la Rotonda. Al acercarme a la puerta de la calle recordé que a las nueve y dieciocho firmaría en el registro y me darían la habitación 350.
Déjà vu, pensé cuando salí al mirador y vi el Salón Abierto. Aunque tenía un aspecto muy distinto puesto que no había tanta variedad de plantas tropicales (higueras, limeros, naranjos, plataneros, guayabos, granados y demás), la sensación que experimenté fue la misma que la que tuve la primera mañana que estuve en el hotel. Sólo que por lógica, por supuesto, no se puede decir que sea déjà vu porque eso significaría que había estado aquí con anterioridad cuando, en realidad, no pisaré este sitio hasta dentro de setenta y cinco años.
La paradoja me inquietaba así que me olvidé del tema, bajé por la escalera de la calle y atravesé el Salón, que estaba empapado por la lluvia; pasé junto a arriates y sillas blancas, bajo arcos abiertos en medio de setos altos y espesos y junto a la fuente chorreante en cuyo centro se alzaba la estatua de una mujer desnuda sosteniendo un cántaro sobre la cabeza. Me sobresalté cuando un canario pasó como un rayo por mi lado y se perdió dentro de un arbusto. Cuando pasé junto a un olivo algo se movió entre sus ramas y me llamó la atención y, para mi sorpresa, vi un loro de brillante plumaje sentado en una de las ramas bajas, arreglándose las plumas con el pico. Sonreí, primero por el animal y después por este nuevo mundo mientras una oleada de dicha se adueñaba de mí. Había dormido, no había dolor de cabeza y, lo mejor de todo, ¡iba de camino a ver a Elise!
Entré eufórico en el sombrío y silencioso salón, deseando romper el silencio y ponerme a silbar alegremente. Hasta que no me paré delante de la puerta de Elise no me volvieron a asolar las dudas. ¿Sería todavía demasiado pronto? ¿Le molestaría y llegaría incluso a enfadarse si ahora llamase a su puerta? No quería despertarla. Sin embargo, aun sabiendo que podía ocurrir, me di cuenta de que no podía marcharme y esperar para verla más tarde. Si esperaba hasta que todos estuvieran despiertos, su madre y Robinson volverían a cruzarse en mi camino. Respiré hondo, acerqué los nudillos a la oscura puerta de paneles, me quedé un rato mirando el número de su placa y, por fin, llamé.
Demasiado flojo, pensé. No debe de haberlo oído. El caso es que no me atrevía a llamar más fuerte por temor a despertar a alguien de las otras habitaciones y hacer que salieran a ver qué pasaba. Por lo que sabía, su madre se alojaba en la habitación contigua; era probable que se despertara. Cielo santo, pensé. ¿Y si la señora McKenna hubiera insistido a Elise en pasar la noche en la habitación de ésta?
Me estaba haciendo todas esas preguntas cuando oí la voz de Elise al otro lado de la puerta, preguntando con delicadeza:
—¿Sí?
—Soy yo —respondí. No reparé en que quizá Elise no sabía quién era «yo».
Sin embargo, lo sabía. Oí cómo abría la cerradura, con cuidado, y se quedó delante de mí, con una bata aun más bonita que la que había imaginado en mi fantasía: rojo vino claro, con el cuello bordado y dos columnas de adornos bordados en forma de volutas por delante. Llevaba el pelo suelto, reposando sobre los hombros formando una catarata dorada y sus ojos verde grisáceo me miraban sombríamente.
—Buenos días —dije.
Se me quedó mirando en silencio. Por fin, murmuro:
—Buenos días.
—¿Puedo pasar? —pregunté.
Se lo pensó, pero sentí que no era la incertidumbre de una dama que dudaba si era apropiado dejar pasar a un hombre en su habitación bajo circunstancias cuestionables. Más bien, era la incertidumbre de una mujer que no estaba segura de si quería implicarse más de lo que ya estaba.
Sus dudas desaparecieron y, haciéndose a un lado, me dejó entrar. Cerró la puerta, se dio la vuelta y me miró. Parecía tan cansada, pensé, tan triste. ¿Qué le estaba haciendo?
Estaba a punto de decir algo para disculparme cuando Elise habló antes de que yo tuviera oportunidad.
—Por favor, siéntate —dijo.
Se dice que se puede sentir cómo el corazón se hunde. Yo doy fe de ello porque lo sentí en ese momento. ¿Sería esto la escena final, el ensayado adiós? Con la garganta seca, me acerqué a una silla y me giré.
No había ninguna luz encendida en toda la habitación; estaba enterrada en tétricas sombras. Temblaba pensando en lo que me iba a decir mientras esperaba a que se sentara. Cuando se sentó en el borde del sofá me dejé caer en la silla, como si fuera un figurante de la siguiente escena que no sabe ninguna frase del guión ni cuál es la trama.
Alzó la vista y me miró.
—¿Qué ocurre? —pregunté al ver que no decía nada.
Un pesado y cansado suspiro. Meneó la cabeza con pesar.
—No sé por qué hago esto —dijo con aflicción—. Jamás en toda mi vida he hecho nada ni remotamente parecido.
Lo sé, pensé. Gracias a Dios que no dije eso en voz alta. Pero me esperabas, estuve a punto de decirle. Decidí callarme eso también. Mejor no decir nada.
Noté cierto tono de confusión en su voz.
—La cabeza me dice que nos encontramos por primera vez anoche en la playa —dijo—, que, hasta entonces, éramos extraños. La cabeza me dice que no tengo ningún motivo para portarme contigo de la manera en que lo hago. Ningún motivo en absoluto. —Se quedó sin palabras y se quedó mirándose las manos. Después de unos segundos que parecieron horas, sin levantar la vista, añadió:
—Pero lo hago.
—Elise. —Hice ademán de levantarme.
—No, no te muevas —dijo, alzando la mirada enseguida—. Es mejor que sigamos… separados. Ni siquiera quiero verte bien. Ver tu cara… —Se calló y dejó escapar un gemido entrecortado—. Necesito pensar —concluyó.
Me quedé mudo, dándole tiempo para ponderar la situación, para que atara cabos y tomase una postura. Al ver que no llegaba a ninguna conclusión me di cuenta de que hablaba de un deseo, no de un plan.
Al cabo de un buen rato, levantó la cabeza y me miró.
—¿Cómo demonios voy a actuar esta noche? —preguntó.
—Lo harás —dije—. Estarás magnífica.
Pareció sacudir la cabeza.
—Podrás hacerlo —le dije—. Estaré viéndote.
Soltó un gemido lastimero.
—Eso no me ayudará en absoluto —dijo. Me miró en silencio durante unos instantes, después estiró la mano hacia la derecha y tiró del interruptor de cadena de una lámpara de mesa. Cerré fuerte los ojos cuando se encendió la bombilla.
Siguió mirándome a la luz de la lámpara, sin que yo pudiera adivinar sus pensamientos. Pese a la gravedad de su semblante, esperaba sentir que me aceptaba. Quizá sea una palabra demasiado fuerte; dejémoslo en «toleraba». Al menos ya no estaba estancado.
Volvió a bajar la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Ya te estoy mirando otra vez. No sé por qué no puedo dejar de hacerlo —balbució—. Claro que lo sé —continuó—. Es por tu rostro. —Me miró a la cara—. Algo se esconde más allá de su expresión noble. ¿Pero qué?
Yo quería hablar o hacer algo pero no se me ocurría el qué. Tenía miedo de meter la pata.
Se quedó mirándose las manos otra vez.
—Pensé que sabía qué clase de mundo era este —dijo—. Mi mundo, en cualquier caso. Creía que estaba sincronizada con su ritmo. —Meneó la cabeza—. Y ahora esto.
Quise obedecerla, mantener las distancias, pero, antes de darme cuenta me había levantado y caminaba hacia ella. Me miró mientras me acercaba, no con desasosiego, por lo que pude ver, pero tampoco con demasiada ilusión. Me senté junto a ella en el sofá y sonreí con todo el cariño que pude.
—Siento que no hayas podido dormir —le dije.
—¿Tanto se nota? —preguntó y entonces me di cuenta de que hasta ese momento no me había fijado.
—Yo tampoco he dormido mucho —le dije—. He estado… pensando casi toda la noche. —No consideré apropiado mencionar todo lo que había escrito.
—Igual que yo —dijo. Sonaba como si quisiera hacer ver que teníamos algo en común pero yo aún sentía que un muro nos separaba.
—¿Y…? —pregunté.
—Y —contestó— parece tan complicado que no acabo de entenderlo.
—No —dije con vehemencia—. No tiene nada de complicado, Elise. Es bien sencillo. Estamos destinados el uno al otro.
—¿Cómo? —preguntó, con la voz y la mirada ansiosas por saber.
No sabía cómo explicárselo.
—Dijiste que me estabas esperando —dije para desviar la conversación—. A mí eso me suena a destino.
—O a increíble coincidencia —respondió ella.
Sentí una insoportable punzada en el pecho.
—No puedes pensar eso —dije.
—No sé qué pensar —protestó.
—¿Por qué me esperabas? —pregunté.
—¿Me dirás de dónde vienes? —replicó.
—Ya te lo he dicho.
—Richard. —Hablaba con calma pero era obvio que no le gustaba mi actitud.
—Te prometo que te lo diré en el momento adecuado —dije—. Ahora no puedo hablarte de ello porque… —Rebusqué en mi cabeza las palabras apropiadas—… podría alarmarte.
—¿Alarmarme? —Soltó una breve carcajada teñida de amargura—. ¿Cómo quieres que me alarme más de lo que ya estoy?
Esperé, callado. Tardó tanto en seguir hablando que pensé que habría terminado. Entonces, por fin, rompió el silencio preguntando de sopetón:
—¿No te reirás?
—¿Es gracioso? —No pude evitar contestarle así, aunque me arrepentí en cuanto esas palabras salieron de mi boca.
Por suerte, se lo tomó como yo pretendía pues su cara se relajó con una sonrisa cansada.
—En cierto modo —dijo—. Por lo menos extraño.
—Ya te lo diré luego —le dije.
Más meditación silenciosa. Por fin, se puso derecha como para afrontar la historia que iba a contar y comenzó:
—Se divide en dos partes —anunció—. A finales de los ochenta, no recuerdo el año exacto, mi madre y yo actuamos en Virginia City.
Noviembre de 1887; la fecha me vino sola a la cabeza.
—Una noche, después de la actuación —prosiguió—, alguien trajo a una anciana india al hotel en que nos alojábamos. Nos dijo que podía predecir el futuro, así que, para divertirnos, le pedí que me adivinara el mío.
Sentí que el corazón se me convertía en plomo.
—Me dijo que a los veintinueve años conocería al… —Vaciló—… a un hombre —rectificó—. Que vendría a mí… —Respiró hondo—… en circunstancias muy extrañas.
Admiré su hermoso perfil, esperando. Como ya no dijo más, pregunté:
—¿Y la segunda parte?
Continuó de inmediato.
—La madre de la encargada del vestuario de nuestra compañía era gitana. Dice que tiene… cómo se dice… ¿poderes adivinatorios?
El corazón me latía con extrema pesadez.
—¿Y? —murmuré.
—Hace seis meses me reveló que… —Hizo una pausa incómoda.
—Por favor, dímelo —le rogué.
Vaciló unos momentos, después prosiguió.
—Que conocería a ese… hombre en noviembre. —Pude oír como tragaba saliva—. En una playa —concluyó.
Me quedé mudo, atónito por lo que acababa de escuchar. El milagro que había acontecido en mi vida ahora parecía equilibrarse con el milagro que había iluminado la suya. No es que creyera que era el único hombre en el mundo para ella; nada de eso. Era sólo que sentía asombro ante el hecho de que nos encontráramos.
Elise volvió a hablar antes que yo. Hizo un gesto con la mano derecha; un gesto de confusión.
—En aquel momento —dijo— no tenía ni idea de que traeríamos el Ministro aquí para probarlo. La invitación nos llegó meses más tarde. Además nunca relacioné Coronado con lo que Marie me había contado.
Pareció rebuscar entre sus recuerdos.
—Hasta que no llegamos al hotel no volví a acordarme de todo aquello —continuó—. El martes por la tarde estaba mirando por aquella ventana de allí cuando de repente, al ver la playa, me vino a la cabeza la predicción de Marie… después recordé lo que predijo la india.
Giró la cabeza y me lanzó una mirada acusadora, aunque, quién sabe, quizá era una acusación dulce.
—Desde entonces me he comportado de un modo extraño —me confesó—. El ensayo de ayer me daba un miedo espantoso. —Me acordé de lo que dijo Robinson la noche anterior—. Se me olvidaba una frase sí y otra también, me bloqueaba… de todo. Y nunca me había pasado algo así. Jamás. —Meneó la cabeza—. Pero así era. Nada me salía bien. Sólo podía pensar en que era noviembre, que estaba al lado de la playa y que me habían dicho, no sólo una vez sino dos, que conocería a un hombre por estas fechas, en un lugar como este. No quería conocer a ningún hombre. Quiero decir…
Se interrumpió y noté que se había arrepentido de haber dicho más de lo que pretendía. Hizo un gesto con las manos como para retirar lo que había dicho.
—En cualquier caso, —continuó—, por eso es por lo que te pregunté «¿Eres tú?», algo que nunca hubiera hecho en circunstancias normales. —De nuevo, agitó la cabeza, esta vez con un gemido de aflicción—. Casi me desmayé cuando me respondiste que sí.
—A mí casi me dio algo cuando me preguntaste que si era yo.
Volvió la cabeza rápidamente hacia mí.
—¿No sabías que te estaba esperando?
Confié en no haber cometido un error irreparable pero sabía que ya no podía echarme atrás.
—No —dije.
—¿Entonces por qué dijiste que sí? —inquirió.
—Para que no me rechazaras —le expliqué—. Estoy convencido que estamos destinados el uno al otro. Pero no sabía que me esperabas.
Se me quedó mirando, succionándome con los ojos.
—¿De dónde vienes, Richard? —quiso saber.
Estuve a punto de confesar. En aquel momento me parecía tan apropiado contárselo que casi se me escapa. Algo me lo impidió en el último segundo; me di cuenta de que una cosa era que una india y una encargada de vestuario de madre gitana te adivinaran el futuro y otra muy distinta que alguien que ha viajado en el tiempo hasta dicho futuro te lo pusiera delante de las narices.
Como no me salían las palabras Elise gimió con tanta desesperación que me sentí morir.
—Aquí está otra vez —dijo—. Esta niebla en que me envuelves. Este misterio.
—No pretendo envolverte —me excusé—. Tan sólo quiero protegerte.
—¿De qué?
De nuevo no supe darle ninguna respuesta a la que pudiera verle el menor sentido.
—No lo sé —contesté. Cuando se empezó a apartar de mí añadí enseguida—: Siento que sólo serviría para hacerte daño y eso es lo último que deseo. —Estiré el brazo para cogerle la mano—. Te quiero, Elise.
Se puso de pie antes de que llegase a rozarla y se apartó del sofá dando cortos y nerviosos pasos.
—No seas injusto —replicó.
—Lo siento —me disculpé—. Es que… —¿Qué podía decirle?—… Me he implicado tanto que me resulta imposible…
—Yo no puedo implicarme en nada —me interrumpió.
Me quedé sentado en paralizado y derrotado silencio, sin dejar de mirarla. Elise estaba junto a la ventana, de brazos cruzados, la mirada perdida en el mar. Sentí que una tensión insoportable la martirizaba, que ocultaba algo bajo llave con todas sus fuerzas. Algo a lo que yo no podía esperar llegar, incluso aunque supiera qué era. Sentí que aquella sensación de afinidad que me había embargado con tanta intensidad sólo unos momentos antes había desaparecido ya por completo.
Creo que Elise se dio cuenta de que me sentía hundido; por lo menos debió de pensar que me había hablado con demasiada dureza, dado que habló con más suavidad cuando dijo:
—Por favor, no te ofendas. No es por ti. No es que no me… atraigas; claro que me atraes.
Refunfuñó delicadamente y se volvió hacia mí.
—Si supieras la vida que he llevado —me dijo—. Si supieras hasta qué punto me comporto contigo de una forma tan distinta a como me había comportado nunca con nadie…
Lo sé, pensé. Pero de nada me servía saberlo.
—Ya viste cómo reaccionó mi madre anoche ante tu presencia —dijo—. Ante mi invitación a que cenaras con nosotros. Ya viste cómo se comportó mi representante. Se quedaron pasmados; no se puede decir de otra manera. —Soltó una carcajada irónica—. Aunque no más pasmados de lo que me quedé yo.
Me quedé callado. Pensé que ya no podía añadir nada más. Había hecho mis declaraciones, había expuesto mi caso. Todo lo que podía hacer ahora era retirarme y darle tiempo. Tiempo, pensé; siempre tiempo. El tiempo que me había conducido a ella. El tiempo que ahora debía ayudarme a ganármela.
—Me… halagas queriendo comprometerte conmigo —prosiguió, aunque aquella expresión sonó demasiado formal como para tranquilizarme—. Aunque apenas te conozco, hay algo en ti que nunca he visto en otros hombres. Sé que no pretendes hacerme daño, de hecho, incluso… confío en ti. —Sus palabras sonaban confusas, lo que ponía de manifiesto que su actitud con respecto a los hombres había sido la misma durante muchos años—. Pero… ¿Compromiso? No.
Debía de parecer un perro abandonado porque cuando Elise volvió a mirarme se compadeció y vino a sentarse junto a mí. Me sonrió, aunque yo apenas fui capaz de devolverle el gesto.
—¿No te das cuenta…? —comenzó—. No, no puedes, pero créeme cuando te digo que es así, que suena inconcebible que haya un hombre sentado a mi lado en mi habitación de hotel. Y yo en ropa de dormir. Sin nadie más en la habitación. Es… sobrenatural, Richard. —Sonrió para intentar hacerme comprender lo paranormal de la situación. Pero, por supuesto, yo ya lo sabía, así que no encontraba consuelo en ello.
De repente puso cara de desconcierto.
—No puedes quedarte aquí —dijo—. Si viniera mi madre y te encontrara aquí a estas horas, conmigo en camisón y bata, no sé… estallaría.
Parece que los dos nos imaginamos al mismo tiempo a su madre explotando porque nos reímos a la vez.
—Para —me pidió de repente—. Está en la habitación de al lado y podría oírnos.
En cualquier historia de amor, cuando el hombre y la mujer comparten la risa siempre acaban intercambiando miradas nerviosas, abrazándose fervientemente y besándose con irrefrenable pasión. No fue nuestro caso. Ambos volvimos a reprimirnos. Elise se levantó y dijo:
—Ahora debes irte, Richard.
—¿Podemos desayunar juntos? —le pregunté.
Dudó unos instantes antes de que asintiera con la cabeza y dijera:
—Voy a vestirme. —Intenté sentir cierta victoria por el hecho de que aceptara pero la cabeza no me lo permitía. La miré caminar hacia el dormitorio, entrar y cerrar la puerta tras ella.
Me quedé mirando la puerta, esforzándome todo lo posible por encontrar la menor posibilidad de que mi relación con Elise saliera a flote. Pero fracasé. Su pasado y su estilo de vida se alzaban como una muralla entre los dos; lo que Elise era. Aquello complicaba mucho las cosas. La fantasía me había empujado a enamorarme de una fotografía y a viajar en el tiempo para reunirme con ella. La imaginación quizá incluso podría haber predicho mi encuentro con ella.
Aparte de eso, la situación era, y es, absolutamente real. Ahora sólo las acciones reales pueden decidir nuestro futuro.
En la placa de la puerta ponía «Sala de Desayunos». En cuanto pasamos bajo el arco de la entrada un hombre bajo con un impoluto traje negro nos llevó a una mesa.
Aquella sala no podía ser más distinta de aquella que fue o, mejor dicho, que será. Sólo el panelado del techo es el mismo. No hay arcos periféricos y la estancia es mucho más pequeña de lo que recordaba. Las ventanas son más bajas y más estrechas y sobre ellas cuelgan persianas de madera; hay mesas redondas y cuadradas con sillas de tablillas alrededor, están cubiertas por manteles blancos y coronadas en el centro con jarrones de flores recién cortadas.
Cuando pasamos junto a una de las mesas, un hombre menudo y fornido de pelo rubio y ondulado se puso de pie de un salto, cogió a Elise de la mano y se la besó entre florituras; otro actor, no cabe duda, pensé. Elise me presentó al señor Jepson. El señor Jepson me miró rebosante de curiosidad antes y después de que siguiéramos nuestro camino, ya que no aceptamos su invitación a sentarnos en su mesa.
El camarero nos condujo a una mesa junto a la ventana, nos dedicó una forzada sonrisa mecánica y desapareció. Al sentarme descubrí la razón por la que la sala parecía más pequeña. Donde recordaba haber estado sentado anteriormente ahora había una veranda al aire libre repleta de mecedoras.
Cuando miré a los lados vi que, aunque de reojo, los pequeños y brillantes ojos del señor Jepson aún nos controlaban.
—Me parece que de nuevo te estoy poniendo en un compromiso —dije—. Lo siento.
—Lo hecho, hecho está, Richard —contestó Elise. Debo decir que parecía bastante tranquila al respecto, lo que me dio la impresión de que no le importaba demasiado la opinión de la gente; otro tanto a su favor. Como si necesitara ninguno.
Cuando cogí la servilleta que había en mi plato, oí que un hombre sentando cerca de nosotros decía en voz alta:
—El país tiene setenta y cinco millones de habitantes, señor. —Aquel número me sorprendió. Con un exceso de cien millones de habitantes dentro de setenta y cinco años, pensé. Cielo santo.
Mientras pensaba en aquello no me enteré de que Elise me estaba preguntando algo. Le pedí disculpas.
—¿Tienes hambre ya? —repitió.
—Un poco —le respondí con una sonrisa—. ¿Tienes ensayo hoy? —pregunté.
—Sí —dijo asintiendo con la cabeza.
—Y… —me costó decirlo—… vuestra idea sigue siendo… ¿marcharos del hotel para continuar con las actuaciones?
—Esos son los planes —dijo.
Me quedé mirándola con una angustia espontánea e irreprimible. Sé que se dio cuenta pero esta vez no permitió que le afectara. Se puso a mirar por la ventana y yo intenté concentrarme en el menú, pero las letras se me seguían emborronando. Por lo que sabía, aquellos quince minutos podrían ser los últimos que pasáramos juntos.
No. No quise sucumbir a aquel temor. Todavía no estaba preparado para rendirme. Tranquilo, queda tiempo de sobra, me decía a mí mismo para animarme. Reprimí una sonrisa. Durante años tuve clavada en la pared de mi oficina de Hidden Hills una tarjeta en la que ponía aquellas palabras. Siempre me ayudó no sólo mental sino también emocionalmente. También ahora me eran de gran ayuda. Todo va a salir bien, me prometí; lo vas a conseguir.
De nada servía. El menú volvió a desenfocarse cuando a mi vil mente de escritor le dio por improvisar un desolador melodrama Victoriano titulado Mi destino. En él, Elise abandona el hotel esta noche, abandonándome. Arruinado, consigo un trabajo en la cocina del hotel, de lavaplatos. Treinta años más tarde, soy un viejo chocho de pelo canoso que se pasa el día farfullando sobre el amor que hace tanto tiempo perdió, me caigo de cara en el agua espumosa y me ahogo. Epitafio: aquí yace el mayor perdedor del siglo. Cementerio de pobres. Los perros entierran sus huesos con los míos. La visión me pareció tan ridícula y, al mismo tiempo, tan horripilante que no sabía si reír o romper a gritar. Al final no hice nada.
—Richard, ¿estás…
Apenas había empezado a hablar cuando la interrumpió una voz de hombre que decía:
—Ah, buenos días, señorita McKenna.
Un hombre corpulento —¿Serían todos los hombres fornidos en aquella época?— se acercaba a la mesa, sonriendo a Elise con afectación.
—Confío en que todo esté a su gusto —dijo.
—Sí. Gracias, señor Babcock —contestó Elise.
Le miré, sorprendido a pesar de lo afligido que me sentía. Elise nos presentó y nos dimos la mano; y os puedo asegurar que pocas experiencias son tan intensas como sentir el enérgico apretón de mano de alguien que hasta ese momento llevaba décadas muerto en tu cabeza.
Mientras Babcock le contaba a Elise lo «ilusionado» que estaba todo el mundo por la actuación de esa noche, yo me veía a mí mismo sentado en aquella tórrida habitación del sótano, leyendo borrosas páginas mecanografiadas, en algunas de las cuales Babcock ni siquiera ha pensado aún ni, mucho menos, dictado. Esa visión enigmática, al igual que otras muchas, me dejó descolocado y tuve que esforzarme por sacármela de la cabeza.
Una vez que Babcock se largó volví a mirar a Elise. Cuando vi su reacción ante la mía me di cuenta de lo poco que la estaba ayudando a quererme. Si me quedaba allí sentado, melancólico, se cansaría de mí fueran cuales fueran sus sentimientos.
—Vaya carrera que me di anoche —le dije, intentando teñir mis palabras de jovialidad.
—¿Sí? —Una leve sonrisa de lo más seductora se paseó entre sus labios.
Cuando le conté lo de la persecución de Robinson aquella sonrisa le iluminó toda la cara.
—Lo siento —dijo—. Debería haber imaginado que haría algo parecido.
—¿Por qué su habitación está en una planta tan alta? —pregunté.
—Siempre lo pide así —respondió—. Corre por las escaleras todo lo deprisa que puede, arriba y abajo, para conservar lo que él llama su «vigor físico».
Sonreí y casi tuve que agitar la cabeza al recordar su aspecto.
—¿Qué crees que piensa de mí? —pregunté. Levanté la mano e hice un gesto para que no dijera nada—. No importa, prefiero no saberlo —dije—. Cuéntame lo que piensa tu madre. Seguro que es un poco más benévola.
—¿Ah sí? —reprimió otra sonrisa.
—Qué mal —dije.
—Si de verdad quieres saberlo… —ladeó levemente la cabeza y, por un instante, recordé las palabras de John Drew acerca de la gracia y magnetismo que destilaba sobre el escenario—… opina que eres un gusano y un tordo.
—¿De verdad? —Asentí con la cabeza con burlona gravedad—. Qué desalentador. —Así, eso estaba mejor. Sin duda Elise preferiría mis chanzas que un dolor obsesivo—. ¿Y qué le dijiste?
—Que por eso era por lo que estaba sedienta de tu dulzura.
Me quedé boquiabierto. ¿Se estaría burlando de mí? pensé con repentino temor.
—¿No sabes lo que son los gusanos y los tordos?
—Pensaba que sí —dije pestañeando.
—Los caramelitos.
—¿Caramelitos? —Ahora sí que estaba confundido.
Elise tuvo que explicarme que los gusanos son unos dulces amarillos y alargados que por dentro son blancos y que los tordos son parecidos pero de forma cuadrada. Entonces me sentí idiota.
—Lo siento —dije—. Creo que no estaba bien informado al respecto. —Pero sí sobre ti y tu vida, pensé después.
—Háblame de lo que escribes —dijo.
Me pareció que me lo pidió por cortesía, aunque en aquel momento yo no estaba en posición de pedirle explicaciones.
—¿Qué podría contarte? —le pregunté.
—¿Qué has escrito?
—He estado trabajando en un libro —respondí. Me puse nervioso, después me obligué a tranquilizarme. Seguramente no tendría por qué haber problemas por decirle eso.
—¿De qué trata? —inquirió.
—Es una historia de amor —le dije.
—Me gustaría leerla cuando la termines —dijo.
—La leerás —respondí— cuando sepa cómo acaba.
—¿Aún no lo sabes? —preguntó sonriendo un poco.
Presentí que ya me había adentrado en el tema todo lo que podía permitirme. Me cubrí las espaldas diciendo:
—No, nunca lo sé hasta que pongo el punto final.
—Curioso —confesó—. Hubiera pensado que hacía falta saber exactamente hacia dónde se desvía la historia.
Eso es porque pensabas que tenías muy claro hacia dónde se desviaba tu historia, pensé.
—No siempre —dije.
—Bueno, en cualquier caso, —me dijo—, me gustaría leerla cuando la tengas terminada.
¿Leerla?, pensé; si la estás viviendo.
—La leerás —le confirmé. Pese a todo, me preguntaba si me atrevería de verdad a dejar que la leyera. Hay tiempo para cambiar el argumento, me dije.
—¿Puedo ir a verte ensayar hoy? —pregunté.
Se le apagó la mirada. ¿Qué habría dicho ahora?
—¿Te importaría esperar hasta la noche? —preguntó por fin.
—Si lo prefieres así —respondí.
—No pretendo ser desagradable —me explicó—. Es sólo que yo… bueno, nunca me ha gustado que los desconocidos estén presentes en mis…
Se interrumpió al ver la cara que puse.
—Esa no es la palabra —rectificó—. Lo que intento decir es que… —Empezó a sofocarse—… qué situación tan violenta. No sería capaz de concentrarme contigo mirando.
—Entiendo —dije—. Sé lo que necesitas como actriz. De verdad. —En cualquier caso, esa era la pura verdad—. Me hace ilusión esperar hasta la noche. No, no es cierto. No me hace ninguna gracia, pero esperaré. Por ti.
—Eres tan comprensivo —dijo.
No, no lo soy, pensé; lo que quiero es pasar cada segundo de mi vida pegado a ti.
Poco más se puede decir de aquel desayuno. En primer lugar, apenas hablamos dado que el ruido era cada vez mayor a medida que iban entrando más huéspedes. No cabe duda de que en aquella época se comía mucho. Lo primero que hacía la gente por la mañana era ponerse a engullir, cosa que seguían haciendo hasta el anochecer. Pensaba que mi estómago se estaba recuperando hasta que aquel conglomerado de olores a jamón, bacón, filetes, salchichas, huevos, gofres, panqueques, cereales, pan y galletas recién horneados, leche, café y demás empezó a saturar el aire de la sala. De modo que me alegré de que Elise no comiera mucho más que yo y de que nos levantáramos pronto de la mesa.
Cuando salimos de la sala de desayunos y volvimos a pasar por la Rotonda, Elise dijo:
—Ahora debo prepararme para ensayar. Empezamos a las nueve y media.
Creo que, por primera vez, conseguí que la puñalada de pánico que sentí no se me reflejara en la cara.
—¿Crees que hoy podrás sacar algo de tiempo libre? —pregunté. Creo que mi voz sonó serena.
Me miró como considerando la pregunta; quizá incluso un lugar para mí en su vida.
—Si puedes —le pedí—. Sabes que necesito verte.
—¿Tienes algo que hacer a la una? —dijo por fin.
—Tengo una agenda muy apretada —contesté sonriendo—. Debo estar a tu lado a todas horas.
De nuevo aquella mirada; aquel profundo sondeo de mi rostro, como si esperase encontrar en él una respuesta a todas las preguntas que le atormentaban. No sé cuánto tiempo duró pero sí sé que fue un buen rato. No hice nada para ponerle fin pues presentía que los momentos como aquel eran cruciales para ella y que cualquier cosa que yo pudiera decir podría echarlos a perder.
Por fin, dejó de mirarme, giró la cabeza hacia el Salón Abierto y después otra vez hacia mí.
—¿Allí fuera? —preguntó—. ¿Junto a la fuente?
—A la una junto a la fuente —resumí.
Elise alargó el brazo y yo, cogiéndole la mano con toda la delicadeza que pude, la acerqué a mis labios y se la besé.
Me quedé inmóvil, adorando cada paso que daba para atravesar el Salón Abierto; cuando desapareció de mi vista tuve un escalofrío. Más de cuatro horas. No concebía estar separado de ella durante tanto tiempo. Cierto, la pasada noche pasó más tiempo, pero estaba dormido.
Dormido, pensé. Por primera vez desde que me desperté, me permití a mí mismo ser plenamente consciente de mi estado físico. Cerré los ojos y recé para dar las gracias a lo que quiera que fuera que me había permitido recuperarme, puesto que, por lo que recordaba, ya no había vuelto a sufrir aquellas punzadas en la cabeza. No sabía expresar con palabras lo que sentía. Sólo alguien que haya pasado por una experiencia similar puede llegar a hacerse una idea de lo que sentía entonces y siento todavía. Ayer por la mañana, aunque era otra época, me desperté con la típica ceguera, con un dolor de cabeza insoportable, los síntomas normales de mi estado.
Esta mañana ya no quedaba ni rastro de eso. Sonriendo, me acerqué al mostrador de recepción y le pregunté al recepcionista dónde podía comprar artículos de aseo. Me dijo que había una tienda en el sótano, al fondo del pasillo de la escalera. Pero no abría hasta las nueve.
Durante unos instantes, sentí el irracional impulso de reservar una habitación y firmar en el registro. ¿Sería capaz? ¿O habría algo que me echase para atrás? Decidí no arriesgarme a forzar el destino, así que le di las gracias al recepcionista, di media vuelta y me dirigí hacia las escaleras.
Mientras bajaba pensaba en Elise y llegué a la conclusión de que sólo había pensado en ella en términos de su relación conmigo. Ahora debo empezar a considerar también su vida personal. Si quiero ganármela, no puedo presuponer que vayamos a mantener un idilio. La conozco de sólo unas pocas horas. Su pasado se compone de veintinueve años a los que tengo que adaptarme.
La tienda está donde recuerdo que antes había una oficina de bienes inmuebles. Esperé en la puerta durante unos seis minutos antes de que abriera. Durante ese rato pasaron por delante de mí varios pinches chinos hablando en su lengua materna. Por fin, el encargado quitó la cerradura y abrió la puerta. Era bajo, de pelo oscuro, llevaba una camisa de cuello alto que parecía hecha de celuloide, una corbata delgada negra y una americana de muselina blanca y de solapas estrechas. Pude ver que se estaba empezando a dejar bigote, pues más bien parecía que tenía el labio superior manchado de hollín en lugar de cubierto de pelo hirsuto. Aquello me hizo darme cuenta de lo joven que era.
No resultaba fácil adivinarlo de otra manera porque, al igual que otros muchos hombres de todas las edades de esta época, parecía tremendamente serio, como si supiera que cargara a sus espaldas con una insoportable cantidad de trabajo; lo que es más, lo aceptaba. El «Buenos días» que me dedicó, pese a que no sonó desagradable, fue brusco y preciso, para no desperdiciar ni un segundo. Este joven llegará lejos. Tenía el mismo aspecto que debería de haber tenido Horatio Alger, si es que este tipo existió de verdad.
Mientras el muchacho me atendía —compré una navaja de barbero (no porque me gustara más sino porque no había de otra clase), una brocha de afeitar, un cuenco, jabón, un peine, un cepillo para el pelo y otro de dientes, polvos para los dientes y una estilográfica— tuve oportunidad de echar una ojeada por toda la tienda.
Las paredes estaban cubiertas de carteles publicitarios: «Tinte para el Pelo Damschinsky», «Calmante-Tónico-Cura Orangeine», «Bromo-Quinina para los Resfriados», «Apio / Cura el Estreñimiento»; este último problema debe de ser común aquí, teniendo en cuenta cómo come la gente. Había decenas de otros artículos, pero tampoco voy a enumerarlos todos; esto no es un documental de historia sino mi propia historia. Basta con decir que las estanterías y las vitrinas estaban a reventar de botellas y cajas de todas las formas y tamaños.
Cuando miré el reloj de la pared me sorprendió comprobar que pasaban once minutos de las nueve. Apresurado, le pregunté al dependiente si por allí cerca había algún lugar donde pudiera comprar algo de «ropa íntima de caballero»; utilicé esa misma expresión (supongo que, en el fondo, una parte de mí se siente victoriana).
Además, quizá me excedí porque el muchacho pareció aguantarse la risa mientras me explicaba que había un «Mundo del Caballero» al lado de la tienda, sólo que aún no había tenido tiempo de encender las luces.
Enseguida me compré un traje interior y calcetines y después, en el último momento, una camisa blanca; después saqué mi billete de diez dólares y lo puse sobre el mostrador.
—Hmm… —gruñó el dependiente—. Hacía tiempo que no veía uno de estos.
Oh, Dios mío, pensé; ¿habría comprado el dinero equivocado? Empezaba a ponerme nervioso. Sabía que se suponía que firmaría en el registro a las nueve y dieciocho, por lo que sentí la creciente angustia de que si no conseguía hacerlo exactamente en ese momento sucedería algo terrible, que los cimientos que sostenían mi presencia en 1896 se desmoronarían como un castillo de naipes.
Por fortuna, el dependiente no prestó mayor atención al billete, me envolvió la compra y me dio el cambio. A pesar de la ansiedad que me asfixiaba no pude evitar asombrarme por el hecho de que el precio total de todo lo que había comprado no llegaba a cinco dólares. Salí de la tienda sacudiendo la cabeza y recorrí el pasillo como una centella de camino a las escaleras.
Para entonces me encontraba ya tan nervioso ante la posibilidad de no registrarme a tiempo que subí los escalones de dos en dos, atravesé la Rotonda dando rápidas zancadas y me detuve ante el mostrador de recepción, con el corazón a punto de estallarme. Una rápida mirada al reloj me indicó que eran justo las nueve y cuarto.
El recepcionista se acercó a mí y le pedí una habitación.
—Cómo no, señor. ¿Acaba de llegar? —quiso saber. Por la manera en que su desdeñosa mirada revoloteaba sobre mí, supe que hizo aquella pregunta con más altanería que curiosidad; mi aspecto le debió de parecer bastante desaliñado.
Me quedé perplejo ante la facilidad con la que mentí; se me ocurrió una historia espontáneamente, sin que mi voz, mis gestos ni la forma de expresarme desenmascararan mi mentira. La pasada noche, cuando llegué, estaba tan enfermo que me vi obligado a dormir en la habitación de otra persona y hasta ahora mi estado físico no había sido lo bastante bueno para reservar una habitación propia.
Puede que al recepcionista mi cuento no le sonara tan convincente como yo pensaba pero, al menos, no se sintió tan seguro como para seguir indagando. Se retiró, miró las casillas de las llaves, regresó al poco y puso sobre el mostrador una llave con etiqueta.
—Aquí tiene —dijo—. Una individual; tres dólares por noche; privilegios de cuarto de baño aparte. ¿Le importaría firmar en el registro, señor? —Me alargó una pluma.
Me quedé desconcertado contemplando la llave. Era para la habitación 420. De repente, me volví a sentir desorientado; ver aquella llave me despojó al instante de toda la confianza en mí mismo que pensaba que había adquirido hasta ahora.
—Er… ¿Está seguro? —mascullé por fin.
—¿Señor?
No sé por qué aquel momento me pareció tan espantoso. Estaba allí, en 1896. Iba a reunirme con Elise a la una en punto y, pese a que todavía quedaba mucho camino por recorrer, nuestra relación estaba tan asentada como cabía esperar. No obstante, las posibles consecuencias de un número de habitación distinto me trastornaron hasta tal punto que me vi paralizado de miedo.
—¿Está seguro de que esa es la buena? —pregunté. Me temblaba la voz y sabía que hablaba demasiado alto.
—¿La buena, señor? —El recepcionista pensó que estaba mal de la cabeza.
Dios sabe qué habría dicho o hecho de no haber aparecido en aquel momento otro recepcionista que viera la llave y la cogiera por casualidad.
—Oh, disculpe, señor Beals —dijo—. Esta habitación ya está reservada. Olvidé dejar el aviso en la casilla.
No pude reprimir un sonoro suspiro de alivio. El recepcionista que me había atendido hasta entonces miró irritado a su compañero y, después de dedicarme una mirada que me puso nervioso, fue a por otra llave. En aquel momento me di cuenta de lo vulnerable que era ante cualquier suceso que tuviera que ver con mi viaje a través del tiempo. No sabía cuándo desaparecería aquella sensación de vulnerabilidad pero sin duda era mi inseparable y, quizá, mortal compañero.
El recepcionista volvió, todavía con aquella expresión de recelo en la cara. Pensé que si aquella llave tampoco era la correcta querría que me tragase la tierra.
En cuanto vi el número de la llave no pude contener otro suspiro, acompañado esta vez de una sonrisa involuntaria. Bingo, pensé. Mis nervios se disiparon cuando el recepcionista cogió y me alargó la pluma.
La cogí y miré la página que tenía bajo mis narices. Me emocioné otra vez, como cuando le di la mano a Babcock. Entonces recordé que un día este lujoso registro acabaría, ajado y cubierto de una espesa y cenicienta capa de polvo, en aquella asfixiante habitación del sótano donde yo volvería a airear sus páginas.
Dejé de pensar en eso y leí el último nombre de la página: «Canciller L. Jenks y esposa, San Francisco». Me empezó a temblar la mano cuando me di cuenta de que, si no firmaba inmediatamente, todavía podía llegar tarde. Aquella idea me espeluznaba. No tenía más que quedarme allí sin hacer nada para que todo se fuera al traste. Lo inquietante de las estrellas, pensé, sin recordar dónde lo había leído.
Miré cómo mi mano escribía «R. C. Collier, Los Ángeles». Las consecuencias de aquello también me preocupaban. Debería haber puesto «Richard Collier». Así era como había firmado siempre. En 1971 había visto mi nombre escrito de una forma muy atípica, de modo que al regresar al momento de firmar copié lo que había visto setenta y cinco años después de que la firma se convirtiera en un enigma tan relacionado e interrelacionado que me mareaba.
—Gracias, señor —dijo el recepcionista. Dio la vuelta al libro y vi cómo escribía «Habitación 350» y la hora. Doble bingo, pensé, tiritando.
—¿En qué habitación tiene su equipaje, señor? —preguntó el recepcionista—. Ordenaré que se lo recojan.
Me quedé mirándolo mientras él esperaba que le respondiera. Sonreí; debió de notarse a una legua que era una sonrisa de lo más artificial.
—No importa —contestó R. C. Collier—. Ya lo recogeré yo mismo. No es tanto. —Como que no existe, pensé.
—Muy bien, señor. —El recepcionista volvió a sospechar pero como ahora yo era un huésped no le convenía que se le notara. Chasqueó los dedos (lo que me sobresaltó) y enseguida apareció un botones. El señor Beals le dio la llave y el botones me saludó con la cabeza.
—Por aquí, señor —me indicó.
Me condujo hasta el ascensor y entramos. Se cerró la puerta, entre escalofriantes chirridos, y nos pusimos en marcha. Mientras subíamos, el botones y el operador charlaban sobre las luces eléctricas que habían instalado hacía poco en el ascensor. Yo no me había fijado porque me quedé pensando en el arriesgado estado en que todavía me encontraba. Creía que sus efectos ya no me influían tanto pero entonces supe que era más peligroso que nunca. Psíquicamente, caminaba por la cuerda floja. En cualquier momento podía ocurrir cualquier cosa (una palabra, un suceso, incluso un pensamiento) que desmoronara todos mis planes. Un derrumbamiento de ese calibre sólo podría tener una consecuencia: el regreso a 1971. Lo tenía muy claro y me daba pánico.
Al llegar a la tercera planta salimos del ascensor y el botones (olvidé mencionar que, al igual que el primero, más que un muchacho parecía un bisonte) me condujo por la veranda hacia la parte del hotel que daba al mar. Vi dos palomas de cola de abanico saltando por la escalera de la calle hacia la cuarta planta, dejando pequeñas huellas a su paso, y recuerdo que el botones dijo algo acerca de que pertenecían a la gobernanta y que el señor Babcock se ponía de muy mal humor por los estropicios que ocasionaban.
Cuando íbamos otra vez por el pasillo interior, vi que había un periódico en el suelo, a la puerta de una habitación; lo cogí, fingiendo no darme cuenta de que el botones me estaba viendo. De nuevo el déjà vu (al revés, por supuesto). El diario era el San Diego Union.
El pomo de la puerta de la habitación 350 era de metal oscuro con grabados florales. Lo observé mientras el botones desbloqueaba la cerradura con su llave maestra y abría la puerta. Por un momento me acordé de la habitación de la que había salido a golpes la tarde del día anterior y me pregunté si ya habrían resuelto el misterio.
El botones me extendió la etiqueta ovalada de la llave, que era de color marrón rojizo, y preguntó:
—¿Ordena algo más, señor?
—No gracias. —Le di veinticinco centavos, creyendo que sería lo normal; quizá me pasé. Pareció mirar la moneda un poco extrañado mientras se daba la vuelta y murmuraba:
—Gracias, señor.
—Espera, sólo una cosa más. —Acababa de tener una idea. El botones se detuvo y se giró—. ¿Puedes esperar aquí un minuto?
—Sí, señor.
Cerré la puerta y, apresurado, me quité la chaqueta y los pantalones, obligado a quitarme corriendo las botas antes de poder sacármelos. Me acerqué a la puerta y le di la ropa al botones.
—¿Podrán lavármela y devolvérmela antes de una hora? —pregunté.
—Sí, señor. —Su voz resonó por todo el pasillo. No sé qué pensaría. ¿Un huésped del Hotel del Coronado que sólo utiliza un traje? Que Dios nos ampare.
En cuanto se hubo marchado, examiné toda la habitación.
Era pequeña, no le eché más de tres metros y medio por cuatro. Tenía los muebles precisos: una cama de madera oscura y su mesilla de noche, rectangular, con dos cajones, colocada sobre un pesado pedestal de cuatro patas; una enorme cómoda oscura cuyas patas parecían las garras de algún animal; una silla de mimbre y un espejo con un marco de estilo rococó que colgaba de la pared, sobre la cómoda. Puesto que no había lámparas, la iluminación provenía de unos focos colocados en el techo similares a los de la habitación donde me desperté el día anterior. La chimenea quedaba en la esquina derecha del fondo, según se entraba a la habitación. ¿Olvido algo? Ah, sí; una escupidera de porcelana aguardando con paciencia junto a la silla de mimbre, paradigma de la elegancia de fin de siècle. Debí haberle regalado mi mejor escupitajo.
Antes de quitarme el traje, tiré sobre la cama el paquete con la compra. Lo cogí y me acerqué a la cómoda; lo abrí y saqué los artículos, colocándolos uno a uno sobre el mueble. Después, cuando me fijé en el ruido del oleaje, me asomé a la ventana.
Una vez más, me sorprendió lo cerca que estaba el hotel del mar. La marea estaba alta, las crestas blancas rompían en la arena con un siseo constante. Vi un hombre en el rompeolas; un huésped del hotel, supuse. Llevaba un sombrero de copa y un abrigo largo y fumaba un imponente puro con la vista perdida en el mar; huelga decir lo corpulento que era. Al parecer había un barco anclado a la entrada de la bahía.
Miré a la derecha y vi la playa en que Elise y yo nos encontramos por primera vez. Me quedé mirándola largo rato, pensando en ella. ¿Qué andaría haciendo? El ensayo estaba a punto de empezar. ¿Estaría pensando en mí? Sentí un hambre repentina de Elise e hice cuanto pude por contenerme. Todavía debía sobrevivir sin ella durante tres horas y media más. Nunca lo conseguiría si no dejaba de darle vueltas a cuánto la necesitaba.
Así pues, me dirigí hacia la cómoda, cogí pluma y papel del primer cajón y continué mi relato de cuanto había acontecido.
Ahora estoy sentado en la cama, vestido sólo con mi nueva y flamante ropa interior (la cual no calificaría de demasiado insinuante) mirando el Union, leyendo las noticias del día que, ayer (mi ayer), formó parte del lejano pasado.
Sin embargo, a pesar de lo interesante que resulta eso, debo decir que las noticias en sí no parecen tan emocionantes. Los detalles acerca de la vida en 1896 son sobriamente familiares. Aquí, por ejemplo, viene un titular: A dmitió su culpabilidad / U n pastor confiesa haber intentado asesinar a su esposa / Envenenándola. Subtítulo: El Indeseable es Sentenciado a Seis Años de Prisión. Eso es lo que yo llamo periodismo objetivo.
Los demás titulares son también señal de que 1896 y 1971 distan mucho cronológicamente pero también de que van muy parejos en las cosas del día a día: E l fin de un político / Muerte de un Ciudadano de Denver en Nueva York. U na fatal caída / Se Derrumba una Plataforma sobre la que Había Treinta Personas. Y mi favorito: D evorado por los caníbales.
Un pequeño artículo me dejó intrigado o, más bien, helado. Dice así, íntegramente: «Krupp, el fabricante prusiano de armamento, disfruta de unos ingresos de 1.700.000 dólares al año. De esta manera pueden inflarse las arcas de los fondos de corrupción de determinados países».
Tengo que dejar de pensar en todo eso; me enfrento a los aspectos más oscuros de lo que ahora es el futuro para mí. Podría ser peligroso. Debo intentar vaciar mi mente. Así ya no sabré más que nadie acerca de esta época. Es la única salida; estoy seguro. La clarividencia sería un tormento. A menos, imagino, que «patente» algo y me haga increíblemente rico. Como el imperdible, por ejemplo.
No. Olvidémonos también de eso. No debo entrometerme en el curso de la historia más de lo que ya lo he hecho. Deja ya el periódico, Collier. Piensa en Elise.
Debo tener esto muy presente: mi vida, en estos momentos, es muy sencilla. Ya no tengo el lastre de un «pasado». Sólo tengo una necesidad: conquistar a Elise. Todas las demás cosas que podría hacer son algo secundario para mí.
Con ella es distinto. Quizá el hecho de que yo me cruzase en su camino la haya descolocado pero, aparte de eso, Elise sabe muy bien lo que quiere hacer con su vida. Durante veintinueve años, ha ido trazando el curso de su vida, si es que no lo tenía trazada desde el principio. A partir de ahora yo podría ser una juguetona brisa pero es la corriente la que sigue marcando el rumbo de su barco, el soplo de los vientos de la vida todavía hace ondear sus velas. Es un símil pésimo, pero vale. Lo que intento decir es que los detalles de su existencia siguen ahí, mientras que los de la mía han desaparecido. Elise tiene que vivir con ellos al tiempo que aprende a vivir conmigo. En consecuencia, no debo presionarla demasiado.
Cuando el mozo me subió el traje recién planchado, me puse los pantalones y las botas, cogí mis cosas de afeitar, el cepillo de dientes y los polvos y salí hacia el cuarto de baño que había al fondo del pasillo.
Una vez allí, procedí a dejarme la cara hecha una máscara de jirones sangrientos. A pesar de mi deseo de no volver a 1971, ahora me lamento: ¡Mi reino por una maquinilla eléctrica!
Mientras seguía con mi encarnizado afeitado, con sangre brotando de once cortes distintos mientras la navaja de afeitar iba abriendo un duodécimo, me empecé a preguntar muy en serio qué sucedería primero: que terminara con aquella orgía de piel y sangre o que necesitara una transfusión masiva. Si no se me hubiera notado tanto la sombra de la barba —sabía que a Elise no le gustó cuando se fijó, a pesar de que fue demasiado educada para decírmelo— me hubiera dado por vencido.
Otra idea. Quizá al final acabe por dejarme barba. Sin duda en esta época resulta muy oportuno y me ayudaría a fabricarme una imagen distinta, tanto para mí como para los demás.
En cualquier caso, me maldije entre dientes a mí mismo por no habérseme ocurrido antes practicar el afeitado con navaja de barbero. Es una habilidad que cuesta desarrollar, aunque estoy seguro de que con el tiempo puedo llegar a dominarla si Elise prefiere que me afeite.
Me empecé a desternillar cuando me vi la cara en el espejo, tallada a golpe de navaja. Al final, tuve que parar si no quería rajarme el cuello. Me vi llamando a la puerta de la habitación 527 y preguntando a quien se alojara allí que me diera un puñado de parchecitos para los cortes. Imaginar la cara que pondría aquel hombre si se lo pidiera y si le contara que había sido yo el que había destrozado su navaja de afeitar con la jamba de la puerta no hacía más que empeorar mi ataque de risa. Supongo que era una forma de relajarme. Con todo, parecía suicida, por así decirlo, estar allí zangoloteando con mi mano paralítica aquel arma asesina. Para cuando dejé de reírme y terminé con aquella chapuza, una red de hilos de sangre había cubierto mi rostro despellejado. Me lavé la cara.
Cuando salí, había un hombre esperando en el pasillo; había olvidado que no era un cuarto de baño privado. Seguramente estaría de mal humor después de llevar tanto rato esperando. Quizá también me había oído reírme, pues mientras yo salía me miraba con el mismo desdén que el cuidador de un zoológico miraría a una bestia repugnante. Intenté mantener la compostura, pero en cuanto lo dejé atrás se me escapó un resoplido por la nariz y seguí andando a trompicones hacia mi habitación, perseguido, sin duda, por su mirada enfurecida.
De vuelta en mi habitación, me puse la camisa limpia, me anudé la corbata, limpié las botas con la camisa sucia y me peiné; con un peine resultaba más sencillo. Me miré al espejo. No estás demasiado atractivo, R. C, pensé al ver las costras de sangre seca que me cubrían el rostro como si fueran las cordilleras de un mapa topográfico. «Lo hice por ti, Elise», le dije al descascarillado reflejo, que me sonrió como el loco enfermo de amor que era.
Salí de la habitación sin saber qué hora era, pero estaba seguro de que aún faltaba mucho para la una; quizá ni siquiera era mediodía. Fui hasta la puerta de la calle y salí a la veranda al aire libre.
Me quedé allí un buen rato, contemplando el exuberante Salón Abierto, que quedaba abajo, dejando que la atmósfera de 1896 penetrase en mí y me hiciera efecto. Cada vez estoy más convencido de que el secreto para viajar en el tiempo es pagar un precio, que es acabar perdiendo la noción del tiempo. Mi intención es perder lo antes posible cuanto sé de «aquel otro año».
Mi anhelo de Elise me estaba mortificando tanto que no pude resistirlo. Bajé las escaleras, atravesé la Rotonda para llegar a la entrada del salón de baile y me quedé allí, escuchando. En el interior resonaba una voz con la artificialidad del diálogo teatral, por lo que deduje que aún seguían ensayando. Quería colarme, sentarme en la última fila y mirarla pero me aguanté. Me había pedido que no fuera y sus deseos eran órdenes para mí.
De regreso al Salón Abierto, me senté en una mecedora y me quedé mirando la fuente, viendo cómo el agua caía a chorros sobre la náyade. Pensé que si podía retroceder setenta y cinco años en el tiempo, ¿por qué no iba a poder viajar hacia delante una hora y media? Enfadado conmigo mismo, me quité aquella idea ridícula de la cabeza. Me miré el dorso de la mano izquierda, sorprendido de que un mosquito se hubiera posado en ella. ¿En noviembre? Lo aplasté con la mano derecha y me froté los restos. Me pregunté si no habría cambiado el curso de la historia, ya que aquello me hizo recordar la fábula de Bradbury sobre cómo se puede cambiar el destino machacando una mariposa.
Solté un suspiro y meneé la cabeza. Debería echar una cabezada; ésa era otra forma de viajar en el tiempo. Ya no tenía miedo de dormirme, así que cerré los ojos. Sabía que haría mejor dando una vuelta y familiarizándome con este nuevo mundo pero no tenía ganas. Estaba un poco cansado. Después de todo, me había levantado temprano para anotarlo todo. Me pesaban los párpados. Relájate, queda mucho tiempo, me dije a mí mismo. Una siesta te vendrá muy bien ahora. A pesar de todos los sonidos del entorno, no pude evitar dormirme.
Sentí una mano sobre mi hombro y abrí los ojos. Elise estaba delante de mí, despeinada y con la ropa toda desgarrada.
—Oh, Dios mío, ¿pero qué te ha pasado? —pregunté aturdido al verla allí.
—Quiere matarme —dijo con un roto hilo de voz. Me va a matar.
Iba a responderle cuando dio un grito y echó a correr por el Salón Abierto hacia la entrada norte del hotel. Me giré y vi a Robinson corriendo hacia mí con un bastón en la mano y con el negruzco flequillo colgándole sobre los ojos. Me quedé inmóvil, viéndole acercarse.
Para mi sorpresa, pasó de largo, tan resuelto a atrapar a Elise que ni siquiera me vio. Me puse en pie de un salto.
—¡No puedes hacer eso! —grité y salí corriendo tras ellos. Ya se habían alejado demasiado.
Salí como un rayo por la entrada lateral y bajé las escaleras hasta el aparcamiento para buscarlos. Espera, pensé; no podía ser un aparcamiento. Tuve que saltar para no pisar un grupo de ratones blancos que correteaban por el suelo. Entonces vi a Robinson persiguiendo a Elise por la playa.
—¡Que Dios se apiade de ti si le haces daño, Robinson! —grité. Lo mataría si le tocaba un pelo.
Entonces llegué a la playa e intenté correr por la arena, pero fui incapaz. Vi cómo sus siluetas se hacía cada vez más diminutas. Elise corría muy cerca del agua. Vi que una ola muy grande se iba a abalanzar sobre ella y grité para avisarla. No me oyó. ¡Tiene tanto miedo de Robinson que no sabe lo que hace!, pensé. Me esforcé por correr más deprisa, pero apenas podía arrastrar los pies.
Elise parecía correr directamente hacia la ola, que se la tragó rugiendo y liberando espuma en todas direcciones. Se me doblaron las piernas y me caí en la arena. Levanté la cabeza y miré horrorizado toda la playa. Robinson también había desaparecido. El mar se los había llevado a los dos.
Sentí una mano sobre mi hombro y abrí los ojos. Elise estaba delante de mí.
Por un momento, no supe distinguir entre sueño y realidad. Debí de quedarme mirándola extrañado porque dijo mi nombre alarmada.
Miré alrededor esperando ver aparecer a Robinson corriendo hacia nosotros. Como no lo vi, volví a mirar a Elise, y solo entonces me di cuenta de que había tenido una pesadilla.
—Dios… —murmuré.
—¿Qué te pasa?
Me quedé sin aliento.
—Un sueño… —dije—. Una pesadilla espantosa… —Me interrumpí al darme cuenta de que todavía seguía sentado, y me puse de pie enseguida.
—¿Qué le ha ocurrido a tu cara? —preguntó horrorizada.
Al principio no sabía a qué se refería, después se me encendieron las luces.
—Me temo que no se me da muy bien lo de afeitarme —dije.
Me miró a los ojos con incredulidad; su mirada era la de una mujer que acababa de descubrir que su pareja había perdido la razón. ¿Un hombre que a su edad no sabe afeitarse?
—¿Y tú qué tal? —pregunté—. ¿Estás bien?
Asintió tan levemente con la cabeza que apenas me pareció una respuesta.
—Sí, pero vamos a dar un paseo —dijo.
—Desde luego. —La cogí del brazo sin pensarlo y, entonces, al ver que me miraba extrañada, la solté y le ofrecí mi brazo. Cuando íbamos andando por el paseo hacia la entrada norte, vi cómo miraba por encima del hombro. Sentí un escalofrío al recordar mi pesadilla con todo detalle—. ¿Te escondes de alguien? —pregunté intentando sonar divertido.
—En cierto modo —respondió.
—¿Robinson?
—Por supuesto —murmuró, volviendo a mirar por encima del hombro.
Al llegar a la puerta lateral, la abrí para que Elise saliera primero. Ahora brillaba un poco el Sol, calentando el ambiente. Mientras bajábamos por las escaleras vi a mi izquierda un grupo de trabajadores chinos barriendo las hojas secas y los hierbajos del Paseo del Mar; cogían montones entre los brazos y los bajaban a la playa, donde había otro grupo quemándolos.
Cuando llegamos al final de la escalera, Elise dijo:
—¿Y si tomamos este camino? —sugirió señalando hacia Orange Avenue; entonces tuve la impresión de que estaba más acostumbrada a tomar la iniciativa que a dejarse llevar. Seguimos andando por el paseo que daba la vuelta a la cara este del hotel.
—¿Cómo ha ido el ensayo? —pregunté. De todas las preguntas que le podría haber hecho probablemente aquella era la más inapropiada.
—Pésimo.
—¿Tan mal?
—Tan mal —suspiró.
—Lo siento.
—Fue culpa mía —dijo—. La compañía lo ha hecho muy bien.
—¿Y el señor Robinson?
Forzó una sonrisa.
—Digamos que no derrocha empatía —admitió.
—Lo siento otra vez —le dije—. Seguro que fue culpa mía.
—No, no. —No sonaba demasiado convincente—. Siempre ha sido así.
—Es sólo que se preocupa por tu carrera —dije.
—Eso es justo lo que él me dice siempre —contestó—. Me lo ha repetido tantas veces que he perdido la cuenta.
Me hizo sonreír.
—Será que es verdad.
Elise me miró sorprendida al oírme hablar bien de Robinson a pesar de lo mal que me había tratado. ¿Acaso podía hacer otra cosa? Para Robinson la carrera de Elise era sagrada; yo lo sabía mejor que ella. Otra cosa era que hubiera cierta implicación personal por parte de Robinson, de lo cual no me cabía la menor duda.
—No sé, supongo que sí —dijo—. Pero hay veces que parece un tirano. Será un milagro si mañana sigo teniendo representante, después de todo lo que nos hemos dicho.
Sonreí y asentí pero en realidad sentí celos por aquella relación tan larga que mantenían, por mucho que se basara más en las rencillas que en la comprensión. Puede que le diese demasiada importancia a los vínculos que los unían. No consigo imaginarme a Elise enamorada de Robinson, aunque a este sí que podía verlo adorándola desde una distancia «prudencial» y convirtiendo esa devoción secreta en una especie de tiranía sobre la vida de Elise.
De repente, me soltó el brazo y volvió a sonreír, esta vez con los ojos brillantes, y, eso sí que no me lo esperaba, con cariño.
—Pero no estoy siendo una compañía muy divertida —se disculpó—. Perdóname.
—No hay que perdonar —dije devolviéndole la sonrisa.
Me miró con avidez mientras seguimos caminando hasta que, con un quejido de remordimiento, se apartó.
—Ahí voy otra vez —dijo.
Se dio la vuelta con agilidad.
—Richard, me pregunto si de verdad eres consciente de lo excepcional que es el hecho de que hable contigo con tanta confianza —dijo—. Nunca antes me había comportado así con un hombre. Quiero que sepas que para ti es un gran cumplido que yo pueda hacer esto.
—Y yo quiero que sepas que puedes hablar conmigo de cualquier cosa —contesté.
De nuevo aquella mirada. Sacudió la cabeza desconcertada.
—¿Qué? —pregunté.
—Te he echado de menos —respondió. Su voz titubeante me hizo sonreír.
—Qué extraño —contesté. La miré con adoración—. Yo no te he echado nada de menos.
Su sonrisa brilló aun más y me volvió a soltar el brazo. Entonces, como si necesitara expresar toda su alegría de golpe, miró hacia delante y exclamó:
—¡Ahh, mira!
Volví la cabeza y vi un grupo de hombres y mujeres montados en bicicleta en el camino de la entrada del hotel, en dirección a Orange Avenue. No pude contenerme la risa porque era una imagen tan divertida como curiosa. Todas las bicicletas tenían una rueda del diámetro del neumático de un camión (unas delante y otras detrás) y otra tan pequeña como las ruedas del triciclo de un niño. Esa era la parte divertida. Lo curioso es que sobre cada bicicleta iba una pareja; los hombres llevaban pantalones cortos y gorra o sombrero mientras que las mujeres vestían falda larga y blusa o suéter, aparte de sombrero tipo gorra. En todos los casos, la mujer iba delante, aunque no siempre contribuían al pedaleo. Siete parejas en total que se alejaban del hotel en fila discontinua, charlando y riendo.
—Parece divertido —dije.
—¿Nunca has montado en bicicleta? —me preguntó Elise.
—Nunca… —Me interrumpí antes de decir «Nunca en bicis como esas»—… por la ciudad —me inventé—. Pero me encantaría dar una vuelta en bicicleta contigo.
—Puede que lo hagamos —dijo, y entonces conocí la emoción de oír de labios de la persona amada la promesa insinuada de pasar más momentos juntos en el futuro.
Me fijé en que Elise llevaba la falda y las enaguas recogidas con la mano derecha mientras caminaba y en ese momento me di cuenta de que en 1896 todas las mujeres que iban andando por la calle sólo podían utilizar una mano porque la otra no podía dejar nunca que los dobladillos se ensuciaran con el polvo, el barro, la nieve, la lluvia o lo que fuera. Sonreí para mis adentros. Al menos eso pensé, pero Elise se dio cuenta y me preguntó por qué sonreía.
Supe de inmediato que decirle la verdad sólo serviría para recrear una atmósfera tensa, de modo que le dije:
—Me estaba acordando de la cara que puso anoche tu madre al verme.
Sonrió.
—Nunca explota —dijo—, sin embargo siempre acaba haciendo daño.
Aquello me hizo gracia.
—¿Tuvo éxito como actriz? —pregunté. En ningún libro había leído nada al respecto.
Se le fue apagando la sonrisa.
—Sé lo que estás pensando —dijo— y supongo que es normal. Pero jamás me obligó a subirme a un escenario. Me metí en este mundo de una forma muy natural.
No pretendía pisar el pantanoso terreno de la no tan aclamada madre y actriz que vive indirectamente de los triunfos de la hija exitosa, pero me callé y me limité a sonreír mientras Elise añadía:
—A su manera sí que triunfó.
—Estoy seguro de ello —dije.
Caminamos un rato sin hablar. No sentía que hiciera falta decir nada y creo que a Elise le pasaba lo mismo; quizá hasta estaba más segura de eso que yo, ahora que lo pienso. Aire fresco, silencio y la tranquilizante sensación de pasear bajo el cielo; por eso a Elise le gusta tanto andar. Le da la oportunidad de evadirse de las tensiones del trabajo.
Empecé a fantasear sobre mi futuro con Elise. Para empezar, no había ningún motivo para que yo no siguiera con ella. De acuerdo que seguía ansioso por permanecer en 1896, pero sentía que era un miedo infundado. ¿No había dormido ya tres veces sin perder el contacto? Ansioso o no, todo indicaba que a medida que transcurrían las horas, mis raíces profundizaban más y más en esta época.
Por consiguiente, no me parecía de locos pensar que me quedaría a su lado. Con el tiempo nos casaríamos y, puesto que era escritor, me pondría a estudiar y después a escribir obras de teatro. No esperaría que Elise me ayudara a que me las produjeran. Tarde o temprano todo el mundo querría producirlas. No me cabía la menor duda de que Elise se ofrecería a ayudarme. Sin embargo, me juré que nuestra relación nunca se basaría en algo así. Nunca más me arriesgaría a ver la sombra de la duda en sus ojos.
No me importaba que todos los libros que había leído sobre ella fuesen distintos. Ahora me divertía el haberme preocupado por interactuar en este nuevo medio, incluso sólo por haber destrozado el marco de aquella puerta. Decidí que, después de todo, la historia debía permitir cierta flexibilidad en los detalles. Porque tampoco es que pretendiera cambiar el curso de ninguna batalla de Borodino.
Entonces me llamó la atención un vagón de tren que había en un apartadero a unos cien metros de la esquina sureste del hotel. Me imaginé que podría ser el de Elise y se lo pregunté. Respondió que sí. No dije nada pero me resultó extraño ver una prueba tangible de su riqueza. Sabía que sospechaba de mí; quizá todavía sospeche, aunque creo que no. Estuve a punto de preguntarle si podía ver el vagón por dentro pero me di cuenta a tiempo de que no sería la pregunta más prudente.
Cruzamos la calzada, pasamos por una florida isleta redonda y llegamos a un claro. A nuestra izquierda había una larga barrera de madera para atar los caballos y más adelante se veía una floresta de árboles y arbustos. Nos abrimos paso a través de la maleza y llegamos a un paseo de tablas que bajaba hasta la playa de Glorietta Bay.
Cuando empezamos a bajar, miré al mar y vi el cielo azul a lo lejos, blancas nubes llevadas por el viento hacia el norte. A unos doscientos metros de nosotros se veía el museo, con su anguloso tejado, y los baños; al otro lado de la estrecha playa estaba el cobertizo de los botes, conectado con los otros dos edificios por otro paseo de tablas. Más adelante, a nuestra derecha, se extendía la inmensa estructura de hierro, adentrándose tétricamente en el mar, formada por lo que parecían uves invertidas y con media docena de hombres y una mujer encima, pescando. La playa era muy estrecha (no más de diez metros de ancho) y no estaba muy bien cuidada, pues estaba cubierta de algas, conchas y algo que parecía ser basura, aunque me extrañaba que lo fuera.
Después de caminar unos setenta metros más, nos detuvimos junto a la valla del paseo y miré la mar revuelta. El viento del mar soplaba fuerte y un poco frío, y hacía que se nos posaran en la cara minúsculas y delicadas partículas de espuma.
—¿Elise? —dije.
—¿Richard? —Imitó tan bien mi tono que me hizo sonreír.
—No hagas eso —le pedí con falsa severidad—. Tengo algo importante que decirte.
—Vaya por Dios.
—Bueno, no tan importante que no puedas soportarlo —le aseguré, aunque luego perdí un poco de credibilidad al añadir:
—Espero.
—Eso espero yo también, señor Collier —dijo.
—Esta mañana, mientras hemos estado separados, he estado pensando acerca de nosotros.
—¿Ah? —Ya no sonaba tan chistosa, de hecho parecía nerviosa.
—Y me he dado cuenta de lo desconsiderado que he sido.
—¿Desconsiderado por qué?
—Por creer que debía obligarte…
—No sigas.
—Por favor, déjame acabar —insistí—. No es tan terrible.
Me miró preocupada y después suspiró.
—De acuerdo.
—Lo que quiero decir es que sé que necesitas tiempo para hacerte a la idea de que yo pase a formar parte de tu vida, así que voy a darte todo el tiempo que necesites. —Al darme cuenta de lo arrogante que había sonado eso, añadí sonriendo:
—Siempre que aceptes que a partir de ahora seré parte de tu vida.
Mal momento para hacer bromas. Elise miró al mar, de nuevo con aquella expresión de agobio. Santo cielo, ¿por qué no aprenderé a callarme la boca?, pensé.
—No pretendo presionarte —dije—. Perdóname si lo hago.
—Por favor, déjame pensar —respondió. No era ni una orden ni un ruego, sino una mezcla de ambos.
La tensión no desapareció ni siquiera cuando pasaron dos hombres hablando sobre el aspecto deplorable de la playa. Gracias a ellos me enteré de que aquello que vi era basura. La gabarra de los desperdicios del hotel no solía llegar a algo que llamaban el «punto de lastre». Por tanto, todos los «detritus vertidos» regresaban arrastrados por el mar para «deslucir costa».
Miré bruscamente a Elise.
—¿Tienes que irte esta noche? —pregunté.
—El día veintitrés tenemos que estar en Denver —contestó. No respondía a mi pregunta pero serviría.
Alargué el brazo, le cogí la mano y la apreté fuerte.
—Perdóname otra vez —le rogué—. No he acabado de decirte que no te quiero presionar cuando ya lo estoy haciendo de nuevo. —Sentí una punzada de desasosiego cuando se me ocurrió que la expresión «presionarte» podría sonarle muy rara.
Mi inquietud se acrecentó cuando empezamos a caminar hacia el hotel. Quería decir algo para recuperar la sensación que habíamos tenido mientras habíamos caminado en silencio, pero no se me ocurrió nada que no agravara todavía más la situación.
Nos cruzamos con una pareja. El hombre llevaba una larga levita negra, sombrero de copa, bastón y un puro en la boca; la mujer vestía un vestido largo azul con una gorra a juego. Nos sonrieron al llegar a nuestra altura; el hombre dobló hacia atrás el ala de su sombrero y dijo:
—Esperamos ansiosos la actuación de esta noche, señorita McKenna.
—Muchas gracias —contestó Elise. Entonces me sentí aun peor, porque aquello me hizo recordar, por enésima vez, que me había enamorado de nada menos que de una «célebre actriz americana».
Me devané los sesos para decir algo que aliviara aquella creciente sensación de alejamiento.
—¿Te gusta la música clásica? —pregunté. Cuando me respondió que sí, le dije de inmediato:
—A mí también. Mis compositores preferidos son Grieg, Debussy, Chopin, Brahms y Tchaikovsky.
Error. Por la manera en que me miró supe que debería haber cerrado el pico; más que un melómano parecía un pretendiente demasiado bien informado.
—Sin embargo, ninguno de ellos iguala a Mahler —añadí.
Al principio se quedó muda. La miré durante unos segundos antes de que su respuesta me hundiera la moral.
—¿Quién?
Me quedé atónito. Había leído que Mahler era su favorito.
—¿Nunca has oído nada de Mahler? —pregunté.
—Nunca he oído su nombre —respondió.
Volví a sentirme perdido. ¿Cómo era posible que Elise no supiera nada de Mahler cuando aquel libro decía que era su compositor preferido? No reaccioné hasta que se me ocurrió que, quizá, fui yo quien le dio a conocer la música de Mahler. Si esto fuera cierto, ¿pasaríamos más tiempo juntos o el tema de Mahler quedaría ya zanjado?
Me encontraba inmerso en este dilema cuando Elise me miró y sonrió; no era en absoluto una sonrisa de enamorada, sin embargo me infundió ánimo.
—Lo siento si he estado un poco distante —se disculpó—. Es que estoy tan confundida. Como si tuviera que caminar en dos direcciones al mismo tiempo. Las circunstancias de nuestro encuentro y esa parte de ti que no alcanzo a comprender y que tampoco me puedo sacar de la cabeza me empujan hacia un camino. Mi… bueno… desconfianza hacia los hombres me empuja hacia otro.
—Te seré sincera, Richard. Durante años me han cortejado muchos hombres; a los que no he hecho el menor caso, debo añadir. Contigo… —Se le apagó un poco la sonrisa— me resulta tan complicado que me cuesta creer que sea la misma persona que siempre he sido. —Vaciló, después prosiguió—. Sé que comprendes que las mujeres están hechas para sentirse inferiores en lo que se refiere a logros objetivos.
Aquello me dejó de piedra. No sólo era incongruente sino que lo decía alguien que en 1896 apoyaba el movimiento por la liberación de la mujer.
—Por lo tanto —continuó—, las mujeres quedan relegadas a un estado de subjetividad; es decir, a dar más importancia al «yo» de la que debería tener; se preocupan por la imagen y lo vano en vez de cultivar la mente y sus capacidades.
—Yo he escapado a todo eso gracias a que he triunfado como actriz… a costa de una respetabilidad básica. En el teatro los hombres desconfían de las mujeres. Ponemos su mundo en peligro cuando tenemos éxito. Incluso cuando nos elogian por nuestros logros lo hacen a la manera en que los hombres siempre han alabado a las mujeres. Los críticos siempre escriben sobre las actrices exaltando su encanto o su belleza, sin mencionar nunca su capacidad para meterse en el personaje. A menos, claro, que la actriz en cuestión sea lo bastante mayor para que la crítica no pueda hablar de otra cosa.
Mientras Elise hablaba, dos sentimientos se enfrentaban en mi interior. Uno era la comprensión de todo lo que Elise estaba diciendo. El otro era una especie de pavor a quedar desprotegido de repente ante la profundidad de aquella mujer de la que me había enamorado. Sin duda, no podía haber atisbado dicha profundidad en una fotografía desvaída y, aun así, Elise posee eso que busco más que nada en una mujer: una individualidad progresista contenida por un carácter discreto. Seguí escuchándola fascinado.
—Al igual que el resto de las actrices, —continuó—, estoy limitada por el hecho de que los hombres exigen que sólo se muestren los atributos aceptables de la mujer. He interpretado a Julieta pero no he disfrutado haciendo el papel porque nunca me han permitido mostrarla como un ser humano atormentado, sino sólo como una dulce jovencita que suelta floridos discursos.
—Lo que intento decir es que, dada mi condición de mujer y, en concreto, de actriz, con el paso de los años he ido tejiendo una red de defensa emocional frente a la actitud de los hombres. Mi riqueza no ha hecho más que engrosar esa red, añadiendo otra capa de sospecha cada vez que se me acerca un hombre. Así que entiéndeme, por favor, compréndeme: el hecho de que haya pasado contigo todo este tiempo es, teniendo en cuenta mi pasado, un milagro de dimensiones insospechadas. Haberte confesado esto es algo que trasciende lo milagroso.
Suspiró.
—Siempre he intentado mantener ocultas mis preferencias porque, como mujer, sentía que se interpondrían en mi camino, que empaparían de credulidad una mente que necesitaba mantenerse firme y despierta; en definitiva, que me harían vulnerable.
—A pesar de todo, sólo puedo atribuir mi comportamiento contigo a esa debilidad. Siento —y eso sí que no puedo evitarlo— como si estuviera envuelta en algún misterio inefable; un misterio que me asola más de lo que puedo explicar y, sin embargo, al que no quiero dar la espalda. —Sonrió con tristeza—. No sé si tiene sentido nada de lo que he dicho.
—Todo cuadra, Elise —dije—. Comprendo… además respeto mucho… cada palabra que has dicho.
Gimió como si le hubieran liberado de un peso insoportable.
—Bueno, hemos avanzado algo —dijo.
—Elise, ¿por qué no vamos a tu vagón y hablamos sobre esto? —pregunté—. Nos estamos acercando a lo más importante, no debemos parar ahora.
Esta vez ya no vaciló. Noté que estaba muy dispuesta cuando dijo:
—Sí, sentémonos a hablar. Debemos desentrañar el misterio.
Al salir del bosquecillo de árboles y matorrales, caminamos hacia el apartadero. Frente a nosotros se alzaba un pequeño edificio blanco de madera con una cúpula en la parte superior. Al otro lado estaban las vías, con una hilera de árboles a cada lado. Pasamos por una pequeña isleta sembrada de flores y caminamos hacia el vagón, que quedaba a la izquierda. Cuando llegamos ayudé a Elise a subir por la plataforma de atrás.
Cuando abrió la puerta dijo (no en tono de disculpa sino como algo que se dice sin más):
—Está muy recargado. El señor Robinson lo diseñó para mí. Me hubiera gustado igual con una decoración más sencilla.
Su comentario no me preparó para el espectáculo que se abrió ante mis ojos. Debí de quedarme boquiabierto un buen rato.
—¡Caramba! —dije, sonando por completo antivictoriano.
Su suave risa me hizo mirarla.
—¿Caramba? —repitió.
—Estoy impresionado —me corregí.
Lo estaba de verdad. Mientras Elise me enseñaba el vagón, me sentía como rodeado de un esplendor regio. Paredes con paneles y techo taraceado. Una mullida moqueta en el suelo. Sillas ricamente tapizadas y sofás con grandes e hinchados cojines, todo en principescos tonos verdes y dorados. Las lámparas eran como las de los barcos, pensadas para que permanecieran en su sitio por mucho que se meneara el vagón. Las cortinas tenían flecos dorados por debajo. Se veía que sobraba el dinero, aunque los tonos no estaban muy bien combinados. Me alegré de que me avisara de que lo había decorado Robinson.
Más allá del compartimento del salón estaba su sala privada. Allí, la «decoración» se hacía agobiante. Las alfombras eran naranjas, las paredes y techo acolchados; este último tenía además cierto tono dorado, las paredes eran de un púrpura regio, a juego con el morado del sofá y las sillas, recargadamente tapizados. Junto a la pared había un escritorio y una silla de respaldo recto sobre los cuales colgaba una pequeña lámpara, cubierta por una cortinilla del mismo color que el techo. Al fondo del cuarto había una puerta forrada de color claro que tenía una estrecha ventana con una cortinilla. Si antes había malinterpretado el comportamiento de Robinson hacia Elise, ahora lo tenía muy claro. Para él, Elise era una reina; sin embargo, con un poco de suerte, iba a reinar sola.
Me pregunto si aquella sensación empezó a florecer cuando nos encontrábamos junto a la puerta abierta de su habitación.
Me cuesta creer que ver una señal tan obvia como era su enorme cama de metal podía haber sido determinante en un momento como ese, después de todo lo que habíamos hablado sobre nuestra mutua necesidad de comprensión.
Por otra parte, puede que fuera precisamente ese simbólico recordatorio de la atracción instintiva entre nosotros lo que nos hizo quedarnos en absoluto silencio allí parados, el uno al lado del otro, mirando aquel sombrío compartimento.
Muy poco a poco, me empecé a girar hacia ella y, como obligada a moverse por el mismo impulso mudo, Elise, también, se giró hasta que nos miramos cara a cara. ¿Sería porque, por fin, estábamos solos del todo, ajenos a todo lo que ocurriera en el mundo exterior? No lo sé. Sólo puedo hablar con seguridad de la atmósfera de sensaciones que se formó, poco a poco pero imparablemente, a nuestro alrededor.
Levanté los brazos con el mismo cuidado con el que nos habíamos girado y la cogí por los hombros. Respiró hondo; señal del miedo que sentía o, quizá, porque reconocía su necesidad. Todavía lenta, muy lentamente, la apreté contra mí y apoyé mi frente en la suya. Sentí cómo el aroma de su respiración entrecortada me calentaba los labios; nunca en toda mi vida había sentido una tibieza tan fragante. Pronunció mi nombre, susurrándolo como si estuviera asustada.
Me retiré un poco y seguí subiendo con las manos, muy poco a poco, hasta rodear su cabeza con ellas para inclinarla hacia atrás con toda la delicadeza que pude. Sus ojos excavaron los míos. Miró dentro de mí otra vez, desesperada, anhelante; como si supiera que, encontrara o no la respuesta, ya no podía echarse atrás.
Me incliné sobre ella y la besé en los labios con dulzura. Se estremeció y su aliento fluyó ligero en mi boca como vino tibio.
Entonces la rodeé con los brazos y la apreté mientras ella murmuraba, casi con tristeza:
—Ojalá supiera qué me está pasando… Dios, ojalá lo supiera.
—Te estás enamorando.
Respondió con fragilidad, derrotada.
—No he podido resistir —dijo.
—Elise. —La estreché entre mis brazos, con el corazón a punto de estallarme—. Oh, Dios, te amo Elise.
El segundo beso fue apasionado. Me rodeó con los brazos y se quedó pegada a mí, con una fuerza que me costó creer que tuviera.
Entonces, de repente, apretó su frente contra mi pecho y las palabras empezaron a fluir de su boca.
—La única vida que he conocido es la de los escenarios, Richard; crecí sobre ellos. Creía que el teatro era mi única opción, que si concentraba todos mis esfuerzos en él todo lo demás llegaría después y, si no era así, es que no sería importante. Pero lo es, lo es, sé que lo es. Lo necesito tanto ahora; necesito renunciar a… ¿cómo llamarlo?… ¿poder?, ¿libertad?, ¿recursos? Todo eso en lo que he encerrado mi vida. Aquí, contigo, en estos momentos me hace tanta falta sentirme débil, de entregarme por completo, de que me quieran, de quitarme de la cabeza a esa mujer maniatada, la mujer que he mantenido prisionera durante tantos años porque pensaba que eso era lo que necesitaba. Ahora quiero liberarla, Richard, dejar que la protejan.
Gimió.
—Santo Dios, no puedo creer que haya dicho todo eso. No puedes hacerte una idea de todo lo que me has trastornado en tan poco tiempo. Ni por asomo. Nunca ha habido nadie; jamás. Mi madre siempre me dijo que algún día me casaría con un hombre rico, de alta alcurnia. Nunca la creí. Yo sabía que no habría nadie en mi vida. Pero ahora tú estás aquí; de la noche a la mañana, de repente. Despojándome de voluntad, de determinación, quitándome el aliento, Richard. Y robándome, me temo, el corazón.
Se apartó de repente y se me quedó mirando, con su hermoso rostro inundado de rubor y los ojos rebosantes de unas lágrimas a punto de caer.
—Lo diré: debo decirlo —dijo.
Justo entonces ocurrió lo más desesperante que podía suceder. ¿Quizá lo único? ¿Qué podía pasar aparte de que nos interrumpieran desde fuera?
Llamaron a la puerta de atrás; ahí estaba William Fawcett Robinson —quién si no— gritando:
—¡Elise!
Elise se puso muy nerviosa. En cuanto oyó la voz de su representante volvió a acordarse de todos los motivos que la habían mantenido apartada de los hombres durante tantos años y se apartó de mí de un salto, dando un grito ahogado y echando a correr hacia la parte de atrás, aturdida.
—No le respondas —dije.
El ruego cayó en saco roto. Cuando Robinson volvió a gritar su nombre, Elise fue corriendo a mirarse en el espejo de la pared y, al verse, suspiró de dolor y se puso las palmas sobre las mejillas coloradas, como si quisiera esconderlas. Miró en todas direcciones y se lanzó hacia la cómoda, vertió un poco de agua de un jarro en un cuenco y se mojó las yemas de los dedos para después humedecerse las mejillas. Comprometido, pensé, y me asombré por sentirme así de verdad.
Estaba inmerso en un quizá absurdo pero, eso sí, muy real e inquietante drama Victoriano en el que una mujer de renombre se ve atrapada en una trampa intolerable, situación que amenazaba con hacerla —como se solía decir— «descender en el podio» de su condición social. No era divertido; no tenía ninguna gracia. Me quedé inmóvil, mirando cómo se secaba la cara, con los labios apretados, no sabía si de pura rabia o para que no le temblaran.
—¡Sé que estás ahí dentro! —gritó Robinson.
—¡Dame un minuto! —respondió Elise, con una voz tan templada que me asustó. Pasó por mi lado sin decir nada y salió al salón. La seguí aturdido. Ha debido seguirnos, pensé. Es la única explicación.
Me encontraba a unos pasos del compartimento del salón cuando me pregunté si Elise no preferiría que me escondiera. Pero enseguida descarté la idea. Si Robinson nos había estado espiando, eso sólo serviría para empeorar las cosas. En cualquier caso —y aquí empecé a enfurecerme— ¿quién era él para hacer que me escondiera? Seguí adelante hasta que me quedé a sólo unos pasos por detrás de Elise cuando abrió la puerta.
El rostro de Robinson era una máscara que desprendía tanta hostilidad que me dio un escalofrío. Si tenía un revolver en el bolsillo de la chaqueta, había llegado mi hora. Me imaginaba el titular: «Representante de famosa actriz dispara a un hombre». ¿O pondría «Dispara a su amante»?
—Creo que es mejor que vayas a descansar —le dijo a Elise en voz baja y temblorosa.
—¿Me has estado siguiendo?
—No es momento para discutir —respondió con firmeza.
—Soy tu cliente, no tu felpudo, señor Robinson —dijo, con un tono tan autocrático que, de haberse dirigido a mí, me hubiera desarmado—. Que no se te ocurra limpiarte las bolas en mí. —Así se hablaba, con firmeza: el trasfondo que con tanta paciencia me había explicado y que ahora empleaba contra Robinson con toda su virulencia.
Robinson se quedó pálido, si es que se podía ser más pálido de lo que ya era de por sí. Sin decir ni una palabra, se dio la vuelta y bajó los escalones de la plataforma de atrás. Elise salió y yo la seguí. Me quedé mirando cómo cerraba la puerta con llave y luego caí en la cuenta de que un caballero la hubiera cerrado por ella. Ya era demasiado tarde; bajaba la escalerilla delante de mí. Robinson le tendió la mano pero Elise lo ignoró. A Robinson se le petrificó la cara de rencor.
Cuando bajé yo, Robinson me lanzó una mirada tan envenenada que casi me echó atrás.
—Señor Robinson —dije.
—Váyase, señor —me interrumpió con voz estruendosa—, o tendré que enseñarle. —No sabía muy bien a qué se refería pero me imaginaba que tendría que ver con la violencia física.
Robinson miró a Elise y le ofreció el brazo. Madre mía, qué mirada le echó. Ni una diosa envenenada de furia divina la hubiera igualado.
—El señor Collier me acompañará —dijo.
Creo que podría haber jugado al squash con la cara de Robinson, de tan duras que se le pusieron las mejillas. Los ojos, hinchados como huevos, amenazaban con salírsele disparados. No había visto a un hombre tan airado en toda mi vida. Se me empezaron a tensar los brazos y a cerrar los puños solos, preparándome para defenderme. De no haber sido por el incondicional respeto que Robinson sentía por Elise, estoy seguro de que aquello hubiera desembocado en una sangrienta refriega.
Entonces Robinson dio un rápido giro con los talones y empezó a caminar hacia el hotel dando largas y furiosas zancadas. En vez de ofrecerle el brazo a Elise, lo que hice fue cogerle el suyo, sintiéndolo temblar mientras nos alejábamos del vagón. Sabía que Elise no quería hablar, de modo que guardé silencio y la seguí agarrando con fuerza mientras caminaba a su lado, manteniendo su paso sobresaltada mirando de vez en cuando la blancura marmoleña de su cara.
No dijimos ni una palabra hasta llegar a la puerta de su habitación. Allí, se volvió y me miró intentando sonreír, pero logrando sólo una leve mueca.
—Siento lo que ha sucedido, Elise —dije.
—No tienes nada por lo que disculparte —respondió—. Es culpa de Robinson. Ahora está jugando sucio. —Me enseñó un poco los dientes, lo que por un momento me dio la impresión (inesperada, por otro lado) de que era como una tigresa acechando bajo su cuidadosamente comedida piel—. Qué se habrá creído —murmuró—. No permitiré que me dé órdenes.
—Se da cierto aire regio —dije para quitar hierro al asunto.
Elise, en vez de darme la razón, resolló como burlándose.
—Se necesitaría una epidemia para convertirlo en rey.
No pude evitar sonreír por el comentario. Al verme, se puso tensa al pensar, supongo, que me reía de ella, pero después se dio cuenta de por qué sonreía y entonces ella también lo hizo, aunque sin muchas ganas de reír.
—Siempre he sido la más maleable (y la más remunerativa) de sus estrellas —dijo—. No tiene ningún motivo para portarse conmigo como lo hace. Como si hubiéramos firmado un contrato de matrimonio en vez de uno de trabajo. —De nuevo, aquel resoplido de burla—. En realidad todo el mundo piensa que estamos casados en secreto —añadió—. Nunca ha querido hacer ver a la gente su error.
Le cogí ambas manos y las apreté con delicadeza, sonriéndole. Noté que se esforzaba por ocultar su ira pero, sin duda, lo que Robinson había hecho la había afectado demasiado y no se calmaría tan fácilmente.
—Bien, está equivocado —dijo—. Si piensa que esto es escandaloso y sórdido, peor para él. Es mi corazón, mi vida. —Respiró hondo—. Dame un beso, tengo que irme —dijo.
Quizá me lo pidiera, pero más bien sonó como una orden No me paré a discutirlo. Me incliné sobre ella y rocé mis labios con los suyos. No reaccionó de ninguna manera, por lo que pensé que me dijo que la besara sólo para desobedecer a Robinson y no porque de verdad lo deseara.
Acto seguido ya no estaba, había desaparecido como por arte de magia y yo me quedé mirando su puerta cerrada, pensando en que no habíamos quedado para vernos más tarde. ¿Significaría eso que ya no quería saber nada de mí? No podía creerlo, a juzgar por lo que había pasado en el vagón. Aun así, tampoco es que rebosara seguridad en mí mismo.
Suspiré, di media vuelta y salí del salón público al Salón Abierto. Caminé hasta las escaleras de la calle y subí penosamente hasta la tercera planta en dirección a mi habitación. Abrí la cerradura, entré, me quité la chaqueta y las botas y me tiré boca abajo sobre la cama. Allí repantigado me di cuenta de lo cansado que estaba. Gracias a Dios que no nos peleamos, pensé. Robinson me hubiera matado.
Todo lo que había pasado con él me había agotado. Con qué fiereza la protege. Sin duda, lo que siente por ella va muchísimo más allá de la mera preocupación de un representante por su cliente. Me cuesta culparle por ello.
Debía pensar en la manera de volver a verla. Cierto, ahora Elise debía descansar pero, ¿y más tarde? ¿Se habría dispuesto algo para que yo fuera a ver la obra? Probablemente no. Me angustiaba pensar que me impedirían cruzar la puerta del salón de baile. Aunque podría ocurrir.
Intenté recordar toda la escena que había tenido lugar en el vagón, pero mi mente sólo recordaba una cosa: Elise murmurando, débil y derrotada: «No he podido resistir». Se lo oí repetir una y mil veces, estremeciéndome cada vez. Me amaba. Había conocido a Elise McKenna y me amaba.
Cuando me desperté ya había anochecido. Angustiado, miré en todas direcciones. Al no ver nada que me permitiera orientarme, me senté sobre la cama de un brinco intentando recordar dónde estaba el interruptor de la luz. No podía recordar haberlo visto pero sabía que tenía que estar cerca de la puerta, de modo que me puse en pie y caminé a trompicones en esa dirección. Palpé con torpeza la pared hasta que por fin toqué el interruptor.
Aquella explosión me inundó de alivio; seguía en 1896. Sonreí con confianza. Había conseguido dormir cuatro veces sin perder el contacto con esa época, y cuatro veces me desperté sin dolor de cabeza.
Después me alarmé porque había dormido más de la cuenta; la actuación había comenzado ya. Aunque no con tanta angustia como en la anterior ocasión, me quedé consternado y me pregunté cómo podría saber qué hora era. Llamaré a recepción, pensé. Pero enseguida me lo pensé mejor. ¿Lo cogerían alguna vez?
Abrí raudo la puerta. Entonces vi dos pequeños sobres sobre la alfombra, uno blanco y el otro amarillento. Los recogí y miré lo que traían escrito por fuera. En ambos la letra era bonita y equilibrada pero el de color mantequilla traía un sello de lacre verdoso, grabado con el dibujo de una delicada rosa. Era tan representativo de la elegancia de aquella época —y, además, me emocionaba tanto porque sabía que tenía que ser de Elise— que me quedé mirándolo con una sonrisa en la cara, feliz como un colegial.
Deseaba leerlo en aquel instante pero primero debía averiguar la hora. Salí al pasillo y miré en ambas direcciones. No se veía ni un alma. Me entró el pánico porque pensé que todo el mundo estaría viendo la obra. Eché a correr por el pasillo y salí a la terraza.
El Salón Abierto se había convertido de nuevo en un paisaje de cuento de hadas plagado de lucecitas de colores. Temblando por el frío aire de la noche que se me metía por la camisa, miré en todas direcciones hasta que por fin vi un hombre que pasaba por allí. Lo llamé varias veces hasta que se detuvo y me miró extrañado.
Debía de parecerle un tipo bastante estrafalario, en mangas de camisa y apretando dos sobres en la mano, con el pelo revuelto después de haber estado durmiendo. Sin embargo, no hizo ningún comentario sobre mi desaliño. Le pedí la hora y se sacó el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco, levantó la tapa y me comunicó que eran las seis horas, trece minutos y veintidós segundos; muy preciso, aquel buen hombre.
Después de darle gracias mil regresé a mi habitación. Tenía tiempo de sobra para asearme, cenar y asistir a la representación. Cerré la puerta, me senté en la cama y abrí primero el sobre blanco, dejando a Elise para el final.
Dentro del sobre venía una tarjeta blanca de unos diez por doce centímetros en que venían escritas las palabras: «La dirección del Hotel del Coronado solicita el honor de su presencia el (lo siguiente venía escrito a mano) Viernes, 20 de noviembre de 1896, a las 8:30 p.m.». Más abajo venía escrito a mano: «En el salón de baile —El Pequeño Ministro— actuación estelar de la señorita Elise McKenna». Sonreí agradecido. Se había encargado de que nos volviéramos a ver.
Ávido, abrí el otro sobre intentando no romper el sello, aunque no pude evitarlo. Era de ella; confieso que me quedé atónito ante la calidad de su caligrafía. ¿Dónde habría aprendido a escribir con tanta exquisitez? Mis garabatos debían de ser como un insulto para sus ojos.
Además, lo que decía en aquella carta sonaba mucho más efusivo (y sincero) que lo que me había dicho antes. ¿Se sentiría menos cohibida al no tenerme delante? Quizá en 1896 las cartas eran la única manera de que las mujeres expresaran con libertad sus sentimientos.
Richard —había escrito—. Por favor, perdóname por utilizar este sobre tan estropeado —olvidé mencionar que estaba un poco arrugado—. Es el único que tengo. Así te haces una idea de la frecuencia con que escribo a los hombres.
Perdóname si en esta nota se entremezcla la emoción con lo que te quiero decir. Desde que nos conocimos en la playa he vivido sumida en una especie de locura lúcida, la percepción de todos mis sentidos se ha intensificado, todo lo oigo con mayor claridad y nitidez, todo lo veo más definido. Lo que quiero decir es que desde que te conozco siento más el mundo.
¿Estaba muy pálida cuando te miré anoche después de la primera vez que entramos en el hotel? Supongo que sí. Sentía que no me quedaba sangre en las venas. Me sentía débil y sobre todo me sentí como en otro mundo (como me imagino que te diste cuenta) esta tarde cuando estábamos en el vagón.
Confieso que, a pesar de que lo percibo todo con mayor agudeza desde que llegaras a mi vida, al principio pensaba que no eras más que un habilidoso y artero cazafortunas (¡Perdóname por pensarlo! Sólo te lo digo porque quiero que lo sepas todo). Que Dios me perdone por mi carácter desconfiado, pero incluso había llegado a sospechar que Marie (la encargada del vestuario, como recordarás) y tú habíais urdido algún plan para estafarme. Te pido un millón de disculpas por ello. No quería decírtelo pero debo ser honesta.
Esta tarde, cuando estábamos juntos, me sentía tan inundada de felicidad que casi me ahogo de emoción. Aún conservo esa sensación, sentada en mi habitación, escribiéndote (aunque el maremoto, gracias a Dios, se ha convertido en un río fluido y constante).
Pese a que me comporté de manera muy inestable mientras estuvimos hablando, debes saber que disfruté mucho. No, eso es decir poco. Debes saber que me sentí dichosa. Tanto que estar lejos de ti me ha llenado de una tristeza que contrasta con mi mencionada riada de felicidad. Qué trastornado tengo hoy el corazón.
Sigo pensando en todo lo que he hecho mal. Después de haber buscado tu culpa (en vano, debo admitirlo), ahora sólo alcanzo a ver la mía. Siento que debo ser mucho mejor de lo que soy para merecer tu devoción.
Richard, nunca antes había tenido una relación sentimental con otros hombres. Ya te lo dije, y quería recalcarlo escribiéndolo. Nunca ha habido nadie; y estoy contenta, muy feliz. Excepto en mis infantiles sueños, jamás imaginé que un hombre podría hacerme sentir así. Bien, señor Collier, estoy empezando a reconocer lo equivocado de mi comportamiento.
Las mujeres como yo, que por naturaleza son incapaces de entregarse a más de un hombre en toda su vida, son o las más felices o las más desdichadas del mundo. Yo soy de las dos clases al mismo tiempo. Que me ames y que me sienta viva porque cuentes siempre conmigo me hace feliz.
Mis oscuros pensamientos me hacen sentir miserable.
Incluso ahora me resulta extraño el hecho de que nos encontráramos; todavía me pregunto, en lo más profundo de mi ser, de dónde vienes. No, prometo no preguntártelo. Cuando estés preparado me lo contarás; además, por supuesto, no me importa tanto como el hecho de que ahora estés a mi lado. De hoy en adelante creeré en los milagros.
Asimismo, a partir de este día, siento que mi corazón es libre. Pero está muy confundido. Unas veces desea gritar a los cuatro vientos todo lo que siente. Otras, quiero guardármelo todo con gran celo muy dentro de mí. Espero no volverte loco. Intentaré ser constante y dejar de oscilar como un planeta que se hubiera salido de su órbita. Porque, por fin, he encontrado mi sol.
Ahora debo serenarme y ser paciente; terminaré de preparar la obra, después intentaré descansar un poco. He pedido que te hagan llegar una invitación. Si no te llega, por favor, pregunta en recepción. Les he dicho que reserven un asiento en primera fila para ti, lo cual es un error, estoy segura. Si te veo, aunque sea una sola vez, no me cabe la menor duda de que me olvidaré desde la primera hasta la última línea y de lo que tengo que hacer.
Bien, hay que asumir el riesgo. Quiero que estés todo lo cerca de mí que sea posible.
Aquel hombre despreciable nos interrumpió justo cuando estaba a punto de confesarte lo que jamás imaginé que le diría a un hombre en toda mi vida. Ahora lo escribo. Tenlo siempre en cuenta, pues siempre será verdad. Te quiero.
Elise.
Imaginad a un hombre saturado de amor sentado en su cama, ajeno a todo mientras lee esta carta para releerla una vez más y después otra vez y mil veces más… hasta que las lágrimas le empañan los ojos y lo inundan de dicha, dejándole pensar sólo en una cosa.
Gracias Dios mío por regalármela.
Eran las seis y cuarenta y cinco cuando entré en la Rotonda en dirección a la Habitación de la Corona. En la terraza de la segunda planta la orquesta de cuerda estaba tocando una especie de marcha y, como me sentía tan eufórico, estuve a punto de entrar bailando al ritmo de la música. Miré con deleite todo lo que había en la sala; de repente vi un pez cuya captura llevó una hora y mil vueltas en alta mar (según la placa). Resultaba extraño, por así decirlo, ver un animal tan enorme colgando en el vestíbulo de un hotel de lujo como aquel.
Cuando me senté vi que no había ningún miembro de la compañía. Sin duda, andarían todos en sus habitaciones o en el salón de baile, preparándose para la actuación. Sin embargo, no me sentí extraño allí solo. Estaba empezando a encajar de verdad en aquel mundo. Qué distinto me sentía entonces respecto a la noche anterior.
Pedí sopa, pollo troceado, pan, queso y vino y me quedé allí sentado mirando toda la Habitación de la Corona con gozo, escuchando con descaro. Estuve a punto de soltar una carcajada al oír lo que le dijo un hombre de la mesa de al lado a su compañero; vendedores, no cabía duda. «Esa mujer cada vez va a más y a más y debemos pararle los pies a toda costa».
Conteniéndome la risa, me giré para mirarlos y vi que ambos eran bajos y rechonchos. ¿Sería mi imaginación o es que la gente de aquellos días era más pequeña de lo normal? Me decanté por lo último. Le sacaba una cabeza a la mayoría de los hombres con los que me había cruzado.
Siguieron conversando; a veces decían cosas divertidas, otras informativas y otras completamente inexplicables. Recuerdo que decían: «Ese chico es un lince» (¿Porque consigue lo que quiere o porque corre mucho?); «Los negros son bastos y belicosos, pero puedes aprender de ellos» (Eso encajaba bien en la categoría de «inexplicable»); «¿Sabías que emplearon dos millones de tablillas para construir el tejado de este hotel?» («Informativo»); «Es una mina de oro, te lo digo yo; una mina de oro» (Se refería al hotel).
Uno de los hombres dijo algo acerca de que el progreso de la civilización estaba alcanzando su «punto álgido». Reflexioné sobre aquello y sobre la manera en que lo había dicho.
La conclusión fue que en 1896 parecían tomárselo todo mucho más en serio. La política y el patriotismo. El hogar y la familia. Los negocios y el trabajo. No son simples temas de conversación sino arraigadas convicciones personales que exaltan a la gente.
En cierto modo, no me parece bien. Puesto que soy liberal por naturaleza y semasiólogo general por afición, creo en la filosofía de que las palabras no son cosas. El hecho de que lo que se dice puede desatar la ira y, de una manera menos evidente, conducir a la muerte y la destrucción es, para mí, un fenómeno lamentable y aterrador.
Al mismo tiempo, hay algo de fascinante en el hecho de que el ser humano crea en algo con tanta efervescencia. No pretendo analizar la época de la que procedo. Sólo diré que imperaba la indiferencia respecto a muchas cuestiones, entre ellas la propia vida.
Por lo tanto, pese a que en 1896 la actitud de la gente era un tanto pretenciosa y, en algunos casos, violenta, al menos se regían por sus principios. Se prestaba atención y se daba importancia a las cosas. La preocupación era una actitud, no una palabra que hubiera perdido su significado.
Lo que quiero decir es que el otro extremo es alentador porque equilibra la balanza. En algún punto intermedio entre la férrea rigidez de pensamiento y la apatía total se encuentra la motivación que puede salvar el alma de los hombres.
Le estaba dando vueltas a todo eso cuando me fijé en un hombre que se acercaba a mí. Las piernas se me pusieron rígidas bajo la mesa; era Robinson.
Me quedé mirándolo sin saber muy bien qué pensar. Me costaba creer que fuera a atacarme en una sala abarrotada. Con todo, no las tenía todas conmigo y sentí que los músculos del estómago se me agarrotaban. Decidí posar la cuchara de la sopa y esperé en guardia a ver qué intenciones traía.
Para empezar, no me pidió permiso para sentarse a mi mesa sino que, sin más, retiró una silla y se sentó frente a mí, sin que su expresión me revelara qué pretendía hacer después.
—¿Sí? —dije, preparado para hablar o, si fuera necesario, arrojarle la sopa a la cara si se sacaba una pistola del bolsillo; reconozco que tenía una visión muy cerrada de cómo la gente resolvía los problemas en 1896.
—He venido para hablar con usted —comenzó—. De hombre a hombre.
Espero que no se me notara mucho en la cara el alivio que sentí cuando vi que no corría peligro de que me disparara.
—De acuerdo —dije, sereno y templado, o eso creía. Demasiado tranquilo, decidí.
—¿Cómo? —preguntó.
—De acuerdo —repetí, echando por tierra mi intento de apaciguarlo nada más abrir la boca.
Me miró fijamente; no como lo hacía Elise, claro. Era una mirada de fría sospecha en lugar de franca curiosidad.
—Quiero saber quién es usted exactamente —dijo—. Quiero que me confiese de una vez qué anda buscando.
—Me llamo Richard Collier —contesté—. Y no ando buscando nada. Da la casualidad de que soy…
Me interrumpí cuando Robinson empezó a resoplar desdeñoso.
—No intente dármela con queso, señor —bufó—. Su comportamiento puede resultar interesante para algunas mujeres pero a mí no me engaña. Usted quiere ganar.
—¿Ganar? —le miré extrañado.
—Dinero —gruñó.
Aquello me cogió desprevenido. Tuve que reírme. Si hubiéramos estado un poco más cerca le habría salpicado de saliva.
—No lo dice en serio —dije, incapaz de reaccionar de otra manera, aunque sabía, por supuesto, que no bromeaba.
Se le volvió a petrificar la cara y dejé de reírme.
—Se lo aviso, Collier —dijo con voz retumbante (juro que aquella voz te hacía vibrar)—. La ley está ahí y no dudaré en recurrir a ella.
Aquello sí que me molestó. Empezaba a enfurecerme.
—Robinson…
—Señor Robinson —me corrigió.
—Sí. Cómo no —dije—. Señor Robinson. No sabe de qué demonios está hablando.
Se crispó como si le hubiera dado un puñetazo en plena cara. Volví a ponerme nervioso. En aquel momento no tuve duda de que quería golpearme y de que si perdiera el control se me echaría encima.
No es que me preocupara demasiado. Nunca he sido ningún gallo de pelea; en ese aspecto no tengo muchas anécdotas que contar. Sin embargo, estaba preparado para «enseñarle» (como él mismo decía) allí mismo; confieso que sentía un impulso casi irreprimible de despachurrarle la nariz. Me incliné un poco hacia él y dije:
—Preferiría no llegar a las manos, Robinson, pero no piense, ni por asomo, que saldría corriendo. Ahora mismo, para su información, me estoy conteniendo para no partirle la cara. No me gusta. Es usted un matón y yo detesto a los matones; no me gustan ni un pelo. ¿He hablado claro?
Nos arrimamos como nunca antes habíamos hecho, a punto de estallar. Nos miramos como leones en un campo donde se libraría una batalla inminente. Entonces Robinson esbozó una leve sonrisa; nunca me habían sonreído con tanto desdén.
—Tienes mucho valor en una sala llena de gente —dijo.
—Podemos salir fuera —propuse. ¡Dios, me moría de ganas de darle una paliza! Nunca había conocido a nadie que me hiciera sentir tanta hostilidad.
El camarero alivió un poco la situación cuando se acercó a la mesa para preguntar si Robinson iba a cenar conmigo.
—No —respondí—. No va a cenar. —Estoy seguro de que fui más frío de lo necesario. El camarero debió de pensar que me había enfadado con él. Aun así, dadas las circunstancias, no supe responderle de otra manera.
Cuando el camarero se fue, Robinson me dijo:
—Nunca se aprovechará de la señorita McKenna, eso se lo puedo asegurar.
—Tiene toda la razón —respondí—. Jamás me aprovecharé de ella. Todo lo contrario que usted.
Se volvió a quedar petrificado. De nuevo se le achicaron sus ojos de acero.
—A ver si nos entendemos —dijo—. ¿Cuánto quiere?
Me dejó atónito. Tenía que reírme otra vez, me daba igual cuánto le molestara.
—No quiere entenderlo, ¿verdad? —dije, sin acabar de creer lo que me acababa de preguntar.
Volvió a sorprenderme. En lugar de sentirse ofendido, me sonrió glacialmente.
—Qué mala interpretación, Collier —dijo—. Por lo menos, ahora sé que no es usted un actor sin trabajo que anda buscando fortuna.
Suspiré al no poder creer lo que oía.
—Ya estamos otra vez —dije. «Buscando fortuna». Sacudí la cabeza—. No lo ve. Es incapaz de distinguir lo que está bien aunque lo tenga delante de las narices.
Otra sonrisa cubierta de escarcha.
—Lo que veo delante de mis narices es un gusano —dijo.
—Y un tordo, no me diga más —añadí, recordando lo que Elise me había contado. Suspiré—. ¿Por qué no se esfuma?
—He conocido cientos de tipejos como usted —dijo—. Y siempre los he despachado como se merecían.
—Hmm, hmm… —Asentí con la cabeza, aburrido.
Entonces me volví a acordar otra vez y se me pasó el mal genio al instante. Era injusto, en cierto modo; un debilitante efecto de la precognición. Porque, al recordar cómo iba a morir aquel hombrecillo, sentí una lástima repentina por él. Se hundiría en las gélidas aguas del Atlántico sin haber conocido nunca el amor de la mujer que tan indudablemente adoraba. ¿Cómo odiar a un personaje tan infeliz?
Sin esperarlo (hasta ese momento no le hubiera creído lo bastante sensible), vio que me había cambiado la cara, lo cual le desconcertó. Podía defenderse de alguien que le plantase cara, pero no de alguien que se apenara de repente. Creo que, en cierto modo, se asustó, porque cuando volvió a hablar su voz ya no sonaba tan firme.
—Haré que Elise corte por lo sano antes de que sea tarde, señor. Ya lo verá.
—Lo siento, señor Robinson —dije.
Fue como si no hubiera abierto la boca.
—Si eso no funciona, —añadió para no dejarme hablar— le aseguro que soy más que capaz de mandarle al otro barrio.
No le estaba prestando atención. Me llevó medio minuto enterarme de que me estaba amenazando con matarme.
—Como vea —contesté.
De repente, frunciendo el ceño, echó su silla hacia atrás, cayéndose casi. Se levantó, giró sobre los talones y salió con paso acelerado. Me pregunto qué sentiría en aquel momento. A pesar de que me deseaba lo peor, seguí sintiéndolo por él; otra mala costumbre de escritor que anula algo tan básico como el instinto de supervivencia. No obstante, no había manera de evitarlo. Amaba a Elise tanto como yo, además desde mucho antes.
¿Cómo no iba a entenderlo?
Apenas eran las siete y media cuando le di la tarjeta al portero del salón de baile para que me condujera a mi asiento de primera fila. Como apenas había gente tuve oportunidad de escribir un poco sin que nadie se diera cuenta. Ahora, por fin, puedo echar una mirada alrededor.
El salón de baile no es ni de lejos tan espectacular como lo recuerdo. Es bastante oscuro y lúgubre, el techo está muy elevado (asciende a base de empinadas secciones rectas soportadas por vigas transversales). Las ventanas son altas y estrechas, las paredes están paneladas con madera oscura, el suelo está hecho de tablas y no tiene adornos. Hasta la silla en la que estoy sentado es una de esas plegables de madera. No es demasiado suntuoso que digamos.
Además, el escenario, aunque es grande (unos doce metros de ancho) no tiene un aspecto muy elegante. El proscenio es curvo y carece de escalones para subirse a él. No sé qué profundidad tendrá el escenario porque el telón está echado. Detrás se oye un murmullo como de colmena: voces, pasos, raspaduras, golpes secos. Ojalá pudiera entrar allí y desearle suerte pero sé que es mejor que no me vea. La noche de estreno ya es bastante dura de por sí. Espero que se encuentre bien.
Ahora estoy mirando el programa. En la portada aparece el título de la obra y una fotografía de Elise. ¿Una fotografía? La fotografía. Qué extraño se me hace verla y darme cuenta de todo lo que me impactó.
En la parte inferior de la cubierta está impreso lo siguiente: «Hotel del Coronado —E. S. Babcock, Gerente— Playa de Coronado, California». Le doy la vuelta al programa y veo un anuncio que ensalza «la cantidad y la diversidad de los atractivos» del hotel. De todos, el más grande y con mucho es, para este humilde escribiente, una menuda y esbelta actriz llamada Elise.
Abro el programa y leo en la página de la izquierda: «El Sr. William Fawcett Robinson presenta a / La Srta. Elise McKenna / en una Producción Original de una Nueva Comedia, en Cuatro Actos, Titulada / El Pequeño Ministro / de J. M. Barrie / basada en su novela homónima». Debajo vienen dos fragmentos del pentagrama de una melodía compuesta por William Furst, titulada La Música de Lady Babbie (tempo di valse). Intento hacerla sonar en mi cabeza echando mano de lo poco que recuerdo de las lecciones de piano de mi juventud.
Debajo de las notas vienen los nombres de los personajes, como Gavin Dishart, Lord Rintoul o el Capitán Halliwell. El cuarto nombre es Lady Babbie, hija de Lord Rintoul y, al otro lado de la línea de puntos, Elise McKenna. Me estremezco (creo que es la palabra más acertada) solo con pensar que voy a verla actuar.
Era un momento único: ser testigo de la interpretación de una inmortal de los escenarios americanos. Incluso si todavía no había alcanzado la cumbre de su carrera, verla sobre las tablas era algo maravilloso. El que aquella mujer me escribiera una tierna nota que acababa diciendo «Te quiero» me llena tanto de alegría que me entran ganas de gritar. Mis sentimientos son los mismos que los de ella: por un lado, me gustaría abordar a todas las personas con que me cruzo y contárselo todo; por otro lado, quiero guardarlo todo para mí y protegerlo bajo llave.
Sólo tenía que cerrar los ojos y dejarme inundar de dicha. ¿Se puede ser tan feliz? Supongo que sí, puesto que yo lo soy. Ni siquiera las amenazas de Robinson me afectan en absoluto.
Miro a todos los rincones del salón de baile mientras se va llenando de gente. Allí, veo una mujer mirando, con unos gemelos de teatro, la estrecha y, en apariencia, todavía sin estrenar galería que queda sobre la parte más alta del escenario. Más allá, veo (sin poder evitar sonreír) cómo un hombre da un trago furtivo a su petaca. Vuelve a metérsela con disimulo en el bolsillo y se mesa nervioso la barba. Creo que voy a dejar ya de escribir.
El espectáculo está a punto de comenzar. Las luces se van apagando; la orquesta deja de tocar. Siento como si el corazón me pendiera de un hilo, latiendo como un tímpano que tocaran muy despacio. Ya apenas puedo ver para escribir bien.
¡Atención! Se abre el telón. La orquesta empieza a tocar de nuevo; según el programa, la melodía se titula Luna Llena de Abril. Aparte de escribir más deprisa, voy a abreviarlo todo para poder anotar mis impresiones mientras veo la obra.
Un bosque pintado. Iluminado por la luna. Ahí está el fuego de pega del que hablaba Robinson; no resulta muy creíble. Hay dos hombres sentados al lado, dormidos. Un tercer hombre monta guardia. Ahora un cuarto hombre baja de un árbol. Están hablando de «el pequeño ministro».
—Ninguna tentación terrenal arrastrará a Gavin… —No oí el resto. ¡Señor, qué voces tan pastosas!
Siguen hablando y hablando. ¿Cuánto faltará para que salga Elise? Me empiezo a acalorar…
Aparece el ministro. Quiere que se marchen. Le responden con quejas sobre los fabricantes. La trama se va enredando. ¡¿Dónde está Elise?!
Murmullo de los condestables fuera del escenario, Lord Rintoul entre ellos, Capitán Halliwell. Vistazo rápido al programa. Lord Rintoul, padre de Babbie. El Capitán Halliwell quiere casarse con ella. De ahí que colabore con Lord Rintoul para atrapar a los cabecillas de las revueltas. Los hombres que hay sobre el escenario planean dar la alarma cuando aparezcan las tropas para que los cabecillas puedan escapar. Me enteré de todo, a pesar de que las voces eran tan densas que se podían cortar.
Una mujer canta fuera del escenario. ¿Será ella? ¿Es que también sabe cantar? Qué voz tan melodiosa. Dios, la amo tanto. Tiemblo esperando a que salga.
¡Ha salido! ¡Bailando! Señor, qué hermosa es, qué gracia. Vestida de gitana, nada menos. El pelo suelto, una blusa blanca larga, un chal de flecos sobre el hombro izquierdo que le llega hasta los bajos de la falda oscura. Lleva un gran pañuelo de flecos a modo de delantal, un collar de cuentas negras. ¿Cómo decían los libros? ¿Etérea? ¿Radiante? Oh, sí.
¡Está descalza! (No utilizo signos de exclamación, restan espontaneidad) ¿Cómo es posible que sus pies me exciten tanto? He visto infinidad de mujeres en la playa, casi en cueros. Y nada. Pero esos pies desnudos… sus pies. Es increíble. La estoy mirando, extático. He perdido el hilo de la obra.
Ha salido bailando del escenario después de tirarle un beso al ministro. ¿Eso es todo? No, por supuesto que no, Elise es la protagonista. Pero qué decepción, el escenario se queda vacío sin ella.
Ahora se ha quedado vacío de verdad, todo el mundo ha desaparecido. Aparece un hombre y empieza a trepar a un árbol. ¡Allí! Ha vuelto.
Hablan. Tiene una voz maravillosa: un instrumento exquisito. ¿Qué dicen? Ah. Él sabe quién es ella; la vio en el castillo de Rintoul cuando… ¿contagiaba lunares? Me parece que eso no lo oí muy bien.
Ella le pide que no diga nada (ha venido a avisarlos de que se acercan los soldados), oyó hablar a su padre con Halliwell; ha decidido ser más lista que ellos. Pero los soldados bloquean el camino. La única forma de avisar a los cabecillas es con el cuerno que lleva el hombre; debe soplarlo tres veces. El hombre tiene miedo. Los soldados lo atraparán si lo sopla.
El hombre desaparece. Elise —Babbie— intenta soplar el cuerno. Encantadora. No puede. Sus mofletes resoplan en vano. Deliciosa. ¿Cómo puede ser la misma mujer que me miraba con tanta gravedad? Ahí arriba es toda vida y alegría.
Ahí sale el ministro. La regaña, cree que es una gitana. Babbie le dice… (Por Dios Santo, ¿qué le está diciendo? Ahora a ella también se le ha espesado la voz). También podían poner subtítulos. Aunque tampoco es que preste demasiada atención a los diálogos cuando Elise está en escena. Me he quedado embelesado viéndola y oyéndola; la gracia de sus movimientos; la melodía de su voz.
Venga, presta atención. Dicen algo sobre… ¿me lo he perdido? ¡Ah! Babbie le pide que sople el cuerno tres veces para que su padre pueda encontrarla.
¡Y va y sopla! Qué gracia. El ministro advierte que la gente se revuelve en la plaza (fuera del escenario). Está confundido. Babbie le comunica que ha sonado la alarma.
—¿Después de que yo lo prohibiera? —dice.
Se queda pasmado. Babbie acaba de decirle que él mismo la ha hecho sonar. Se pone furioso, tira el cuerno y empieza a perseguir a Babbie.
Entran Lord Rintoul y el Capitán Halliwell. El actor que interpreta a Rintoul es el de la sala de desayunos. Jepson, si mal no recuerdo. «Miran» fuera del escenario y dicen que ven al ministro exhortando a la muchedumbre a que corra a por sus armas. Una gitana grita entre la multitud que hay que luchar. Halliwell le promete a Rintoul que esa mujer estará entre rejas antes del amanecer. Lo dudo.
Vuelve Gavin. Rintoul le da las gracias. Entra un soldado. Los cabecillas han escapado. Rintoul y Halliwell desaparecen airados. El ministro se queda solo.
Ha vuelto, mi adorada Elise. Me seguiré perdiendo la trama si la sigo mirando. Está tan entregada. Ahora mismo no es Elise, es Babbie… en cuerpo y alma. Ese debe de ser su secreto, la completa identificación con su personaje.
¿Por dónde iba? Olvidé mencionar que lleva un gorrito y va envuelta en una capa. La persiguen. ¡Socorro! Pide ayuda al ministro. ¡Dejadme en paz!, grita. Aparecen dos soldados.
Qué gracioso. Babbie le coge del brazo y, con un acento perfecto, le dice «Preséntame, mi alma». El ministro, Dishart, la miran boquiabiertos. Babbie le dice al sargento que, en una noche como esa, una mujer no pinta nada si no es «al lado de su marido». El ministro se queda sin palabras. Ahora se separa de ella.
—Sargento, debo informarle…
—Sí, sí, mi amor —interrumpe Babbie apresurada.
—De la gitana vestida de gitana.
El ministro se queda confundido cuando Babbie señala fuera del escenario.
—Vino a robar aquí y después salió corriendo por allí —le dice al sargento.
Dishart lo intenta de nuevo.
—Sargento, debo…
—Cariño, déjanos irnos a casa —interrumpe Babbie.
—¡Cariño! —grita el ministro. Babbie sonríe. Cómo adoro esa sonrisa.
—Sí, mi vida —dice Babbie.
Los soldados se han ido.
—Has dicho que eras mi esposa —dice Dishart.
—No lo desmentiste —dice Babbie.
—No, no lo hice —murmura él.
Babbie dice que cargará con las culpas si los soldados descubren la «deplorable conducta» de Dishart. Este se opone. No quiere que la arresten. Ya no puede más. ¿No es maravilloso? No es que yo esté enamorado de Elise, es que todo el público lo está. Por todo el salón se oyen comentarios de afecto hacia Elise. Nadie se resiste a su encanto. Va más allá del proscenio. Es magnética.
Elise le da una de las flores que lleva en el talle… mientras va saliendo. No te vayas, Elise.
Gavin mira la flor. Entra un hombre corriendo y se la quita, la tira al suelo.
—¡Recógela si te atreves! —grita.
Dishart la recoge y se la coloca en la solapa mientras abandona el escenario. Cae el telón. Fin del primer acto.
Descanso. Estoy pensando en lo bien que ha actuado. Pone mucho de sí misma. Esa franqueza. Honestidad. Sencillez de estilo. Nada de florituras. Temía que fuera como algunos de los otros actores de la obra: extravagantes, sobreactuados. Nada de eso. Sin trucos. No va de diva. Su sentido de lo divertido es una maravilla. Es encantadora y deliciosa porque te atrapa y te seduce. Rebosa una alegría sincera y picara. Su coquetería surge a borbotones y fogonazos, cuando menos te lo esperas. Siempre transmite esa confianza en sus armas de mujer, una fuerte (aunque tolerante) conciencia de la vulnerabilidad del ministro; ¿será por eso que a las mujeres del público les gusta tanto? Hasta el menor de sus gestos lo hace con una intensa delicadeza. Y, de vez en cuando, se da alguna pista de que están sucediendo más cosas de las que se ven, lo que da más profundidad a la obra. Posee todos los requisitos de una actriz trágica, no me cabe la menor duda. Sin embargo, van saliendo con naturalidad. Yo no tengo nada que ver.
¿Qué más puedo decir? Que por mucha intensidad que le dé a su papel, siempre te quedas con la sensación de que esconde algo más, mucho más. Y así es. En uno de los libros que leí se decía… no, debo dejar de pensar en todo eso.
Bueno, sólo esta vez, pero porque viene muy al caso. En aquel libro se hablaba del campo energético que desprenden los actores y las actrices; una extensión de la llamada aura. Dicho campo, decía el libro, en las condiciones adecuadas (una buena conexión entre actor y espectador), se puede expandir tanto como para atrapar a todo el público; esto es algo que los videntes han comprobado. Después de haber visto actuar a Elise, me lo creo.
Nos ha obnubilado a todos.
Y ahora…
Dejé de escribir cuando una voz me llamó y, al girarme, vi al hombre que me había cogido la entrada sosteniendo un papel doblado.
—Esto es para usted, señor —dijo.
Le di las gracias, cogí la hojita y se marchó. Me guardé la pluma y las cuartillas en el bolsillo interior de la chaqueta, desplegué el papelito y lo leí: «Collier, debo hablar con usted inmediatamente sobre la salud de la señorita McKenna. Se trata de un asunto de vida o muerte, de modo que no me falle. Le espero en el vestíbulo. W. F. Robinson».
Me quedé pasmado. ¿Un asunto de vida o muerte? Aterrorizado, me levanté, salí corriendo por la puerta y atravesé el pasillo. ¿Qué podría haberle pasado a Elise? Acababa de verla actuando y había estado radiante. Así y todo, si había algo que le preocupara a Robinson, era el bienestar de Elise.
Salí al vestíbulo y miré en todas direcciones. Ni rastro de Robinson. Me mezclé con la muchedumbre, buscándolo; quizá me esperaba en algún rincón. Miré a todas partes. Que Dios me perdone por mi ingenuidad; ni siquiera lo pillé cuando dos hombres corpulentos me salieron al paso.
—¿Collier? —preguntó uno de ellos; era un tipo ya entrado en años, de dientes amarillentos y retorcidos y bigote tupido y lánguido.
—¿Sí? —respondí.
Me agarró del brazo derecho con tanta fuerza que me hizo boquear.
—Vamos a dar un paseo —me ordenó.
—¿Cómo? —farfullé, mirándolo. ¿Cuán crédulo puedo llegar a ser? Ni siquiera entonces entendí nada.
—Vamos a dar un paseíto —repitió, levantando el labio superior para esbozar una sonrisa inerte. Me condujo hasta la entrada principal; el otro me agarraba del brazo izquierdo con igual fuerza.
Primero me sorprendí porque Robinson me había tendido una trampa y luego me enfadé conmigo mismo por haber sido tan inocente. Intenté liberarme pero me tenían atenazado.
—Yo no me resistiría —murmuró el más viejo—. Te arrepentirás.
—Tenlo por seguro —añadió el otro. Lo miré. Era de mi edad más o menos, estaba recién afeitado, tenía las mejillas coloradas y agrietadas. Al igual que su compañero, era fornido y el traje le quedaba muy ceñido. Me miraba con sus ojos azul deslavado.
—Será mejor que te tranquilices —sugirió.
Volví a sentirme confundido porque primero no podía creérmelo pero después me hizo gracia. Era demasiado ridículo.
—Suéltenme —dije. Casi me entraron ganas de reírme.
—Dentro de poco no te hará tanta gracia —dijo el más viejo. Lo que dijo me quitó las ganas de reírme. Lo miré, percibiendo el olor a whisky de su aliento.
Ya casi habíamos llegado a la puerta principal. En cuanto saliéramos estaría perdido.
—Suéltenme o gritaré para pedir auxilio —les avisé—. Ahora.
Me quedé sin aire cuando el más joven se apretó contra mí, con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta; entonces noté algo duro en el costado.
—Inténtalo y eres historia, Collier —dijo.
Me fijé en su rostro inexpresivo mientras nos aproximábamos a la puerta. Esto no puede estar ocurriendo, pensaba. Era la única manera de defenderme que me quedaba. Aquellos pésimos actores tenían que ser mentira. ¿Secuestrado por un par de matones mantecosos? Demasiado absurdo para ser verdad.
El caso es que debía creérmelo porque estaba ocurriendo: la puerta se abrió y aquellos dos tipos me sacaron al porche. Entonces reaccioné. ¿Había retrocedido setenta y cinco años en el tiempo para conocer a Elise e iba a permitir que todo acabara así?
—No —dije, y me revolví para soltarme. Conseguí liberar el brazo izquierdo—. No vais a…
Solté un grito ahogado cuando el más viejo se giró de inmediato y me hundió su puño de hierro en el estómago. Me lancé contra él, doblado, con punzadas de dolor atravesándome el pecho y el estómago y los ojos desbordados de oscuridad. Noté que me levantaron casi en vilo para bajar la escalera. Guardo un vago recuerdo de la gente que pasaba y a la que intentaba pedir ayuda sin conseguirlo porque me habían dejado sin aliento. No podía articular palabra.
Después andamos, serpenteando por el camino de la entrada que baja hasta la playa mientras el viento fresco que me daba en la cara me hizo revivir. Empecé a boquear.
—… estado muy mal, Collier. —Empezaba a recuperar el sentido del oído.
—Suéltenme —dije. Por un momento pensé que había empezado a llover. Después me di cuenta de que estaba llorando de dolor—. Suéltenme.
—No tan rápido —replicó el más viejo.
Íbamos por el camino de tablas hacia los baños. Intenté tranquilizarme y pensar. Debía haber alguna forma de escapar. Tragué, tosí.
—Si se trata de dinero, —propuse—, les pagaré más de lo que les ha dado Robinson.
—No conocemos a ningún Robinson —contestó el más joven, oprimiéndome el brazo.
Durante un rato le creí, pero más tarde me acordé de la nota que me había metido en todo esto.
—Sí, le conocen —insistí—. Y les digo que les pagaré más si…
—Vamos a dar un paseo, joven caballero —interrumpió el más viejo.
Miré por encima del hombro al hotel y me entró el pánico.
—Por favor —rogué—. No me hagan esto.
—Se lo estamos haciendo —dijo el más viejo en un tono que me hizo temblar. Entonces me di cuenta de lo distinto que era de mí. Por muy enemigos que fuéramos, había ciertos aspectos de Robinson con los que me identificaba. Este hombre (y su compañero) era un perfecto desconocido para mí, un tipejo de 1896 con quien yo no tenía absolutamente nada en común. Me resultaba tan extraño que bien podría haber llegado de Marte. Por lo que sabía, era capaz de matarme. Aquello era espantoso. Respiré hondo y le pregunté a dónde pensaban llevarme.
—Lo sabrá a su debido tiempo —contestó—. Ahora cállese si no quiere que le golpeemos otra vez.
Tuve un escalofrío. ¿Sería posible que Robinson les hubiera ordenado asesinarme? Era horrible pero no increíble. ¿Qué mejor manera de deshacerse de mí? ¿Lo habría juzgado mal, creyéndole no más que un matón de tres al cuarto cuando en realidad no permitiría que nada se interpusiera entre Elise y él?
Quise decir algo pero me callé cuando me volvieron a clavar los dedos. Descarté la idea de resistirme; eso me quedó espantosamente claro. Si quería escapar de esa situación tendría que emplear la maña y no la fuerza.
Cuando pasábamos junto a la casa de baños giré de golpe la cabeza; se abrió la puerta y salió una pareja de jóvenes. En el interior, se veía una galería y, más allá, dos gigantescas piscinas de hormigón, en una de las cuales se hundía un enorme tobogán de madera. En la piscina de agua caliente (se veía el vapor que emanaba) había dos niños subidos a un tonel con forma de caballo; sus risas resonaban por todo el edificio. Había un anciano observándolos desde el borde de la piscina. Tenía la barba blanca y llevaba un traje de baño de dos piezas; la parte superior era de cuello alto y tenía mangas hasta los codos, mientras que la parte inferior le cubría hasta los tobillos.
Entonces la puerta se empezó a cerrar y la pareja empezó a caminar hacia nosotros. Yo miraba al muchacho, preguntándome si podría ayudarme. Al parecer, el matón que tenía a la derecha me adivinó el pensamiento porque me volvió a estrujar el brazo, haciéndome retorcerme de dolor.
—Ni una palabra —me avisó.
Jadeaba frustrado mientras la pareja nos iba dejando atrás, de camino al hotel.
—Chico listo —dijo el más viejo.
—¿A dónde me llevan? —pregunté.
—A México —dijo el más joven.
—¿Qué?
—Le llevamos allí para cortarlo en pedazos que después tiraremos a un pozo muy hondo.
Me estremecí.
—Muy divertido. —Aunque no estaba muy convencido de que estuviera bromeando.
—¿No me cree? —insistió—. ¿Cree que le mentiría?
Desconsolado, volví a mirar al hotel.
—¿Lo cree? —preguntó, empujándome por el costado.
—Váyase al infierno —mascullé.
Me clavó tanto los dedos que tuve que gritar.
—No me gustan los caballeretes que me hablan de esa manera —dijo—. Me parece que quieres que te vuelva a acariciar la barriga. —Volvió a apretar la tenaza—. ¿No es así, Collier?
—De acuerdo —dije—. Lo que usted diga.
Aflojó un poco el torniquete.
—¿Sabes lo que vamos a hacer con usted? —preguntó, aunque no esperaba una respuesta—. Lo vamos a meter en una barca, le vamos a atar un ancla a los tobillos y lo vamos a arrojar al mar para que se lo coman los tiburones.
—Ya basta, Jack —dijo el más viejo—. Deja de asustarle. Harás que se le encanezca el pelo antes de que le llegue la hora.
—Su hora ya le ha llegado —dijo Jack.
Hasta ese momento no me di cuenta de lo horrible que era aquella situación. Volví a mirar al hotel, incapaz de reprimir un quejido de miedo al comprobar lo lejos que quedaba ya.
—Está gimiendo, Al —dijo el más joven—. ¿Crees que estará enfermito?
No le presté atención, tragué saliva desesperado. ¿Entonces este era el final? ¿El largo viaje que había hecho para conocer a Elise iba a terminar con un brutal asesinato en una playa? ¿Cómo podía haber subestimado a Robinson tan a la ligera? Lo último que me dijo fue que era capaz de «mandarme al otro barrio». Podía hacerlo —lo estaba haciendo— y yo perdería a Elise para siempre, después de haber pasado un tiempo demasiado escaso con ella. Los libros seguirían diciendo lo mismo, su vida sería igual que lo que había leído. El «escándalo de Coronado» ya era historia. Ya nunca nos volveríamos a ver hasta aquella noche de 1953, cuando, sentada en la fiesta de Columbia, Missouri, Elise reconocería mi rostro en un chico de diecinueve años para, pocas horas después, morir. Esto era todo lo que mi periplo había dado de sí: un infinito círculo de desgracias, un incesante ir y venir para, al final, morir asesinado y más tarde nacer y vivir hasta el día en que retroceda en el tiempo para que me vuelvan a matar.
Miré al más viejo.
—Por favor —supliqué—. No me hagan esto. No lo entienden. Vengo del año 1971 para estar con la señorita McKenna. Nos queremos y…
—¿No te parte el corazón? —dijo Jack fingiendo compasión.
—Es la verdad —dije, ignorándolo—. Lo hice de verdad. He viajado en el tiempo para…
—¡Buah! ¡Buah! —se rió Jack.
—¡Maldito sea! —grité.
—¡No, maldito sea usted! —replicó. Se me heló la sangre cuando vi que hundía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Soy hombre muerto, pensé.
—Aquí no. —El más viejo me soltó para agarrar al otro—. ¿Te has vuelto loco? ¿Tan cerca del hotel?
—¡No me importa! —respondió Jack—. Quiero llenarle los sesos de plomo.
—Guárdate esa pistola en el bolsillo, Jack, o si no, Sabe Dios que te la haré tragar —dijo el más viejo, en un tono que me hizo comprender que tenía la cabeza más fría, si bien también resultaba más amenazador.
Jack lo miró, inmóvil. El más viejo le dio unas palmadas en el hombro.
—Venga, chico —dijo—. Piensa un poco. ¿Quieres que la bofia se nos eche encima?
—Ningún caballerete me insulta y se queda tan ancho —murmuró Jack.
—Está alterado, Jack. No puedes culparlo.
—Dentro de poco también estará muerto, por estas —respondió Jack.
—Así será —dijo Al—. Ahora sigamos. —Me quedé más helado cuando oí eso que por lo que dijo Jack, porque sabía que hablaban de lo que tenía que ocurrir, que no eran sólo fanfarronadas. Si quería matarme lo haría, sin más.
Seguimos caminando y miré confundido a Al cuando empezó a reírse entre dientes.
¿Qué fue lo que dijo? —preguntó—. Nunca antes había oído a ningún hombre rogar por su vida de esa manera. —Entonces me di cuenta de que llevaba muchos años cargándose a gente y me puse a tiritar.
No pensaba responderle pero después decidí que callándome no ganaba nada.
—Les digo la verdad —dije—. Llegué a este hotel hace setenta y cinco años… en 1971. Me propuse…
—¿Cuándo nació? —me interrumpió.
—En mil novecientos treinta y seis.
Soltó una carcajada que apestaba a whisky.
—Muy bien, —dijo—, entonces, si todavía no ha nacido, ¿cómo puede estar caminando a nuestro lado?
—Está chalado, deshagámonos de él —sentenció Jack.
Cuando me di cuenta de lo complicado que resultaría explicarles el enigma de lo que había hecho me desmoralicé. Pese a todo, no me quedaba otra opción.
—Escúchenme —dije—. Llegué a este hotel el 14 de noviembre de 1971. Vi una fotografía de la señorita McKenna y me enamoré de ella.
—Pobre —dijo Jack.
Apreté los dientes y continué.
—Estudié las teorías sobre el tiempo y me decidí a viajar a 1896. Lo conseguí —añadí enseguida al ver que Al sonreía—. Juro que lo conseguí. Nací el 20 de febrero de 1936. Fui…
Me interrumpí cuando Al me dio una palmada demasiado fuerte en el hombro.
—Es usted un buen tipo, Collier, pero le falta un tornillo. —Entonces acepté lo inútil que sería intentar hacerles comprender. La única posibilidad que me quedaba era que, al haberme alejado tanto del hotel, podría romperse el vínculo que me unía a 1896 y así escapar de ellos; aunque era poco probable.
Cuando el paseo de tablas llegó a su fin nos adentramos en la arena en dirección sur. Volví a mirar al hotel. Me dio la sensación de que quedaba a varios kilómetros de distancia. Entonces, de repente, lo vi claro. No acabarían conmigo tan fácilmente.
—No es necesario que me sigan agarrando —dije—. No voy a escaparme. —Intenté disfrazar mi voz con la amargura del que se sabe derrotado.
—Cierto, no puede escaparse —corroboró Al. Me soltó el brazo. Al principio Jack no quería dejarme. Esperé impaciente. Al cabo de un minuto más o menos él también me soltó.
En cuanto me vi libre eché a correr tan rápido como pude, esperando a que a los pocos segundos sonara el disparo de la pistola de Jack y a sentir el taladrador impacto de la bala en la espalda.
—¡No, Jack! —oí gritar a Al y supe que mi miedo tenía justificación. Corrí en zigzag, levantando las piernas todo lo que podía, pues sabía que sólo tendría una oportunidad si me alejaba lo suficiente de ellos; parecía razonable, ya que ambos eran mucho más corpulentos que yo.
Miré adelante todo el tiempo porque me daba miedo mirar atrás. Delante de mí no se veía ningún sitio en el que refugiarme: ni casas, ni ninguna señal de que hubiera nadie. Empecé a describir un amplio semicírculo hacia la izquierda para que mi última carrera fuese hacia el hotel. Me pareció oírlos correr justo detrás de mí pero no estaba seguro. Todavía no disparaban. Aún quedaba esperanza.
De pronto me quedé sin aire. Algo me había enganchado de las piernas desde atrás haciéndome caer y tragar arena. Me di la vuelta y vi a Jack inclinado sobre mí. Me maldijo y levantó el brazo para darme un puñetazo pero yo fui más rápido y me protegí con el brazo izquierdo. Jadeé de dolor cuando su puño me golpeó el brazo; era como de piedra. En cuanto me diera un par de golpes más me dejaría inconsciente y ensangrentado.
Entonces llegó el más viejo y antes de que Jack me diera otro puñetazo Al lo derribó y lo apartó de mí. Apenas me dio tiempo a respirar porque Al se inclinó sobre mí y me agarró de la chaqueta. Cuando me quise dar cuenta, Al ya me había levantado y pude ver cómo preparaba el brazo para estamparme el puño. Intenté desviar el golpe pero tenía tanta fuerza que me apartó el brazo a su paso y me alcanzó en la mejilla con la palma, haciendo que me ardiera la cara entre el ojo y la mandíbula.
—Ya basta —dijo. Me sacudió como haría un adulto con un niño, con una fuerza increíble—. Otra jugada como esa y es hombre muerto.
Me tiró al suelo y después tuvo que pararle los pies a Jack, agarrándolo sin ningún problema.
—¡Déjamelo a mí! —exigía Jack rabioso—. ¡Déjamelo a mí, Al!
Me puso en pie, y aunque medio ciego, pude ver cómo el más viejo mantenía a raya a su compañero y lo apaciguaba.
—Calma, muchacho —decía—. Tranquilízate.
No iban a matarme en aquel momento. Al principio me sentí aliviado pero después me hundí. De haberlo sabido podría haber esperado una mejor oportunidad para escapar de ellos. Después de esto ya no volverían a ponérmelo tan fácil.
Jack no dejó de hostigarme hasta que el más viejo se enfureció y le recordó que él estaba al mando y que mejor que no se le olvidara. Al poco, ya me tenían otra vez apresado por los brazos, arrastrándome por toda la playa. Ahora Jack me presionaba con los dedos sin piedad pero no abrí la boca. Apreté los dientes y le pregunté a Al qué pensaban hacer conmigo.
—Matarle —se adelantó Jack—. Le desangraremos como a una momia.
—No, Jack —dijo Al, casi hastiado—. Yo no soy de los que van por ahí matando y lo sabes.
—¿Entonces qué van a hacerme? —pregunté.
—Le impediremos que regrese al hotel —me informó Al—. Hasta que se vaya el tren.
—¿Es eso lo que les ordenó Robinson?
—Creo que ese era el apellido del caballero —asintió Al—. Puede darle las gracias por seguir vivo. Insistió mucho en que no le hiciéramos daño, que nos limitáramos a mantenerle lejos del hotel durante unas cuantas horas. —Chasqueó la lengua con pesar—. Y no le hubiéramos hecho ningún daño si no se hubiera resistido. Supongo que son cosas de la juventud. Mi Paul también era así.
Cuando se calló me pregunté por qué Robinson había ordenado que no me mataran cuando no parecía desear otra cosa que mi deceso inmediato. ¿Lo habría juzgado mal de nuevo? Descarté la idea. ¿Qué más daba? Perder a Elise era lo mismo que perder mi vida. Cierto, había leído que se quedaba en el hotel pero, ¿cómo podía apoyarme sólo en eso? ¿Tenía algún sentido que Elise se quedara sola cuando se fuera el resto de la compañía? ¿Tenía algún sentido que su madre y, sobre todo, Robinson la dejaran allí? ¿Por qué iba Robinson a organizar todo esto si luego se iba a ir sin ella?
Además, mi repentina desaparición sólo podía hacer pensar a Elise que había desaparecido igual que había llegado: misteriosa e inexplicablemente. Jamás se le ocurriría que Robinson había ordenado que me secuestraran. Se marcharía con la compañía. Todo lo demás era absurdo. Así me quedaría una opción: ahorrar el dinero suficiente para seguirla hasta Nueva York, lo cual parecía una quimera. ¿Qué trabajo no me exigiría varios meses de ahorro para poder pagar un billete con el que cruzar el país? Meses durante los que Elise podría cambiar de parecer sobre mí. Por no hablar de la eterna sensación (ahora ya estoy casi convencido) de que mi vínculo con 1896 quedaría limitado, durante algún tiempo, al hotel y sus cercanías. Si temía perder contacto con el hotel aun viéndolo, ¿cómo iba a atreverme a alejarme tantos miles de kilómetros de él? ¿Qué iba a hacer? ¿Cartearme con Elise? Suponiendo que me contestara. Robinson interceptaría todo el correo que le llegara. Nunca le llegarían mis misivas.
Me sobresalté cuando el más viejo dijo:
—Ahí está. —Enfoqué la vista y vi un poco más adelante la silueta baja y negruzca de un cobertizo—. Ese será su hogar durante las próximas horas, Collier —sentenció Al.
—Más bien para siempre —dijo Jack en voz baja. Le miré asustado.
—¿Qué has dicho? —preguntó Al.
Jack no dijo nada y yo tragué con la garganta seca.
—Pretende matarme —dije.
—Nadie va a matarle —me corrigió Al.
Pero Jack tiene la pistola, pensé. ¿Y si su deseo de acabar conmigo era tan fuerte que mataría también a Al para quedarse tranquilo? No la tomes con estos matones, pensé. Otra vez melodramático hasta el ridículo. Otra vez realista hasta el escalofrío.
Llegamos al cobertizo y la puerta chirrió cuando Al la abrió para empujarme dentro. Entré dando tumbos, recuperé el equilibrio y me retorcí por la punzada de dolor que me dio en el ojo izquierdo. El interior estaba oscuro como la boca del lobo. Al principio se me ocurrió buscar a tientas algún objeto del suelo con el que golpearles. Pero me lo pensé mejor al acordarme de la pistola de Jack. Al poco, encendieron una cerilla cuya llama emitió un tembloroso destello que les alumbró la cara: la típica cara que tienen los hombres que han llevado una vida de perros que les ha petrificado el corazón.
Vi cómo Al se sacó una vela del bolsillo, encendió la mecha y la incrustó entre la porquería del suelo hasta que se quedó derecha. La llama era larga y amarilla y me permitía ver un poco mejor; eché un vistazo alrededor. No había ventanas, sólo paredes de madera agrietadas.
—De acuerdo, átalo —ordenó Al a su compañero.
—¿Para qué molestarse? —replicó Jack—. Un balazo en la sesera nos ahorraría el trabajo.
—Jack, haz lo que te digo —dijo Al—. No hagas que pierda la paciencia.
Farfullando, Jack fue a una de las esquinas del cobertizo, se agachó y recogió un rollo de cuerda muy sucio. Cuando vino hacia mí me di cuenta, aterrado, de que ya no podía hacer nada. Si no conseguía escapar ahora, ya nunca más volvería a ver a Elise. Sólo pensarlo me hizo tensar todo el cuerpo de manera que, haciendo acopio de mis últimas y desesperadas fuerzas, cerré el puño y lo lancé con toda la violencia que pude al rostro de Jack. Dio un grito sobrecogedor y se golpeó con torpeza con la pared. Me giré y vi que el más viejo iba a hacer algo. Sabía que no me daba tiempo a derribarle de modo que cogí impulso, me lancé contra la puerta y la destrocé. Me caí, di una vuelta en el suelo y empecé a ponerme de pie.
Entonces sentí cómo la tenaza de la enorme zarpa de Al me agarraba de la chaqueta y volvía a meterme en el cobertizo, tirándome al suelo; grité de dolor cuando se me torció el brazo izquierdo bajo el peso del cuerpo.
—No quiere aprender, Collier, ¿verdad? —dijo furioso.
—Maldito sea, ahora sí que es hombre muerto. —Oí la áspera voz de Jack detrás de mí y, al darme la vuelta, vi que se sostenía en pie, aunque mareado, con la mano hundida siempre en el bolsillo.
—Espera fuera —le ordenó Al.
—Es hombre muerto, Al. —Jack se sacó la pistola del bolsillo y extendió el brazo para dispararme. Lo miré sin poder pensar ni reaccionar; me había quedado paralizado.
En ningún momento vi acercarse a Al. Sólo sé que derribó a Jack de un golpe en la cabeza y que la pistola salió volando. Al la cogió y se la guardó en el bolsillo, después se inclinó sobre Jack, lo cogió del cuello de la chaqueta y del cinturón, lo arrastró hacia la entrada y lo arrojó fuera como si fuera un saco de patatas.
—¡Intenta entrar y serás tú el que acabe con la cabeza como un colador! —gritó.
Volvió adentro, jadeando y se me quedó mirando.
—Es duro de pelar, jovencito —dijo—. Muy duro de pelar.
Tragué saliva, sin quitarle ojo, temeroso de hacer el menor ruido. Empezó a respirar más despacio, después, con un preciso movimiento, agarró el rollo de cuerda y lo desenrolló. Se agachó y me ató todo el cuerpo, el rostro inexpresivo.
—Le sugiero que no intente jugárnosla otra vez —dijo—. Sigue vivo por los pelos. Le aconsejo que no se arriesgue más.
Mientras me ataba permanecí inmóvil, mudo, intentando no hacer muecas de dolor cada vez que tensaba la cuerda. Ya no volvería a intentar escapar. Tampoco seguiría rogando que me soltaran. Afrontaría lo que viniese ahora.
Entonces, sin venir a cuento, se rió entre dientes y me dejó perplejo. Durante unos segundos desesperados pensé: ¡Oh, Dios mío! Todo ha sido una broma, van a soltarme. Pero Al se limitó a decir:
—Tiene agallas, muchacho. Es un tipo duro. Jack es como un oso y casi lo deja seco. —Volvió a reírse—. Jamás olvidaré la cara de imbécil que puso. —Alargó la mano y me frotó el pelo—. Me recuerda a mi Paul. También tenía agallas, le sobraban. Apuesto a que se llevó por delante más de una docena de salvajes antes de que lo derribaran. Malditos apaches.
Vi cómo terminaba de anudar la cuerda. ¿Los apaches mataron a su hijo? No lo entendía; me parecía demasiado extraño. Sólo sabía que seguía vivo gracias a él y que no me dejaría marchar por mucho que le suplicara. Tendría que confiar en poder desatarme yo mismo en cuanto se marchara.
Ató un último nudo de marinero y se puso en pie soltando un gruñido y sin quitarme ojo.
—Muy bien, Collier, —dijo—, aquí nos despedimos. —Se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y hurgó para poder coger algo. Le miré; se me empezaba a acelerar el pulso. Me quedé de piedra cuando vi aquella cosa. Ahora sí que no podría aflojar los nudos ni regresar al hotel antes de que saliera el tren.
Se colocó detrás de mí.
—Puesto que no tengo intención de quedarme aquí cruzado de brazos durante tantas horas, —dijo—, tendré que desearle dulces sueños.
—No lo haga —murmuré. No pude evitarlo. Nunca antes había visto una cachiporra. Era un arma fea y espantosa.
—No queda más remedio, muchacho —dijo—. Ahora no te muevas. Si te quedas quieto, acertaré en el punto exacto. Si te resistes, podría darte en el lugar equivocado y partirte el cráneo.
Cerré los ojos y esperé. Elise, pensaba. Durante un instante me pareció ver su cara, sondeándome con sus penetrantes ojos. Entonces en mi cabeza se produjo un estallido de dolor y me sumí en la negrura.
Recuperar la conciencia fue un auténtico martirio: un dolor palpitante en el cogote, punzadas en los músculos del estómago, rigidez de piernas y brazos, un hormigueo anestésico por todo el cuerpo. Por fin, abrí los ojos e, inmerso en la oscuridad, intenté recordar dónde estaba. Sentía cómo las cuerdas me presionaban las extremidades y el tronco; de modo que todavía seguía en 1896, no podía ser de otro modo. ¿Pero qué hora sería?
Intenté sentarme. En vano; me habían atado con tanta fuerza que me dolió todo el pecho. Seguí mirando al frente, pestañeando. Poco a poco, la oscuridad fue desapareciendo y conseguí distinguir la escasa luz que se colaba por las grietas de la pared. Entonces sin duda era 1896; estaba inmovilizado en el cobertizo. Intenté mover las piernas y no pude evitar gemir de dolor, pues de tan prietas que estaban apenas me llegaba la sangre.
—Venga —me dije para obligarme a pensar o a hacer algo. Si consiguiese ponerme en pie, podría dar saltos hasta la puerta y golpearla hasta que se abriera, después quizá podría pedir auxilio a alguien en la playa. Hice un esfuerzo por levantar la espalda del suelo; entonces me di cuenta de lo frío que estaba. Mi traje debía de estar hecho una piltrafa. Mientras luchaba por sentarme me enfadé conmigo mismo por tener aquel pensamiento tan trivial.
Me dejé caer dando un golpe seco y gritando débilmente por las llamaradas de dolor que me abrasaban la cabeza. ¿Y si Al me había aplastado el cráneo a pesar de que no me moví? Al menos a mí me lo parecía. Tuve que quedarme un buen rato con los ojos apretados hasta que el dolor remitió un poco.
Entonces me fijé en el olor del interior del cobertizo; era una mezcla de madera podrida, humedad y mugre fría. El olor de la tumba, pensé. Se me volvió a hinchar la cabeza. Relájate. Cerré los ojos. ¿Habría salido ya el tren?, me pregunté. Elise podría retrasar un poco su salida por si volvía; cabía la posibilidad. Debía escapar de allí.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor para orientarme. Cuando creí distinguir el contorno de la puerta comencé a luchar contra el renovado bombardeo de dolor para arrastrarme hasta ella. Me vi a mí mismo retorciéndome y serpenteando por el suelo; era ridículo pero no divertido. Como un pez fuera del agua, pensé. En aquellos momentos me sentía así en todos los aspectos.
Tuve que parar porque me resultaba tan difícil respirar que el pecho me dolía cada vez que tomaba aire y se me nublaba la cabeza. Relájate, relájate, pensaba; ahora era más una plegaria que una orden. Intenté controlar la respiración y convencerme a mí mismo de que era una obra de teatro muy larga, de cuatro actos; que les llevaría mucho tiempo preparar el equipo y cargar los vagones; que, incluso después de que todo estuviera listo, Elise podría ordenar no salir aún. Podría ocurrir. Debía confiar en ello. No quedaba…
Cogí aire y me quedé quieto; entonces, durante varios minutos —¿Serían seis, siete, más?— tuve la misma sensación que cuando estaba tumbado sobre la cama de la habitación 527, justo antes de volver atrás en el tiempo: una sensación de viajar a la deriva, hacia el limbo, de no estar en ningún lugar concreto, sino de viaje. Dios, no, pensé; no, por favor. Como un niño aterrado por la oscuridad, me quedé allí, rezando por que desapareciera el monstruo que se escondía en el armario, tiritando en la frontera entre dos tiempos.
Después se pasó, había vuelto al cobertizo y me sentía bien arraigado en 1896. No encuentro una manera mejor de describirlo. Es algo que se siente más en el cuerpo que en la mente; una sensación física de existir. Esperé hasta cerciorarme de que esa seguridad no desaparecía, después continué reptando hacia la puerta. Esta vez seguí, aunque al no poder inflar los pulmones tenía que retener el aire, por lo que se me hinchaba la garganta y me daban arcadas.
Cuando por fin llegué a la puerta, el pecho estaba a punto de partírseme de dolor. Pensé que estaba sufriendo un ataque al corazón; la sensación debía de ser similar. Me quité aquella tonta ocurrencia de la cabeza. Seguro que hice alguna mueca. Sólo me faltaba eso, pensé. Apoyé la cabeza en la puerta para que se me pasara el dolor. Poco a poco fue desapareciendo, junto con los latidos que me presionaban la cabeza. Ahora, pensé. Levanté los hombros todo lo que pude y me dejé caer contra la puerta.
Ni se movió.
—Oh, no —gemí. ¿La habrán cerrado? Me quedé mirando la puerta sin querer creerlo. Podría quedarme atrapado en el cobertizo durante días. Empecé a temblar. Santo cielo, podría morir deshidratado. La sola idea me aterró. Aquello no podía estar ocurriendo. Debía de ser una pesadilla de la que pronto despertaría. Pese a todo, sabía muy bien que no podía estar más despierto.
Pasó un rato hasta que me calmé un poco. Tuve que dejar que se disipara el miedo para poder pensar con claridad. Poco a poco, empecé a darme la vuelta, con los dientes apretados, hasta que conseguí apoyar las suelas de las botas en la puerta. Descansé un par de minutos y entonces doblé las piernas todo lo que pude para poder estampar los pies contra la puerta.
No pude evitar suspirar de alivio cuando, a la tercera arremetida, la puerta se desencajó entre chirridos. Me quedé allí tirado, jadeando, sonriendo a pesar del dolor que me presionaba la cabeza. Brillaba la luna, que me bañó con su pálida luz. Me miré. La cuerda me apretaba los brazos contra el pecho y me inmovilizaba las piernas desde los muslos hasta los tobillos. La verdad es que Al había hecho un buen trabajo.
Entonces, muy despacio, empecé a arrastrarme; me chocó verme a mí mismo como un gusano gigante. Después comprobé que habían trancado la puerta con un pestillo de madera, que fue lo que partí a patadas. Menos mal que no echaron un candado, pensé. Me lo quité de la cabeza. No desperdicies el tiempo con miedos inútiles, me recomendé a mí mismo. Ya tenía bastante de lo que preocuparme. Me volví a mirar. Tenía que intentarlo por la parte de la mano derecha. La estiré y conseguí alcanzar un nudo; era como una pequeña piedra. Lo agarré sin fuerza —ya no me quedaba— y no conseguí nada. Me pregunté por qué me dolía tanto esa mano y entonces recordé que era con la que había golpeado a Jack.
Agarré el nudo sin conseguir nada. Entonces, de repente, me quedé quieto, inmovilizado de rabiosa frustración y angustia.
—¡Auxilio! —grité. Fue un grito forzado y ronco.
—¡Socorro! —Me quedé quieto para ver si oía algún grito en respuesta. Sólo se escuchaba el incesante estruendo de las olas. Volví a gritar una y otra vez, hasta que me dolió la garganta. Era inútil. No había nadie por allí cerca. Debía liberarme yo solo. Me di la vuelta para mirar al hotel pero desde allí no se veía. Elise, no te vayas, pensaba. Espérame, por favor, espérame.
Por un momento tuve la sensación de desvincularme de nuevo, de escurrirme hacia la frágil barrera que separa los tiempos. Me quedé inmóvil hasta que se me pasó; esta vez duró menos. ¿Por qué me pasaba aquello?, me preguntaba. ¿Por el golpe que recibí en la cabeza? ¿Porque estaba lejos del hotel? ¿O porque me sentía angustiado por todo aquel cúmulo de circunstancias?
No me atrevía a darle muchas vueltas, no fuera que todo empezara de nuevo. Me examiné con cautela, pensando en la manera de desatar los nudos. Tuve una idea; empecé a separar las rodillas para tensar la cuerda que me rodeaba las piernas. Junté los pies para hacer más fuerza. No pude esconder una sonrisa cuando noté que había conseguido aflojar la cuerda; ahora ya podía separar las piernas.
Sin hacer caso al tambor en que se había convertido mi cabeza ni a las punzadas que me perforaban el pecho, continué tensando la cuerda hasta que pude levantar la punta de la bota derecha y enganchar con ella el cabo de inferior. Tiré hacia abajo con el pie pero se me resbaló. Tenaz, lo intenté de nuevo; entonces sí que sentí que la cuerda se aflojaba alrededor de mis piernas.
No sabría decir cuánto tardé pero, poco a poco, conseguí llevar los nudos hacia abajo, hasta que me quedaron todos alrededor de los tobillos. Intenté sacar la bota derecha por la abertura pero no pude. Tensé todo el cuerpo (la cuerda que me rodeaba el pecho debió de aflojarse también con el esfuerzo porque ya no me dolía tanto al respirar) hasta que pude apretar la bota izquierda contra la derecha hasta que conseguí sacarme esta última. Metí el pie derecho entre las cuerdas, después la bota izquierda. ¡Por fin podía mover las piernas!
Enseguida volví a desmoralizarme cuando me di cuenta de que la segunda parte del trabajo iba a ser mucho más complicada. Pero no me dejé amedrentar, de modo que me esforcé por ponerme en pie. Como se me habían dormido las piernas tardé más de un minuto; las primeras cinco veces me caí. Entonces, a medida que el renovado flujo de sangre me iba provocando hormigueo y punzadas, fui recuperando la sensibilidad y pude ponerme en pie, aunque muy despacio y tambaleándome.
Miré a mi alrededor. ¿Y ahora qué? ¿Echaría a correr hacia el hotel, con medio cuerpo atado y con un pie descalzo? Era una idea grotesca. Debía liberarme del todo. La base del cobertizo me llamó la atención: piedras unidas con argamasa desmigajada. Había una zona en que la pared quedaba un poco por encima de la base y por donde el filo de la argamasa parecía bastante áspero. Caminé deprisa hacía esa parte y al llegar me dejé caer de rodillas, me incliné hacia delante y empecé a frotar las cuerdas contra el borde.
Al cabo de unos minutos, las cuerdas se empezaron a desgastar y respiré tan hondo como pude para aflojarlas un poco más. No surtió efecto. Seguí frotándome contra el borde de mortero, esta vez más rápido.
Tuve que detenerme y apoyar la cabeza en el cobertizo; me daba vueltas y sabía que estaba a punto de desmayarme. Ahora no, pensaba; no cuando estaba a punto de liberarme. Empecé a jadear. No te vayas, Elise, rogaba. No dejes que salga el tren. Pronto estaré ahí. Muy pronto.
En cuanto se me pasó el mareo volví a restregar la cuerda contra el filo de mortero. Alrededor de un minuto más tarde, la cuerda se había desgastado lo suficiente para que pudiera aflojarla, dejarla caer por la cadera y zafarme de ella. Me llené los pulmones de aire. Tenía la cara y el cuello bañados de sudor. Saqué el pañuelo y me lo pasé por todo el cuerpo, después volví a respirar hondo y emprendí mi regreso al hotel.
Al principio pensaba que iba en la dirección equivocada porque no vislumbraba ni una sola luz. Me detuve y me di la vuelta. Tampoco se veían luces en la dirección opuesta. Tuve un escalofrío. ¿Cómo saber qué camino tomar? Espera, pensé. La entrada al cobertizo estaba más o menos de cara al mar. Debía de ir bien encaminado. Me volví a dar la vuelta y atravesé la playa a paso ligero.
Me di cuenta de que estaba subiendo por una pequeña pendiente; antes debía de estar tan desesperado que no me di cuenta. Intenté mantener el ritmo pero las piernas me pesaban como el plomo. Debía pararme a descansar, pensaba mientras me apretaba con la mano izquierda en el cogote para calmar los latidos de dolor. Me asusté por el chichón que me había salido. Era como si me hubieran incrustado bajo el cuero cabelludo la mitad de una pelota de baseball. Sólo con rozar aquel bulto se me escapaba un siseo de dolor.
Unos minutos después me obligué a seguir caminando. Cuando llegué a lo alto de la pendiente pude ver el hotel a lo lejos; debía de estar a un kilómetro o, probablemente, dos. Con un suspiro de desaliento por todo lo que tenía que andar, empecé a bajar el otro lado de la duna, dando pequeños saltos. Al llegar abajo, caminé con pesadez por la arena seca hasta llegar a la orilla de la playa, donde la arena estaba mojada y dura, y troté, intentando no clavar mucho los talones. Me concentré en la cúpula del hotel para no pensar en el dolor y la angustia que me invadían. No se ha ido. Era lo único en lo que me permitía pensar.
Cuando llegué al camino de tablas me costaba tanto respirar y me dolían tanto las piernas que me vi obligado a detenerme a pesar de mi determinación. Después hubo momentos en los que la sensación de desorientación venía y se marchaba al ritmo de mi respiración. Intenté analizarla con la esperanza de así poder repeler sus constantes efectos. La causa de que me pasara aquello debía de ser la traumática situación de la que acababa de escapar. Desaparecería cuando viese de nuevo a Elise, cuyo amor era mi ancla en esta época.
Antes de que se me ocurriera pensar que quizá Elise ya no estuviera en el hotel me puse a trotar con torpeza por el paseo de tablas, con los dientes apretados y la mirada clavada en el hotel. Todavía no se ha marchado, pensaba. No se iría. El vagón seguiría ahí. Elise habría dicho que no saldrían hasta que…
Un nuevo mareo me impidió continuar. No puede ser, pensaba. Sin embargo, podía ver la realidad con mis propios ojos. El apartadero estaba vacío.
—No. —Agité la cabeza. De acuerdo, el vagón no está. Elise se ha quedado, por ilógico que parezca. Lo había leído, ¿no? Había ordenado que la compañía partiera hacia Denver sin ella. Elise se habría quedado.
Seguí corriendo; no recuerdo el momento en que empecé. Apenas podía ver las luces del hotel por las ventanas; debían de ser las tres o las cuatro de la mañana. No importa, me decía a mí mismo. Está en su habitación, despierta. Me está esperando. No me permitiría a mí mismo pensar en ninguna otra posibilidad; no debía. En el fondo de mi corazón yacía un miedo tan descomunal que si lo dejaba asomarse acabaría consumiéndome. Elise está ahí, pensaba. Me concentré en esa idea, que utilicé como barrera contra mis temores. Está ahí, está ahí.
Hubo un momento en que reparé en la pinta que tenía, todo sucio y desaliñado. Si entraba en el vestíbulo con este aspecto no me dejarían pasar y yo tenía que hablar ya con Elise. Seguí hacia la izquierda, bajé hasta el Paseo del Mar y doblé la esquina del hotel. Entonces su fachada enorme y blanca quedó a mi derecha; oía mis propias pisadas. El pecho me dolía y me pinchaba cada vez que tomaba aire. No te detengas, me decía una vocecilla dentro de mi cabeza. Elise signe aquí, vamos. Ya casi has llegado. Corre. Jadeante, tuve que bajar un poco el ritmo. Llegué a la escalera sur y empecé a subir agarrándome al pasamanos. Parecía que había transcurrido un siglo desde que Elise y yo subiéramos juntos esos escalones; y un millón de años desde que nos encontráramos en la playa. Elise sigue aquí, insistía la voz. Ánimo. Elise sigue aquí.
La puerta de la veranda. La abrí gimiendo de dolor, entré atropellado y corrí hacia el pasillo lateral. Elise sigue aquí, esperándome en su habitación. Tal como leí. Mis pisadas resonaban en las tablas del suelo. Se me empezaba a nublar la vista.
—Noviembre de 1896 —murmuraba trastabillando—. Es noviembre de 1896.
Salí al Salón Abierto y atravesé el paseo corriendo. Sigue aquí, me seguía diciendo a mí mismo. Eran las lágrimas lo que no me dejaba ver bien, según comprobé cuando me empezaron a correr por las mejillas.
—Sigue aquí —decía—. Aquí. —Llegué al salón público y caminé a trompicones hasta la puerta de su habitación, donde me dejé caer antes de llamar—. ¡Elise!
Esperé, intentado percibir algún sonido, con la cabeza a punto de estallar. Volví a llamar.
—¿Elise? —No se oía ningún ruido en el interior. Tragué saliva y pegué la oreja derecha a la puerta. Elise tenía que estar allí. Estaría durmiendo. Dentro de poco se levantaría y correría a la puerta para abrirme. Volví a llamar una y otra vez. Acabaría abriéndome para entregarse a mis brazos; mi Elise. No se marcharía. No después de haberme escrito aquella carta. Seguro que viene corriendo a abrirme. Ahora. Ahora. Ahora.
—¡Dios! —Entonces me barrió una súbita oleada de desolación. Elise se había ido. Robinson la habría convencido para que se marchara. Estaría de camino a Denver. Ya nunca más volvería a verla.
Ya no me quedaban fuerzas. Me apoyé de espaldas contra la puerta y me dejé caer poco a poco hasta sentarme en el suelo, perdido en la nube que me empañaba la vista. Apoyé la cabeza entre las palmas y me puse a llorar. Igual que lloré hacía toda una vida, en aquella tórrida y asfixiante habitación del sótano. Sólo que entonces lloraba de alegría, de alivio y de dicha, porque sabía que acabaría conociendo a Elise. Ahora lloraba sumido en una tristeza amarga y desesperanzadora ante la certeza de que ya jamás volvería a verla. Que el tiempo hiciera de mí lo que se le antojara. No me importaba en qué año muriera. Ya todo me daba igual. Había perdido a Elise.
—¡Richard!
Levanté la cabeza sobrecogido, demasiado confundido para saber cómo reaccionar. Literalmente, no podía creer lo que estaba viendo cuando vi que Elise venía corriendo por el salón público.
—¡Elise! —Intenté ponerme en pie pero ni las piernas ni los brazos me hacían caso. Volví a gritar:
—¡Elise!
Entonces llegó, se arrodilló ante mí y nos fundimos en un abrazo desesperado.
—Amor mío, amor mío —susurraba Elise—. Oh, amor mío. —Hundí mi mirada en sus cabellos y me refugié en su sedosa y fragante calidez. No se había marchado. Al final me había esperado. Le besé el pelo, el cuello.
—Oh, Dios, Elise. Pensé que te había perdido.
—Richard. Amor. —Se apartó y empezamos a besarnos; sus dulces labios nadando entre los míos. Se retiró, jadeando, y entonces una mirada de inesperada ansiedad le petrificó el rostro mientras me acariciaba la mejilla.
—Te han hecho daño —dijo.
—Me encuentro bien, me encuentro bien. —Le sonreí, acerqué sus manos a mis labios y se las besé.
—¿Pero qué te ha ocurrido? —preguntó, con su hermosa cara ensombrecida de preocupación.
—No importa. Deja que te abrace —dije.
Se apretó contra mí y volvimos a quedarnos soldados en otro abrazo, sus dedos acariciándome el pelo.
—Richard, mi Richard —murmuraba. Se me crispó todo el cuerpo cuando me rozó el chichón del cogote. Se sobrecogió y se apartó de nuevo, alertada.
—Santo cielo, ¿qué te ha pasado? —preguntó.
—Me… cogieron —respondí.
—¿Te cogieron?
—Me secuestraron. —Me hacía gracia esa palabra—. No pasa nada, no pasa nada —le dije, acariciándole la mejilla—. Me encuentro bien. No te preocupes.
—Cómo no voy a preocuparme, Richard. Te han molido a palos. Tienes la cara amoratada y estás pálido.
—¿Tan mal aspecto tengo? —le pregunté.
—Ay, amor mío. —Me acunó la cara entre ambas manos y me besó con ternura en la boca—. Eres lo más dulce que mis ojos hayan visto nunca.
—Elise —apenas podía hablar. Nos abrazamos y le besé toda la cara y el cuello, su cabello.
Se me escapó una carcajada entrecortada.
—Apuesto a que tengo muy mala pinta —dije.
—No, nada de eso. Es que me preocupo por ti. —Me devolvió la sonrisa cuando le pasé un dedo por el carrillo para enjugarle sus cálidas lágrimas—. Vamos dentro y deja que te ponga un trapo mojado en la cara.
—Estoy bien —insistí. Ni todo el dolor del mundo conseguiría hacerme sentir mal ahora.
Había recuperado a mi amor.