19 de noviembre de 1896

Al abrir los ojos vi las paredes y el techo bañados por el resplandor del crepúsculo.

Al principio no noté ningún cambio. Me quedé tendido boca arriba, inmóvil, con la cabeza y el cuerpo entumecidos, como si hubiera bebido demasiado. Sin embargo, no había tomado ni un solo trago. Ese abotargamiento era consecuencia de otra cosa.

Permanecía escuchando el oleaje durante unos minutos antes de darme cuenta de repente.

El sonido de las olas era infinitamente más audible de lo que nunca lo había sido.

Estaba allí.

Al ser consciente de ello, un hormigueo repentino y paralizador se adueñó de las yemas de mis dedos y de toda mi cara. Me miré el cuerpo: el traje oscuro y las botas puntiagudas pegadas al pie de la cama. Entonces enfoqué la vista y miré más allá.

Allí donde había estado la cómoda, vi la chimenea. No podía ver el hogar dada mi postura pero veía la repisa, hecha de cerezo pulido, y, cuando el embate del mar amainó durante unos momentos, oí el crepitar de las llamas.

Sin pensarlo, busqué apoyo sobre el codo derecho. Durante unos diez o quince segundos la habitación dio vueltas a mi alrededor de manera amenazante y entonces sentí pavor al pensar que regresaría de nuevo.

Entonces, poco a poco, todo adoptó una perspectiva natural y miré al fuego. Me sorprendí al ver que lo que ardía en la chimenea era carbón en lugar de madera. Enseguida me di cuenta de lo imprudente que sería eso. ¿Un hotel construido con madera con centenares de imprevisibles chimeneas en sus hogares? Sería una incitación a la catástrofe.

Volví a quedarme asombrado cuando miré las ventanas y vi las persianas. Me quedé mirándolas, confuso, hasta que poco a poco me fui dando cuenta (al parecer con una increíble lentitud mental) de que ahora están hechas de madera.

Miré a otra parte. En lugar de cortinas había visillos blancos de aspecto vaporoso atados a ambos lados de las ventanas. La mesa y la silla del escritorio habían desaparecido. Pegando a la pared, debajo de las ventanas, había una mesita baja y rectangular con un paño de encaje sobre su superficie pulida y, a su vez, un pesado plato de metal sobre el paño.

Giré la cabeza a la izquierda. Sólo había una cama en la habitación y la pared del cuarto de baño había desaparecido. Donde antes estaban la bañera y la ducha ahora sólo hay una gigantesca cómoda con un enorme espejo cuadrado colgando encima.

Giré el cuerpo con cuidado y miré hacia arriba, al cuadro que colgaba de la pared. No podía verlo muy bien. Volví a girarme, con pesadez, y me puse de rodillas sobre el mullido colchón.

El cuadro era como lo recordaba, sólo que ahora conseguí percatarme de todos los detalles que me perdí en la ocasión anterior. Había una anciana sentada a la sombra, con el perro a su lado y el paraguas apoyado en las piernas. Además había otras tres figuras, situadas a la derecha del cuadro; dos hombres y una joven. Uno de los hombres estaba de espaldas y sostenía una maleta con la mano izquierda. El otro estaba de pie, en una entrada, mirando al chico y su madre. Bajé la mirada hasta la placa del pie del marco. Rompiendo vínculos familiares, de Thomas Hovenden.

Agarrado a la cabecera de la cama para apoyarme, me bajé del colchón y me quedé de pie. Pese a todo el cuidado que puse, la habitación empezó de nuevo a dar peligrosas vueltas, obligándome a agarrarme a la cabecera para no caerme. Al final, me vi obligado a apoyarme en la cama y sentarme con los ojos cerrados, mareado como si hubiera estado moviendo la cabeza en círculos. No dejes que lo pierda, pensaba; aunque no tenía ni idea de a quién estaba rogando.

Al cabo de un rato, la sensación fue menguando y volví a abrir los ojos, mirando al ornamentado centro floral que había sobre el tapete. Cuando tenía la cabeza algo más despejada, la levanté y miré a la cómoda. Uno de los cajones de abajo estaba un poco abierto y vi la camisa que había dentro. La miré confundido.

¿Sería mía?

Una vez más lo entendí todo con una lentitud increíble. La camisa, como no podía ser de otro modo, era de quien hubiera pagado la habitación. Tuve suerte de aparecer en la habitación cuando esa persona no estaba.

Miré a la lámpara que colgaba del techo. Cada uno de los cuatro globos blancos estaba sujeto al extremo de un brazo tubular curvo. Electricidad, pensé. Sabía que la utilizaban, pero aun así me pareció algo anacrónico.

Al mirar un poco más abajo vi el armario, que estaba en el mismo sitio. La puerta estaba entreabierta y pude ver dos trajes colgados, un par de botas debajo de ellos, dos sombreros en el estante de arriba. Me quedé mirándolo varios minutos hasta que, de repente, pensé que el propietario de todo eso podría entrar en la habitación en cualquier momento. Debía marcharme.

Entonces todo mi ser fue consciente.

Estaba en el mismo lugar que Elise.

Intenté ponerme de pie demasiado deprisa y, de nuevo, creí sumergirme en aquella negrura mareante. No iba a permitir que me tirara. Agarrado a la cabecera, mantuve el ritmo de la respiración hasta que la sensación de vértigo se esfumó. Después me separé de la cama e intenté sostenerme en pie sin apoyo. Tuve que volver a agarrarme de la cabecera de madera enseguida. Santo cielo, pensé. ¿Es que va a ser así? ¿Cómo voy a recorrer el hotel si ni tan siquiera soy capaz de aguantarme de pie?

Con los dientes apretados, me obligué a mí mismo a soltarme de la cabecera, me aguanté las ganas de volver a agarrarme y conseguí permanecer de pie, tambaleándome como un niño pequeño a punto de dar su primer paso. El símil es muy apropiado. En el año 1896 yo era, casi literalmente, un recién nacido; obligado a aprender a coordinar mis extremidades en este nuevo y extraño mundo.

Al final el temblor desapareció y, dando una bocanada de aire para coger fuerzas (aire de 1896, pensé), intenté dar un primer paso. Las piernas amenazaron con doblarse y di el siguiente paso de lado, como si estuviera borracho. Apresurado, di otro, después otro más, dando tumbos, como el monstruo de Frankenstein de Karloff, extendiendo los brazos en busca de apoyo. No conseguí alcanzar la cómoda sin desplomarme. Al caer, me apoyé sobre ella con ambas manos, mirando al espejo, donde mi reflejo ondulaba como si lo estuviera viendo en un estanque agitado. Cerré los ojos.

Pasado un minuto, me parece, los volví a abrir y me quedé examinando el reflejo. Me estremecí al ver la palidez de mi rostro. Parecía que me hubiera levantado de mi lecho de muerte. Me pregunté si sería un efecto secundario concomitante de los viajes en el tiempo.

«Me parece que te has olvidado la sangre por el camino», le dije al anémico desconocido del espejo. Este se estremeció al percibir el inesperado sonido de mi voz, después sonrió con lechosa complicidad. Vi cómo se le movía la nuez al tragar. «Pero lo conseguirás», dije. El extraño asintió con la cabeza.

Miré la superficie de la cómoda, sorprendido de no haber tirado ninguno de los muchos objetos que contenía: una palangana de afeitado con los bordes dorados, con una brocha tirada en el interior, una navaja de barbero con mango de marfil, un ornamentado cepillo y algo que no reconocí del todo y que parecía la empuñadura plateada de un puñal.

Empujado por la curiosidad, lo cogí con la mano derecha y lo examiné con más detalle. Aun así no supe qué era. Poniéndome derecho, tiré con la mano izquierda de una cinta anudada y saqué de la empuñadura un grupo de estrechas tiras de tela unidas por la cinta. La tira superior era de metal fino, con la inscripción «Curo todas las heridas menos las del amor» grabada en ella. Sentí algo pegajoso en la parte de atrás de una de las tiras y decidí, tras pensarlo un rato, que se trataba de alguna clase de sustancia hemostática para aplicar en los cortes del afeitado.

Volví a meter las tiras en la empuñadura y la dejé en su sitio. Debía salir de la habitación antes de que ese hombre regresara. Me entraban escalofríos sólo con imaginarme intentando explicar qué estaba haciendo allí. Qué grotesco, después de conseguir llegar a 1896, terminar siendo arrestado por allanamiento de morada. ¿Utilizarían esa expresión?

Ya era capaz de mantenerme en pie sin apoyarme, aunque con dificultad. Volví a mirar al demacrado espectador del espejo. ¿Cómo saldría de ahí?, pensé. Ya me resultaba bastante complicado sostenerme en pie. La idea de recorrer pasillos laberínticos para encontrar a Elise me desmoralizaba.

Sin darme cuenta estaba mirando el cepillo. Llevaba inscritas las palabras «Sólo un poco». Al cogerlo me sorprendió el borboteo proveniente de su interior. De nuevo, mi cerebro tardó en comprender el significado. No obstante, al final caí en la cuenta de que la inscripción se refería a algo más aparte de la ropa a cepillar.

De nuevo, me sentí torpe como un niño cuando intenté desenroscar la empuñadura. Me quedé horrorizado de lo débil que me encontraba. Para cuando la rosca empezó a aflojarse, estaba convencido de que no podría hacer nada en absoluto en este nuevo mundo.

Poco a poco, fui desenroscando la empuñadura y me acerqué la boquilla a la nariz. Un acre olor a coñac se me coló en las fosas nasales y detrás de los ojos, haciéndome toser. Me alejé la petaca de la cara y esperé unos segundos antes de dar un trago.

El corrosivo fuego que me dejó en la garganta me hizo boquear. Un ataque de tos se apoderó de mí y casi dejé caer la empuñadura. Me quedé todavía más sorprendido cuando empecé a sentir que mi cuerpo estaba hecho de cristal pesado y frágil y que amenazaba con reducirse a añicos con cada tos. Luché por contener los espasmos, apretándome contra la cómoda, con los ojos cerrados y el rostro desencajado por el esfuerzo.

Cuando por fin desapareció la tos, abrí los ojos y vi mi reflejo a través de una cortina de lágrimas. Después de enroscar otra vez la empuñadura en el cepillo, la posé en su sitio y me froté los ojos. Mi reflejo se hizo más nítido. Aún parecía estremecido pero en las mejillas empezaba a aflorar un leve rubor. Pensé que no era de extrañar que se administrara coñac para los casos de ataque al corazón. Todavía lo sentía quemarme como un pegamento abrasivo mientras miraba al cajón entreabierto. Junto a la camisa había una caja abierta de botones de camisa niquelados; a su lado, una revista, cuyo nombre era The five cent wide awake library.

Me puse firme. El coñac había hecho un buen trabajo. La cabeza me pesaba mucho menos y las piernas empezaron a sostener carne y hueso en lugar de gelatina. Empecé a recuperar el aliento cuando me di cuenta de que, por fin, podría abrirme paso hasta Elise.

Me miré por última vez en el espejo. La corbata bien atada, la ropa bien ajustada. Despacio, levanté los brazos para pasarme la mano por el pelo por donde se había puesto de punta al haber estado apoyado contra la almohada; revisé lo que tenía en el bolsillo interior de la chaqueta y comprobé que el dinero estaba intacto. Después me llené los pulmones con el aire cálido de la habitación, me giré dando la espalda a la cómoda y caminé hacia la puerta con pasos pequeños y cautelosos. Aún me sentía un poco mareado pero al menos había recuperado el control de las piernas.

Cerré la mano alrededor del pomo metálico, lo giré y tiré de la puerta. No se abrió. Cerrada con llave, claro, pensé con una sonrisa de reproche por mi ingenuidad al no anticipar que lo estaría. Me puse a pensar en la manera de abrirla.

No había.

El problema me sorprendió tanto que no pude solucionarlo. Una vez más, me sentía recién nacido, atónito y frustrado.

¿Acaso había viajado setenta y cinco años para acabar aprisionado por una simple cerradura?

Al principio no me daba cuenta de que estaba meneando la cabeza. Sólo era consciente de un pensamiento agobiante: «Esto es imposible».

Pero no lo era. Estaba justo delante de mí. El hombre había salido de la habitación, cerrado la puerta con llave desde fuera y… convertido la estancia en una prisión para mí.

No sé decir durante cuánto tiempo permanecí contemplando aquella puerta en medio de una incapacidad absoluta, esperando una respuesta; incapaz de entender que no la había. Por fin, surgió dentro de mí y, con un gruñido mudo, me di la vuelta y caminé con rigidez al otro lado de la habitación. Registré la cómoda abriendo los cajones uno por uno (la oscuridad me quemaba los ojos cada vez que tenía que agacharme), con la desesperada esperanza de que el hombre guardase una copia de la llave.

No la tenía. Peor aún, no encontré nada con lo que poder abrir la puerta; ni tijeras, ni lima para las uñas, ni cortaplumas, nada. Otro quejido. ¡Aquello era increíble!

Dando tumbos, corrí hacia la ventana y miré al exterior. Tampoco había escalera de incendios. Solté otro gemido al ver el sinuoso paseo de abajo, los amplios y verdes céspedes, dos pistas de tenis asfaltadas donde antes estaba el extremo norte del aparcamiento y, sorprendentemente, incluso para alguien en mis circunstancias, el mar a no más de veinte metros de la parte de atrás del hotel.

Me fijé en la estrecha playa. Estaba dorada por un resplandor anaranjado, con el mar deshaciéndose espumoso con cada embestida. Me sobresalté cuando apareció una pareja con dos niños. Verlos pasear por la arena me aceleró el corazón porque eran las primeras personas de 1896 que veía. No mucho antes, ninguno de ellos estaba vivo, a menos que los niños tuvieran que exprimir aún sus últimos días de vida. Ahora paseaban delante de mí, en carne y hueso. Si antes de ese momento todavía no hubiera tenido claro dónde estaba, ver el sombrero de copa y el bastón del hombre, la toca y la falda larga de la mujer y los trajes de los niños me hubieran dejado claro que 1971 quedaba ya muy lejos.

Rompí a gritar y dar vueltas como un poseso. ¡Era de locos! ¡Debía encontrar a Elise! Empecé a dar traspiés hasta llegar a la puerta, giré el pomo y tiré de él con rabia. El esfuerzo me mareó, obligándome a apoyarme contra la madera oscura de la puerta y pegar la frente en ella. No cabía duda de que me sentía demasiado frustrado para escapar de allí. Descorazonado, empecé a golpear la puerta con el puño derecho, con la esperanza de que hubiera un portero en el pasillo y que me ayudara a salir.

No apareció ninguno. Me puse a temblar y, durante casi un minuto, temí perder el control sobre mí mismo. El cariz que estaban tomando las cosas era demencial. Si esperaba a que volviera el hombre, sin duda alertaría a las autoridades del hotel. En principio, podría escapar pero seguramente me atraparían cuando empezara a buscar a Elise. Me interrogarían, arrestarían y, quizá, encerrarían. ¡Dios! ¡Dar con los huesos en la cárcel después de todo lo que había pasado!

Me revolví con brusquedad por tener aquellos pensamientos, surgidos sin duda de la desesperación. Era la primera idea productiva que tuve desde que llegué a 1896. Caminé a trompicones hasta la cómoda y cogí la navaja de puño de marfil. Al regresar junto a la puerta, saqué la navaja de la vaina y empecé a cortar la jamba de la puerta por la parte de la cerradura. Que Dios me ayude si vuelve ahora, pensé. Con todo, no me dejé arredrar por el peligro y seguí cortando la madera con la navaja, retirando las virutas y, de cuando en cuando, tirando de la puerta para ver si se abría. Ya no hacía caso del latido de la oscuridad en los ojos. Tenía que encontrar a Elise. Era lo único que importaba.

Minutos más tarde, con un atronador tirón que hizo saltar las astillas de la jamba, desencajé la puerta del marco y pude echar un vistazo al pasillo, con el corazón a punto de estallarme. No había nadie. Miré las virutas que habían caído sobre la alfombrilla. Cuando volviera, el hombre pensaría que le habían robado.

Me di la vuelta y tiré la navaja dentro de la habitación; rebotó en el colchón y calló en la alfombrilla. Pobre hombre, pensé, sonriendo con culpabilidad mientras cerraba la puerta tras de mí, este sería un misterio que no resolvería nunca; ni él ni nadie, en realidad. ¿Habían forzado la cerradura para salir? El enigma, al más puro estilo de John Dickson Carr, me hizo reír mientras emprendía la búsqueda del vestíbulo. Los huéspedes y los empleados discutirían sobre el misterio durante mucho tiempo.

Tuve un presentimiento cuando fui consciente de que ya había dejado clara mi presencia en 1896 al provocar daños materiales y originar un misterio sin solución. Me pregunté si eso estaría permitido.

Debía dejar de preocuparme al respecto; ya no había manera de arreglarlo. Tenía que encontrar a Elise; no podía permitirme pensar en nada más.

Al salir de la habitación no fui a la derecha. No sé por qué; era el camino más fácil. Quizá temía encontrarme con gente demasiado pronto. Habría un mozo en los ascensores; supuse que el ascensor estaba en esa dirección. Incluso aunque no lo hubiera y utilizara la escalera, seguro que habría alguien en el patio. Por alguna razón, la idea de acercarme a alguien me desconcertaba y quería evitar el contacto mientras fuera posible.

Me pregunté si sería así como se sienten los fantasmas. ¿Miedo por las personas con las que se puedan cruzar, no sea que éstas miren a través de ellos y les hagan perder la frágil ilusión de que aún siguen vivos? Me puse nervioso sólo con ver aquella pareja con sus hijos en la playa. Una cosa es estar en una habitación mirando unos muebles y una serie de objetos que revelan la época a la que pertenecen y otra interactuar con las personas pertenecientes a ese tiempo. No sé cómo reaccionaré cuando me vea obligado a hablar con alguien: mirarle a los ojos y sentir su presencia física.

¿Sabré comportarme cuando me encuentre con Elise?

Las paredes del pasillo se difuminaban a mi paso. Parecía como si caminara en sueños. ¿Volvería a perderme, igual que aquel día? ¿Qué día? Aquella pregunta me martirizó, carente de toda lógica. No había manera de responderla. En mis recuerdos, ese día queda en el pasado. Sin embargo, yo ahora me encontraba en una época muy anterior.

Dejé aquella contradicción de lado antes de que me mareara aun más. Al pasar junto a una manguera de incendios que colgaba de la pared, me paré para tocarla y verificar tanto su existencia como la mía. Aquel era el presente a partir del cual debían surgir los planes y los recuerdos. Vi un barril tapado al pasar por su lado, miré los cubos y las hachas que colgaban de la pared. Recuerdo que pensé por qué estaría ahí. Cuando estaba despierto, había aspersores automáticos en el techo.

Déjalo, me dije. Ya resultaba bastante complicado sentirse como una persona de verdad en un lugar de verdad; debía concentrar todos mis esfuerzos en eso. Cuando pasé dando tumbos por delante de un lujoso espejo que colgaba de la pared, me sentí muy aliviado al comprobar la solidez de mi reflejo.

Mientras seguía caminando me empecé a acordar de mi estómago. Lo sentía anudado y ardiente. Intenté recordar si había comido algo recientemente pero esa idea también me desconcertó y me inquietó. El día en que había ingerido algo por última vez no era hoy. ¿Pero sabría eso mi cuerpo? Pese a que había burlado el curso de los años y por lo que a mi organismo respectaba ¿no me encontraría aún en un espacio confluyente de tiempo? De ser así, no me extrañaba que me doliera el estómago, que tuviera la cabeza abotagada y que sintiera el cuerpo irreal y pesado como una roca. He pasado de 1971 a 1896 en cuestión de segundos.

Una idea me sacudió con una fuerza abrumadora, obligando a detenerme y apoyarme en la pared, con el pecho inflándose y desinflándose aceleradamente. ¿Cómo pueden mis pulmones respirar este aire? Me pregunté delirando. Cerré los ojos, esforzándome por comprobar que estaba consciente. ¡Estaba allí! Debía convencerme de eso y olvidar todas las dudas. Estaba, en cuerpo y mente, a…

Un escalofrío me subió por la espalda. ¿Qué día sería? Me había obligado a pensar que era 19 de noviembre. Pero el día con el que había recitado, escrito y después pensado las instrucciones era un viernes. ¿Sería viernes hoy? ¿O sería jueves 19? Aquella incertidumbre me daba miedo. Si era viernes, Elise actuaría dentro de pocas horas y quizá ya nunca tendría la oportunidad de conocerla.

Me puse a tiritar, incapaz de parar. Nunca había pensado en los detalles de un encuentro real. Incluso creyendo, como debía hacer, que conocernos era algo inevitable, ¿cómo comportarme a la hora de la verdad? Estaría ensayando, rodeada de los otros miembros de la compañía, protegida por Robinson o, por lo que sabía, por una brigada de policías de uniforme. Quizá se encontrara en su habitación, con la inseparable compañía de su madre; no cabía duda de que compartían habitación, protegida también, probablemente, por la policía. O quizá estuviera cenando con su madre y, por qué no, Robinson. En todo momento podría estar acompañada por alguien. ¿Cómo iba a tener la oportunidad de, al menos, hablar con ella o de, eso ya sí que no, comunicarle mi propósito?

La desesperanza de lo que había soñado me atravesó el alma con tanta crudeza que me arrebató el aliento. Apoyé la espalda contra la pared, con los ojos cerrados, cegado por completo de espanto. No había manera posible. Viajar a 1896 era algo sencillo comparado con el hecho de llegar a Elise. Lo primero lo conseguí solo, sin nadie que me disuadiera ni que interfiriera en mis planes excepto yo mismo.

Para lo segundo me toparía con un sinfín de obstáculos humanos que intentarían pararme los pies.

Sé que aquel fue un momento crítico para mí. Durante varios minutos (jamás sabré cuántos) me estuve dando de golpes contra la pared, sin fuerzas, incapaz de seguir adelante; demasiado débil hasta para maldecirme a mí mismo por mi estupidez al no anticiparme a un problema tan evidente; aplastado por la desesperación que me provocaba sentirme completamente incapaz de controlar la situación.

Quizá aún seguiría allí (suponiendo que mi parálisis cerebral no hubiera terminado por enviarme de regreso a 1971) de no ser porque me llegó el sonido inesperado de unos pasos. Los ojos se me abrieron como platos cuando empecé a mirar rápidamente de un lado a otro y vi a un hombre que se acercaba por el pasillo.

Tuve una corazonada mientras lo miraba. Llevaba un traje parecido al que vestía mi hermano en una fotografía del álbum de fotos de la familia: tweed verde, con calzones. Hasta que el hombre no estuvo más cerca no pude ver que la chaqueta era distinta, más parecida a una camisa, y que llevaba zapatos grises de botones y un sombrero gris perla en la mano. Como llevaba barba no pude adivinar su edad. Aturdido, pensé en Charles Dickens. Sabía que no podía ser él, pero se parecía tanto.

Por otro lado, yo a él le debí de parecer un alma en pena porque se mostró primero alarmado y después preocupado. Aceleró el paso y vino corriendo hacia mí.

—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó.

El sonido de la primera voz que oí desde mi llegada a 1896 me atravesó como una descarga eléctrica, haciéndome temblar. «Señor», dijo aquel hombre. Me cogió del brazo.

Me quedé mirándole a la cara, a escasos centímetros de la mía. Esta mañana, para mí, este hombre llevaba muerto muchos años; mi mente no podía dejar de lado esa escabrosa idea. Ahora era joven y rebosaba vitalidad; de cerca, pude ver que quizá era más joven que yo. Sentí la vigorosa presión de sus dedos en mi brazo, vi preocupación en sus destellantes ojos azules, incluso llegué a oler el inconfundible olor del tabaco en su aliento. Aquel hombre estaba enérgica y asombrosamente vivo.

—¿Quiere que le acompañe a su habitación? —preguntó.

Tragué, muerto de sed, e intenté ponerme firme. Tenía que empezar a recuperar el control o lo perdería todo; eso lo tenía muy claro.

—No, gracias —contesté. Intenté sonreír—. Es sólo…

Me interrumpí, otra vez confuso. Estuve a punto de decir «gripe» cuando caí en la cuenta de que en 1896 no debían de llamarla así.

—… un ligero mareo —dije sin sonar demasiado convincente—. Últimamente he estado un poco enfermo.

—Quizá si se echa un rato —sugirió, sorprendiéndome con aquella extraña expresión. Parecía preocupado de verdad y me chocó el hecho de que mi primer contacto con otra persona podría haber tenido graves consecuencias si, en lugar de con aquel joven, me hubiera encontrado con alguien seco y desagradable que no hubiera hecho más que empeorar la situación.

Esbocé una sonrisa.

—No, gracias. Estaré bien —le dije—. De todas maneras, gracias por su ayuda.

—De nada, señor. —Sonriendo, me soltó el brazo—. ¿Está seguro de que no necesita que le acompañe?

—No. Gracias. Estaré bien. —Sabía que me estaba repitiendo, pero es que era incapaz de pensar en otra cosa. Al igual que mi manera de andar, parecía estar recuperando la capacidad de hablar en este nuevo medio con atrancada ineptitud.

El hombre asentía con la cabeza.

—Bien… —Volvió a fruncir el ceño—. ¿Está seguro? —preguntó—. Está muy pálido.

Asentí con la cabeza.

—Sí, gracias. Voy a… casi he llegado a mi habitación —le dije lo primero que se me ocurrió.

—Muy bien. —Me dio una afable palmada en el hombro—. Cuídese entonces.

Mientras aquel hombre se alejaba por el pasillo, yo empecé a caminar en la dirección opuesta para que no me viera apoyado todavía en la pared y se sintiera obligado a volver. Me movía poco a poco pero recuerdo que más o menos erguido. Aquel fue un momento decisivo, pensé otra vez. Mi primer encuentro con un ciudadano de 1896. Había superado la primera barrera sin problemas.

Aquello me hizo pensar en que si me hubiera visto en el mismo apuro en este pasillo en 1971, dudo que nadie se hubiera ofrecido a ayudarme con tanta amabilidad. En una época en que la gente se queda de brazos cruzados viendo cómo los demás mueren asesinados, ¿qué probabilidad hubiera tenido yo, pegado a la pared, pálido como un moribundo, de recibir algo más que una fría mirada de indiferencia?

Bajando por las escaleras, empecé a oír un murmullo de voces y una mezcla de sonidos que no conseguí identificar. Me dirijo hacia el torbellino, recuerdo que pensé entonces. Mi siguiente experiencia, mucho más peligrosa. Antes sólo había un pasillo y un atento caballero pero ahora me enfrentaba a una multitud inmersa en el complejo y agotador hábitat de 1896.

No bajé más, tenía frío y me sentía débil y me preguntaba si tendría fuerzas para enfrentarme a aquello. Nunca tuve tan claro que viajar a otra época es infinitamente menos agotador que adaptarse a ella.

Con todo, debía recuperar el control. No podía permitirme abandonar ahora que Elise estaba a escasos minutos de mí. Agarrándome del pasamano con toda la fuerza de la que fui capaz, continué bajando por las escaleras, el latido de 1896 acogiéndome en su seno a medida que avanzaba, desafiándome a sincronizarme con su singular pulso o a perderlo todo si no lo conseguía.

Me detuve en el último descansillo y vi algo que parecía una sala de tres paredes. En la pared de mi derecha había una chimenea en la que ardía un fuego encendido con carbón. Enfrente había una mesa cubierta con un paño y cuatro sillas ligeras. Me quedé mirando ese sitio durante al menos un minuto, posponiendo mi enfrentamiento con el remolino de imágenes y sonidos que sabía me aguardaban abajo.

Al final, sin pensarlo, me giré y empecé a caminar hacia el rellano desde donde se veía el vestíbulo.

Seguro que fue una coincidencia pero nada más entrar allí se encendieron las luces del vestíbulo. Me asusté, empecé a jadear, me detuve y cerré los ojos. Ahora cálmate, me dije o me rogué a mí mismo, ahora no recuerdo bien.

Un zumbido proveniente de mi derecha me hizo reaccionar y abrir los ojos para mirar en esa dirección. El ascensor de jaula bajaba por el hueco de enrejado negro.

Me fijé en la pareja que venía dentro. Sólo estuvieron un instante a mi altura pero el recuerdo que guardo de ellos lo conservo grabado a fuego: él vestía una Chesterfield larga de doble botonera, con el cuello y los puños de piel, y llevaba un sombrero negro y brillante apretado contra el pecho; ella iba cubierta con una amplia mantilla de piel, llevaba un elegante sombrero y la cabellera, de un rojo oscuro, recogida en un prieto moño a la altura de la nuca.

Para mí eran la personificación de la gracia y la elegancia de esta época a la que acababa de llegar. El hecho de que no se dignaran a darse cuenta de que los estaba mirando no hizo sino reforzar aquella impresión. Cuando el ascensor llegó al recibidor y lo detuvieron, me acerqué a la barandilla para observarlos mientras salían, uno después del otro, la mano derecha de la mujer abrigándose con delicadeza bajo el brazo izquierdo del hombre a medida que este la alcanzaba. Me quedé mirándolos con cierto respeto mientras se deslizaban hacia la puerta principal con comedida elegancia. Como seres humanos quizá fueran unos monstruos, pero como símbolos de su tiempo y condición eran perfectos.

Después me di la vuelta, caminé hacia la escalera y bajé hasta el recibidor.

Al principio me quedé decepcionado porque no era tan lujoso como me había imaginado. Con aquella iluminación tan austera casi parecía pasado de moda comparándolo con el que conocí en 1971. La araña de luces apenas tenía adornos y los angulosos globos de los focos eran de cristal blanco. No se veían sillas ni sofás de cuero rojo. En su lugar, había sillas y un sofá hechos de mimbre o de madera oscura, palmeras en tiestos, mesas cuadradas, rectangulares y redondas y, algo que me sorprendió nada más verlo, escupideras de refinado metal en los puntos estratégicos.

La recepción, en vez de encontrarse donde siempre, estaba a la derecha del ascensor donde antes (¿o debería decir después?) había visto todo el vestíbulo y la ventanilla del estanco. Allí donde había estado la recepción vi un mostrador con una placa encima en la que ponía Oficina de Telégrafos de la Western Union y a su lado un quiosco de prensa y regalos, y una vitrina en lo alto donde se exponía toda suerte de artículos. Dando la vuelta a la esquina se veía una puerta abierta con una corona de flecos a través de la cual sólo podía distinguir lo que parecía una mesa de billar.

Además, el efecto del silencio acolchado estaba totalmente ausente de este recibidor, ya que el suelo no estaba enmoquetado sino hecho de parquet de madera con incrustaciones sobre el cual los zapatos y botines de los huéspedes y los empleados golpeteaban liberando su eco en el interior de techo alto.

Tuve que hacer un gran sacrificio para atreverme a atravesarlo, cruzándome con varias personas a mi paso. No me fijé en si eran hombres o mujeres, mucho menos en qué aspecto tenían, porque sentía que la única oportunidad que tenía para adaptarme era ignorar la infinidad de detalles minuciosos que ofrecían las personas y los objetos que me rodeaban y concentrarme en una sola cosa cada vez.

Todavía debía de parecer bastante confundido y pálido; la impresión que le di al recepcionista de bigote de manillar y austero traje negro lo dejó muy claro. Intenté recomponerme lo mejor que pude mientras me aproximaba a él.

—¿Señor? —preguntó.

Tragué saliva y me di cuenta por primera vez de lo sediento que estaba.

—¿Será tan amable de decirme… —comencé. Tuve que toser y tragar de nuevo para poder completar la pregunta—. ¿Será tan amable de decirme en qué habitación se aloja la señorita McKenna, por favor?

De repente, me horroricé al pensar que aquel hombre podría decirme que esa persona no estaba registrada en el hotel. Después de todo, ¿cómo podía saber si era 19 ó 20 de noviembre? No sería de extrañar que fuera algún otro día o mes o incluso… ¡Oh, Dios!… un año distinto.

—¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo, señor? —preguntó. Me habló con cortesía pero el tono de su voz escondía una indudable sospecha. Otro problema pasado por alto. Por supuesto, no le iban a facilitar a nadie el número de habitación de una mujer tan célebre.

De pronto empecé a improvisar.

—Soy su primo —contesté—. Acabo de llegar. Mi habitación es la 527. —Otro escalofrío. Sólo tenía que revisar el registro para descubrirme.

—¿Le está esperando, señor? —preguntó.

—No —respondí en cuanto vi que se creyó la mentira; cualquier otra pregunta sólo hubiera traído mayores complicaciones—. Sabe que estoy en California y le escribí diciéndole que intentaría asistir al estreno de esta noche pero… es esta noche, ¿verdad? —proseguí, esforzándome para que la pregunta sonara casual.

—No, señor. Mañana por la noche.

—Ah —dije, asintiendo con la cabeza.

No sé decir cuánto tiempo permanecimos allí, examinándonos el uno al otro. Debieron ser apenas unos segundos pero me parecieron horas. Para cuando el hombre volvió a decir algo, mi estómago estaba empezando a retorcerse y no le entendí bien; tuve que murmurarle, entre muecas de dolor:

—Disculpe, ¿cómo dice?

—He dicho que ordenaré que un botones le acompañe a la habitación de la señorita —repitió.

«La habitación de la señorita». Aquellas palabras me pusieron la carne de gallina.

—¿Se encuentra mal, señor? —preguntó el recepcionista.

—Un poco cansado, después del viaje en tren —contesté.

—Ya veo. —Asintió una vez con la cabeza y después me asustó cuando de repente levantó la mano derecha y chasqueó los dedos—. ¡George! —gritó. Su voz sonó también como un chasquido.

Un hombre bajo y fornido se puso delante de mí. Mientras hablaba, me fijé en el uniforme oscuro que llevaba abrochado hasta el cuello.

—Sí, señor Rollins —contestó.

—Acompañe a este caballero a la habitación de la señorita McKenna —ordenó el recepcionista. Por la forma en que lo dijo tuve la impresión de que entre líneas quería decir «y quédese con él hasta cerciorarse de que todo está en orden». Quizá sólo eran imaginaciones mías. Aun así, podría haberse limitado a decirme el número de habitación en lugar de ordenar que me acompañaran.

—Sí, señor Rollins —contestó el botones. Aunque su puesto era propio de un muchacho, no era joven; debía de tener más de cincuenta años. Me miró y me hizo una señal—. Por aquí, señor.

Lo seguí por el pasillo lateral, intentando que las cosas no me afectaran al verlas, cosa que no pude evitar. Allí donde había estado el estanco, ahora había una sala de lectura. Donde antes estaba el lavabo de caballeros vi lo que me pareció una sala de fumadores, puesto que parecía un cónclave de fumadores de cigarrillo y de pipa. Y, donde está el salón Victoriano había una habitación que no supe para qué servía; en ella había sentados varios hombres y mujeres, charlando.

Sentí cómo se me aceleraba el corazón al ver las puertas del salón de baile más adelante. Allí dentro, a pocos metros, estaba montado el escenario, o lo estaban montando en ese mismo instante. Me empezó a faltar el aire cuando vi el cartel sobre un caballete a la derecha de las puertas. Me pareció estar soñando mientras leía los titulares. «La Célebre Actriz Americana / La Señorita Elise McKenna / Protagonista en / El Pequeño Ministro / del Señor J. M. Barrie / Viernes, 20 de Noviembre de 1896 / a las 8:30 p.m.».

Me tembló la voz cuando le pregunté al botones:

—¿Es posible que se encuentre allí ahora, ensayando?

—No, señor; en este momento no hay nadie excepto, quizá, algún que otro sacasillas.

Asentí con la cabeza. ¿Qué hubiera hecho si Elise hubiera estado allí? ¿Hubiera entrado y la hubiera abordado? ¿Qué le hubiera dicho? ¿Cómo está señorita McKenna, acabo de realizar un viaje de setenta y cinco años para conocerla? Por el amor de Dios. Sólo pensar en ello me desmoralizaba.

Lo cierto es que no podía imaginarme hablar con ella cara a cara. Con todo, debía de pensar en un primer comentario, algo para romper el hielo. Otro fallo de previsión, consecuencia de lo obsesionado que estaba trabajando en la forma de llegar a ella sin reparar en qué decirle cuando lo consiguiera.

Para entonces estaba siguiendo al botones a través de una veranda cerrada con el suelo de tablas desnudas. Si miraba a la izquierda, a través de las estrechas ventanas, podía ver no una piscina ni pistas de tenis sino un paseo, a unos 3 metros más abajo, y varias terrazas pequeñas por debajo, comunicadas con el paseo mediante pequeños tramos de escaleras. De nuevo, me quedé sorprendido al comprobar lo cerca que llegaba el mar. Sin duda, durante las tormentas, la espuma de las olas salpicaría las ventanas de la veranda.

Cuando atravesábamos un amplia entrada, que daba a una escalera que descendía hasta el paseo, miré por la ventana de una de las puertas y vi tres personas caminando hacia el hotel, cada uno al lado de los otros; todos llevaban capa y sombrero y, bajo el cegador brillo del crepúsculo, no se sabía si eran hombres o mujeres.

Pestañeé para enfocar la vista cuando el botones giró a la derecha y atravesamos un pasillo corto que daba al patio abierto. Al verlo pude respirar hondo.

—¿Todo bien, señor? —preguntó el botones, deteniéndose para mirarme.

Debía pensar en una respuesta.

—El patio tiene un aspecto tan exuberante —respondí.

—¿Patio, señor?

Me quedé mirándole.

—Lo llamamos Salón Abierto —dijo.

Caminé tras él por la cara oeste del Salón Abierto. Pese al contraste creado por la luz y el paisaje, lo que más me impresionó de aquello fue la sensación de inalterabilidad que desprendía. Quizá fuera por la descomunal silueta del hotel, que me rodeaba; no estaba seguro. Intenté desentrañar aquel sentimiento pero no lo logré. La certeza de que con cada paso que daba me acercaba un poco más a Elise ensombrecía cualquier otro pensamiento. En cuestión de minutos, quizá segundos, me encontraría delante de ella.

¿Qué le iba a decir?

Mi cerebro era incapaz de responder a esa pregunta. Lo mejor que se le ocurrió fue «¿Podría hablar con usted, señorita McKenna?» y después se quedó en blanco. Sólo pensar en pronunciar aquellas palabras me hacía estremecerme. ¿Cómo iba a reaccionar con amabilidad si un completo desconocido se presentaba de una manera tan sospechosa?

En aquel momento, mi imaginación añadió su pesimista influencia a mi ya de por sí desordenada mente. Lo más probable es que estuviera cansada después de ensayar; nerviosa, quizá irascible. ¿Y si los ensayos habían salido mal? ¿Y si había estado discutiendo con Robinson o con su madre? El mareo empezó a hacer presa de mi cabeza de nuevo mientras una infinidad de obstáculos brotaba, insuperable, en mi mente, haciéndome cada uno de ellos imposible decirle más que unas pocas y torpes palabras a Elise antes de que se inventara alguna excusa, me cerrara la puerta en las narices y desapareciese de mi vida para siempre.

Un día, cuando tenía ocho años, me perdí en Coney Island. La sensación que tenía mientras me aproximaba a su habitación era idéntica a la que tuve de pequeño: angustia ciega, terror absurdo, el sistema nervioso al borde del ataque de pánico. Estuve a punto de salir corriendo. ¿Cómo atreverme a mirarla? Recorrer todo aquel camino sólo para farfullar unas pocas palabras atropelladas y perder una oportunidad de oro era algo que me martirizaba. Desesperado, intenté aterrarme al recuerdo de haber leído que Elise había conocido a alguien en el hotel durante su estancia; alguien que…

Me detuve en seco, congelado, el corazón tan acelerado que parecía que algún loco se hubiera puesto a jugar con un ariete dentro de mi pecho.

¿Y si ya había conocido a ese alguien y estuviera con él en este momento?

El botones no se dio cuenta de que me había parado. Iba unos metros por delante de mí, giró a la izquierda al pasar por una puerta que estaba abierta y desapareció de mi vista. Me quedé paralizado, el latido del corazón me dolía de verdad cuando me la imaginaba abriéndome la puerta y viendo al joven que estaba con ella en la habitación. El hombre sobre el que había leído, su «escándalo de Coronado». El hombre que yo me había obligado a imaginar que era yo mismo, engañando de tal manera a mi mente que incluso había logrado burlar al propio tiempo para llegar a ella.

El botones volvió a aparecer, con una expresión inquisitiva en el rostro. Apreté los dientes e intenté retener el aire que se me escapaba.

—Me he entretenido mirando el Salón —dije entre dientes. Ni siquiera estaba seguro de que pudiera oírme, aunque sabía que si me hubiera entendido la mentira habría sido de lo más evidente.

El botones se limitó a asentir y decir:

—Sí, señor. —Después señaló la entrada—. Es aquí, señor.

Me acerqué a él con la misma rigidez y torpeza que si tuviera cien años. Una vez más, todas mis esperanzas parecieron inútiles. Seguí adelante sólo porque no tuve el valor de retroceder.

Entramos en una sala pública que daba a cuatro habitaciones. Mareado por la enormidad de lo que estaba a punto de encontrarme, no me fijé en los detalles de la decoración ni del mobiliario. Mi corazón seguía bombeando con lentitud y pesadez. Sentí una punzada en las sienes y me pregunté, vagamente, si no estaría a punto de desfallecer; quizá así era cómo alguna zona remota de mi mente, impasible ante mi angustia, proponía lo que podría ser una manera tan válida como cualquier otra de presentarme a Elise.

El botones se detuvo junto a una de las puertas y vi una gruesa placa ovalada atornillada a ella, con el número 41 grabado sobre la superficie de metal. Me estremecí cuando el botones golpeteó en la puerta con los nudillos de la mano derecha, sentí que el suelo empezaba a revolverse bajo mis pies, vi que las paredes adoptaban un aspecto gelatinoso. Allá vamos, me susurraba la conciencia. Alargué el brazo y me apoyé en la pared con la palma de la mano.

La expresión «salirse el corazón por la boca» casi se hizo realidad conmigo cuando una estridente voz de mujer sonó de repente detrás de nosotros, preguntando:

—¿Buscan a la señorita McKenna?

Me di la vuelta, jadeando, casi perdiendo el equilibrio, y a tientas volví a apoyarme en la pared. Una rolliza muchacha nos estaba mirando. Es curioso las futesas que se quedan grabadas en la mente en los momentos de mayor tensión. Lo único que recuerdo de ella son sus labios agrietados.

—Sí. ¿Está aquí? —preguntó el botones.

—Salió hace un rato. —La joven me lanzó una mirada asesina, después volvió a mirar al botones.

—¿Sabe a dónde puede haber ido? —le preguntó.

—Me pareció oírle decir a su madre que iba a dar un paseo por la playa.

—Gracias —mascullé al pasar por su lado, percibiendo un olor que más tarde sabría que pertenecía al jabón de la lavandería. Caminé hacia la entrada, con la esperanza de que mis pasos no fueran tan desequilibrados como a mí me parecían. Se me ocurrió que podrían pensar que estaba borracho.

—¿Querría dejar un mensaje, señor? —La pregunta del botones pareció arponearme.

—No —contesté. Levanté la mano esforzándome para hacer un gesto que pareciera casual. Estaba claro que no podía dejar ningún mensaje que tuviera el menor sentido para Elise.

Después de despedirme con la mano desde la entrada de la sala de estar, giré a la izquierda y recorrí el paseo que llevaba a la zona norte del hotel. Oh, Dios. Me olvidé de darle una propina, pensé, pero después me acordé de que, de todas maneras, sólo tenía aquellos dos billetes.

Miré hacia la escalera que bajaba hasta el sótano y me pregunté qué habría pasado con la señal de la exposición de historia, lo cual indicaba lo confundido que estaba. Me metí en el pasillo y pasé junto al pequeño ascensor; entonces estaba allí. El joven ascensorista me miró de una manera que me hizo saber que todavía parecía muy alterado. Mis piernas, que más bien parecían las de otra persona, caminaban conduciéndome hacia la puerta; al llegar tiré de ella y salí.

El frío de la brisa marina me hacía tiritar mientras bajaba los escalones del porche con gran cautela, sujetándome a la barandilla. Recuperé un poco de confianza cuando supe que estaba paseando por la playa, en parte porque así el encuentro no se producía en su habitación y en parte porque la situación podría dar mejores resultados; había leído que le encantaba andar y, en efecto, allí estaba, paseando, demostrando que era cierto.

Pese a todo, mi confianza ya se había disipado. La posibilidad que tenía de encontrármela dando una vuelta por la playa era remota. Además, sentía que era mi última oportunidad. Si ahora no conseguía encontrarla, no tardaría en ir a alguna cena, a seguir ensayando, quizá, y después se retiraría para acostarse.

Iba dando tumbos por el paseo sinuoso, por debajo de una hilera de árboles que goteaban; hasta entonces no me había dado cuenta de la multitud de señales que indicaban que había estado lloviendo. Atravesé las pistas de tenis vacías y bajé hasta el paseo de la orilla. El sol se encontraba ya en el horizonte, con tres cuartos hundidos en el mar, resplandeciente como la lava. Unas nubes oscuras flotaban sobre la lejana península, con la parte baja iluminada por el crepúsculo. A lo largo de todo el paseo brillaban unas enormes esferas de luz eléctrica colocadas sobre postes metálicos; parecían una hilera de lunas blancas encima de mí. Pasé junto a un banco de madera en el que estaba sentado un hombre que llevaba un sombrero de copa negro y que fumaba un cigarrillo. ¿Y si era Robinson? pensé. ¿Y si la estuviera vigilando a todas horas? No me dejaría hablar con Elise ni aunque la encontrara.

A medida que avanzaba iba recorriendo con la mirada toda la playa que tenía por delante y a mi izquierda; al contrario de lo que recordaba, tenía menos de quince metros de ancho. ¿Y si no está allí fuera? pensé. ¿Y si sí está? se planteó mi mente dando la vuelta a la situación. Con todo, seguí caminando (por decirlo de manera eufemística), con los ojos desesperados por vislumbrar la menor señal de su presencia.

Un rato después tuve que pararme a descansar, de espalda al viento, que, si bien no soplaba con demasiada fuerza, sí que era bastante frío. Entonces me quedé asombrado cuando vi la gigantesca e iluminada silueta del hotel recortada contra el cielo, como si del castillo de un cuento de hadas se tratara.

De repente, tuve la escalofriante impresión de que me había alejado demasiado; de que mi existencia en 1896 se limitaba al interior del hotel y que por tanto ahora empezaría a perder el control y retornaría sin remedio a 1971. Cerré los ojos, resistiéndome a la amenaza de expulsión. Hasta después de pasado un buen rato no reuní el valor suficiente para abrir los ojos y mirar de nuevo al hotel. Seguía allí, inalterado.

Entonces miré otra vez a la estrecha playa, y allí estaba ella.

¿Cómo adiviné que era Elise? No era más que una diminuta silueta que se movía apenas perceptiblemente sobre el decorado azul marino que era el mar. En otras circunstancias, no podría haber sabido que se trataba de ella con tan pocas pruebas. Pero, de alguna manera, supe que era ella.

Nada más verla se me heló la sangre y el corazón se me quiso escapar del pecho. Entonces sólo sentí un miedo paralizante porque aquel momento no durase, porque, una vez que la hubiera encontrado, tuviera que regresar al lugar de donde había venido. Sentía pavor por que, incluso aunque consiguiera decirle algo, su reacción fuera de aversión ante mi atrevimiento. Contra toda lógica, había esperado que al verla por fin recuperaría la confianza en mí mismo. Pero ocurrió todo lo contrario. La escasa seguridad que me quedaba se acabó de disipar del todo mientras permanecí allí pensando en lo que le podría decir para que no pensara que sólo era un loco que quería molestarla.

La cabeza me latía lentamente, tenía todo el cuerpo helado mientras la observaba pasear junto a las olas, sujetándose su larga falda a ras de la arena. Se aproximaba muy poco a poco, como en los sueños; como si en el momento en que la vi el tiempo hubiera enloquecido de nuevo, los segundos convirtiéndose en minutos, los minutos en horas, el Tiempo 1 carente ya de sentido. Una vez más, me quedé apartado del reino de los relojes y los calendarios, condenado a verla caminar hacia mí a través de la eternidad, sin alcanzarme nunca.

En cierto modo, aquello suponía un alivio porque no tenía ni idea de qué iba a decirle. No obstante, en el fondo era una tortura pensar que nunca acabaríamos juntos. Volví a sentirme como un espectro. La vi caminar hacia mí y después frente a mí, sin siquiera mirarme porque, para ella, yo no debía de estar allí.

No recuerdo el momento exacto en que empecé a caminar hacia ella para salir a su paso. Primero fui consciente del movimiento cuando mis botines comenzaron a deslizarse por el erosionado montículo de un metro de altura para bajar a la playa y después hicieron crujir la mojada arena al caminar hacia el agua. Además de la lentitud onírica de los movimientos, estaba el ahora crepúsculo nebuloso que cruzaba el horizonte nuboso y la cumbre de Punta Loma. Seguí sin poder enfocar la mirada, a veces perdiéndola de vista mientras avanzábamos el uno hacia el otro como habitantes de un paisaje imaginario. Me vino a la cabeza el soldado de Owl Creek Bridge, que caminaba hacia su amada sin llegar nunca a ella porque sus pasos eran los últimos y crueles momentos de un espejismo que se disipaba. Del mismo modo, Elise y yo nos acercábamos el uno al otro, eternamente, mientras la marea baja formaba remolinos, una ola detrás de otra, y el ruido que hacía cuando rompían en la orilla sonaba con tanta continuidad que parecía el rugido de un huracán lejano.

No puedo afirmar con total certeza cuál fue el momento exacto en que Elise advirtió mi presencia. Lo único que tuve claro es que me vio cuando se detuvo y se quedó inmóvil junto al agua; su silueta contra el fulgor tenue y moribundo del atardecer. Tenía la mirada clavada en mí, de eso estoy convencido, aunque no conseguí ver sus ojos ni su rostro, y tampoco pude adivinar qué emoción le despertó mi aparición. ¿Sintió miedo? No había caído en que podría asustarse al verme. Nuestro encuentro me había parecido tan inevitable que jamás consideré esa posibilidad. Ahora sí. Si se pusiera a correr o a gritar para pedir socorro, ¿qué haría yo? ¿Qué podría hacer?

Por fin, me detuve frente a ella y, en silencio, nos quedamos mirándonos el uno al otro. Era más baja de lo que había imaginado. Casi tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarme a la cara. Yo no podía ver la suya en absoluto porque el sol quedaba a su espalda. ¿Por qué se quedaría tan quieta, tan inmóvil? Sentí un gran alivio cuando vi que no se ponía a gritar ni echaba a correr para escapar de mí.

Lo que sentí mientras me acercaba a ella no fue nada comparado con lo que sentía ahora. El cuerpo y la mente parecieron congelárseme. No hubiera podido moverme ni hablar aunque mi vida hubiera dependido de ello. Mi vida se redujo a una única cuestión. ¿Por qué también ella se quedó muda, con la mirada fija en mí? De alguna manera, creo que no fue porque el miedo la paralizase pero, aparte de eso, no conseguí ni desentrañar su comportamiento ni reaccionar ante él.

Entonces, de repente, sin esperarlo, habló, y el sonido de su voz me hizo temblar.

—¿Eres tú? —preguntó.

Si hubiera elaborado una lista con todas las frases de entrada que Elise me podría haber dicho, aquella hubiera aparecido en último lugar, en el improbable caso de que la hubiera puesto. Me quedé mirándola con incredulidad. ¿La habían hechizado sin que yo me diera cuenta para que supiera de mi existencia? No podía creerlo. Aun así sentí, un momento después de que Elise hubiera hablado, que me habían concedido la milagrosa oportunidad de evitar lo que podrían ser horas intentando convencerla para que me aceptara.

—Sí, Elise —me oí responder.

Empezó a marearse y entonces yo me acerqué corriendo para agarrarla del brazo. ¿Cómo describir, después de tanto soñar con ella, lo que sentí cuando aquellos sueños se convirtieron en una realidad tangible que podía tocar con los dedos? Se puso tensa cuando la cogí pero no podía soltarla.

—¿Estás bien? —pregunté.

No respondió y, aunque yo quería, más que otra cosa en el mundo, saber qué estaba pensando, no pude decir nada más de tan atónito que su presencia me había dejado. De nuevo, nos quedamos como estatuas, clavándonos la mirada el uno al otro. Temí que mi silencio echase a perder la poca ventaja que había ganado, sin embargo mi cerebro no podía reaccionar.

Entonces ella se estremeció y empezó a mirar de un lado a otro, como si acabara de salir de un trance.

—Debo regresar al hotel —murmuró, creo que más para ella misma que para mí.

No me esperaba aquellas palabras, por lo que mi pequeña llama de confianza enseguida empezó a apagarse. Me aguanté las ganas de abandonar.

—Iré contigo —dije. Quizá por el camino consiguiera pensar en algo.

Elise no contestó y empezamos a caminar hacia el hotel. Tanta frustración me mareaba. Mi búsqueda había acabado con éxito; había viajado en el tiempo para reunirme con ella. Ahora estábamos juntos —¡Juntos!— caminando el uno al lado del otro y me había quedado mudo. Era incapaz de entenderlo.

Me sobresalté cuando Elise habló; de nuevo, no me lo esperaba.

—¿Puedo saber tu nombre? —preguntó. Su voz parecía más firme ahora, aunque todavía sonaba frágil.

—Richard —dije. No sé por qué no añadí mi apellido. Supongo que me pareció superfluo. Yo sólo podía pensar en ella como en Elise.

—Richard —repetí, no sé por qué.

De nuevo el silencio. Aquella situación me pareció demencial. No había sido capaz de prever lo que nos diríamos el uno al otro cuando nos encontráramos pero nunca hubiera pensado que no nos diríamos nada. Ansiaba conocer lo que sentía pero no me atrevía en absoluto a averiguarlo; y tampoco a destapar mi corazón.

—¿Te alojas en el hotel? —preguntó.

Vacilé, buscando una respuesta a tientas.

—Aún no, acabo de llegar —contesté por fin.

De repente, se me ocurrió que quizá hubiese estado asustada todo el tiempo y que podría haber estado fingiendo otra cosa; que sólo hubiera estado esperando la oportunidad de salir corriendo en cuanto llegáramos al hotel.

Debía despejar las dudas.

—Elise, ¿tienes miedo de mí? —le espeté.

Me miró con dureza, como si le hubiera leído el pensamiento, después siguió mirando hacia delante.

—No —respondió. Pero no sonaba convincente.

—No lo tengas —le dije—. Soy la última persona en el mundo que querría hacerte el menor daño.

Más pasos en silencio. Mi mente era como un péndulo que iba de la emoción a la razón. El corazón me decía que lo había logrado. Había atravesado el tiempo para poder tocarla y ahora que lo había conseguido, no debía perderla. La razón me avisaba de que yo era una incógnita para ella. Sin embargo, por qué habría preguntado «¿Eres tú?». Me tenía desconcertado.

—¿De dónde eres? —preguntó.

—Los Ángeles —dije. No era mentira, por supuesto, aunque, en aquellas circunstancias, tampoco era del todo cierto. Quería decirle más cosas, deseaba hacerle saber lo milagroso de nuestro encuentro; pero no me atreví. Cómo llegué a ella era un tema que nunca debería abordar.

Casi habíamos llegado a la pendiente. Unos segundos y estaríamos subiendo al paseo, unos minutos y habríamos llegado al hotel. No podía seguir andando como un pato a su lado. Tenía que pensar en algo, comenzar nuestro acercamiento. ¿Pero cómo preguntarle si podía verla aquella noche? Tenía que ensayar y después se acostaría temprano.

De repente, sin motivo aparente (a menos que el miedo a que Elise perdiera su interés en mí se hubiera magnificado al instante en pánico a perderla por completo) vi claro que estaba regresando a 1971. Me detuve, con los dedos clavados aún en su brazo. La playa empezó a dar vueltas a mi alrededor y la oscuridad me desbordó los ojos.

—No —murmuré sin darme cuenta—. No me dejes perderlo.

No recuerdo cuánto pudo durar; pudieron ser segundos o minutos. Lo primero de lo que me acuerdo es de Elise delante de mí, mirándome. Sabía que aquello sí le asustaba. Algo en su actitud lo dejaba claro.

—Por favor, no tengas miedo —le rogué.

Por su reacción supe que parecía que le había pedido que dejara de respirar.

—Lo siento —me disculpé—. No pretendía asustarte.

—¿Te encuentras bien? —preguntó. Me sentí embargado de gratitud cuando noté el tono de preocupación en su voz. Intenté sonreír y solté una risa débil para verlo con buen humor.

—Sí —respondí—. Gracias. Quizá más tarde pueda decirte por qué… —Me callé. Debía medir mejor mis palabras.

—¿Puedes seguir? —preguntó, como si no hubiera notado que yo escondía algo.

—Sí. —Asentí con la cabeza. Mi voz sonaba firme, creo, aunque me parecía increíble que estuviéramos hablando. Todavía no había asimilado la maravilla de tenerla delante, oyendo el sonido de sus palabras, sintiendo su brazo entre mis dedos.

Me estremecí cuando me di cuenta de lo hundidos que tenía los dedos en su brazo.

—¿Te he hecho daño? —le pregunté.

—No pasa nada —dijo.

Otra pausa silenciosa antes de seguir caminando hacia el hotel.

—¿Estás enfermo? —preguntó.

Sentí unas extrañas ganas de reír.

—No, sólo estoy… un poco cansado del viaje —me inventé. Me puse derecho—. ¿Elise?

Hizo un débil suspiro inquisitivo.

—¿Podemos cenar juntos esta noche?

Se quedó callada y enseguida mi confianza se evaporó de nuevo.

—No lo sé —respondió al fin.

Me sentí avergonzado por mi falta de decoro cuando, de repente, recordé que estaba en 1896. Los desconocidos no acostumbran a salir al paso de las jóvenes solteras en la playa, no las agarran del brazo, ni pasean junto a ellas sin que nadie los llame, ni mucho menos les piden salir a cenar juntos. Tal comportamiento era propio de la época de la que procedía; aquí estaba fuera de lugar.

Como para recordarme que era así, Elise me preguntó:

—¿Puedo conocer su apellido, señor? —La formalidad de sus palabras me chocó pero le respondí de la misma manera.

—Discúlpeme —contesté—. Debería habérselo dicho. Es Collier.

—Collier —repitió. Pareció intentar recordar algo a partir del apellido—. ¿Y usted sabe quién soy yo?

—Elise McKenna.

Sentí como tensaba levemente el brazo y me pregunté si pensaría que la había abordado sólo por ser una actriz famosa; que no había ningún misterio en absoluto: que yo sólo era un zascandil obsesionado o algún avispado cazafortunas.

—No se trata de eso —dije como sabiendo lo que estaba pensando—. No me he acercado a ti sólo porque seas… quien eres.

Al ver que no respondía empecé a angustiarme mientras la ayudaba a subir por la pendiente hasta el paseo. ¿Cómo pude pensar que llegar hasta ella me traería paz? Es cierto que no salió corriendo ni gritó para pedir auxilio pero su confianza en mí pendía de un hilo.

—Sé que todo esto parece… inexplicable —dije, con la esperanza de que en realidad no sonara descarado ni sospechoso—. Pero hay una razón y no es nada que deba esconder. —¿Por qué seguí por ahí? Aquello sólo serviría para que su desconfianza se agravara.

Habíamos subido ya al paseo serpenteante. Sentí cómo se me aceleraba el pulso de nuevo. En unos minutos estaríamos dentro. Podría dejarme, correr a su habitación y trancar la puerta, poniendo fin a todo. Y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Recordarle lo de la cena no me parecía apropiado. Ya no sabía de qué hablar.

Empezamos a subir los elevados escalones del porche. Las piernas me pesaban como el plomo y cuando abrí la puerta para que Elise pasara me pareció que pesaba una tonelada. Entonces entramos y nos detuvimos al mismo tiempo. La puerta o yo nos quedamos quietos, provocando que Elise hiciera lo propio; no me acuerdo bien. Lo único que recuerdo es que, por primera vez, pude admirar a plena luz el rostro de Elise McKenna.

Sus fotografías mentían. Es, con mucho, más hermosa aun de lo que dejaba ver cualquiera de ellas. Describir todos los detalles no sirve para expresar la magia de la combinación de los mismos. Sin embargo, debo resaltar que sus ojos son de un verde grisáceo, sus pómulos prominentes y delicados, su nariz perfecta, sus labios rojos sin necesidad de maquillaje, su piel la sombra de pálidas rosas bañadas por el sol, su pelo castaño claro, brillante y lozano; lo llevaba recogido en aquel momento en que me miraba con una expresión que reflejaba una curiosidad tal que estuve a punto de confesarle, allí mismo, en aquel preciso instante, que la amaba.

Creo que, durante unos pocos segundos, en medio de aquel pasillo inmerso en el silencio, nos quedamos contemplándonos el uno al otro a través de un vacío de setenta y cinco años. El aspecto de la gente es distinto según la época, supongo; la apariencia evoluciona con el tiempo. Creo que Elise vio eso en mi cara igual que yo lo vi en la suya. Es algo intangible, por supuesto y es difícil de explicar. Ojalá supiera describirlo con mayor detalle pero no puedo. Sólo sé que Elise captó el pulso de 1971 en mí igual que yo sentí el de 1896 en ella.

Pese a todo, no me quedó muy claro si esto explicaba por qué se me quedó mirando con una franqueza que yo no pensaba que una mujer de su época y condición mostraría normalmente. No exagero. Se me quedó mirando como si fuera incapaz de desclavar su mirada de mí y, por supuesto, ya la contemplaba a ella del mismo modo. Permanecimos mirándonos a los ojos durante más de un minuto, atrapados en una absorción mutua. Deseaba cogerla entre mis brazos y besarla, apretarla fuerte contra mí, decirle que la amaba. Me quedé inmóvil, paralizado. Quizá fuera por el precipicio temporal que existía entre nosotros, o puede que sólo se tratara de una simple barrera emocional. Fuera lo que fuera, no existía en todo el mundo nada más que Elise McKenna y yo, congelados, contemplándonos el uno al otro.

De nuevo, ella habló primero.

—Richard —dijo, aunque tuve la sensación de que más que pronunciar mi nombre intentaba poner a prueba mi identidad para comprobar que su mente podía asimilarla.

En vista de todo lo que había sucedido antes, me pareció extraño que, de repente, apartara la mirada y se ruborizara. Entonces me di cuenta de que su curiosidad se había esfumado por las exigencias que la etiqueta acababa de recordarle.

—Debo irme —dijo.

Se giró. El corazón me dio un vuelco.

—No —supliqué. Volvió a darse la vuelta, angustiada, casi asustada—. No. Por favor. —Me temblaba la voz—. Por favor, no me dejes. Tengo que estar contigo.

De nuevo aquella mirada de absoluta y frágil sinceridad. Estaba realizando un esfuerzo enorme, titánico, por comprenderme.

—Por favor. Cena conmigo —dije.

Entreabrió la boca pero no dijo nada.

—Tengo que cambiarme —murmuró al fin.

—¿Te importa… le importa…? —me interrumpí. ¿Problemas de gramática precisamente ahora? Era de locos; quería reír y llorar al mismo tiempo—. Elise, por favor… déjame esperarte. ¿No hay alguna… sala o algún sitio? —Ahora le estaba suplicando—. ¿Elise?

Dejó escapar un gemido que, si no lo interpreté mal, quería decir «¿Por qué sigo hablando con usted? ¿Por qué no grito y salgo corriendo?». Todo mientras duró aquel breve gemido: incredulidad y desesperación por dar crédito a las incongruencias de un lunático.

—Sé que no te lo estoy poniendo fácil —dije—. Sé lo extraño que parece mi comportamiento, sé cuánto te he molestado en la playa. Pero por qué has sido tan amable conmigo no lo sé. Por qué no me tiraste un puñado de arena a los ojos y saliste corriendo tampoco…

Se me apagó la voz. La belleza de su rostro, cuando se quedaba seria, bastaba para hacerme llorar. Cuando sonreía, el resplandor que iluminaba su rostro parecía hacer que se me detuviera el corazón. La miraba con sumisa adoración, estoy seguro. Su sonrisa era tan exquisita, tan dulcemente enterrada en incomprensión y confusión.

—Por favor, —continué por fin—, prometo que sabré comportarme. Me quedaré sentado en una silla y… —Me quedé mudo mientras me esforzaba por encontrar un final para la frase. Sólo se me ocurrieron dos palabras. Sonaban absurdas pero las dije de todas formas—… seré bueno.

Elise cambió su expresión. Percibí cierta empatía en ella. Pero no pude adivinar qué forma acabaría tomando aquella identificación; quizá sólo se tratara de compasión por alguien que también sufría. Sólo sé que en aquel instante ella atendió mis plegarias.

Aquella expresión desapareció con la misma rapidez que vino, pero supe que por fin habíamos conectado, al menos por el momento. Elise suspiró como yo hice en la playa, un gemido de triste derrota.

—De acuerdo —dijo.

Agradecido, sin atreverme a hablar por miedo a que cambiase de opinión, caminé a su lado por el pasillo, hasta la entrada del salón público que daba a las habitaciones. Me puse nervioso cuando de repente se me ocurrió que quizá Elise había supuesto que yo antes me había referido a esta sala. Se me fueron pasando los nervios cuando salimos de allí sin que ella dijera nada y nos detuvimos en su puerta. Esperé mientras buscaba la llave en su bolso, la sacaba y después la introducía en la cerradura.

Mis ojos estaban clavados en la llave. Al ver que no la giraba, levanté la mirada y vi que Elise me miraba fijamente. ¿Qué quería decir aquella mirada? Quizá intentaba poner fin a lo que estaba ocurriendo. Después de todo, ¿qué era yo sino un desconocido que quería entrar en su habitación? En cualquier caso, me pareció que eso era lo que Elise pensaba, así que le dije, sin que me preguntara:

—Me limitaré a quedarme sentado y esperar, te lo prometo.

Volvió a suspirar, sin saber qué hacer.

—Esto es… —No quiso decir lo que pensaba pero giró la llave y abrió la puerta. Puedo imaginar lo que estuvo a punto de decir: «Esto es una locura». Así era. Y no sabía hasta qué punto.

Cuando entramos la luz era tenue; me quedé a un lado cuando cerró la puerta. Me fijé en que la chimenea estaba apagada y pude oír el siseo del vapor de un radiador que no podía ver. Vi una estatua de mármol blanco sobre la repisa, una ninfa alzando una cornucopia rebosante de flores. Por lo demás, la habitación era muy normal; enmoquetado espeso, muebles blancos, un espejo con el marco de oro colgado de la pared, un escritorio al lado de la ventana.

Era un escenario trivial en contraste con su elegante figura, que se movía por la habitación desabrochándose la chaqueta.

—Puedes esperar aquí —dijo, con la voz de una mujer que asume las consecuencias de sus actos sin que éstos la llenen de alegría.

—Elise —dije.

Al girarse, advertí con sorpresa que, debajo del abrigo llevaba la blusa que había visto en la fotografía de ella que aparecía en Actores y actrices célebres: blanca con una corbata oscura unida con una banda alrededor de la base del cuello alto. Entonces me di cuenta de que el abrigo también era el mismo: negro, con botonadura doble y amplias solapas, y tan largo que llegaba al suelo.

—¿Qué ocurre, señor Collier? —preguntó.

Estoy seguro de que hice una mueca de dolor.

—Por favor, no me llames así —le pedí. Me pareció que era una forma de defenderse contra mi presencia en su habitación, de levantar un muro de cortesía entre los dos. Aun así, me intimidaba.

—¿Cómo debería llamarle entonces? —quiso saber.

—Richard —respondí—. Y yo… —De repente me faltó el aire—… yo podría llamarte Elise, ¿puedo? Es que no puedo llamarte señorita McKenna. No me sale.

Me escudriñó en silencio. Me pregunté si volvería a sospechar de mí. No me hubiera extrañado. Si hubiera pasado aquel momento por el tamiz de la razón sólo le hubieran quedado sospechas.

Pese a todo, su expresión era más amable.

—No sé qué decir —dijo.

—Lo entiendo.

Una afligida sonrisa atravesó su rostro como una estrella fugaz.

—¿De verdad? —dijo, y se alejó casi con gratitud, me pareció. Estaba seguro de que le gustaría quedarse sola un rato para meditar sobre aquel enigma en paz y tranquilidad.

Miró por encima del hombro mientras se dirigía a la puerta que comunicaba con la habitación contigua. ¿Pensaría que la acechaba? Vi un mechón de pelo rojizo meciéndose sobre su nuca y, de repente, sentí una oleada de amor por ella. Por lo menos, uno de mis miedos había carecido de fundamento. Encontrarme en su presencia no había reducido, en modo alguno, mi amor por ella. Lo sentía latir con más fuerza que nunca.

En ese instante me di cuenta, otra vez, de lo seca que tenía la garganta; pensé en la garganta estropajosa de un médium que estuviera teniendo una experiencia psíquica.

—¿Elise? —dije.

Se detuvo junto a la puerta del dormitorio y volvió la cabeza.

—¿Puedo beber un vaso de agua? —pregunté.

De nuevo, aquel suspiro mezcla de diversión y extrañeza. Tuve la sensación de que la estaba descolocando todo el tiempo. Dijo que sí con la cabeza y salió de la habitación.

Atravesé el salón y me detuve a la entrada. En el dormitorio pude ver una pesada cama de matrimonio, pintada de blanco, en un hueco de la pared cuyas cortinas estaban descorridas. A la derecha de la cavidad había una mesa de bordes blancos con una lámpara de metal encima, incrustada de piedras rojas.

Oí cómo Elise vertía agua en un vaso. También hay baño privado, pensé. En ese momento me empezaron a temblar las piernas. Tuve que sentarme enseguida.

Elise volvió con un vaso de agua que me puso en las manos, momento en que nos rozamos con los dedos por un instante.

—Gracias —dije.

Me miró a los ojos con un ansia tan intensa que me sorprendió. Parecía cuestionarse mi mera existencia, a ella misma y su reacción ante mi presencia, sin encontrar respuesta a ninguna de las preguntas.

Entonces se dio la vuelta, susurrando:

—Discúlpeme. —Me puse tenso cuando cerró la puerta del dormitorio, pensando que enseguida sonaría el cerrojo, pero poco a poco me fui tranquilizando cuando vi que no lo echaba.

—¿Elise? —llamé.

Silencio. Por fin, respondió:

—¿Sí?

—No irás a… salir por la ventana para escaparte, ¿verdad?

Me pregunté qué cara habría puesto. ¿Sonreiría? ¿Frunciría el ceño? ¿Se le habría pasado por la cabeza siquiera lo de huir? No quería darme cuenta pero, en aquel momento, mis miedos eran infantiles, irracionales.

—¿Debería? —preguntó por fin.

—No —contesté—. No soy ningún criminal. He venido sólo para… —amarte, pensé—… estar contigo —terminé.

No se volvió a oír nada. Me pregunté si seguiría al otro lado de la puerta o habría empezado a cambiarse de ropa. Me quedé mirando la puerta en angustioso silencio, deseando abrirla y volver con ella, pues empezaba a pensar que nuestro encuentro habían sido sólo imaginaciones mías. Estuve a punto de llamarla otra vez, pero me obligué a no hacerlo. Debía darle tiempo para pensar.

Recorrí con la mirada toda la habitación, que era una parte tangible de 1896 y me sentí un poco mejor. Había un calendario vertical de plata sobre el escritorio. Las letras de estilo antiguo de las tres ventanitas señalaban la fecha: «Jueves /19 / Noviembre». Me llamó la atención la ausencia del año, aunque entendía que no iban a utilizar un calendario tan caro durante sólo un año.

Entonces me di cuenta de que tenía el vaso de agua en la mano y me lo bebí de un trago, suspirando de alivio a medida que me bañaba la boca y la garganta, que las tenía abrasadas, pese a que el sabor era bastante salobre. Estoy bebiendo agua de 1896, pensé; aquello me fascinó de alguna manera porque era mi primera absorción física de la época, a no ser que contara el aire que había respirado.

Todavía tenía sed pero no quise pedirle otro vaso a Elise. Mejor me sentaría y descansaría un poco. Me acerqué a un sillón, que crujió cuando me dejé caer en él, y posé el vaso en una mesa que había al lado.

Justo entonces se me empezaron a cerrar los ojos, lo que me hizo retorcerme, consternado. No debo dormirme o, de lo contrario, ¡podría perderlo todo! Meneé la cabeza y estiré el brazo para alcanzar el vaso y cogerlo. Todavía quedaban unas gotas en el fondo. Me las eché en la palma de la mano izquierda, me las restregué por la cara y volví a posar el vaso.

Intenté permanecer alerta concentrándome en los detalles de la habitación. Vi un paño de encaje sujeto con adornos a la parte de atrás de un sillón cercano. Miré la mesa que había al lado de la pared y conté los grabados de flores que tenía en las patas. Observé con curiosidad el reloj de encima de la mesa. Eran casi las seis en punto; el Tiempo 1, pensé. Miré la araña de luces de seis bombillas que colgaba del techo. Conté una y otra vez los colgantes de cristal que pendían de ella. No te duermas, me ordené a mí mismo. No debes dormirte.

Volví a mirar el calendario vertical. En ese momento me di cuenta de que formaba parte de un juego de escritorio: una bandeja de plata en la que había dos botecitos de tinta de vidrio tallado y una pluma de plata, aparte del propio calendario. No hace falta que indique el año, pensé. Sabía dónde estaba.

Era 1896 y la había encontrado.

Me desperté sobresaltado, gritando y mirando confuso a mi alrededor. ¿Dónde estaba?

Entonces la puerta del dormitorio se abrió rápidamente y Elise se quedó mirándome con una expresión de alarma en la cara. Sin pensarlo, le tendí la mano derecha. Estaba temblando como un poseso.

Elise vaciló, después se acercó y me la cogió; debía de dar una imagen patética. Sentir su cálida mano agarrando la mía fue como una transfusión. Al ver que contraía los músculos de la cara, aflojé mi mano.

—Lo siento —dije. Apenas podía articular palabra.

La miré con anhelo. Se había puesto un vestido de color rojo vino de sarga de lana. El cuello alto tenía ribetes de seda negra, las mangas largas no eran del tipo «pierna de cordero» sino que se ceñían a los brazos. El flequillo y los lados de la cabellera los llevaba sujetos con adornos de caparazones de tortuga.

En silencio, me devolvió la mirada con la misma expresión inquisitiva, recorriendo mi rostro en búsqueda de una respuesta.

Al final bajó la mirada.

—Lo siento —dijo—. Ya le estoy mirando otra vez.

—Yo también te miro.

Volvió a mirarme.

—Es que no lo entiendo —dijo con tono calmado.

Soltó un grito ahogado y sacudió la mano para liberarse cuando oyó que llamaban a la puerta. Ambos miramos al otro lado de la habitación. Su rostro expresaba una mezcla de desasosiego y… ¿qué? La primera palabra que se me ocurre es cautela; como si tuviera pensado lo que iba a decir para explicar mi presencia. Deseé que ya hubiera pensado en una excusa; yo no tenía ninguna.

—Lo siento si te estoy poniendo en un compromiso —dije.

Me echó una mirada fugaz y vi que la sospecha asomaba a sus ojos. Quizá sin darme cuenta la había hecho pensar que yo escondía algún plan oscuro. Compromiso, molestias, por el amor de Dios, ¿incluso chantaje? Sólo pensarlo me horrorizaba.

—Discúlpeme —dijo. Me puse tenso cuando de repente Elise se puso a cepillarme el pelo; hasta ese momento no me había percatado del peine que Elise llevaba en la mano izquierda. Me quedé mirándola, perplejo, hasta que me caí en la cuenta de que mi pelo debía de estar revuelto por el viento o por haber estado durmiendo. Elise intentaba que tuviera un aspecto más presentable para quienquiera que estuviese llamando a la puerta.

Cuando se inclinó sobre mí pude oler el perfume que llevaba. Tuve que contenerme para no echarme hacia delante y darle un beso en la mejilla. Me miró. Aún debía de parecer bastante alterado porque me preguntó en voz baja:

—¿Se encuentra bien?

Sabía que era un error pero no pude reprimirme y le susurré:

—Te quiero.

Agarró el cepillo con fuerza y vi cómo se le tensaba la piel de las mejillas. Antes de que pudiera disculparme, volvieron a llamar a la puerta y, desde el otro lado, dijo una voz:

—¿Elise?

Sentí un escalofrío.

Era la voz de una mujer mayor. Allá vamos, pensé.

Elise se había puesto tensa con mi confesión. Ahora miraba a la puerta.

—Lo siento —mascullé.

Me miró sin contestar. Me costaba tragar saliva (necesitaba más agua), me senté derecho y después me levanté porque sabía que tendría que estar de pie cuando entrara la señora McKenna.

Como me levanté demasiado rápido perdí el equilibrio y casi me caigo antes de agarrarme al respaldo de la silla. Miré a Elise. Se había puesto al lado de la puerta y me miraba angustiada. Aquel debió de ser un momento terrible para ella.

—Estoy preparado —le dije asintiendo con la cabeza.

Entreabrió la boca para respirar hondo o, más probable, para decir una oración en voz baja. Se giró hacia la puerta, se puso firme y, por último, agarró el pomo.

La señora McKenna entró, empezó a decirle algo a su hija y después se paró en seco, con un gesto de desagrado estupefacto al verme al otro lado de la habitación. ¿Qué pensaría? De repente me acordé. Hasta este día su hija nunca había tenido nada que ver con ningún hombre, aparte de mantener conversaciones triviales con ellos. La única persona con quien mantenía una relación estrecha era el señor Robinson y sólo era por negocios.

Encontrarse con un perfecto desconocido en la habitación de hotel de Elise debió de ser paralizante para ella. Me di cuenta de que intentó disimular su reacción pero su sorpresa era mayúscula.

La voz de Elise sonaba templada; era la de una actriz recitando su parte del diálogo. Si yo no hubiera conocido la realidad de la situación, hubiera jurado que en su cabeza reinaba la calma.

—Madre, este es el señor Collier —dijo. Protocolo. Sobriedad. Locura.

Jamás sabré de dónde saqué las fuerzas para cruzar la habitación, coger la mano de la señora McKenna, estrechársela levemente, hacer una reverencia y sonreír.

—¿Cómo está? —dije.

—¿Cómo está? —respondió con frialdad. Fue un reconocimiento repentino y brusco de mi existencia, cuya validez era puesta en duda. Por extraño que parezca, la rigidez de su tono me ayudó a empezar a adaptarme.

A pesar de mis nervios, su rigidez y su indisimulada desaprobación me permitieron ver, más allá de aquella pose autocrática, a una veterana actriz que no sabía manejarse en aquella clase de situaciones.

No era que la señora McKenna interpretara conscientemente un papel por no montar un escándalo, sino que el efecto era similar. No dudo que le molestó de verdad el hecho de encontrarme allí. Sin embargo, su comportamiento excedía la impresión que me dio como persona; en otras palabras, parecía interpretar un papel. Se le veía el plumero. Provenía del maltratado teatro rural del siglo XIX y no era ninguna grande dame, por mucho que se esforzara en aparentarlo. Lo siguiente que haría sería girarse hacia su hija, con las cejas arqueadas, esperando una explicación. Entonces hizo exactamente eso y, pese a que no se me pasaban los nervios, tuve que contenerme la risa.

—El señor Collier se aloja en el hotel —dijo Elise para darle la tan esperada explicación—. Ha venido a ver la obra.

—Ah. —La señora McKenna me miró con frialdad. Sabía que deseaba hacerme preguntas: ¿Quién es y qué está haciendo en tu habitación? Pero no hubiera sido propio ser tan directa. Fue la primera vez que di las gracias por la reticencia social de 1896.

El silencio que se impuso me avisó de que tenía que ayudar a Elise; la estaba dejando sola, dejando que aclarase mi presencia sin ninguna ayuda. No habría manera de hacerlo si mi actuación no se ajustaba a la suya.

—Su hija y yo nos conocimos en Nueva York —mentí; no tengo ni idea de si me creyó o no. De repente me sentía inspirado—. Después de una representación de Christopher, Junior —añadí—. Venía de Los Ángeles, por trabajo, y decidí quedarme en el hotel para ver la obra de mañana por la noche. —Buena historia, Collier, pensé; sublime hipocresía.

—Ya veo —dijo la señora McKenna con voz de hielo; no veía nada en absoluto. No importaba qué historia le contara; yo no tenía ningún motivo para estar en la habitación de hotel de su hija.

—¿En qué trabaja? —preguntó.

No esperaba que me hiciera esa pregunta, así que me quedé mirándola boquiabierto con evidente consternación. Para cuando me di cuenta de que decir la verdad era más sencillo que fingir, estoy seguro de que pensaba que mi respuesta sería mentira.

—Soy escritor —contesté. El estómago se me revolvió. Que Dios me asista si me pregunta qué escribo.

No lo hizo. Estoy convencido de que le daba igual quién o qué era y de que sólo quería que saliera corriendo de la habitación de su hija. Quedó patente en el tono de su voz cuando se volvió a Elise y le dijo entre dientes:

—¿Y bien, querida? —«¿No va siendo hora de que despaches a este rufián?».

Amé aun más a Elise por no volverse contra mí, pese a que tenía todos los motivos para hacerlo. Levantando la barbilla con un aire regio que, en un solo instante, me reveló más sobre su habilidad innata como actriz que todos los libros que había leído, dijo:

—He invitado al señor Collier a cenar con nosotras, madre.

Los segundos que transcurrieron antes de que su madre respondiera anticiparon su respuesta.

—¿Ah? —dijo. Intenté devolverle su mirada escalofriante pero resultaba demasiado difícil. Me esforcé por decir algo pero sólo pude soltar un ruido gutural; todavía tenía la garganta reseca. Carraspeé con fuerza.

—No me gustaría causar ninguna molestia —dije. ¡Error!, gritó una voz dentro de mi cabeza. Nunca debería haberle dado pie.

Enseguida aprovechó la oportunidad:

—Bien —dijo. No necesitaba añadir ni una palabra más. Su actitud no podía dejarlo más claro. La señora McKenna esperaba que siguiera sus indirectas, igual que haría un auténtico caballero: disculparme, retirarme y desaparecer.

No hice nada de eso, sino que sonreí, aunque con languidez. De repente en su rostro se coaguló el típico gesto que hacen las refinadas damas de ilustre cuna atrapadas en una situación insostenible; otra escena de la misma obra.

—Estaré lista en un minuto —dijo Elise para empeorar la situación y se volvió hacia el dormitorio. Me quedé mirándola, pasmado. ¿Me estaba abandonando? Entonces vi el pelo que le colgaba lacio por debajo de la nuca y me sentí aun peor. No sólo la habían descubierto en la habitación del hotel en compañía de un desconocido, sino que se encontraba en desabillé.

No pretendo restar importancia a aquel momento. Sentí que estaba avergonzada de verdad. ¿Sería porque había empezado a familiarizarme con las costumbres de la época? Así lo esperé. Sería la parte positiva de aquella situación que ya no podía ir a peor.

La puerta del dormitorio se cerró de golpe y me quedé allí solo con la señora Anna Stuart Callenby McKenna, de cuarenta y nueve años, que me odiaba.

Nos quedamos como actores que hubieran olvidado su parte, inmóviles, mudos. Presentía que la siguiente escena iba a ser muy fría.

Enseguida me di cuenta de que la señora McKenna no tenía ninguna intención de iniciar una conversación, de modo que me aclaré la garganta y le pregunté qué tal habían salido los ensayos.

—Muy bien —respondió con sequedad. El diálogo había terminado.

Forcé una sonrisa y luego me puse a contar las arrugas de la alfombra. Levanté la vista otra vez. La señora McKenna apartó la mirada, que no era de amistad, precisamente. Sentía la necesidad de hacer algún comentario profético pero sabía que debía aguantarme las ganas. Debía aprender lo antes posible a dominar cualquier impulso de hacer comentarios desde mi antirreglamentario otero de presciencia. Debía comportarme como si no fuera ni más ni menos que lo que había dicho; también tenía que empezar a creérmelo. Ahora formar parte de esta época era de vital importancia. Mientras más me aferrara a este tiempo, menos tendría que temer perder el control.

Pues nada, espero…, empezó a maquinar mi mente. Con más finura, por favor, le dije.

—Espero ansioso a la representación —dije. Se me hizo un poco raro no emplear palabras de relleno, pero supuse que me acostumbraría. Me acostumbraría.

—Elise…

La señora McKenna me paralizó con una mirada glacial. ¡Error!, pensé otra vez. Estaba en 1896, un baluarte de corrección. Debería haber dicho «la señorita McKenna». Santo Dios, pensé, previendo la tormenta que se avecinaba. ¿Cómo sería lo de discutir con la señora McKenna y con Robinson al mismo tiempo? Me acobardé sólo de pensarlo y sentí un demencial impulso de entrar corriendo en el dormitorio, cerrar la puerta con llave e implorarle a Elise que se quedara conmigo para que pudiéramos hablar.

Me fijé en el vestido que llevaba la señora McKenna. A una mujer menos corpulenta la hubiera hecho atractiva: un vestido largo de brocado amarillo ribeteado de negro, las mangas de cordero hechas de gasa negra, un chal oscuro cubriendo los hombros. Como Elise, llevaba el pelo sujeto con accesorios en forma de caparazón de tortuga. Al contrario que en Elise, en ella sólo veía repugnancia y rechazo.

—Precioso vestido —le dije, sin embargo.

—Gracias —contestó. Ni siquiera me miró. Deseé que se sentara. O que caminara de un lado a otro. Que mirara por la ventana. Cualquier cosa menos permanecer allí clavada como un guardia de palacio entrenado para reducir cualquier movimiento sospechoso por mi parte. De nuevo sentí deseos de precipitarme hacia el dormitorio. En esta ocasión mi intención era un tanto retorcida; quería ver cómo reaccionaba. Molesto conmigo mismo, descarté la idea. Había viajado a un tiempo circunspecto. Por tanto, debía comportarme con circunspección.

Me sentí tan aliviado cuando Elise salió del dormitorio que no pude reprimir un suspiro de liberación. La señora McKenna me miró frunciendo el ceño. Fingí no darme cuenta. Miré cómo Elise atravesaba la habitación. Con qué gracia se movía. Sentí otra oleada de amor por ella.

—Estás esplendorosa —dije.

Otro error; ¿cuántos cometería antes de aprender la lección? Pese a haberme expresado con sinceridad, pude ver que mis palabras le incomodaron en presencia de su madre.

—Gracias —murmuró, pero sus ojos evitaron los míos mientras me acercaba para abrir la puerta.

La señora McKenna pasó por mi lado, seguida de Elise, que llevaba un chal de encaje oscuro sobre los hombros y un pequeño bolso de noche en la mano derecha. El rastro de su exquisito perfume me hizo vibrar cuando pasó delante de mí y no pude evitar suspirar de placer otra vez. No hizo ninguna señal de haberme oído pero estoy seguro de que sí. Compórtate, me dije.

Pasé al salón de fuera y cerré la puerta. Elise me tendió la llave, la cogí, la eché y se la devolví. Entonces nuestras miradas se cruzaron y, por un instante, pude sentir cómo nos unía de nuevo aquella extraña sensación. No tenía ni idea de qué significaba para ella. Aunque debía de ser algo muy concreto. ¿Cómo si no explicar que me dejara acompañarla durante su paseo por la playa, que me permitiera entrar en su habitación y que aceptara mi invitación para cenar? Por no hablar de todas esas intensas e interminables miradas. No era por mi encanto precisamente, eso lo tengo muy claro.

Aquel momento terminó cuando ella se giró y se guardó la llave en el bolso. Su madre se puso a su lado para que yo no intentara caminar junto a ellas mientras las seguía por la sala de estar hasta salir al Salón Abierto.

Miraron hacia atrás cuando dejé escapar un suspiro de asombro. Aquel Salón era como un país de ensueño; estaba iluminado por centenares de bombillitas eléctricas de colores, la vegetación tropical recibía luz de todas direcciones, la fuente que había en el centro hacía brotar penachos de agua borboteante y luminosa.

—Estoy impresionado por el aspecto del patio —les confesé. Salón Abierto, pensé, irritado por mi incapacidad de recordar las cosas.

A partir de aquel momento, no pude caer más bajo para la señora McKenna. El grosor de sus carnes no me permitía colocarme junto a Elise, el paseo no era tan ancho. Tampoco podía hablar con ellas, así que tuve que limitarme a oír cómo conversaban sobre la producción y acerca de actores y actrices que no conocía. Supuse que la señora McKenna intentaba alejar a Elise de mi «persuasión insidiosa» al discutir sobre aspectos de su mundo de los cuales yo no estaba al tanto. Me consolé, aunque sólo superficialmente, pensando que sabía mucho más sobre la vida de Elise de lo que su madre podría imaginar nunca. El hecho de que la señora McKenna estuviera ya intentando abrir una brecha entre Elise y yo me molestó mucho. No cabía duda de que también haría cuanto estuviera en su mano porque me sintiera lo más incómodo posible durante la cena y que después se llevaría a Elise si tenía oportunidad. Si Robinson también estuviera presente, el dilema sería doblemente asfixiante.

Mientras caminaba tras ellas por el paseo me preguntaba por qué no íbamos a la veranda de atrás por el camino hacia el vestíbulo por el que me había llevado el viejo botones. Ahora creo (sólo es una suposición pero, ¿qué otra explicación le puedo dar?) que me llevó por ahí porque se tardaba más y quería evitar volver al vestíbulo (y a ver al señor Rollins) mientras le fuera posible.

Ahora, aparte de lo incómodo que me sentía porque me apartaran de Elise, estaba la incomodidad añadida de volver al vestíbulo. Descenso al remolino, capítulo dos, pensé. Me enviaban de vuelta al debilitado núcleo de 1896. Intenté levantar una barrera mental pero sabía que una vez que me expusiera de nuevo a la energía pormenorizada de esta época quedaría prácticamente indefenso.

Mientras me preparaba para el siguiente asalto y abría la puerta para Elise y su madre, pude ver que el vestíbulo estaba abarrotado. Entonces oí la música de una pequeña orquesta de cuerda que tocaba en la terraza y el parloteo de una infinidad de voces. Me llevé una agradable sorpresa cuando comprobé que el efecto que aquello tenía sobre mí era mínimo comparado con la impresión que me dio la primera vez. Quizá el truco fuera aquella corta cabezada.

La sorpresa y el placer que me embargaban se esfumaron cuando vi que la cena contaría con la dificultad añadida de la presencia de William Fawcett Robinson. Lo miré con temor mientras atravesábamos el recibidor; Elise se había detenido al entrar así que ahora caminaba junto a ella.

Robinson mide poco más de metro y medio y es de complexión fornida. Me llevé una sorpresa cuando descubrí que, después de haber visto sus fotos, no me había percatado de su gran parecido con un Serge Rachmaninoff de barba oscura, de facciones angulosas y solemnes; en su rostro no se aprecia el menor rastro de buen humor. Tenía sus grandes y zainos ojos clavados en mí con gélido desagrado, con la misma expresión de aborrecimiento que la de la señora McKenna. Llevaba traje, chaleco y zapatos negros, pajarita negra y un reloj de cadena en el bolsillo del chaleco. Al contrario que Serge Rachmaninoff, tenía unas entradas tan profundas que sólo un ralo copete de pelillos negros, cepillado a conciencia, le tapaba la frente. Al igual que Rachmaninoff, tenía las orejas grandes. Al contrario que Rachmaninoff, dudo que tenga la menor idea sobre música.

Miré a Elise mientras nos acercábamos a su representante.

—William, este es el señor Collier —dijo, con una voz que ahora controlaba a la perfección. Empezaba a pensar que se había recuperado de la sorpresa inicial y que mi presencia ya no le inquietaba.

No pude aplicar la misma duda interpretativa al apretón de manos de Robinson; me la estaba estrujando mucho más de lo necesario.

—Collier —gruñó. Es la mejor descripción que encuentro para su gutural y desagradable voz.

—Señor Robinson —dije, retirando mis dedos magullados. Cuando recupere la fuerza, Bill, pensé. Entonces yo también te estrujaré.

Si la señora McKenna no se había arrancado a excluirme abiertamente de la cena, el señor Robinson no tuvo el menor reparo.

—Ahora tendrá que disculparnos —me informó para después volverse a Elise y su madre.

—El señor Collier cenará hoy con nosotros —dijo Elise. De nuevo, me quedé asombrado por la determinación de su voz. Aquello arrojaba más sombras sobre el verdadero motivo por el que me había invitado, puesto que no cabía duda de que si hubiera querido deshacerse de mí, podría haberlo hecho al instante. Decidí que Elise nunca había sentido ganas de gritar ni de escapar de mí. No era su estilo.

Sin embargo, todavía había que hacer frente a Robinson.

—Creo que nuestra mesa es para tres —le recordó a Elise.

—Pueden añadir un cubierto más —dijo Elise. Noté que se estaba empezando a incomodar y esperé que el hecho de que tuviera que defenderme todo el tiempo no la pusiera en mi contra. Si no hubiera sentido aquella necesidad imperiosa de permanecer junto a ella, me hubiera retirado enseguida.

Se puede decir que sólo miré a Robinson cuando añadió, sin rodeos:

—Estoy seguro de que el señor Collier tiene otros planes. —No tengo nada que hacer, estuve a punto de decirle, pero al final opté por guardar silencio, sonreír y coger a Elise del brazo para acompañarla hasta la Habitación de la Corona. Mientras nos alejábamos, oí que Robinson murmuraba:

—¿Es esta la explicación al ensayo de hoy?

—Lo siento, Elise —dije entre dientes—. Sé que te estoy causando muchas molestias pero necesito estar contigo. Por favor, quédate conmigo.

No respondió pero pude sentir cómo se le tensaba el brazo a medida que nos acercábamos a un petimetre bigotudo con traje de etiqueta que nos sonreía de oreja a oreja y que tenía el mismo aspecto que el maniquí de una tienda de ropa. Hasta su voz sonó artificial cuando nos dijo, chirriante:

—Buenas noches, señorita McKenna.

—Buenas noches —respondió Elise. No la miré para ver si le devolvía aquella horrenda sonrisa.

—El señor Collier cenará con nosotros.

—Cómo no, por supuesto —contestó el maître, con una voz que acariciaba el éxtasis. Volvió a sonreír.

—Un placer tenerle entre nosotros, señor Collier. —Giró sobre los talones como un bailarín y atravesó el comedor, con Elise y conmigo a remolque.

Sólo vi la Habitación de la Corona cuando atravesamos el vestíbulo. En realidad nunca había entrado, ni siquiera en 1971. Era increíblemente gigantesca, mayor de cuarenta y cinco metros de largo y veinte metros de ancho, con suficientes metros cuadrados para acoger cinco casas grandes. Sobre nosotros, el techo de madera oscura de pino tenía por lo menos diez metros de alto; su amplia y ornamentada bóveda semejaba un casco de barco invertido. No había ni un poste ni una columna que echaran a perder la vasta superficie.

Imaginaos este descomunal recinto atestado de hombres y mujeres comiendo, charlando, siendo… la apretada muchedumbre de 1896 rodeándome. A pesar de mi notable mejoría, empecé a marearme un poco a medida que el maître nos adentraba en aquella vorágine de actividad. Como no había alfombrado, hasta el menor ruido resultaba ensordecedor para mis oídos: las conversaciones de grupo, el penetrante tamborileo de las vajillas de plata chocando con los platos y las sordas pisadas del ir y venir de un ejército de camareros.

Nadie más parecía sentirse molesto por tanto alboroto, y eso que en esta ocasión todo parecía mucho más físico que la otra vez; más ruido, más movimiento, mayor relación con los principios básicos de la existencia.

Miré a Elise y vi que estaba saludando a la gente sentada a las mesas por las que pasábamos. La mayoría me miraba con curiosidad indisimulada. Hasta que no pasó un rato no me di cuenta de que eran miembros de la compañía. Estaba claro que me observaban. Quizá nunca habían visto a Elise acompañada de un desconocido.

El maître debía de haberle hecho una señal a alguien porque cuando llegamos a una mesa circular situada al lado de una de las ventanas del fondo, ya había una cuarta silla y un camarero terminando de colocar otro servicio de plata sobre el mantel de color crema. El maître retiró una silla para Elise, que se sentó con la elegancia de una actriz que hubiera ensayado cada pequeño gesto hasta alcanzar la perfección.

Me di la vuelta para mirar a la pareja de almas envenenadas que venía tras de nosotros y retiré una silla para la señora McKenna. Pero yo debía de ser invisible para ella, que esperó a que el maître le ofreciera otra silla para sentarse. Fingí no darme cuenta y me senté en la silla que había sacado, viendo cómo a Elise se le torcía el gesto por la grosería de su madre. El maître le dijo algo al oído a Robinson, que también se sentó entonces; después nos dieron la carta.

—Veamos qué hay en el programa, Elise —dijo la señora McKenna.

Leí todo el menú hasta que vi que al final ponía «Programa» y, debajo, el nombre «R. C. Kemmermeyer, Director Musical». Leí la lista de selecciones hasta que encontré el «Vals de Babbie», de William Furst. «Babbie» es el nombre del personaje que Elise interpreta en El pequeño ministro.

Mi servilleta estaba enrollada, sujeta por el medio con un anillo de madera de naranjo. Igual que el de la exposición de historia, pensé mientras abría la servilleta de un golpe y me la colocaba sobre el regazo. Nada de historia, me recordé a mí mismo; ahora. Volví a dejar el anillo en la mesa y miré la cubierta del menú, que llevaba impresas las palabras «Hotel del Coronado, Coronado, California»; debajo había un dibujo de una corona de flores con una diadema en el centro. Bajo la corona ponía el nombre «E. S. Babcock, Gerente». Debe de andar por aquí, pensé. El hombre que había dictado aquellas palabras desdibujadas, casi invisibles que yo había leído en aquella habitación ardiente como un horno. Me sentí extraño.

Repasé el menú, asombrado por la gran variedad de opciones. Recorrí el apartado de cena: Consomé Franklyn, Petits Pâtés à la Russe, Olivas, Higos Encurtidos, Filete de Salmón à la Valois, Filete Lardeado de Ternera à la Condé.

Las tripas me rugían sin parar. ¿Filete lardeado de ternera? Ni siquiera ahora que me encontraba mejor podía imaginar algo tan pesado. Intenté pasar directamente a los postres: Tarta de Merengue de Naranja, Gâteau d’Anglais.

Levante la vista de la carta en cuanto Elise dijo algo.

—¿Perdón? —dije.

—¿Qué le apetece? —preguntó.

, pensé; nada más que tú.

—Bueno, la verdad es que no tengo demasiado apetito —contesté. ¿Qué hacemos aquí? pensé. Deberíamos estar solos, en otra parte. Elise volvió a mirar su carta y yo hice lo propio. Entonces vi claro que aquella sería la cena más larga a la que tendría que enfrentarme en toda mi vida.

Volví a levantar la mirada cuando llegó el camarero para tomar nota; se asombré cuando la señora McKenna empezó a pedir cosas como Sopa de Ternera au Xerxes, Canapé Rex, Mollejas Truffe Montpelier y otras cosas repulsivas. A medida que iba pidiendo, me parecía que una nube de olores se condensaba a mi alrededor. En aquel momento pensé que ella misma la estaba levantando. Ahora creo que mi sentido del olfato también debía de ser hipersensible y que por eso detectaba todos los olores de la comida y la bebida que me rodeaba. No me hizo ningún bien.

La orquesta de cámara de la Rotonda terminó de tocar «Los valses de Seutiers Fleuris» y, sin detenerse por los aplausos, inició la «Isla del Champán», de la ópera cómica de Chassalgne; al menos, eso es lo que ponía en el programa… yo no puedo saberlo. Para escapar a la influencia de la comida, cerré la carta y miré la tapa de atrás. «Lugares de Interés en las Proximidades del Hotel», leí, fijándome en palabras como «Baños», «Museo» y una «Granja de Avestruces» en la Décima con la B, «entretenidas vistas para la hora de comer». Yo también debía de parecer muy entretenido a la hora de comer, pensé.

—¿Collier?

Miré a Robinson.

—¿No va a pedir? —preguntó.

—Sólo un poco de consomé y una tostada —contesté.

—No tiene buen aspecto —me dijo—. Quizá prefiera que le acompañen a su habitación.

Mi habitación, pensé. Claro, eso sería genial, señor Robinson. Sonreí.

—No. Gracias. Estaré bien —dije. Ahí voy de nuevo, pensé. No. Gracias. Estaré bien.

Robinson desvió su atención al camarero y se me volvió a revolver el estómago mientras intentaba no oírle pedir Criadillas à la Villeroi, Ganso a la Bostoniana con Compota de Manzana, Fideos con Migas, Ensalada Italienne y una jarra de cerveza; por supuesto, oí hasta la última palabra.

—He estado hablando con Unitt —le dijo Robinson a Elise cuando se fue el camarero; entonces me di cuenta de que no me enteré de qué había pedido ella—. Ha hablado con Babcock y está de acuerdo en que encender un fuego en el escenario no sería buena idea, teniendo en cuenta la estructura del hotel. Unitt y los tramoyistas están pensando en otra solución. No conseguiremos el efecto de un fuego real pero, dadas las circunstancias, supongo que tendremos que colaborar en ese aspecto.

—De acuerdo —dijo Elise asintiendo con la cabeza.

—Debemos irnos mañana por la noche, en cuanto los trenes estén cargados —añadió, creo que más para mi información que para la de Elise.

No va a marcharse, dije para mí; tú sí que te irás. Aunque no conseguí creérmelo del todo.

Estaba a punto de decirle algo a Elise cuando Robinson me preguntó de sopetón:

—¿A qué se dedica usted, Collier?

¿Sería una trampa aquella pregunta? me pregunté. ¿Sabría ya lo que le dije a la señora McKenna?

—Soy escritor —contesté.

—Oh. —Estaba claro que no se lo había creído—. ¿Artículos periodísticos?

—Obras —dije.

¿Sería mi imaginación o, por un instante, había notado un tono de respeto auténtico en su voz cuando repitió «Oh»? Podría ser. Si Robinson fuera capaz de atribuirme una sola virtud, ésta debería tener que ver con el teatro.

Mi ilusión se esfumó cuando preguntó:

—¿Y le han producido alguna? No conozco ningún dramaturgo con su nombre, y eso que creo que conozco a los principales —dijo, recalcando «principales».

Le devolví su aguijoneante mirada en silencio, con la tentación de responderle pero, gracias a Dios, no sucumbí a las ganas de decirle: Pues sí, conseguí una «Película de la Semana» en el Canal Siete en septiembre; ¿la viste, verdad? Aquello no hubiera significado ninguna victoria para mí. Después de la confusión inicial, me hubiera tomado por loco.

—No trabajo con la élite —me inventé.

—No —dijo. No le costó creer eso.

Miré a Elise. Quería impresionarla y supe que mi respuesta sólo podía haberla decepcionado, ya que para ella el teatro era primordial en la vida. Con todo, mejor eso que enredarme en una mentira de la que luego no podría escapar.

—¿De qué género son esas obras, señor Collier? —preguntó Elise, intentando sin duda mitigar el apuro que estaba pasando.

Antes de poder contestarla, Robinson dijo:

—Apuesto a que son dramas, dramas de calidad. —No hizo el menor esfuerzo para esconder una sonrisa socarrona. Sentí cómo empezaba a inundarme de ira, pero me comedí, refugiándome en una sucia, aunque no asestada, puñalada: no sería tan arrogante de saber que iba a morir en el Lusitania.

—Depende —le dije a Elise—. Unas son comedias, otras dramas. —No me hagáis más preguntas, pensé; no habrá respuesta.

Elise no insistió en el tema y entonces sentí, para mayor angustia mía, que su actitud, aunque obviamente no era tan dura como la de Robinson, era similar: creía que yo era un aficionado y no había nada que pudiera decir para hacerla cambiar de opinión.

En ese momento perdí la noción del tiempo. No sé si transcurrió mucho o poco. Sólo recordaba algunos pormenores de la conversación y demasiado de toda la comida que pedimos.

Elise apenas comió (también un plato de consomé, media rebanada de pan y un poco de vino tinto). Supongo que siempre comía con frugalidad en los días previos a las actuaciones. Quizá ya lo hubiera leído.

Robinson y la señora McKenna compensaron de sobra el escaso apetito de Elise. Creo que fue el verles manos a la obra sobre sus respectivos platos lo que le asestó el coup de grâce a mi estómago… y a mi paciencia.

Fue sobre todo Robinson el que me puso enfermo. Aquel hombre devoraba con ansia de depredador. Las náuseas me invadieron a medida que se llenaba la boca de comida y la masticaba. Aparté la vista para no ser testigo de su despiadada glotonería… aun así, me seguía llegando el ruido de su masticación. Fue todo cuanto podía hacer para evitar levantarme de un brinco y dando voces antes de saltar por la ventana. Solo ahora puedo apreciar lo tragicómico de aquella escena. Ah, belleza, ah, romance; ah, dulce idilio de pasión desaforada. Mi estómago burbujeaba como un foso de lava mientras ellos tragaban y conversaban; hablaban y devoraban; mordían y engullían. Elise no decía nada. Yo no decía nada. Ella daba sorbitos al vino y a la sopa y parecía incómoda. Yo me tomaba el consomé, daba pequeños bocados a la tostada y sentía como si hubiera entrado en fase terminal.

Hubo un momento en que Robinson habló de mí en su conversación con la señora McKenna; o, más que hablar de mí, me mencionó. ¿Que si disparé? preguntó después de sacar el tema de la caza de aves en Coronado. Cuando meneé la cabeza, dijo:

—Muy mal. Me han dicho que hay buenos chorlitos… y agachadizas y los zarapitos abundan también… como el ánsar negro. —Juro que eso es lo que dijo.

—Suena emocionante —dije. No quería que sonara a burla pero me salió así. Robinson frunció el ceño por mi irreverencia pero por lo menos Elise se tuvo que contener la risa, lo que para mí fue un alivio momentáneo.

Entonces el alcalde de San Diego (de nombre, si mal no recuerdo, Carlson) se acercó a nuestra mesa para presentarse y dar la bienvenida a Elise a la ciudad. Me pareció jovencísimo, a pesar del bigote de manillar. Al igual que Robinson, me aplastó los dedos al estrecharme la mano.

Apenas me quedaban fuerzas cuando Carlson y Robinson empezaron a conversar; Robinson se quejaba sobre la disminución de la calidad y la cantidad de los puros desde que estallaran las revueltas en Cuba, a lo que Carlson le sugería que cogiera el tren que salía por las tardes del hotel hacia México, donde podría comprar todos los puros de calidad que quisiera. No había tiempo, contestó Robinson; de nuevo para mí información, supongo. La compañía saldría para Denver en cuanto finalizara la producción.

En ese momento, ya no aguanté más. ¿Qué demonios estaba haciendo allí sentado con Robinson y la señora McKenna después de haberme obligado a mí mismo a saltar un precipicio de setenta y cinco años para estar solo con Elise?

Estaba a punto de insistir para que saliera a dar un paseo conmigo, pero la razón se impuso. Elise no estaba para que le dijeran lo que tenía que hacer. Aun así, tenía que sacarla de allí.

Se me ocurrió una idea; me incliné hacia ella y susurré su nombre tan suavemente como pude.

Levantó la vista del plato de sopa, con los ojos tensos. Entonces recordé que debería haberla llamado señorita McKenna; después me lancé.

—No me encuentro bien, creo que debería salir a tomar el aire —le dije—. ¿Te importaría…

—Ordenaré que le acompañen a su habitación —interrumpió Robinson; se veía que no había susurrado lo suficiente.

—Bien…

Me corté cuando se giró para llamar al maître. ¿Es que al final iba a salirse con la suya? ¿Descubriría que yo no tenía ni habitación, ni equipaje, ni nada?

—Sólo necesito respirar un poco de aire fresco… —le dije.

Me miró con apatía.

—Usted verá —dijo.

—Elise, por favor, acompáñeme —dije, consciente de que sólo apelando a su empatía podía, quizá, derribar la resistencia de Robinson.

—La señorita McKenna —rugió en respuesta— debe mirar por su salud.

Decidí ignorarle; era la única manera.

—Por favor, ayúdeme —le pedí.

Robinson empezó a levantar la voz y a decirme que estaba abusando.

—Ya es suficiente —dijo Elise, cortándolo. Nuestras miradas se encontraron mientras nos levantábamos y supe que mi éxito era dolorosamente circunstancial. Iba a acompañarme, pero no por simpatía sino sólo para evitar una escena y, quizá (la idea me puso la carne de gallina), para deshacerse de mí en alguna otra parte.

—Elise —dijo la señora McKenna, más estupefacta que ofendida. Yo sabía, en aquel momento, que sus convicciones no eran ni de lejos tan firmes como las de Robinson, que era el único enemigo al que debía temer.

Su ceñuda presencia se hizo más molesta.

—Yo le ayudaré —declaró. No era tanto una proposición como una orden.

—No tiene importancia —le dijo Elise, con tanto desconcierto en la voz que me pregunté si no habría retrocedido más de lo que había avanzado.

—Elise, no puedo permitir esto —dijo.

—No puedo… —se le apagó la voz y de pronto se le tensaron los pómulos.

Nadie dijo nada más. Sentí la rigidez de sus dedos en mi brazo mientras dejábamos la mesa atrás. Cuando miré a Robinson me impresionó la malicia que delataba su rostro: la boca, un blancuzco, estrecho y prieto tajo y los negros ojos, clavados en mí. Si alguna vez he visto una mirada de «oscuro propósito», sin duda fue aquella.

Iba a decirle algo a Elise para que se tranquilizara cuando recordé que le había dicho que no me encontraba bien. ¿Hasta cuándo podría seguir con aquel teatro? me pregunté; considerando que, en conciencia, al final tendría que confesarle la verdad, me decanté por guardar un incómodo silencio mientras abandonábamos el salón. Incómodo porque, en ese momento, tenía la sensación de que la mirada de hasta el último de los comensales, aparte de la de Robinson, nos seguía. Ahora estoy seguro de que eran imaginaciones mías.

Cuando salimos al pasillo que llegaba a la veranda, me pregunté a dónde iba a llevarme Elise; sus dedos me guiaban, de eso no me cabe la menor duda.

—Vas a tirarme al mar —dije.

No contestó. Siguió mirando adelante, con una expresión que me turbaba; ya no le quedaba ni pizca de empatía.

—Te pido perdón de nuevo —dije—. Sé… —No continué, enfadado conmigo mismo. Basta de disculpas, pensé. Quería sacarla de la Habitación de la Corona y lo había conseguido. En el amor y en la guerra todo vale, recitó una voz en mi interior. Ya podías ser más original, le pedí.

Cuando abrió la puerta de la veranda y vi las oscuras y empinadas escaleras que bajaban, me eché atrás inconscientemente.

—Agárrese a la barandilla —me aconsejó, al pensar que había retrocedido asustado, supongo. Añadí su reacción a mi cajón de culpas y, asintiendo, empecé a bajar.

Vi que había dos tramos de escalones que descendían hasta el Paseo del Mar; uno en dirección sur y otro hacia el norte; bajamos por estos últimos. Intenté bajar por las escaleras como si la brisa marina en mi cara me estuviera sentando bien. No tenía sentido fingir también abajo del todo; tampoco quería que me considerara un debilucho. Pese a todo, tampoco podía parecer que mejoraba por arte de magia; además, la patética verdad era que me agradaba que me agarrara del brazo, la presión de su hombro contra el mío.

Ya estábamos en el paseo y, con su continua ayuda, nos dirigimos hacia otra pequeña escalera que bajaba por una pendiente de unos dos metros de ancho, cubierta de pequeñas palmeras cuyas duras frondas se mecían al viento. Ante nosotros el mar atronaba amenazador, tan cerca que me asustaban. La luna se había escondido detrás de unas nubes y apenas podía ver cómo las olas se retiraban con premura. Parecía como si, de un momento a otro, nos fueran a embestir a nosotros.

Bajamos los escalones y atravesamos otro paseo. Convencido ya de que en un abrir y cerrar de ojos la espuma nos alcanzaría, si no lo hacían las propias olas, dije con cierta preocupación:

—Se te estropeará el vestido.

—No. —Fue toda su respuesta.

Entonces, poco después, comprobé que la marea estaba mucho más baja de lo que había pensado y que el borde del paseo estaba unos dos metros por encima de un rompeolas. Cerca del borde había un banco en el que Elise me aconsejó que me sentara. Así lo hice, obediente; después de pensárselo, Elise se sentó a mi lado y me dijo que respirara hondo.

Entonces apoyé la cabeza en su hombro, arriesgándome a sentirme culpable de nuevo. Pillastre, pensé, esbozando una sonrisa. En realidad no me importaba. Me acordé de todas las horas de trabajo que me costó llegar a este punto. Me lo había ganado y no iba a dejarlo escapar sólo por hacer una dura confesión. Al menos, no en aquel momento.

Cuando puse la cabeza sobre su hombro se puso tensa. Después, poco a poco, se fue relajando.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó.

—Sí. Gracias. —Quizá debería mostrar una mejora paulatina en lugar de admitir sin más que me encuentro bien, lo que sin duda la enfurecería.

—¿Elise?

—¿Sí?

—Cuéntame algo.

Siguió callada.

—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? Desde que nos encontramos no he hecho otra cosa que molestarte. No merezco tanta bondad. Te lo agradezco, —añadí apresuradamente—, Dios sabe que me encanta, pero… ¿por qué?

Como no contestó empecé a pensar que existía una respuesta y que lo único que había conseguido era ponerle las cosas más difíciles.

Tardó tanto tiempo en responder que terminé por pensar que no lo haría cuando, de repente, habló.

—Te contaré una cosa —me dijo— y después no diré más. Por favor, no me pidas que te lo explique ahora, porque no puedo.

Esperé de nuevo, sintiendo que mi corazón jamás había latido con tanta ansia.

—Te estaba esperando —dijo.

Me sobresalté tanto que Elise se asustó.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

No podía articular palabra. Inconsciente, levanté la cabeza hasta que mi mejilla rozó la suya. Elise empezó a apartarse cuando, al oírme soltar un débil gemido, se detuvo. Pensé que me acababa de morir, su mejilla pegada a la mía, sus palabras grabadas en mi cerebro, le hubiera dado mi vida sin pensarlo.

—¿Richard? —preguntó.

—¿Sí? —Aparté la cabeza para mirarla. Estaba contemplando el océano con expresión sombría.

—Antes, cuando estábamos en la playa, dijiste «No me dejes perderlo». ¿A qué te referías?

Me quedé mirándola en desventurado silencio. ¿Qué iba a decirle? No podía ser la verdad; eso lo tenía muy claro. «¿Desde dónde viniste a mí?» me acordé. «¿A dónde…».

No. Descarté la idea. Ella nunca escribiría ese poema. Su jardinero nunca encontraría aquel trozo de papel.

—Como tú has dicho, —respondí—, por favor, no me pidas que te lo explique ahora. —Vi cómo se le endurecía el rostro y añadí, apresurado—. No es nada inconfesable. Es sólo que… bueno, todavía es pronto para hablar de ello.

Elise siguió mirando al mar y empezó a mover la cabeza adelante y atrás, demasiado lentamente como para decir que la meneaba, aunque sin duda no se encontraba bien.

—¿Qué? —pregunté.

El ruido que hizo parecía una mezcla de tribulación y de humor irónico.

—Todo esto es una locura —dijo, como si pensara en voz alta—. Estoy aquí sentada con un completo desconocido y ni siquiera sé por qué. —Me miró—. Si pudieras entenderlo —dijo.

—Lo entiendo —dije.

—Imposible.

—Pero sí —insistí—. Lo entiendo, Elise.

—No —murmuró, apartándose de mí otra vez.

—Entonces quédate conmigo —le pedí—. Conóceme y decide… —Me interrumpí justo antes de añadir «… si puedes amarme». No le daría esa opción. Debía amarme; no cabía otra posibilidad—. Sólo quédate conmigo todo el tiempo que puedas —concluí.

Se quedó callada un buen rato, contemplando el mar. Después dijo:

—Ahora tengo que volver adentro.

—Cómo no. —Me levanté y la ayudé, deseando estrecharla entre mis brazos, aunque me resistí. Paso a paso, me dije a mí mismo; no lo estropees ahora. Cuando nos dimos la vuelta, vi las luces del hotel, el gigantesco tejado de tablillas rojas, la bandera ondeando en lo alto de la torre del salón de baile, y sentí una oleada de cariño por aquel milagroso edificio que me había permitido llegar a Elise. Le ofrecí el brazo y caminamos hacia el hotel.

—Ahora debo confesarte algo —le dije mientras subíamos los escalones de la pendiente de las palmeras.

Me soltó el brazo cuando nos paramos.

—Sigue andando —dije—. Cógeme del brazo. Mira hacia delante y respira hondo porque lo que te voy a decir es increíble. —Era consciente de que intentaba quitar hierro a lo que estaba a punto de revelarle a pesar de todo el temor que me invadía.

—¿De qué se trata? —preguntó con desconfianza sin hacer caso de mis instrucciones.

Cogí aire.

—No me encontraba mal.

—No te…

—Te dije que no me sentía bien sólo para que me acompañaras afuera.

¿Qué significaba aquella expresión? ¿Aprobación? ¿Asombro? ¿Indignación?

—¿Me engañaste? —preguntó.

—Sí.

—Pero eso es detestable.

Pensé que el tono de su voz contradecía la dureza de sus palabras y me sentí obligado a responder:

—Sí, lo es. Y lo haría de nuevo.

Una vez más, aquella mirada, como si pretendiera llegar a lo más profundo de mi ser recorriendo mi rostro. Entonces de pronto, se sobresaltó, suspirando de impaciencia. Se dio media vuelta y siguió caminando hacia el hotel, conmigo al lado.

—Supongo que va siendo hora de pedir una habitación.

Me miró. Por el amor de Dios, ¿es que también parecía que aquello lo decía con segundas?, pensé.

—¿No tienes habitación? —preguntó.

—No tuve tiempo —contesté—. En cuanto llegué empecé a buscarte.

—Entonces te resultará complicado —dijo—. El hotel está abarrotado.

—Oh —murmuré. Otro aspecto que no había tenido en cuenta. Aun así, me dije para infundirme algo de confianza seguro que quedaba alguna habitación disponible. Después de todo, era la temporada de invierno.

Cuando entramos en la Rotonda Robinson estaba de pie al lado de una columna, obviamente esperando a que volviéramos.

—Disculpa —dijo Elise, y pude ver que las ventanas de la nariz se le ponían blancas a medida que se acercaba a su representante. Saltaban chispas entre ellos, saltaba a la vista Los libros no se equivocaban en eso.

Me pregunté cuándo la volvería a ver, ya que no habíamos quedado en nada. Entonces caí en la cuenta de que primero debía reservar una habitación, así que me fui derecho al mostrador de recepción. ¿Pero cómo conseguir una habitación? Aquel dilema me sacaba de quicio. Según el destino, no consigo habitación hasta mañana, no esta noche.

La respuesta no tardó mucho en llegar. Rollins, el recepcionista, que no dejaba de observarme con gélido desprecio, se relamió de gusto al informarme de que ya no quedaba ni una sola habitación libre. Quizá mañana.

Mañana seguro que sí, estuve a punto de decirle. Sin embargo, me limité a darle las gracias, a dar media vuelta y alejarme del mostrador. Elise y Robinson continuaban enzarzados en lo que, desde luego, no parecía una discusión amistosa. Aminoré el paso, después titubeé y al final me detuve. ¿Y ahora qué?, pensé. ¿Voy a pasar toda la noche en una silla del vestíbulo? Sonreí sin darme cuenta. El enorme sillón del entresuelo no estaría mal del todo. Sí, sería cómodo, pero apenas podría pegar ojo. Quizá podría preguntarle a Elise si podría dormir en su vagón privado, sólo por esta noche. Descarté la idea enseguida. Ya había hecho bastante para que sospechara de mí. No me arriesgaría más.

Me puse un poco nervioso cuando terminó de hablar con Robinson y se dio la vuelta, con el rostro endurecido por una expresión de cólera que hasta a mí me atemorizaba. Al verme cambió de dirección y se me acercó.

—¿Has conseguido ya una habitación? —preguntó. No podría afirmar si era preocupación o acusación lo que se desprendía de su voz.

—No, están todas ocupadas —contesté—. Tendré que reservar una por la mañana.

Se me quedó mirando en silencio.

—No te preocupes por eso, ya pensaré en algo —le dije. La verdad es que no parecía muy preocupada sino que, más bien, estaba un poco furiosa; por la riña con Robinson, esperé—. Lo que deseo es poder verte… —empecé a decirle, pero me detuve cuando se dio la vuelta y volvió con Robinson. ¿Y ahora qué pasa?, pensé. ¿Le ordenaría que me rompiera la nariz? Me quedé mirando con recelo cómo se paraba ante él y le decía algo. Él sacudía la cabeza y me mirada enfadado, después volvía a mirar a Elise y le contestaba con furia manifiesta. ¿Qué demonios le habría dicho Elise? quise saber. Fuera lo que fuera, la reacción abiertamente contraria de Robinson me llevó a pensar que Elise le había pedido que me ayudara.

Entonces, de pronto, Robinson la agarró del brazo. Elise se zafó, de nuevo con aquella imponente mirada de dominio. Me quedé asombrado, una vez más, por el hecho de que aquella mujer, capaz de semejante posesión monárquica, hubiera sido tan amable conmigo. Si Elise hubiera querido, se hubiera deshecho de mí en menos que canta un gallo; de eso no me cabía la menor duda.

Tampoco era que Robinson pareciera sometido a su autoridad. Sin embargo, Elise lograba imponerse y jugaba con mejores cartas; Robinson se quedó callado, con el ceño fruncido mientras ella le seguía hablando. Al cabo de un rato, Elise dio media vuelta y atravesó la Rotonda para venir a donde estaba yo, todavía con el rostro teñido de rabia, intimidándome. ¿Me ordenaría ahora que desapareciera?

—En la habitación de Robinson hay una cama de sobra —me dijo—. Puedes dormir en ella esta noche. Mañana tendrás que buscar otra solución.

Quise negarme; decirle que prefería dormir en la playa antes que pasar la noche en compañía de su representante. Pero no podía hacer eso; sería como insultarla después de todas las molestias que se había tomado por mí.

—Perfecto —contesté—. Gracias, Elise.

Entonces, durante un momento, volví a quedar atrapado bajo su intensa mirada, con sus ojos ahondando en los míos y su expresión de profunda incertidumbre, como si después de haber decidido mandarme a hacer puñetas no tuviera el valor para hacerlo. Me quedé mudo, pues me di cuenta de que lo que Elise sentía era lo único que hasta el momento jugaba en mi favor.

De pronto, murmuró:

—Buenas noches. —Y se dio media vuelta.

Quedarme allí como un pasmarote, viendo cómo se alejaba de mí, debió de ser la experiencia más trágica de toda mi vida. Hube de hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no salir corriendo detrás de ella, cogerla del brazo y suplicarle que se quedara conmigo. De no haber estado convencido de que aquello la hubiera causado una grave ofensa lo hubiera hecho. Me quedé allí, como un niño asustado, viendo cómo la única persona que quería en este mundo desaparecía de mi vista.

No oí sus pasos; nunca me di cuenta de que se acercaba. Solo supe que estaba allí cuando carraspeó para aclararse su viscosa garganta. Cuando me di la vuelta me topé con su semblante pétreo. Sus ojos oscuros me observaban, no nos engañemos, con odio asesino.

—Sepa usted de una vez —comenzó— que hago esto por deferencia a la señorita McKenna y por ningún otro motivo. Si de mí dependiera, ahora mismo lo echaría a patadas del hotel.

Hasta ese momento, nunca hubiera creído que ningún comentario que viniera de él podría resultarme divertido. Sin embargo y pese a la desdicha que sentía por la ausencia de Elise, sus palabras me hicieron gracia; sonaba como si lo hubieran sacado de la época victoriana. Tuve que aguantarme la risa.

—¿Qué le hace tanta gracia? —preguntó.

La diversión desapareció ante la amenaza física. Era un hombre fornido, aunque bajo; yo le sacaba diez centímetros sin problemas y apostaba a que era mucho más fuerte, aunque más valía que no lo provocara si no quería liarme a puñetazos con él.

—Desde luego usted no —contesté.

Pretendía sonar conciliador, aunque más bien parecí insultarle. Quizá sólo fuera una ilusión óptica pero fue como si el traje de Robinson se hinchara de golpe, con cada músculo de su cuerpo tensándose de rabia.

—Mire —dije. Empezaba a sacarme de mis casillas—. Señor Robinson. No quiero discutir con usted ni tener ningún tipo de problema. Sé lo que piensa ü, mejor dicho, no sé lo que piensa de mí, excepto que, como es obvio, no le caigo muy bien. Pese a todo, ¿qué le parece si por el momento acordamos una tregua? No tengo ningún plan secreto.

Se me quedó mirando un buen rato con aquellos ojos negros y fríos que tenía. Después dijo, con los ojos entrecerrados:

—¿Quién es usted, señor, y a qué está jugando?

Suspiré con cansancio.

—No juego a nada —respondí.

Su sonrisa era estrecha, desdeñosa.

—Eso ya lo veremos —sentenció—, como que la sangre es roja.

Esa expresión sonaba bien, pensé, a pesar de que sabía que era una amenaza. La mente del escritor jamás descansa.

—Sólo se lo diré una vez —continuó—. No sé qué le habrá dicho a la señorita McKenna para que se preocupe por usted con tanta credulidad. Pero está muy equivocado si piensa que con su estratagema, sea cual sea, me puede engañar a mí. Ni por asomo.

Me dieron ganas de aplaudirle pero no lo hice. No le reté en ningún momento porque sabía que el señor William Fawcett Robinson siempre tenía que decir la última palabra. Si no hubiera aceptado eso y actuado en consecuencia nos podríamos haber pasado toda la noche en la Rotonda. De modo que le dejé apuntarse el tanto.

—¿Podemos subir ya a su habitación? —pregunté.

El rostro se le deformó con un gesto de desprecio.

—Podemos —respondió.

Dio media vuelta sobre los talones y echó a caminar deprisa. Durante unos instantes, no supe qué pretendía. Entonces, de repente, comprendí que no tenía ninguna intención de acompañarme. Si yo no podía seguir su ritmo, Robinson le diría a Elise que aunque había intentado llevarme a su habitación, yo había preferido no seguirle.

Empecé a seguirle todo lo rápido que podía. Maldito hijo de puta, pensé. Si me hubiera sentido un poco más atrevido, creo que hubiera corrido detrás de él para partirle la cara. En cierto modo, tuve suerte de no perderlo de vista. Empezó a subir las escaleras de dos en dos escalones, sin duda con la intención de dejarme atrás y de hacerme darme cuenta de que no me había recuperado tanto como pensaba.

Gracias a Dios por el sentido del humor. Siempre lo he dicho, pero nunca he estado tan convencido como en estos momentos. Si no hubiera sido capaz de apreciar lo ridículo de aquella persecución, creo que me hubiera venido abajo. Sin embargo, supe que me vendría bien (una vez que había empezado). Debí de dar un espectáculo patético, dando tumbos mientras subía las escaleras, agarrándome al pasamanos, intentando no perder a Robinson de vista mientras saltaba por los escalones como una repulsiva gacela obesa. En más de una ocasión mis piernas flaquearon y me choqué con la barandilla, a la que me agarraba como si se estuviera produciendo un terremoto. Hubo un momento en que pasó un hombre por mi lado pero, al contrario que el primer caballero con el que me crucé, este se quedó mirando con indignada desaprobación cómo intentaba subir. La verdad es que solté una carcajada cuando le dejé atrás, aunque a él le debió de sonar como el hipo de un borracho.

Cuando llegué a la tercera planta, Robinson había desaparecido. Renqueando, me asomé al pasillo y miré en ambas direcciones; después de no ver a nadie me di la vuelta raudo y volví tambaleándome hasta las escaleras para seguir subiendo. Las paredes parecían desvanecerse a mi paso y entonces supe que no llegaría lejos antes de desmayarme. Y eso que pensaba que había superado por completo los efectos secundarios de mi viaje a través del tiempo. Otro error.

Por fortuna, di con Robinson en la cuarta planta. ¿Qué demonios estará haciendo aquí arriba?, me pregunté un tanto mareado cuando salí hacia la derecha desde el descansillo de la escalera y lo vi avanzando por el pasillo, hablando con otro hombre. No sé, ni siquiera ahora, si se había puesto a hablar deliberadamente con aquel tipo para darme la oportunidad de alcanzarle; no porque le cayera simpático, bien lo sabe Dios, sino porque se habría pensado mejor lo de enfrentarse a Elise después de que yo le dijera que me había dejado atrás. Por otra parte, quizá se hubiera cruzado con aquel hombre sin haber podido evitar entablar conversación.

En cualquier caso, a medida que me acercaba a ellos pude oír que hablaban sobre la representación. Cuando ya casi los hube alcanzado me detuve y me pegué a la pared, resollando y resoplando, sacudiéndome las nubes de oscuridad. Robinson no me presentó y menos mal porque no podría haber hecho otra cosa que jadearle mi nombre al otro caballero. Eso sí, aquel señor debía de preguntarse quién diantres sería ese tipejo desconocido y sudoroso que boqueaba pegado a la pared.

Por fin, la conversación terminó y el hombre se puso a caminar a mi lado, analizándome con oscura curiosidad. Robinson se metió en un pasillo lateral y yo, impulsándome con la pared, lo seguí. Su habitación quedaba a la izquierda. Mientras él abría la cerradura yo iba dando tumbos hasta alcanzarlo, demasiado al borde del desmayo como para esperar a que me invitara a pasar.

Robinson farfulló algo en tono malhumorado cuando lo aparté de un empujón para poder entrar; no distinguí ni una palabra de lo que dijo. Mi vista desenfocada, con lo atropellado que iba, distinguió dos camas al otro extremo de la habitación. Una tenía un periódico encima, de modo que seguí a tientas hasta la otra, calculé mal la distancia y di con la sien contra el estribo de la cama. Entre gritos ahogados de dolor, fui cojeando hasta el borde de la cama y me dejé caer con torpeza sobre el colchón, con la mano derecha por delante para amortiguar la caída. Con el choque se me resbaló la palma y sentí cómo se me estampaba la mejilla derecha. La habitación empezó a girar como un tenue y silencioso tiovivo. ¡Me voy!, pensé. Aquel grito asustado de mi conciencia fue lo último que salió de mi mente antes de que la inconsciencia me devorara.

Un ruido me despertó. Abrí los ojos y miré a la pared. No tenía ni idea de dónde estaba. Diez o quince segundos después sentí una punzada de pánico y giré la cabeza.

Quién hubiera dicho que ver a Robinson me tranquilizaría. Lo hizo, no obstante, porque quería decir que no había regresado. A pesar del tiempo que permanecí inconsciente, mi cuerpo se quedó donde estaba. Esto solo podía significar que había empezado a echar raíces.

Miré a Robinson, confundido por tenerlo allí de pie, de espaldas a mí, mirando lo que parecía una pared vacía. Sostenía algo ante sí. No podía ver lo que era pero, por los crujidos que oía, era algo de papel.

Por fin se movió; se produjo un ruido atronador y empezó a darse la vuelta. Cerré los ojos porque no me atrevía a enfrentarme a él otra vez. Pasado un rato los abrí, sólo un poquito, y descubrí que se había apartado de mí. Miré al lugar donde había estado antes y pude distinguir la puerta de una caja fuerte.

Miré a Robinson de nuevo. Estaba sentado en una silla de mimbre, descalzándose junto a las ventanas. Le colgaba la colilla apagada de un puro de la comisura izquierda de los labios. Se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata y pude ver que, alrededor de las mangas de la camisa de rayas, llevaba unas bandas elásticas cuyos enganches estaban hechos de lo que parecía plata de ley. Los adornos de los tirantes negros también parecían de plata.

La silla crujía mientras Robinson se quitaba el segundo zapato (que más bien parecía una bota), suspiraba de alivio y apoyaba los pies, embutidos en unos calcetines negros, sobre un taburete. Alargó el brazo hasta el escritorio, que estaba junto a la silla, y cogió una ornamentada navaja de plata. La abrió y empezó a hurgarse con la punta de la hoja bajo las uñas. Había tanto silencio en la habitación que podía oír aquel leve y áspero sonido con nitidez. Me fijé en el anillo que llevaba en el dedo corazón derecho, ónice negro con un emblema de oro incrustado.

Quería inspeccionar toda la habitación pero los párpados se me hicieron pesados otra vez. Me sentí abrigado y cómodo, incluso en presencia de Robinson. Después de todo, ese hombre solo hacía lo que consideraba mejor para Elise.

Empecé a darle vueltas a lo que me había dicho detrás del hotel; que me había estado esperando. ¿Cómo era eso posible? La respuesta se hacía imposible a menos que pensara en términos de percepción extrasensorial. ¿Sería esa la clave? Me sentí perdido aunque, al mismo tiempo, muy agradecido. Fuera cual fuera la explicación, el hecho de que me estuviera esperando lo cambiaba todo. Todavía le quedaba mucho para aceptarme del modo en que yo deseaba que lo hiciera pero, por lo menos, había dado el primer paso.

Mi mente se escabullía de nuevo. Esta vez no perdí los nervios. Estaba seguro de que cuando despertara todavía seguiría en 1896. De regreso a las sombras, volví a desviar la atención al enigma que me atormentaba. ¿Estaba ya todo escrito: ver la fotografía de Elise, enamorarme de ella, decidir salir en su busca y conseguirlo al final? ¿Sería posible que todo aquello solo funcionara si estuviera equilibrado por el hecho de que ella aguardara mi llegada?

Estaba demasiado atontado para verle el menor sentido a aquella cuestión. Me olvidé del tema y, poco a poco, me fui durmiendo.