8

EL día siguiente era el cumpleaños de mi amiga Patricia, el pequeño Silvestre, de seis años, me había invitado a su casa de la sierra, me había comentado que solo estaríamos nosotras y cuatro niños más. Me llevé el bañador, porque hacía tanto calor que unos largos me vendrían bien. Nada más llegar me encontré a Silvestre y dos amiguitos de su cole, hablando del partido de España, la conversación me provocó cierta alucinación mental.

—Oye tío, ¿has visto como lleva Del Bosque a sus jugadores?, me encanta, que haya puesto dos centrales y uno en punta.

—Sí, me ha encantado, aunque Aragonés tenía un juego más limpio, aunque menos defensivo.

—Como gane España, me pongo las mechas, tío.

Me quedé loca escuchando a esos pequeños hablar como adultos, eso sí, adultos metrosexuales. Pensé si mi amiga le dejaría ponerse mechas, la verdad es que estaba un rato asustada de cómo han cambiado las conversaciones de los niños. Los niños jugaban a la Play enganchados como posesos, los cabellos de alguno se erizaban por la caballera, mientras a otro le salía una vena en el lateral izquierdo y bombeaba lentamente.

De pronto apareció un chico de unos treinta y cuatro años que se presentó como el vecino de la casa de al lado, y que venía con su hijo para que jugara con los pequeños. El vecino me miraba sonriente, y mi amiga me hacía señas:

—Mira que bomboncito tenemos en la sala, es una cosita. —Me hablaba como si fuera el último Ferrero Rocher y estuviera de temporada.

Mi amiga le dijo en alto:

—¿Cómo estás, Juanma, después del divorcio? —Y él contestó:

—Encantado, me he quitado muchos problemas. —En un momento que estábamos hablando de fútbol, de cosas triviales, me vi sumergida en una conversación de divorcio truculento, donde se hablaba de repartos de discos, y donde una figurita con forma de samurái había sido el final de una historia de amor de doce años. Y lo peor fue que me miraban a mí, como si yo fuera la abogada laboralista. Mi amiga me miraba con gesto mohíno y me daba codazos en una esquina. Debía llevar unos cuantos moratones, cuando oí al hombrecillo amargado por su vida decir:

—Me la esperaba mejor. —Tuve que tomar un trago de whisky y hacer como si no hubiera oído esa frase. A estas alturas de mi vida me habían invitado para una subasta, y lo más vergonzoso es que no entraba en sus cuadrantes. No me gusta que hagan esas cosas las Asociaciones, y es que lo hacen mucho, cuando ven que alguien está lejos de la misma intentan volverse secta para meterte dentro como sea, y digo como sea porque no se han fijado en el detalle que tiene este chico, y es que tiene un tic en el brazo tan grande que ha tirado ya cuatro copas de vino. ¿Me verán con tan pocas posibilidades, de no poder hacer las cosas sola?, me decía por dentro.

Esa noche, no me volví en tren de cercanías, sino que Juanma me acompañó hasta el centro, con su tic de nervios por estar con una chica nueva, ya que el pobre me imagino que no se había recuperado de su divorcio, pero antes de ponerse a buscar en la calle, prefería una chica que le hubieran presentado y que le diera garantías como las lavadoras. Me dejó en el portal y como un caballero me dio un par de besos, pidiéndome verme otro día.

Le dije un «ya nos veremos», en la línea del que utilizamos ante las cenas de exalumnos, «nos llamamos». Han podido pasar diez años, y todavía puedes estar con un traje de gala y tu pelo recién planchado de peluquería esperando frente al teléfono. Y ya, si el exalumno te gusta y es Rober, la situación se vuelve todavía más dramática, porque estás con una oreja en el suelo y con la mano esperando a que el señor se decida a cumplir su palabra.

Esa noche abrí mi correo, tenía cuatro mails de cuatro de mis mejores amigas, con fotos de sus pequeños, cada uno haciendo monerías circenses y otro con la palmera de chocolate embadurnándose la cara, con un pie de foto que decía: «Mario. ¡Qué glotón!… Mmm.»

De vez en cuando me escriben, porque hace un tiempo que se me ocurrió la idea de crear un foro de madres, para las que no se conocieran, ya sabéis, se pusieran en contacto las unas con las otras. Una intranet para ellas, donde se contaban las peripecias del pequeño, sus primeros gateos, sus primeros vómitos, sus primeros chillidos. Su primer «papá» y «mamá», que esto es muy relativo, ya que dicen que ha dicho mamá o papá según les convenga. Me ha pasado muchas veces estar con la pequeña Laura, y todos alrededor de ella esperando que dijera «Papá, cojo las llaves», y de pronto la cría dice «a, a», y su padre pegando saltos gritando:

—¿Lo habéis oído, chicos?, ha dicho papá. —Y tú para no desanimarle le dices:

—Sí, sí, yo lo he oído. —Y es que esa escena me recuerda mucho a Curro, este era mi loro a los ocho años, todos alrededor, diciéndole frases sin sentido, para que las repitiera. Y justo cuando te ibas de la cocina, es cuando el pajarraco decía todo y tú te lo habías perdido. No podías poner una grabadora porque el loro se adelantaba a tus pasos y él sin la presencia de su abogado no decía ni pío.

Tengo otro mail de otra amiga que me habla de nuestro viaje de verano. Este año puedo hacer dos viajes, uno a Berlín con el elenco de madres y sus carritos, poco a poco, lo estoy visualizando, ver el museo Bauhaus con niños llorando en tu oído, y salir corriendo a la calle para darle el pecho a demanda; o un viaje a Croacia con la asociación de Inmaduras viajeras, al final creo que iré a este último y dejaré algún fin de semana para estar en contacto con la asociación. No cierran por vacaciones.

Me dirigí al espejo. No me reconocía. Pasé mis dedos por nuevas carreteras de mi rostro. Últimamente no me encontraba bien, así que mi amiga Pi en la oficina me recomendó a una mujer que se llamaba Lupita Ferrer, que se dedicaba a tratamientos de belleza, te hacía un estudio de la cara y luego te llenaba de productos para mejorar en tu aspecto. Así que empezamos la reconstrucción por fuera. Pero antes de acudir allí, lo primero que hizo Pi fue enseñarme a comprar compulsivamente por Internet. Así que nos metimos en la oficina en la página de Woman Secret, y empezamos a comprar bikinis y pareos. Creo que hice esto de comprar sin ver hace muchos años, a través de un catálogo. Compramos dos a contra reembolso y a los días lo hicimos llegar a la oficina, por supuesto Tico se puso las pilas porque hicimos el pase de modelos allí mismo.

Mi cuerpo estaba más unido al de un escombro, los rescoldos que deja una obra. Aunque tengo que decir que el biquini de Pi vino sin relleno, y eso a ella le horrorizaba; yo, aunque no puedo ser la modelo del Wonderbra, tengo algo más que ella, no necesitaba que nada me rellenase mi vida.

Lo de Pi y el relleno era una odisea, desde hace miles de años me comentaba que ella no podía salir a la calle sin su sujetador de aceite, de agua, o de aire, es que es increíble cómo se está volviendo todo este mundo, es como un medio de locomoción, y es que en el fondo el pecho hace que se mueva el mundo. Pi era como una tabla de windsurf, donde podían surfear tranquilamente, pero su marido siempre deseó su cuerpo, ya que decía:

—Las vacas alemanas no me gustan.

De allí nos dirigimos a Lupita Ferrer, su pelo era encrespado, como un nido de pájaros, llevaba miles de años en la calle Grafal creando productos para hacer a las mujeres más bellas, estudió farmacia, y pensaba que la mujer podía quedar más bella con algo de crema que se pusiera. Nada más abrir la puerta esa mujer me sonrió y me dijo:

—Hacemos poco el amor ¿verdad? —No quería ir a una bruja y esta pequeña mujer me estaba diciendo ya todo a bocajarro.

De pronto, sin mediar palabra, comenzó a mezclar romero, con hierbabuena en una masilla como de arcilla, y empezó a embadurnarme la cara con una especie de yeso viscoso. Mientras tanto decía:

—No hay que perder tiempo. —Y añadió—: Hacer el amor es buenísimo, si lo hicieras tres veces al día, no tendrías que llevar este pringue durante ocho horas.

—¡¿Qué?! —chillé comiéndome algo de esta masilla pringosa.

Qué me estaba diciendo esta loca con el pelo revuelto, que tenía que llevar esta cara de cemento durante todo el día, le comenté que me lo quitara, pero ella me dijo que si terminaba ahora el tratamiento me saldría una irritación de días. Y lo peor era que yo tenía que recoger unos papeles importantes en el banco y me cerraban a las dos.

Así que pensé ¿Quién me conoce así?, pues si antes lo digo, antes me encuentro con medio país. Al bajar las escaleras me encontré con una amiga del colegio que me reconoció; con mi primer novio de los catorce, Gustavo; con mis tíos a quienes no veía desde que fui a visitarles a Australia. Y cuando ya pensaba que el mundo había terminado de saludarme (y por qué no decirlo, el maldito mundo me había jodido la vida), todavía podía terminar peor: mi Andrés con su bicicleta dando vueltas con otra chica, una de esas altas, con piernas largas y caballera nórdica. Tengo cara de recién parida, me dije. Me han puesto ya la epidural, mi pelo está revuelto, y la cabeza del niño empieza a salir. Mi cara sudada, mi pelo revuelto y con la cara de «no quiero recibir visitas.» Me gritó desde la acera de enfrente, y es que pensé que se podía haber quedado en esa acera de por vida:

—Berta, cariño, ¿están reponiendo La Máscara? —Era tan asquerosamente gracioso y yo era tan vulnerable, que mi cabeza iba a estallar. Por supuesto me presentó a las piernas largas, esa chica me miraba y creo que pensaría: ¿Qué viste en ella, Andrés? Pero en ese momento ella pensaba: No me gustan nada los tallarines. Siempre pensamos que el otro piensa cosas tremendas, y a lo mejor está pensando en la comida que va hacer mañana.

Quise escabullirme de allí como pude, con esa cara no podía estar ahí plantada como una lechuga, y así lo hice. Cuando iba andando recibí un SMS de Andrés que me ponía:

«Tu arruguita de nariz… Mmm, esa chica no significa nada. Quiero verte.»

Siempre estaba ahí para desestabilizarme, y es que Andrés no me daba equilibrio, todo lo que ganaba en yoga, él me lo hacía perder en segundos. Ni con respiración de fuego, ni con postura fácil, iba a desaparecer este sentimiento tan sencillamente. He pensado tantas veces por qué subiría a esa fiesta belga de chocolates, por qué no iría a una japonesa donde hubiera sushi.

Y hablando de esto último, hoy en mi trabajo organizan cata de vodka y sushi. Sí, no tiene nada que ver lo uno con lo otro, pero esta empresa, que es nuestro proveedor, utiliza estas catas para irnos conociendo un poco más entre los empleados e ir tejiendo la red comercial. «Fiestas de compromiso» para que te unas al pelota de finanzas o al gordopillo de recursos humanos.

Por fin me quito la masilla como puedo, he tenido que utilizar la espátula y me ha salido una pequeña erupción, pero logro taparlo con maquillaje. Me pongo unos vaqueros, una camisa blanca ibicenca, y un pañuelo al cuello. Cojo el bolso y me voy para la cata de vodka que, todo hay que decirlo, me pilla fuera del barrio y muy lejos de él, así que apenas tengo ganas de pasar la noche allí, con gente que me trae sin cuidado y que me da exactamente igual si vende o no vende nada. Al llegar me encuentro con mi compañero Tico todo elegante, con el pelo despuntado, oliendo a colonia y con una sonrisa bien grande.

—Las hay guapas, y está Berta —dice con su gran sonrisa de dientes colocados.

Me ha buscado sitio al lado de él y el consejero delegado de la compañía. Estas catas son eternas y un poco pesadas, tienes que estar con esa sonrisa que compras en los chinos para todo el día, pero se suele comer bien.

De pronto nos ponen en la mesa seis copas de diferentes vodkas. El señor que nos da la charla nos dice:

—Aquí tenemos al vodka de centeno, resalta el aroma suave y ligeramente dulce que nos deja en el paladar. —Por supuesto, al igual que cuando era pequeña, tengo que probar y tocar todo, así que me meto un lingotazo, y es peor que el flúor de después de lavarte los dientes, parece alcohol de noventa grados. Mi lengua tiene un montón de alfileres y yo tengo ganas de escupir aquello en cualquier lado, lo mantengo en la boca durante segundos y siento que me quema, es como si tuviera la boca en carne viva y el humo me saliera de las orejas. Me las toco y noto que las tengo ardiendo. Estoy fucsia. El hombre continúa la charla con una voz que adormece:

—Aquí tenemos el vodka de melaza, que es el almíbar que se extrae al refinar el azúcar. —Pruebo un poco para que se me vaya un poco el mal sabor del otro, y presiento que este debe ser el que utilizaban los zares, es casi peor, mis orejas se ponen de un rojo tan chillón que parece que van a explotar. Creo que se van a desintegrar, me digo por dentro. Entre la voz del orador y sus destilados, pienso que voy a morir.

Acudo rápidamente al baño, donde abro el grifo, y pongo la lengua a remojo durante horas, parece que me relaja algo. No sentía esto desde que me enrollé en la facultad con un chico que le llamábamos «Juanchi Lavadora», sus besos eran de centrifugado total, y me dejaba la lengua sin sentir, eso y su barba de dos días hacían que mi boca tuviera siempre una especie de erupción continua. Estoy deseando que llegue el sushi para olvidarme de aquello.

Cuando salgo, veo a todo el mundo con una venda en los ojos, me he debido perder algo porque les veo como jugando a la gallina ciega. Me explican que ha habido cambio de planes, y que al japonés que nos iba a enseñar a hacer sushi le ha dado una indigestión, pienso por dentro: Claro eso ha sido algún vodka que se metió antes de llegar. De pronto un chico con una voz aterciopelada y con un anillo en el meñique del tamaño de una nuez, nos dice:

—Hola chicos, me llamo Cándido, y aunque soy exigente en la cocina, hoy quiero que juguemos, que seamos niños, que seamos clowns, así que he preparado unas cosillas, que lo he llamado «el arte de los sentidos.» Iremos pasando unos productos y con los ojos cerrados diremos a qué nos recuerda, ya sea un olor, un sentimiento o un color.

Alucinaba en colores, el hombre que tenía al lado era del sindicato y no entendía nada, creo que éramos los dos más terrenales de la sala, los demás eran altos ejecutivos de empresas y vivían esto como lo más normal del mundo, debían de estar todo el día con mucha tensión, por lo que estos sabores les parecerían muy normales.

De pronto comenzamos a jugar, lo primero que yo con los ojos cerrados no veo donde está la comida, así que tengo que palpar toda la muñeca del hombre que me trae la degustación para no comerme un gemelo. Cuando por fin logro dar con ello, me lo trago de un tirón, ni siquiera he notado a qué sabía, así que grito:

—Era una aceituna, ha rodado muy deprisa. —Cándido, sonriéndome, dice:

—A ver chicos, atendedme un poco, hay que jugar, acariciar, la comida es tu pareja, y por lo tanto se merece cositas ricas. —Me sonaba hasta guarro en su boca. O era yo que no andaba muy trajinada, como quien dice. Ahora pertenecía al Convento de los Cartujos, y lo peor era que intentaba escapar por la reja.

En fin, pensaba que la siguiente comida sería más fácil, me dieron algo que sabía a colonia, y así lo dijo:

—Es Nenuco, ¿verdad? Es jengibre, queridos amigos, de la familia de las Cingiberáceas, asienta nuestro aparato digestivo y da a la comida un toque de glamur, es muy divertido.

Desde hace unos años para acá noto que todo es divertido, «es una camiseta muy divertida», «el jengibre es divertido», ya es lo que me faltaba por oír, o eso o es todo «muy cool». Desde luego hubo algo que me comí que me recordó a una suela de zapato, y a mi compañero también. Espero que estuviera sin usar, pensé con una sonrisa cómplice. No di ni una, esto se me parecía a las pruebas esas de los chinos del «humol amalillo», no estaba disfrutando nada, por fin estaba terminando cuando me pasaron el plato fuerte.

Rezaba por dentro y me decía: Por favor, que sea una tortilla de patata. No había suerte, empecé a comer pétalos de rosa, así lo digo, porque todavía debo llevar un jardín dentro de mi boca. Eran suaves y jugosas. Tuve que meter el dedo en el paladar para rescatar algo de pétalos y que no creciera dentro de mí un cerezo. Soy de las pocas personas a las que no les gusta comer hierbajos tipo rúcula, porque me siento como un buey en pleno prado. Escupí algunos al suelo, no pude guardar las formas.

Les dije que me estaba empezando a encontrar muy mal, cuando me dieron un vaso para que bebiera algo de…

—¿¡Vodka?!… ¡¡Nooo!! —gritaba yo. Pero ya me había metido para el cuerpo el de melaza, lo sabía porque era el de los zares y lo notaba porque mis orejas se ponían otra vez como un correcaminos al que habían prendido fuego.

Me fui de allí casi sin despedirme de la gente, quería llegar cuanto antes a casa y ponerme un paño húmedo en la cabeza, pero mi boca sabía a flores silvestres, estas pudieron con todo el vodka de la sala.

La próxima cata la tenemos de jamón serrano y cerveza. Espero que no haya ningún cambio en la programación. Las catas me encantan, no suelo conocer a gente, pero sí me gusta conocer lo que se cuece entre fogones, en esa cata me pareció ver al gerente de una de las empresas más importantes meter la mano por debajo y rozar la pierna de nuestra secretaria. Cuando salí a la calle había empezado a lloviznar, las gotas eran tan grandes que llegué a casa como una sopa, así que me preparé algo caliente y me puse de fondo a la mejicana Lucha Villa, para seguir con la tortura en vena, Tú a mí no me hundes, se llamaba la canción. Me costó elegir canciones en YouTube, pero hice una buena selección de tortura mientras cenaba para desahogarme. Esta mujer tenía una canción muy graciosa que decía algo así como que escribió muchísimas cartas y que solo dos recibió de su hombre, vamos, que en correos debían de estar contentos con su amor obsesivo, creo que desde que ella apareció ahora tienen una estafeta mucho más grande y reluciente.

Esta canción dice algo así como: «te juro por mi madre que no me vas a hundir, te apuesto lo que quieras que tú a mí no me hundes…», pero no paraba de llorar, así que no sé si era muy creíble esta canción para mí. Así que me metí otra vez a elegir a otra cantante desgarradora: Paquita la del barrio, Rata de dos patas, decir esto es decir Andrés. La canción dice algo así:

«Rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del infierno, maldita sabandija, cuánto daño me has hecho… Rata de dos patas, te estoy hablando a ti, porque un bicho rastrero», de pronto Paquita grita hablando: «¡Me estás oyendo, inútil!», y es que una, haciendo los coros con esta mujer, se siente como llena.

En ese instante recibí un SMS de Andrés que solo me decía:

«Quiero verte».

Y entonces estos acordes se olvidaban en mí y comenzaba a cantar en mi corazón a Charles Aznavour. En estos momentos es cuando doy gracias de no haber probado ningún tipo de droga, porque estaría en un sitio de rehabilitación curándome de mis adicciones.

Para mí Andrés ha sido uno de mis peores adicciones, cuando lo conocí, ya noté que me iba a costar una vida domarlo, pero me gustaba mucho subirme al potro salvaje y manejar los mandos, aunque claro, estos se me han roto, me he electrocutado. Toda la asociación de Ácido Fólico me dice «lo vas a encontrar, el mundo está lleno.» Pero con él me siento un ratón pegándome contra las paredes.

Hace poco oí que las ratas eran solidarias, pero desde luego mi Andrés debe ser ratón porque nunca me ha ayudado a bajarme de la rueda y a abrir la salida. Sentía desde el primer momento que iba a tener nostalgia de él, que lo que vivíamos me iba a marcar, es una sensación que tengo desde que soy pequeña, si la persona viene en un marco bonito de conocimiento, con música de fondo, y con un aura que siento que le he conocido de antes, en otra vida, sé que va a ser muy costoso arrancarlo de mi vida.

Pero la asociación de Ácido Fólico siempre me dice: «El mundo está lleno de gente maravillosa y tú darás con ello, ya lo verás», pero yo estoy buscando un electrodoméstico que centrifugue y no me saque la ropa arrugada, es decir no quiero un hombre que tenga por un lado un corazón valioso pero que por el otro no me atraiga, quiero el lote completo, y sé que para ello tengo que salir y mezclarme con la gente. Solo conozco una persona que no salió de su casa apenas y lo encontró, y fue Juan Ramón Jiménez, pero en su caso a lo mejor Leonor era una mujer que en ese momento trabajaba en comida a domicilio y le llevó un piscolabis.

Sé que el mundo está lleno de personas interesantes, que muchas me pueden llenar algo, pero nunca me gustó la palabra «algo», quiero el todo. Y es que cuando juego con mi mente para ver quién podría encajar conmigo, se me queda reducido el grupo a dos personas o tres y que siempre suelen ser los maridos de alguna amiga de Ácido Fólico, pero también será porque los veo desde fuera, me imagino que ellas y ellos cederán en muchas cosas para llevar años; o es que yo nací con un tiempo determinado para las relaciones, a lo mejor nunca estuve hecha para el «siempre». Y de esa manera siempre puedo vivir nuevas mariposas. Intento dar una lectura positiva a toda mi vida, pero este pesimismo heredado hace que ya no tenga argumentos para salvarme.

No quiero pertenecer a la asociación sin sentir como la película Arrebato, algo fortísimo. Necesito ser el centro de esa persona, ser su prioridad, y que en una cena de amigos, con un gesto que nadie vea, nosotros nos entendamos. Busco una conexión ADSL en mi vida, pero los routers no funcionan, algunos tienen las antenas muy cortas, y otros están como apagados. Después de moquear mucho, terminé mi noche con una canción que siempre me sacó mi lado loco y me da esperanzas de volar, I need you baby. Cuando me cansé mentalmente, me fui a la cama a leer un poco a Raymond Carver, me encanta ese escritor, necesitaba leer para distraerme e intentar no pensar. Pero cuando iba adentrándome en las letras, Andrés aparecía en cada línea besándome el cuello, pasándome las hojas del libro, en un momento me quitó las gafas las puso sobre la mesa y nos revolcamos de lado a lado de la cama, le eché el pelo para atrás y mordisqueé su cuello.

Pensé que me estaba volviendo loca, cuando llamaron a la puerta. Era mi amiga Celia y me sacó de aquel sueño de perdición, venía con sus dos niñas, de dos años una de ellas y la otra de cuatro meses. Me dijo que venía con todo el equipamiento porque se había enfadado con su marido, así que en un instante hicimos una habitación para las crías, mientras escuchaba estas frases:

—No aguanto a Daniel, me quiero separar, ¿tú qué harías?

En ese momento le dije que lo mejor es que lo pensara, que me viera a mí y a todas las personas de fuera de la asociación cómo andábamos.

Ella se sonrió y me dijo:

—Pues yo te veo genial, de mayor quiero ser como tú, Berta.

Pensaba por dentro: pero qué está diciendo, quiere llevar un montón de relaciones fallidas desde los doce, quiere sentirse fuera del mundo, y que actualmente es un bicho raro asexual, casi un ángel.

Y me eché a reír, claro. Todas me veían la mujer feliz, pero yo no había elegido esta vida, me había caído en las cataratas del Niágara, y Supermán no me había rescatado, sino que seguía bajando por el agua río abajo, y no sé dónde me pararía. Buscaba una piedra que me parara o que un bañista de ojos verdes saliera en mi busca, pero es que no veía ni un trozo de madera para rescatarme de las aguas.

Mi amiga apenas lloraba, lo único que hacía era insultar a su marido, que ahora dice que no le reconocía, pero es que la oigo chillar que se divorcia desde el primer mes que se conocieron. Sé que ahora era algo pasajero, pero mientras antes huía de su casa sola y nos íbamos a quemar algún bar, ahora tenía que huir de su casa con dos mochilas que no paraban de llorar.

Su niña tenía tirabuzones rubios de un color casi trigo, tenía solo dos dientes en la parte de abajo de la boca, y tenía la habilidad de tirar todo lo que se encontraba a su paso. Estuve jugando con ella a esconderme por toda la casa, mientras me perseguía y decía cosas como:

—A ver, a ver, dónde tá, dónde tá… —Y se tapaba la cara con el visillo.

De pronto se abalanzó sobre el disco duro de la televisión y empezó a encenderlo y apagarlo hasta que hubo un momento en que (eso no era de chicle) y se fundió. Tienes que poner cara de «aquí no pasa nada» a la madre de la asociación, de «no te preocupes, si este disco lo he comprado para que ella juegue.»

La niña de mi amiga era incansable, así que le dimos algo de comer, a ver si se distraía con una galleta, pero debe ser que todas las mujeres llevamos una madre dentro, porque cogió la galleta, se la puso en la boca al bebé de meses, y comenzó a mecerlo. Se la tuvimos que quitar como pudimos, porque notamos que el bebé tosía.

La hermana mayor mecía a la pequeña en una hamaca de esas plegables en el suelo, y la balanceaba tan fuerte que el bebé salió volando, menos mal que tengo una alfombra que debe ser amortiguadora, lo sé porque en las noches con Andrés, del sillón caíamos a la alfombra donde siempre acabábamos riéndonos y con unos cuantos moratones. Los bebés son como Blandi Blub, esa masa verde viscosa con la que jugábamos de pequeñas; recuerdo que a mí nunca me lo compraron, ya que en mi casa literalmente decían que era «una guarrada».

Tengo que decir que miles de años después me lo compré, ya que eso de que me prohibieran algo me producía mucho placer; jugué con él con treinta años, nunca es tarde, siempre lo pienso. No hice lo mismo con los capítulos de Falcon Crest, recuerdo que me escapaba a ver a Lance en mitad de la siesta, esos besos que le daba a Pamela eran dignos de pararlos, qué pena no tener un video cerca. Luego me iba a un espejo de la casa y allí me daba besos de tornillo en él, este hacía menos daño y siempre me veía reflejada en él, creo que éramos compatibles (sigo buscando a mi espejo).

Mi amiga, entre insulto e insulto a su marido, siempre me decía que se había relajado en la relación, que al principio era de los que se recorría la ciudad solo para pasar una tarde con ella en el descansillo de su casa, que le encantaba ir al cine y cogerla de la mano, pero que ahora siempre llegaba cansado, y que con los niños apenas tenían tiempo para el sexo. Le dije que esa parte debería cuidarla, ya que había oído que muchas veces, cuando no encuentran lo que hay en casa, lo buscan en otro sitio. Muchas parejas se forman en los parques, así que había que vigilar todos los columpios por si algún miembro de la asociación se liaba entre ellos. Después de contarme todos los pormenores de la pareja, en todo lo que se convierten a lo largo de los años, me dijo que había un compañero suyo de oficina que me quería presentar. Le pregunto si puede tener un cierto parecido a Robert Hays, el actor de Aterriza como puedas, que luego más tarde hizo una serie de televisión que se llamaba Starman, su boca siempre me ha gustado muchísimo. Hay que obviar cómo está ahora, si es que siempre lo digo yo… los cuerpos cambian. Entonces insisto y le digo:

—Vale, y de cuerpo ¿puede parecerse a aquel actor de la serie de televisión Camuflaje, que era de fotógrafos, y que en la vida real se mató con una pistola de fogueo jugando a la ruleta rusa?

Entonces es cuando mi amiga con cara de oveja modorra me mira y me dice:

—Y yo qué sé, es un tío muy simpático, pero le cuesta mucho hablar.

Entonces es cuando te ha respondido a todo lo que estabas buscando, es un chico del montón y que en la tómbola sigue en la estantería porque nadie le da en el blanco. Pero como no quiero ser una persona superficial le digo:

—Bueno, pues un día me lo presentas, tomamos algo todos y así la cosa no se nota, porque acudir a una cita sabiendo que vas a por esa persona debe ser de lo más violento, así que prefiero que quede todo como casual.

Le di largas porque desde luego nunca he creído en las citas a ciegas y menos en los gustos de mi amiga.

En ese momento, mi amigo Frankie me llamó al teléfono, tiene el don de la oportunidad, y si llama es porque debe estar más solo que nada, me dice:

—Hola Berta, ¿qué haces mañana? —Y añadió—: ¿Quieres quedar y tomamos algo?

Le digo que sí, a los amigos se les perdona todo, llevaba un montón de tiempo sin verle y me apetece que me cuente, cómo van sus aventuras y desventuras con Rosario alias «Morite», así la llamo cuando me quiero echar unas risas. Frankie se enfada y siempre me dice que se llama Rosario, y entonces es cuando le digo que es como la novia de Popeye, pero claro, la conoce como Olivia así que volvemos a liarnos otra vez hablando.

Me fui a la cama muy cansada, había sido un día muy duro, pero en mitad de la noche la pequeña de mi amiga se plantó en mi cuarto y quería que la aupara, quería meterse conmigo en la cama. Así que la hice un hueco, y allí, oliendo a bebé, quedé totalmente traspuesta en un lateral junto a la pared, no quería dar una vuelta y aplastarla. Cuando, de pronto, un berrido en la noche, como si apareciera el cuadro El Grito entre nosotras: su otra niña comenzó a llorar sin parar, eran berridos secos, de cabra degollada, y continuos, sin lágrimas.

Mi amiga tenía un sueño tan profundo, que tuve que ir yo a sacar a la niña de la cuna, y darle un biberón de anises. Con el jaleo que montamos en la cocina, mi amiga se despertó con cara de sueño y sonriéndome me dijo:

—Se te dan muy bien los niños, te adoran, ¿por qué no tienes uno? —Le sonreí, y le contesté que gracias a todos los niños de ellas había cogido práctica y que les trataba como adultos, ese era el quid para que les gustara estar conmigo.

Hubo un tiempo, hace años, que no se me daban tan bien, que me encantaba achucharlos, abrazarlos, incluso una vez recuerdo que cogí uno a hombros sin medir la altura del techo, y que al pobre le dejé un buen chichón. A mí me encantan los niños, siempre he pensado que el ser madre te quita de muchos problemas que tienes en la cabeza, y que cuando estás triste te llenan de vida y no es que haya descartado ser madre, pero sí me gustaría, si alguna vez sucede, tener a alguien que me acompañe en esta faceta de la vida.

Quizás lo que he descartado es encontrar a alguien que de verdad encaje conmigo. «Un raro para una rara», y es que todos somos peculiares, pero mi forma de entender el amor y las relaciones es un tanto especial. Detesto la rutina, y todo el encorsetamiento que se crea alrededor de ella.