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HOY tenía un día bastante duro en la oficina, teníamos que entregar unos informes y a las cuatro de la tarde tenía una cita con un tal Gilberto, un brasileño que me tenía que enseñar unos cursos de formación de su empresa, para que se los diéramos a nuestros clientes. Había hablado con él y me pareció un chico de lo más «verborreico», de los que no callan ni haciéndoles una aguadilla.

Mi compañera y yo estábamos muy nerviosas, ya que mi jefe no estaba y Tico se había ido antes con la excusa de que tenía el congreso nacional de monopatín en Colón, vamos, que iba a participar con tres vecinos y él, cara dura, se largaba de la oficina, dejándonos a nosotras el llamado «marrón de oficina». Así que le dejamos marchar. En ese instante apareció una Vespa, por un lado azul marina y por el otro blanca, pensé que si la viera Frankie le encantaría.

A la espalda llevaba una guitarra. Menudo proveedor tan variopinto, pensé para dentro. Cuando entró, desprendía un olor a colonia que echaba para atrás, de esas que las abuelas llaman pachuli. El caso es que me pareció bastante atractivo, tenía rasgos como japoneses, un aire a Keanu Reeves y a John Lennon, siempre veo los parecidos dobles. Lo primero que nos dijo, es que él no podía trabajar sin tomarse un café. Allí lo primero que soltó el chino fue:

—Fijaos qué piel tengo tan tersa, estoy preocupado porque ahora me salen estrías, tengo tendencia a engordar, pero sin embargo, la piel la heredé de mi abuela. —Mi amiga y yo nos quedamos perplejas, esperando que nos dijera después que era una broma, pero allí nadie dijo nada.

Entonces nos comenzó a relatar dónde estaban las mujeres más guapas de España, que si las del norte eran frías como el témpano, que si las del centro eran comedidas, que si las del sur eran más alegres; nos comentó que había salido con más de dos mil mujeres. Algo que me sorprendió porque había estado casado trece años, así que no sabemos si esta mujer llevaba una cornamenta, o en el último año hizo un sprint. De allí fuimos a la oficina, parece que no estaba por la labor de hablar de cursos de formación, y mucho menos de cuentas.

De pronto, abrió la funda de su guitarra y nos dijo:

—¿Conocéis a Vinicius de Moraes? —Le dije entusiasmada:

—Es uno de mis cantantes favoritos. —Me fijé en sus pestañas, las de abajo se enredaban con las de arriba, parece que nos iban a dar aire; tenía una piel oscura, y unas manos con venas muy marcadas, parecían las raíces saliendo de los árboles.

Comenzó a decir frases en portugués que por supuesto no entendimos, y comenzó a cantar Tristeza. Sus dedos se movían con total rapidez por sus acordes y yo pensaba: este tío en la cama debe tocarte de maravilla, mi amiga me miró y me sonrió, sabía que estaba pensando una maldad.

En ese momento mi amiga le dijo:

—Perdona, tú cantabas en Salvador en el bar de Tribales, ¿verdad? —Él contestó:

—Sí, lo sé, me suele pasar mucho, jamás canté allí, pero tengo una cara que es muy popular y me suelen confundir con un tío que canta allí. —Pensé: Claro que sí, si cantabas en Liverpool con tus amigos y montasteis un grupillo muy gracioso llamado The Beatles. En el momento culmen de la música, me miró y me dijo:

—¿Hace cuánto no haces el amor?, es muy bueno para la piel, a tu cutis se le ve que sufre día a día. —Le contesté:

—No es asunto tuyo. —Él me dijo:

—No quería ofenderte, me pareces una mujer con mucho encanto, charming, lo decís así ¿no? —Le dije yo:

—Bueno yo no digo eso. —De pronto comenzó a decir que le gustaba el cuerpecito «arrebullonado» como el mío—. Qué manera de llamarme gordita sin miramientos, pensé enfurecida.

Que fuera pequeñita le parecía encantador, le gustaba mi cara de enfurecimiento cuando él decía barbaridades, y que no podía no dejar de hacerlo. Empezó a tocar Samba de Bênção, se levantó, vino hacia mí, y empezó a traducirla: «esa samba con belleza es necesario un poco de tristeza si no es el samba no se puede hacer».

De pronto, nos dijo que terminaría su concierto con una canción que le encantaba que se llamaba Hagamos el amor en la barquiza Pichinguiña. Gritó:

—Esta bella canción la inventé yo, cuando perdí mi tesoro. —Yo no daba crédito, mi amiga no podía contener la risa, mientras que yo aguantaba el tirón, teníamos que conseguir la cuenta de los cursos de formación como fuera. Así que de pronto comenzó a susurrar:

—Pichinguiña, quiero hacerte el amor en la barquiza, que me des tus dulces besos en Bahía, sin esperar que el sol cubra nuestra orgía, húmeda tú, húmedo yo, el mar nos arrebata Sao Paolo.

Aguantamos la canción como pudimos. Le puse la hoja para que firmara el contrato, y todo pareció fácil porque dijo:

—Me encanta esta oficina, entienden mi arte, en muchas otras he visto que la música no entra en sus vidas, pero aquí hay total comunión con mi instrumento. —Desde luego con el suyo no había total conexión, pensé dibujándose en mi cara una sonrisa malvada.

En la puerta, cuando cerraba la misma y ya pensaba que solo quedaba un escalón por separarlo de mi vida, gritó al viento:

—Por cierto, les contaré una historia muy bonita, me llamo Gilberto, aunque me llaman Berto, —vaya, como yo en masculino, pensé, y continuó— porque mi padre fue al colegio con el músico Bebel Gilberto, y mi padre le dijo que si tenía un hijo que cantara la mitad de bien que él, y eso lo notaría por mis lloros al salir de la tripa de mi madre, sería el nuevo cantautor de las nuevas generaciones. Y podía haberlo sido, pero me enamoré perdidamente de Bella, una mujer rubia y brasileña con raíces alemanas, a la que la perseguí hasta España, pero que jamás quiso acostarse conmigo porque decía que era mucho más puro el mirarnos. Y vivimos una historia de amor, de lo más pura, a veces nos mirábamos durante seis horas continuas.

Dijo:

—Éramos un poco traviesos. —Reía de forma estridente con unos dientes de ratón que sobresalían de su boca.

Pensé que tanta represión le había vuelto un promiscuo de muchísimo cuidado. Por fin nos pudimos despegar de él.

A la mañana siguiente tenía un correo de Gilberto, o Berto para los amigos, en mi bandeja de entrada, donde me decía que le gustaría hacer el amor cerca de la barquiza, y sentir nuestros cuerpos húmedos al son de una samba triste. Terminaba diciendo: «Cena conmigo y verás Bahía, Brasil y el Pan de azúcar.» Continuaba diciendo que no había visto una mujer tan especial y tan bella en las dos mil que conoció, para mí pensé que no había viajado tanto, claro. Y terminaba el mail con esta frase: «samba pa ti, samba pa mí.»

Tardé dos días en reaccionar, cuando alguien viene al trabajo, no quieres estropear nada para no perjudicar el mismo. Así que muy educadamente le dije que llevaba una relación de quince años y que él me dejó, y estaba destrozada. Al momento recibí un correo electrónico en el que me decía:

«Tardarás un tiempo en hacerlo, pero el corazón siempre se cura, si quieres que un día rocíe tu cuerpo de besos y encuentres en el mío “el descanso del guerrero”, te lo daré todo, para que disfrutes de él, y que puedas ver el pan de azúcar.»

Como comprenderéis a estos mails surrealistas ya no contesté más. Le seguí viendo cada cierto tiempo, y en ese tiempo me iba contando sus hazañas con las mujeres; Gilberto, podía cansar a muchas mujeres, pero tenía algo positivo, que como iba a por todas, el porcentaje era alto de ensayo-error. Le llamábamos «Gilberto el brasas», aunque es verdad que nos alegraba muchas tardes con su directo de guitarra.

Cuando salió de la oficina, tenía razón, mi cutis debía estar cansado, me había notado que no había comunión en el arte sexual; pronto tendría que hacer una locura y elegir a otro candidato porque creo que como siguiera así, se me iba a cerrar. Me gustaría llevar un cartel: «Cerrado por reformas.»

Ese día me llamó Frankie para ir a tomar algo con él, nuestras tardes de domingo, nos las habían arrebatado al llegar Rosario. Me contó la historia de esta chica que vino un día desde Bariloche a Madrid en vuelo directo; ella tenía novio allí con el cual vivía en una casita muy cerca de un lago, pero un día vio que su vida no le llenaba, que necesitaba sentirse libre y seguir conociendo lugares, cuando cogió un avión y en ese mismo vuelo se encontró con un hombre de cincuenta y cuatro años llamado James, de la familia Bond. Él era de Alemania, y su padre le hizo la broma pesada de ponerle este nombre tan peculiar. Cuando me contaba todo esto, no pude evitar que se me saliera la Coca-Cola que estaba bebiendo por los orificios de la nariz, me hizo muchas cosquillas; me parecía todo tan surrealista y a la vez tan propio de Frankie, conocido entre sus amigos como Paco de Alba, el nombre venía por Francisco y el apellido era lo que significaba Escocia en gaélico. Este hombre le dijo que cuando terminara de vender collares en Madrid, que se fuera a Lanzarote con él, donde le daría un trabajo como decoradora de interiores. Mientras me lo contaba Frankie, me quedaba a cuadros, sabía que era una locura no creíble, pero él parecía haberse quedado absorto por esa mujer. Por lo pronto la Vespa pasó a segundo plano. Ahora el dinero se lo iba a gastar para ir a ver a su chica todos los fines de semana a Lanzarote. Frankie me dijo:

—¿Piensas que es algo raro lo del tío este? —Y yo le contesté:

—No sé, estamos todos en crisis, y de pronto este hombre se saca un trabajo de la manga para Rosario, que encima no es fea. —Frankie dijo:

—A ver, Berta, yo no soy tonto, sé que este tío está por ella, pero la utilizará para cenar, para salir juntos, para enseñársela a los amigos. —Y apostillé:

—¿Eso no es algo de prostitución? —Frankie no pensaba así, yo tampoco conocía a la chica, quizás era una mujer inocente y, como me explicó mi amigo, si algo no funcionaba, ella podía alejarse de la isla y volver con Frankie. Esa noche, mi amigo conocería a la familia de Rosario, padres, hermanos…, y me había pedido que fuera yo, ya que para él, el trago de estar todos juntos sin conocer a nadie era tremendo, y lo entendía. Así que nos pusimos guapos; elegí para él una camiseta azul marina con un dibujo de un click de Famobil y unos vaqueros desgastados, no podíamos hacer que cambiara su estilo, me costó ponerle la americana, pero al final lo conseguí. Fuimos todos a cenar a un restaurante.

La madre de Rosario no paraba de mirar con buenos ojos y decirle a Frankie:

—Dentro de nada, espero que nos des un nietecito. —La asociación había cruzado fronteras, venía desde el otro lado del charco para raptar a un nuevo adepto. Y Frankie era de los que cuando está de subidón puede hacer cualquier cosa por una mujer; luego, una vez que se le baja, que puede ser en dos meses, ya no hay quien le mueva de su pinta y su sillón. Por supuesto esa gente, a la cual yo no conocía de nada, me preguntó si tenía novio, antes de responderles, ya me preguntaban cuándo me casaba, y enseguidita iba a caer la pregunta del millón, pero les paré haciendo un brindis por la pareja de moda, un Scottish con una argentina, una mezcla explosiva, pero que hacía que mi gran amigo estuviera feliz, y eso es lo que me importaba. Durante toda la cena, se pasaron magreándose y retozando delante de toda la familia, ella le lamía la cara como un si fuera un caniche, y él manoseaba sus pechos con total descaro. Mientras, el padre brindaba en alto y decía:

—Qué lindo es el boludo, brindemos por la Escocia. —De pronto la abuela, que también estaba allí, sacó del bolso una taza de mate, y allí todos se pusieron chupitos de mate acompañados de pajitas. La hermana dejó en ridículo a Rosario porque en un momento dijo:

—Desde hace tanto tiempo pensábamos que no lo encontrarías, tienes ya casi treinta y dos años y andabas perdida como una pendejilla, como diría un mejicano. —Lo decía porque había pasado mucha parte de su juventud viviendo en Tasco, por lo que gritó seguidamente:

—Señor, mandame pena y dolor, mandame males añejos, pero lidiar con pendejos no me lo mandes, Señor. —Toda la familia, después de un silencio, dijo:

—Amén. —Ese día acompañamos a los padres de Rosario al hotel, a mí me dejaron en mi casa y ellos dos se fueron en metro.

Al subir las escaleras me di cuenta de que se me habían olvidado las llaves. Así que esperé en el descansillo hasta que el del cuarto pudo abrirme. Un día voy a perder mi cabeza, pensé mientras me quitaba un tacón.