22

EL viaje en avión no se me hizo largo, lo que no me gustó nada fue el aterrizaje. Cuando llegamos a tocar suelo, el piloto estuvo dando un montón de vueltas y acelerando de nuevo los motores, parecía que volvíamos a despegar. Estará buscando aparcamiento, pensé de forma sarcástica. Alguna voz intranquila se oía en alto:

—¿Pero qué hace este hombre? —Un hombre bajito y regordete gritaba:

—Nos vamos a matar. —Su mujer le decía:

—¿Te has tomado las dos pastillas de Valium? —Todos con la mirada intentábamos tranquilizarle. Por fin tocamos tierra. El capitán nos dio la bienvenida. Dijo:

—Ya estamos a salvo. —Una carcajada se oyó desde la cabina.

Fuimos a la cinta transportadora de maletas, buscamos el avión que venía de Croacia, las maletas llegaban sin mediar palabra de forma muy rápida, era como un horno que estaba horneando bollos. Por fin di con mi ensaimada, estaba toda aplastada. Cuando llegué estaba una amiga, su novio y su pequeña de meses esperándonos para llevarnos a casa; si alguien te recoge después de un largo vuelo se agradece mucho, y uno está continuamente dando las gracias con ademán de geisha.

Se me había olvidado que dejé reposar el ácido fólico. El novio de mi amiga apenas hablaba, le llamábamos «el panadero», ya que amasaba las palabras. Iba delante con él, mientras que los dos progenitores al unísono tuvieron la siguiente conversación:

—Guyu, guyu, chiqui, chiqui, tili, tili, chiquita, chiquitina, abu, abu, te que, te que, suri, suri, has visto que ha llegado la titi Berta, que te ha traído muchas cositas de esas que a ti te gustan cuchi cuchi, un guau, guau, un munequito. —Respiré dos veces y a la tercera me encontré diciendo lo siguiente:

—Agu, agu, teca, teca, te he traído una cosita, para que tú y yo juguemos, mi pequirrina pequeñita. —Y de pronto un estrujón de carrillo. Le dejé la marca de una manaza a punto de estallar. Parecía que su cara palpitaba.

Durante todo el viaje de camino a casa, los tres íbamos hablando un idioma que era indescifrable. Mi amiga me contaba que su niña se había vuelto Tarzán en la noche, que eran tales sus gritos que en la junta del jueves se habló de ellos, y estaban pensando seriamente cambiar la habitación de sitio. Cogía la cara de su pequeña y decía:

—Esss que tiene unos pulmuncitos, mi chiquirritina mía.

Por fin llegué a casa, estaba derrengada. Me di una ducha de esas calientes, con chorros de presión por todo el cuerpo. Saqué un pudín del congelador y lo dejé descongelándose mientras abrí mi portátil. Puse algo de música en Spotify, Look what you’ve done, y me tumbé de forma relajada con las piernas estiradas. Abrí mi correo, tenía dos mails, uno de Frankie y otro de Soran. Dejé para el último el mejor.

«Espero que te lo hayas pasado muy bien, tengo muchas cosas que contarte, y me gustaría hablar contigo.»

Debajo del suyo había otro de Soran con un montón de fotos que nos habíamos hecho juntos:

«Croacia ya te echa de menos».

En un clic de elección, elegí de forma inconsciente a Soran. Frankie se fue por el desagüe, esa sensación de quererle estrechar entre mis brazos se había esfumado. Mis manos tenían todavía la calentura de haber estado en las del croata.

Atrás había quedado aquel momento de ofuscación por Frankie, creo que se mezcló con mis deseos de querer. La complicidad de los dos se hizo cada vez más presente y yo quise llevarlo hasta el extremo. Una relación con Frankie no funcionaría, pensé con nostalgia. Él es un aventurero, un tipo divertido que a veces vive la vida a sorbos demasiado grandes para mí. Cuando uno se ilusiona, ve cualidades que le gustaría a él en esa persona. Parece que es lo deseado, y que encaja contigo. Por eso cuando eso no funciona, desaparece aquel sentimiento disparado que teníamos. He sido la «chica miserias» en manos de un tipo que juega al Quimicefa. Quizás no busco una Vespa que me lleve al trabajo. Mi vida estaba revuelta como un ovillo de lana, tenía que desenmarañarla.

Ahí, frente a mí tengo una foto con Soran, me abraza por la cintura, y su pelo se ondea con el aire que hace. ¿Quién me dice que este es el acertado? Croacia no está cerca. No quiero un teléfono que marque nuestras vidas.

Recibí un SMS al móvil, era de Frankie que me decía:

«Berta, quiero hablar contigo, cena conmigo esta noche.»

Accedí a cenar, había estado huyendo de él, necesitaba tener a mi amigo de nuevo conmigo. Croacia me había abierto unos ojos que siempre estaban cerrados a las truculencias del amor, y necesitaba compartirlo con él.

Volví a meter la comida en la nevera. Por un momento pensé que sería mejor que subiera a casa, y cenar los dos tranquilos. Tenía de fondo Come away with me, un buen sillón para charlar… En un momento preparé su postre favorito, un bote de leche condensada con tres limones exprimidos y lo metí en la nevera. Se me olvidó el azúcar.

Llamaron a la puerta. Allí estaba con su pelo cortado a tijeretazos, con su casco en la mano, me dijo:

—Tengo la Vespa preciosa. —Y añadió—: Es azul como tus ojos. —Yo me reí y le dije:

—Tengo los ojos marrones, Frankie, no me embauques. —Se rio y de un salto se sentó en el sofá.

—Quiero ver esas fotos. —Y le dije:

—Primero vamos a cenar. —Cuando llegamos al postre soltó—: Esto está tan soso como tú. —Yo, cogiéndole del cuello, le dije:

—Es que el azúcar me lo he debido dejar en Croacia.

Le conté el viaje surrealista en el que me vi embarcada. Él me escuchaba atentamente, apenas me contaba nada. Cogí mi portátil y lo puse entre mis piernas. Frankie me decía:

—Qué suerte tiene ese pequeño de estar ahí. —Le contesté:

—No digas tonterías.

Le iba contando nuestras peripecias. Y él asentía diciendo:

—Así que esta es la de Astorga divorciada ¿no? —Después de ver a mis compañeros de viaje, apartada del tumulto había una carpeta que ponía: «Soran y yo.» Lo abrió y le estalló una foto de color turquesa con el fondo de Plitvice en la que Soran sujetaba con su mano la cámara, con la otra me apretaba contra él y yo ponía la mano en el objetivo.

Hubo un silencio de esos que pesan y Frankie dijo:

—Veo que te lo has pasado bien, ¿es del grupo? —Y le contesté:

—No, qué va, es de allí, croata. Le conocí allí. —Él dijo:

—Con un «allí» ya me entero que es de allí. —Me estaba poniendo nerviosa y añadí:

—Me gustaría que le conocieras, él no es como los otros. —Y me contestó cogiéndome de la nariz:

—Si te gusta a ti, me gustará.

Le pregunté qué era eso tan urgente que me tenía que contar, y me contestó:

—¡Ah!, ni sé, sería alguna chorrada mía.

Le pregunté por Rosario, y me contestó:

—Se quiere quedar en la isla, ya sabes cómo son las argentinas, encuentran su lugar, y se hacen a él. —Y añadió—: Ahora no quiero hablar de nosotros, quiero que me cuentes más cosas de tu viaje, ¿te lo has tirado? —Me reí mucho, y le contesté:

—Qué tío, Frankie, no me vas a hacer un cuestionario sexual, solo te diré que todo estuvo genial. —Frankie seguía insistiendo:

—Los croatas creo que la tienen pequeña. —Y le contesté:

—Mira no te voy a hablar de los pormenores de mi vida sexual, solo te diré que observes la nariz griega que tienen y eso te dará muchas respuestas.

—Así que ya no te tengo que regalar un consolador ¿no? —dijo con ironía.

Le contesté:

—Creo que va a ser que no. —Y añadí—: ¿Sabes que en Francia se les llamó bijoux de religieuse?, porque cuando murió su fabricante, la celestina Marguerite Gourdan, en 1783, un poco antes de la revolución, fueron encontrados entre sus pertenencias cientos de pedidos que provenían de conventos. —Frankie me miró y me dijo:

—Joder con las monjitas. —Y añadió—: La vida sin ti por aquí se me ha hecho más larga. —Yo le contesté:

—Yo también te he echado de menos.

Hay un echar de menos que va unido al te quiero de un hermano, y otro te echo de menos, que va unido a cómo me gustaría calentar esa cama vacía donde duermes todas las noches. Por primera vez después de mucho tiempo, mi «echo de menos» tenía un carácter monacal, casi monjil, solo me faltaba cantar con él la canción de Sor Citroën: «da ba, daba, da da ba…».

Pasamos toda la noche entre risas, contando cosas de mi viaje, se nos hizo muy tarde. Al día siguiente tenía que trabajar así que le dije a Frankie que me disculpara que nos veríamos otro día. Este me dio un abrazo y me dijo:

—Qué bien, ya estás de vuelta.

Aquella mañana en la oficina estábamos hasta arriba, y cuando pasa eso, es que no hay tiempo ni para tomar un café. Me llegó un SMS a mi móvil que decía:

«Te he escrito a tu correo electrónico.»

Era Soran, con sus iconos graciosos de sonrisas amarillas.

Comencé a leer:

«Berta, tengo una buena noticia que darte, expongo en León en el Musac dentro de siete días, me gustaría que nos viéramos por ahí», y añadió: «Te adjunto más fotos para que no te olvides de mí.»

Me quedé paralizada. Venía a España. Los puntos cardinales giraban en mi cabeza. No me lo podía creer, al final no estaba tan lejos su ciudad de la mía. Le contesté:

«Genial, no sabes la ilusión que me hace, me siento como una niña recibiendo su regalo de Reyes. Me encargo de los billetes. Te llevaré al parador de San Marcos. Te encantará», y añadí: «No hacen falta fotos para que yo me acuerde de ti, lo hago todos los días, a todas horas, y todos los minutos.»

De nuevo recibí otro e-mail:

«No voy a poder estar todo el tiempo contigo, y no quiero que te encuentres sola por la ciudad, así que díselo a alguno de tus amigos. Podemos organizar un grupo entre nosotros y me enseñáis algo de tierras leonesas.»

Pensé que era perfecto, mi mejor amigo podía conocer a Soran en menos tiempo del previsto.

Puse un e-mail a Frankie, que al segundo me contestó:

«Me gustaría conocerle y ver cómo es el tío que te ha sacado la sonrisa de Gioconda todo el día.»

Le dije a Frankie:

«Espero que no sea de Gioconda porque tiene una cara de hipócrita que no puede con ella.»

Me respondió:

«Bueno, y qué día vamos a ver a ese amiguito bosnio tuyo.»

Le contesté:

«Croata, Frankie.»

Frankie:

«Venga, no te piques, que es una broma.»

Me gustaba el Frankie dulce, pero no me gustaba el Frankie de perder a las canicas y que se enfadara. Notaba en su sarcasmo, un pequeño miedo a perderme. Ahora aparecía Croacia en mi vida, y Frankie estaba todo el rato a la defensiva.

Quería que se conocieran. Mi mundo comenzaba a crearse de nuevo y necesitaba que los estandartes más importantes que lo sostenían se conocieran.

Pasé una semana soñando, un día es todo oscuro, estás en la caverna sin luz, parece que no hay salida y otro día ves en lo alto un resquicio por donde comienza entrar la claridad.

Llegó por fin el viernes. Frankie me recogió en casa, eran las cuatro de la tarde, hacía un calor asfixiante, y ahora iba camino del norte de España; en una maleta había metido ganas, y muchos sueños. Cuando subí al coche, Frankie me dijo:

—Vamos camino de tierras leonesas, ¿estás preparada? —Le contesté:

—Estoy impaciente, por fin tengo un mapa concreto en mi cabeza, aunque me pierda sé llegar.

Arrancó el coche, y nos dirigimos hasta aquel lugar. Kings of Leon amenizaba nuestro viaje. Al llegar a la ciudad, lo primero que hicimos fue dejar las maletas en el parador, cogimos dos habitaciones. Estaba impaciente, había llegado la hora de verle de nuevo, de saber si todo aquello que habíamos sentido a miles de kilómetros era algo tangible. Por fin Soran y Frankie se conocerían. Quería la opinión de este último. Siempre me había protegido de demasiada gentuza. Frankie era mi radar de cabrones.

El parador por dentro era precioso, parecía una catedral majestuosa, su fachada era plateresca, se empezó a construir sobre el siglo xvi. Soran me llamó en ese momento mientras abría la maleta en la habitación:

—Estoy en el Musac, ahora estoy muy liado pero si quieres a las cuatro podemos vernos. —Añadió con su acento italiano—: Estoy pensando demasiado en ti. —Hacía que levantara los pies del suelo y levitara algo, y eso también me daba un poco de miedo, no quería pegármela desde el octavo, pero también sabía que si no lo vivía, al final me acabaría arrepintiendo.

Frankie y yo comimos cocido maragato en un restaurante llamado Ezequiel, tenía una especie de invernadero con diferentes plantas. Yo creo que me sentó fatal, porque los nervios iban cada vez subiendo más, el yoga que hacía no me ayudaba a calmarme, era como esperar a que Papá Noel bajara por la chimenea. Mis pies estaban inmóviles, quería ver la escena de cerca. Cogí la mano de Frankie y le dije:

—Gracias por acompañarme, tengo miedo.

Frankie me dijo:

—No va a pasar nada, yo estoy aquí.

Nos dirigimos al Musac, lo primero que llama la atención de este museo modernista es la variedad de colores, imita las vidrieras de la Catedral de León, alguien las desglosó en píxeles en el ordenador y sacó los colores del Musac. Cuando llegué, Soran estaba dando las últimas órdenes de la exposición y cuando se dio la vuelta, corrió hacia mí y me abrazó tan fuerte que sus brazos se alargaron haciendo un ocho en mi espalda.

Frankie miraba al techo, esperando a ser presentados. Ellos se estrecharon las manos y Frankie rompió el hielo diciendo:

—Hay cosas del Musac que no las considero arte. —Soran le dijo:

—Eso es que no has visto mi obra. —Y añadió—: Pasad al fondo, están muchas de mis fotografías por Argelia.

Frankie se quedó perplejo y dijo:

—Berta me dijo que eras bueno, no se equivocaba.

Encogiéndose de hombros dijo:

—Bueno, Berta me ve con otros ojos.

Soran me abrazó y dijo:

—Venga, chicos, que os invito algo en la cafetería.

Me sentía feliz con los dos, escoltándome, protegida no sería la palabra que diera sentido a aquello que estaba viviendo. Me sentía pletórica, para pegar un salto y juntar mis pies en el aire a un toque de palmadas.

Pedí un butano, que es como la Orangina de Croacia, una bebida muy cerca de la naranjada y que sabe en todos los lados exactamente igual, pero en León te lo ponen en un corto y eso gusta, porque no te llenas tanto de gas. Les dije que esa noche les quería llevar a un sitio muy típico de León, que se llama La Bicha, es un bar de esos pequeñajos del barrio Húmedo pero que tiene mucho encanto.

Tiene la peculiaridad de que si el dueño está de malas pulgas coloca un gran cartel en la puerta que pone: «Restricciones». Es un ser peculiar, que dice que su bar es la república independiente de su casa. Tiene carteles por toda la pared con frases como: «No pidas sangría ni limonada porque no hay», o «Si me queréis irrrse».

Frankie comenzó a recoger los vasos que había en la barra y se los dejó en un lateral. El dueño con cara de loco le dijo:

—¿Acaso voy yo a tu casa a decirte cómo tienes que limpiarla?

En la esquina había un hombre de carácter tímido que jugaba con una moneda, y con la otra mano estaba fumando a escondidas. Le increpó:

—Prohibido fumar. A mí me gusta tanto follar como a ti fumar; ¿acaso voy yo a follar a tu casa? —Soran estaba un poco perplejo al ver los ademanes esperpénticos del dueño.

En un momento, cuando el bar parecía la habitación de los hermanos Marx y no entrábamos, pegó un salto, cerró el local con candado y colocó uno de sus carteles estrellas: «Atasco, retenciones». Si te esperas cinco o diez minutos, en cuanto se despeja un poco vuelve a abrir.

Pedimos morcilla para todos. Soran tenía el mismo humor que nosotros, y eso me gustaba, tenía ese carisma que le hacía único con la gente. Al final entabló una conversación distendida con el camarero y acabaron invitándonos a todo lo que pedimos. Terminamos la noche un poco achispados. Estábamos deseando dejar a Frankie en su habitación, para nosotros apoderarnos de la nuestra y comenzar una batalla de besos en nuestra cama. Al entrar en la habitación, yo me tropecé con mis zapatos, y caí por el suelo. Soran dijo:

—Eres un pequeño desastre. —Y le dije cogiéndole del cuello:

—Este pequeño desastre te va a devorar. —Él se reía y suavemente me iba desabrochando la camisa que llevaba abotonada hasta el cuello. Dijo:

—Vaya, podías haber elegido algo más fácil. —Y le contesté:

—Me gusta ponértelo difícil.

Abrí la cama, y me desnudó entera.

—Tengo frío. —Él, sonriendo, dijo:

—¿Sabías que para no morir de hipotermia lo mejor es dar calor con otro cuerpo? —Le sonreí:

—Vaya, qué suerte tengo de tenerte cerca de mí. —Me gustaba ver su cuerpo desnudo. Quería llevarme su foto para sobrevivir más días con esta Polaroid en mi cabeza.

Mi ansiedad estaba disparada, pero a medida que su piel iba metiéndose en la mía, esta iba reduciéndose. Con nuestras manos, arrancábamos trozos de piel que quedaban en nuestros surcos. Hacíamos pequeños montículos con la misma y luego soltábamos haciendo siluetas. Nunca había jadeado tanto, en un momento me encontré gritando como una leona en la noche. Él me tapó la boca y me dijo:

—Shhh. —De pronto comencé a temblar, eran pequeños toques de placer que iban seguidos. Grité:

—¡Viva el multiorgasmo! —Soran metió la mano por debajo de mi cuello y me trajo hacia él.

—Gracias por hacerme tan feliz. —Y me dijo—: ¿Tú eres feliz?

En ese instante le dije:

—No tengo pasado ni futuro.

Pasamos una noche haciendo acrobacias croatas, sintiéndonos en cada rincón. Su respiración se confundía con la mía, me hablaba:

—Te siento cerca. —Nos quedamos dormidos, yo encima de su pecho, mientras una mano la dejé donde su cuerpo desprendía más calor. Al entrar la luz por la ventana, el día nos despertó. No había sido algo soñado. Seguía siendo su princesa prometida.

La guerra de cuerpos continuaba. Acabamos duchándonos y tocándonos como dos primates de la guerra de los simios, pero allí no estaba la estatua de la libertad, sino que estaba la estatua del amarre. Me sentía segura, y sobre todo me sentía la mujer más especial del mundo.

Cuando salí de la ducha él me esperaba con una toalla enrollada en la cintura, y me ponía suavemente el albornoz. Me gustaba que me secara como cuando era pequeña. Sus manos frotaban mi espalda. Saqué del bolso un aceite con olor a coco, y le dije que se tumbara en la cama al revés, comencé a embadurnarle de aceite; cuando se giró, se puso encima de mí y me dijo:

—Berta, no sé adónde nos lleva esto, pero quiero que sepas que no soy un tío adulador, empiezo a sentir mucho, y creo que podemos construir algo importante. —Quería escuchar aquello, no me agobiaba, ni me sentía presionada, era un tipo noble, y transparente, no había recovecos que rascar ni sorpresas desagradables a medio camino. Esta vez el cromo tenía premio. Le contesté de la mejor manera que se puede responder ante esa pregunta, fue quitándome el albornoz, y llevándole hasta la luna de nuevo.

Soran se fue muy pronto, y yo me quedé acicalándome como una gatita, ya no estaba en celo. Llamó a la puerta Frankie:

—¿Estás visible? —Le contesté:

—Claro, pasa.

Añadió:

—Tenemos que hablar, Berta. —Le contesté:

—Uy, cómo suena eso, parece que eres mi pareja y me vas a dejar. —Frankie sonrío sin seguirme la broma. Y continuó:

—Me voy a Madrid, no creo que pueda estar más tiempo por aquí. —Le dije:

—¿Ha pasado algo con Rosario? —Frankie, cogiéndome de una mano, me dijo:

—A veces los Scottish sentimos, ¿sabes? —Le contesté:

—Lo sé. —Y añadí—: Creo que solo tienes que luchar por ella. —Él me respondió:

—Llevo unos días en los que mi campo de acción no va dirigido a las Malvinas, sino a la Independencia. —Le dije:

—No te entiendo. —Frankie acercándose más, me dijo:

—Te veo. —Me miré al espejo, él estaba detrás de mí, me ponía triste escuchar aquello y le respondí:

—Por favor, no sigas. —Él me dijo:

—Quiero seguir, no me gusta veros juntos, porque siento que ese podía ser yo. —Y añadió—: Siento algo que se parece al odio.

Y le dije:

—¿Por qué, Frankie, por qué ahora? —Y añadí—: Nunca me has visto de otra manera, creo que eso te pasa porque no me tienes, siempre has sido un niño consentido que quería el último modelo de la Play. —Él seguía hablando:

—Quiero intentarlo contigo. —Y le respondí:

—No me gusta decirte esto, pero ya es tarde. —apostillé. Él me dijo, apoyándose en la pared de forma desganada:

—He vuelto a perder. —Y le contesté:

—No te equivoques, Frankie, yo no soy una Xbox 720 con un kit de desarrollo, yo estoy acabada, hecha para otra persona. El amor no es algo que venga y se vaya, el amor es más serio, es algo que te atrapa, que se ve de una manera nítida, casi incolora, como Soran lo ha visto conmigo. —En ese momento Frankie me dijo:

—Nunca veré el amor como lo ves tú. —Y añadió—: Si no te importa quiero irme, y poner mi cabeza en orden, lo necesito. —Le contesté y le dije:

—Por supuesto, Frankie, creo que necesitas ordenar tus pensamientos, ver dónde queda también Rosario, puedes hacerle mucho daño.

Me dio un beso en la mejilla, de los que duran más de cinco segundos, sus ojos eran de perrito pachón al que abandonas. Me dolía verle así. ¿Por qué la vida siempre llega impuntual?, pensaba mientras abría la puerta para despedirme. Se despidió con un abrazo y me dijo:

—Espero que Croacia sea tu destino. —Le contesté:

—Sé que pronto nos volveremos a ver, la amistad se mantiene siempre a flote. —Se fue andando hacia el ascensor, allí se dio la vuelta y me miró con media sonrisa.

Salí a la calle bastante abrumada y me compré un libro de Luis Racionero, la dedicatoria decía lo siguiente: «Para Isabel, que llegó tarde.» Pensé que si a un escritor, que tiene el control del tiempo, le llegan tarde sus amores, estamos en manos de una vida sin reloj. El mío marcaba el paso, mi caminar era seguro.

Mi vida transcurría a un ritmo vertiginoso. Comenzaba a despertar de mi hibernación. Soran con aire de alegría embotellada estaba esperándome en la entrada del Musac. Mi cara llevaba la impronta de una mujer que ha encontrado su lugar. Me preguntó por Frankie, le dije:

—Un trabajo le está esperando. —Soran me cogía de las manos con firmeza y me llevó hasta un rincón. Apretándome las manos dijo con una sonrisa lisonjera:

—Me han propuesto hacer una exposición permanente durante dos años en León y les he dicho que tenía la tarde para pensarlo. —Y añadió—: ¿Tú qué dices? —Le dije:

—León vale una tarde. —Y me contestó:

—Lo tengo muy claro, Berta, trabajos hay muchos, pero mujeres como tú, muy pocas. —Me cogió del cuello, me acarició la cara y me dio un largo beso de esos que huelen a menta, donde pasa el tiempo y queda todavía su frescor.

La exposición nos esperaba. Las fotografías bañadas con gelatina de plata se reflejaban en mis ojos. Nunca habían tenido un color tan brillante.