21

SORAN me buscó a las diez de la mañana, fuimos en su coche, hasta llegar a un lugar donde ya no podíamos adentrarnos con él. Comenzamos a andar, a medida que íbamos subiendo los montes, mis oídos se taponaban. Parecía que íbamos al Pirineo, porque el frío era increíble. Pasamos de cuarenta grados a este cambio tan brusco, mi cuerpo no lo resistiría.

Él se quitó su jersey, y pensé: vaya, esto no solo pasa en las películas. Era suave, como una toalla recién lavada, y olía a limón apenas cortado. Me gustaba su colonia croata, una mezcla de jazmín y azahar. Me gustaban sus manos llenas de venas que se cruzaban, y sobre todo me gustaban mucho sus antebrazos, robustos como robles. Cuando el camino estaba pedregoso, él alargaba su mano y me apretaba fuerte. En ese momento sentía un escalofrío por todo el cuerpo, y me daban ganas de gritar «¡guala!», para dar las gracias en croata.

Me sentía feliz, era una sensación de haber estado vacía durante mucho tiempo y que alguien te llenara los huecos, y no me refiero a la parte obscena de la palabra, porque además todavía no habíamos tenido nuestro momento «retozar como cabras silvestres» y la verdad, era la primera vez que quería vivirlo con calma, como cocinando un gran plato e ir eligiendo los ingredientes con esmero.

De vez en cuando nos parábamos a mitad de camino, él cogía su cámara, ponía «warm» o «cool» según la luz, y me hacía primeros planos sin que yo me diera cuenta. Era un apasionado de la fotografía y sobre todo de mí. Era excitante ver a alguien tan loco por una, después de tantos años de desastres amorosos, ver a alguien que babea contigo, es algo maravilloso, la autoestima se eleva al cubo. Comenzó a llover. No sentía apenas miedo y me gustaba la seguridad de ir con alguien que conociera todos los rincones. Con su acento dulce iba explicando cada lugar.

—Ves, allí nació uno de los poetas más importantes croatas, Vosknin. —De vez en cuando se echaba el pelo castaño hacia atrás y se sonrojaba ante mi mirada fija. Me gustaba observarle, y sentirme cerca de él. No tenía que decirle la pregunta que haces cuando te sientes alejada de alguien: «¿En qué piensas?», y te responden: «Nada.» Ese nada es como un latigazo en la espalda, y tienes que tragar saliva y seguir sonriendo como si hubiera pasado un ángel. Los nadas equivalen a los algos que duelen. Un nada vuela entre un agobio.

En Qué bello es vivir se decía: «¡Un penique por tus pensamientos!», con Andrés creo que me hubiera arruinado. Había oído hablar de los lagos de Plitvice, me habían comentado que el parque estaba lleno de inmensos senderos pero hasta llegar allí no sabía con qué me iba a encontrar. La lluvia cada vez era más fuerte, mis botas de montaña estaban encharcadas. Pasamos por un pequeño hotel donde nos compramos unos chubasqueros para la lluvia.

Él me miró y me dijo:

—¡Parecemos condones! —Tenía un sentido del humor muy español, era un tipo muy bromista.

Poseía esa mezcla que a mí tanto me gusta en las personas, humor y ternura, y eso agitado en una buena coctelera puede hacer maravillas; en mí estaba causando una sensación de «idiotización» total, algo que me encantaba, era mejor que cuando te tomas dos vodkas y la lengua se adormece. Aquí me estaba dando cuenta de todo, y no quería salir de este cuento croata, creado por los dioses para mí.

La lluvia era de gota gorda, caía en el pelo haciendo socavones. Por fin llegamos hasta el lugar, allí nos esperaba un pequeño tren que bajaría hasta el parque nacional de Plitvice. De pronto me encontré con un paisaje lleno de aquellas diapositivas que siempre te mandan al trabajo y nunca sabes dónde están tomadas.

Era un PowerPoint increíble, un lugar de ensueño. La lluvia hacía que los lagos se estuvieran convirtiendo en espejos donde te reflejabas. Croacia se iba metiendo en mis venas, no solo me había sorprendido su costa oriental, sino que su interior era muy rico en naturaleza, en olores, en sensaciones, a ello estaba ayudando mucho Soran. Los campos eran verdes, el azul de sus lagos era de un color turquesa intenso.

—Pertenece a la Unesco desde 1979 —dijo Soran, y añadió—: no solo es bonito en agosto sino que, a la llegada de la primavera o cuando cae el invierno, ver sus heladas hace que te quedes inmóvil.

Recorrimos los senderos perdiéndonos por todos ellos, seguíamos las flechas sin mirar si habíamos pasado de nuevo por ellas, creo que el camino de la letra ge lo pasamos tres veces, pero valía la pena, porque a medida que andabas, descubrías nuevos parajes recónditos. No había apenas turistas, era un lugar aislado del mundo. Solos los dos caminábamos hasta una de las cataratas; estaba prohibido bañarse, pero Soran me dijo:

—Hagamos una locura.

Y así fue.

En una de las cascadas, nos desprendimos de las ropas y nos dejamos la interior. Me quedé agazapada hasta que él dio el primer paso. Tras él fui yo a bañarme.

Me llevó hasta un rincón rocoso, se echó en mis brazos, con sus piernas me hizo una llave y me trajo hacia él. Poco a poco, me quitó mi ropa interior. Sentí que Croacia se había metido dentro de mí. Ahora entendía más la frase aquella que nos dijo la guía: «No soy una esclava, soy libre.» Siempre he tenido miedo a que el agua hiciera de ventosa, y que tuviéramos que ir enganchados a alguna casa de socorro cercana.

Pero, como todos los mitos, hay que desmitificarlos, y hacer el amor en aquellas aguas con la fuerza croata era algo que no me podía perder. La vida tiene cosas maravillosas que uno tiene que probar, porque si no, siente que no ha vivido y que se ha dejado los «y si» por el camino. Nunca me he arrepentido de nada de lo que he hecho en mi vida, y eso es una gran fortuna.

Me dejé llevar por sus cascadas que tienen un sonido musical rítmico. Ahora sé de dónde sacaban las fotos de aquellas cascadas que siempre aparecían en los libros de religión cuando era pequeña. Ahora sé que mis monjas llegaron hasta Plitvice.

Valió la pena tomar la carretera de Karlovac y el atasco que nos encontramos por la misma, para llegar a sentir a mi croata Soran contra mi piel.

Nos secamos como pudimos, era una tontería hacerlo porque no había parado de llover. Su cuerpo hizo de toalla con el mío. Nuestras gotas, que eran como pequeñas lentillas, se unían por nuestra piel.

Una hora más tarde comenzó a ponerse el sol, los rayos se filtraban entre los árboles, los caracoles andaban despacio por sus rutas buscando sus hojas para taparse. Soran y yo nos enredábamos en besos sin sentido, en mil caricias, me gustaba sentir el tacto de su piel, me gustaba cómo arrugaba su nariz cuando me hablaba. Me gustaban sus ojos rasgados. En ese momento de abrazos varios, mi móvil sonó, cuando fui a mirarlo era un SMS de Frankie que me decía:

«En Madrid te guardo un abrazo.»

No le di importancia, me imagino que se sentía muy confundido por despertar en mí más del sentimiento que él tenía preparado. Mi cara cambió un poco y Soran me miró y me dijo:

—¿Alguien importante en Madrid? —Le contesté:

—En este momento lo más importante que hay es Plitvice y tú. —Él me cogió en alto y me fue bajando por todo su torso hasta que mis labios coincidieron con los suyos y ahí me quedé por unos instantes como el típico imán de la sal y la pimienta. Me encantaba la forma que tenía de expresar su deseo, apenas hablaba, pero tenía continuas muestras de cariño que me hacían sentir tan importante como la hija de Diocleciano, Valeria.

Fuimos andando hasta llegar de nuevo a coger el tren que nos llevó al hotel, me dejó en la puerta para que me arreglara de forma tranquila, luego saldríamos a tomar algo por la ciudad. Por el camino me encontré con una de las alegres divorciadas, era de la ciudad de Astorga, me dio a probar un mantecado y me dijo con una voz nerviosa:

—A ver si esta noche encuentro por aquí un maragato para pasar la noche un rato. —Y añadió—: La maragatería a mí siempre me da alegría. —Me dijo que se habían hecho muy amigas de las Johnnie Walker, por eso quizás su tono alegre, bañado en vino.

Cuando llegué a la habitación, cerré la puerta, y respiré tres veces. Mi cabeza era una pelota de béisbol que rebotaba en todas las bases. Soran era la estabilidad andante, la autoestima insuflada a borbotones, mientras que Frankie era la persona que había pasado el último tiempo en mi corazón. No era tan fácil ni olvidarle ni tampoco pasar página. Me cuesta decir adiós. En ese momento de pensamientos encontrados, cuando están haciendo batalla entre ellos, llamaron a la puerta, era la chica pintora del autocar.

—¿Se puede? —me dijo con voz dulce. Asentí con la cabeza y la dejé pasar.

—¿Te puedo enseñar mis dibujos? —Entonces empecé a ver un montón de dibujos sobre la mujer y la transformación de su vida interior en forma de espejos.

Me explicó que es el proceso que sufre la mujer después de un desamor. Como la primavera, va resurgiendo, y saliendo de su mundo interior. Le pregunté si ella había pasado por eso. Creo que mi pregunta sobraba, exponía ante mí toda su obra con dolor en sus ojos. Y era increíblemente buena, no era el arte que se ve actualmente. Creo que si cualquiera de mis amigas pusiera dos pañales, uno sucio y otro limpio, eso sería arte. Seguro que el crítico diría, «es una transgresión hacia nuestro mundo interior, rompiendo las barreras, hacia una catarsis», y alguno pondría cara de estar extasiado. Pero aquello era un arte intimista, las sábanas se retorcían en la mujer, y se miraba en un espejo donde se veía por partes. Y es que a veces nos vemos a trozos, nos da miedo juntar todos los retales y vernos como somos. Me gustó que confiara en mí, este viaje estaba suponiendo un gran cambio en mi vida.

Creo que empezaba a madurar, y eso en mí era un hito. Me contó que después de muchos años su pareja la abandonó y se había enamorado de una persona comprometida, y no llegaba a entender por qué todo era tan difícil, y que a través de la pintura intentaba sacar todos sus miedos. Te das cuenta de que todos estamos llenos de miedos, de paranoias sin sentido, y que muchas veces el peor enemigo somos nosotros mismos.

Una vez, antes de venir a este viaje, una amiga me dijo:

—¿Y para qué quieres ser madura, te dan más puntos o es que entras gratis a algún lado? —Me hizo mucha gracia. Puse un SMS a mi amiga Pi, aquella amiga que estaba embarazada, y le pregunté cómo lo llevaba, me dijo que estupendamente y que pronto le veríamos la cara. Estaba muy lejos de mi ciudad, de mi gente, pero la distancia siempre me había gustado acortarla. Ya solo me quedaba un día para volver a mi casa, esa noche quería pasarla con Soran. Sería nuestra última noche. Me quedaba una de las ciudades más bonitas de Croacia, Rovinj.

No salimos de la habitación en todo el día, me encantaba estar abrazada a él, como enredada en su tronco y pasarme así horas. Parábamos para hacer el amor y para volver a retomarlo. Comíamos algo de fruta entre horas. Nuestros cuerpos eran imanes que se buscaban en el silencio de la noche, esta era una araña que trepa por la pared. Me hacía que olvidara la sensación de tiempo. Un reloj en la mesilla marcaba la hora.

Por la mañana nos levantamos pronto y nos fuimos camino de Rovinj, se encuentra en plena isla de Istria, el mar Adriático la baña. Se caracteriza por sus calles estrechas que dan al mar. Su catedral y su campanario son la viva imagen de Venecia. La peculiaridad de esta ciudad es que es totalmente peatonal, los coches desaparecen para dar paso a calles de artistas, donde sus cuadros se cotizan al alza.

Soran me llevó al barrio de los pintores, se parece un poco al de París, pero en este último su enclave es una plaza de forma cuadrada, mientras que aquí todos los artistas están en cuesta, y así parece que se van a caer. Todos cuelgan sin escarpias. Nos tomamos algo y subimos por el Stari Gard o casco antiguo por el arco Balbi para subir por la calle Grisia. Sus calles están adoquinadas en mármol, y tienen la influencia del estilo veneciano.

Soran posaba sus ojos en mí, como una mariposa que revolotea en un limpiaparabrisas. Me hacía sentir como una princesa sacada de un cuento. Me gustaba mucho cómo conseguía ganarse a la gente. Llegamos a una de las tiendas y me dijo:

—¿Si tuvieras que llevarte un cuadro cuál te quedarías? —Lo tenía claro, había uno con el mar en movimiento y sobre la esquina del cuadro dos chanclas de plástico en relieve de tamaño diminuto. Soran cogió el cuadro y le dijo a la dueña algo en croata que no entendí. Pero empecé a comprenderlo cuando vi a la mujer envolviendo el cuadro y poniéndolo en mis manos. Me dijo:

—Si alguna vez tienes algún sufrimiento que sea la nostalgia de Croacia, mira este cuadro.

Ya no quedaba apenas tiempo, el reloj de arena iba vaciándose. Me llevó con el grupo.

Soran me dijo:

—Ha llegado el momento. —Y le dije:

—¿No dan más días de vacaciones? —Él contestó:

—Hablaré con tu jefe. —Sacamos una agenda y allí apuntamos nuestra dirección. Le dije:

—¿Volvemos a lo epistolar? —Y contestó:

—Creo que volvemos.

Nos dimos un abrazo intenso, y de fondo un autocar aplaudiendo. Cuando subí el chico de veintitantos me miró y me dijo:

—¿Qué tal el idilio? —Le contesté:

—Las cosas más bonitas suceden muy rápido. —De nuevo mi asiento me esperaba; intentando mirar en relieve todo aquello que estaba dejando.

Soran levantó sus cejas y mostró su sonrisa. Mientras que mi corazón se encogió como un papel arrugado de oficina que tiras a la papelera.