ESA noche dormí con una sonrisa pegada enorme en mi cara, alguien me había despertado el sentimiento de puñetazos en el estómago, y eso me parecía casi mágico, una explosión de fuegos artificiales en cascada haciendo una gran fuente de colores en el techo azul. Se me había olvidado mi vida en Madrid, y eso era quitarme mucho lastre. Me preparé un desayuno bien grande con tostadas, mantequilla y una mermelada que parecía siempre la misma, de sabor de mora. De fondo sonaba A girl like you, de Edwyn Collins.
Cuando subimos al autocar vimos que habían cogido una nueva guía, Jélena, para enseñarnos Šibenik, la ciudad de Krešimir. Era una mujer de unos treinta y muchos años, nos habló de las peculiaridades de sus costumbres, allí todas las mujeres quieren ser «modelas» y sobre todo casarse con un rico para que las mantenga. Ellas viven de las telenovelas, y todas buscan posicionarse para dejar de trabajar. Cuidan a sus niños durante años y luego si no han podido casarse con alguien que las retire, vuelven al trabajo, siempre buscan la jornada partida.
El marido lo primero que hace al llegar a casa es hacer la siguiente pregunta:
—¿Dónde está el dinero? —Es como si Pedro entrara en la vida de Vilma.
Cuando un chico se encuentra con una chica lo primero que le dice no es «¿Trabajas o estudias?», la pregunta es mucho más directa: «¿Y tú qué quieres?» Allí la asociación Ácido Fólico es muy diferente a la de España, la mujer croata si tiene dinero prefiere gastárselo pronto en ella, antes que comprarse una casa o incluso un libro, vive para las apariencias y le gusta presumir entre sus amigas de su posición social. Creo que sería la reina del Facebook. Allí a los niños los llevan en carritos al ras del suelo, parecidos a un cortacésped.
Esta ciudad tiene la anécdota particular que vio nacer al inventor del paracaídas, Faust Vrancic. Sus calles están amuralladas, su catedral de Santiago se planta ante nosotros de forma majestuosa, una edificación gótico-renacentista del siglo xv, cuya cúpula de piedras blancas, como una corona, se distingue como elemento dominante en la arquitectura de la ciudad. Esta catedral, edificada durante más de cien años por las laboriosas manos de los maestros y con piedras de las islas de Brac y Korcula, destaca por la original manera como ha sido construida con el montaje de grandes placas de piedra.
Me dirigí a la parte superior de la ciudad donde me hice unas fotos delante de unos grandes pozos de piedra superpuestos perpendicularmente y donde, detrás de mí, podía verse en un lateral la catedral. Era una ciudad maravillosa, con mucho encanto, y donde, al fondo, los barcos en línea con sus velas izadas nos daban la bienvenida. Tenía poco tiempo para comer ya que pronto vendría Soran a por mí para llevarme a los lagos Plitvice.
A mitad de la comida, apareció andando con las manos en los bolsillos y los puños abiertos de la camisa. Me dijo:
—Antes de llevarte a los lagos, quiero llevarte a un mercadillo. —Me metí la comida de un bocado, y comencé a subir una gran cuesta donde estaba lleno de suvenires, de collares, en un momento dado pegué un tropezón, y él me agarró la mano de forma segura, me hacía sentir en casa.
En uno de los puestos vimos una caja de cerillas de algún soldado de la segunda guerra mundial, con la esvástica. La verdad que no quise comprarla y eso que era un suvenir de lo más curioso, pero no me gustaba lo que podía haber simbolizado, así que me decanté por una insignia de Tito, el mariscal yugoslavo. Seguimos andando, me regaló una mirada envuelta en lazo de organza, miró y me separó un mechón de pelo detrás de la oreja y me cogió de la barbilla dándome un beso en la misma. Me hubiera gustado grabar esa cara de «hombre en las nubes», y guardármela en una cajita de latón y que nunca se oxidara, pero esta vez preferí hacerle libre.
Seguíamos subiendo, cogió su Leyka y me puso contra una pared para hacerme un primer plano, en ese momento le puse toda la mano en el objetivo y le dije:
—No me gustan las fotos, quiero pasear. —Él me miró y me dijo:
—Tu cara es para inmortalizarla, con la cámara te amplío y puedo tenerte más cerca. —Tomé las riendas de todo, y le cogí del cinturón y le traje hacia mí diciéndole:
—No necesitas el zum, me tienes muy cerca, ¿puedes sentirme? —Él, levantándome el pelo metió su cabeza entre mi cuello y mi oído y comenzó a hablarme en croata, apenas entendía lo que quería decir pero me gustaba oír ese acento casi ruso pero con una tonalidad dulce. Con su dedo me acariciaba mis labios, hasta que le mordí. Sonriendo dijo:
—Ey, no seas mala. —Pero no podía evitarlo, me estaba poniendo nerviosa.
En ese momento pasó una de las alegres divorciadas, la que había tenido la última ruptura, iba como una autómata dando vueltas, un duelo después de una infidelidad es una de las cosas más dolorosas que te puede regalar la vida. Mirándome me dijo:
—Mejor sola, te lo digo yo.
Soran seguía dibujando con sus labios todo mi contorno, de comisura a comisura, dejando escapar su aliento dentro de mi boca, comenzó a besarme lentamente, sin mediar palabra, comenzó con un beso tierno, sabía a nube de algodón, mullido, lento, de pronto era como un avión que se para en mitad del cielo y luego comienza a poner los motores en marcha, y nuestros jadeos a galope saltaban al compás del viento.
Mi boca era la pieza de un puzle en su boca, la suya encajaba como pieza de Tetris en la mía. De pronto se acerca más a mí, no puedo evitar abrir los ojos, me gusta sentir a la persona cerca, sentir cómo le va cambiando la cara. Él abre sus ojos y ve los míos como platos, mirándole fijamente, entonces se sonríe y vuelve a acercarse más. Nuestros dientes se chocan como dos vasos en un brindis en mitad de la noche. Con mis manos hago un ovillo y le tapo la cara, quiero que no entre luz, que estemos los dos en el silencio a oscuras. Sin vernos. Me muerde los labios, yo juego con los suyos, son alforjas que van andando en un camino árido. Vuelvo a jugar con su lengua, la hago rodar como una pelota, da contra mi red.
Nos pasamos casi una hora en aquel mercadillo, jugando con nuestras bocas, se ha hecho muy tarde para ir a los lagos, así que nos vamos con el grupo. Me acordé de que había leído a Dyer este año y decía algo así como si tuviera dos deseos: uno, cumplir algo material, y otro, la paz interior; de por vida elegiría el segundo. Después de un beso, una nunca sabe qué decir, no quiere dar la imagen de que ha gustado demasiado, así que corto por lo sano y enfrío un poco el ambiente:
—¿A qué te dedicas Soran? —Él, con una sonrisa grande dándome todo lo que le pido y señalando su cámara de cincuenta milímetros, me dice:
—Me dedico a Fotopress. —Me pareció de lo más interesante, no solo era un chico atractivo, sino que le interesaba como a mí todo lo social. En ese momento me miró y me dijo:
—Me gusta recorrer distintos países, involucrarme fuera del objetivo y hacer el amor con todo lo que me rodea. —En ese momento le dije:
—¿Y qué te ha impresionado más? —Y me dijo sonriéndome:
—Desde luego las mujeres de Pakistán, lo que han tenido que sufrir, han quemado sus rostros con ácido simplemente por la condición de ser mujer, han sufrido abusos, y es algo que quiero plasmar y gritarlo al mundo. —En ese momento le miraba y le veía un superhéroe, él me debió ver la cara, me miró y con voz indulgente me dijo:
—Creo que todos tenemos herramientas que no debemos dejar que se queden en nosotros, sino que debemos dejar que salgan y regalárselas al mundo. —Estaba totalmente de acuerdo—. ¿Y tú? —Me daba vergüenza decir que era una simple grabadora de datos, pero no me gustaba mentirle así que se lo dije con firmeza:
—Grabo datos. —apostillé entrecortada.
En ese momento me dijo:
—Ese teclado tiene que estar contento de que unas manos como las tuyas se dejen caer en él. —Todo le gustaba, mi olor, mis manos, mi piel, creo que le encantaría llevarse retales de mí. La complicidad siempre me ha parecido de lo más difícil que puede suceder, pero cuando llega, es de las cosas más fantásticas que la vida te puede regalar.
A miles de kilómetros de una ciudad, hay una persona que se ha criado con otra cultura, con otra forma de pensar, y desde una mirada lejana, todo se vuelve un hilo que se da entre dos personas y de pronto fluye todo.
Él me dijo:
—Quiero que veas fotografías mías, a ver qué te parecen. —Sacó de su bolsillo el iPhone y comenzó a mostrarme toda la colección de fotos que tenía de Kenia, de Cuba, de India. Me gustaba la manera de transmitir una realidad. Él me decía:
—Hoy en día puede ganar un Pulitzer cualquiera que tenga una cámara buena, no se valora tanto la calidad, sino transmitir una visión que des del mundo. Mira esta foto.
De pronto me enseñó un cubano mirando en un balcón, con ropa tendida al lado, y en la parte de abajo había un grupo de cuatro cubanos jugando a las cartas, y al otro lado de la imagen, unos niños jugando sin mirar a cámara. Me pareció fantástico, mostraba las costumbres de la ciudad implicándome en la escena, su objetivo era un personaje más de toda la ciudad.
Me recordaba mucho a la visión que mostraba Fellini en Las noches de Cabiria, él era uno más de los actores, se mezclaba con ellos, hacía de todo aquello un ambiente distendido, casi estudiantil. En un momento de la historia que me estaba contando me di cuenta de que estaba recomponiendo mi dolor, era un camino largo pero poco a poco iba saliendo del pozo donde me había colado sin saber el motivo. Alguien me cogió de los pelos mientras estaba flotando.
Soran se despidió de nosotros, esa noche tenía que irse por trabajo, tenía una exposición en Rijeka, se despidió con un beso delante de todos y me dijo:
—Me gustaría que vinieras conmigo, pero sé que tampoco puedes dejar al grupo, me gustaría que vieras el espejo líquido que causan las aguas del puerto. —Le contesté:
—Espero que te salga todo muy bien, y que estés tranquilo. —Nos fundimos en un abrazo fuerte.
Esa noche salí por la noche croata con mis amigas, con Soran me había despistado mucho de ellas, los locales eran distintos de España, además de cerrar mucho más pronto, las mujeres van vestidas como para acudir a bodas, mientras los hombres tienen un estilo más campero. El contraste sigue apareciendo en el viaje. No me defrauda.
Las mujeres son muy bellas, nos hacen sombra. España debería cortar la línea aérea para que nunca vengan a vernos. Todas aguardan en sus lugares de hacinamiento esperando que el hombre dé un paso para poder hablar un poco con ellas. Cuando estaba tomando algo se acercó un muchacho y me dijo algo en croata:
—¿Y tú qué quieres? —Le contesté:
—Desde luego ligar no. —Él se encogió de hombros y se largó.
Una de mis amigas más tímidas, me dijo que no sabía mantener una conversación distendida cuando le gustaba alguien. Pero de pronto se metió para el cuerpo de un solo trago un líquido rojo en forma de chupito, con sabor a pera y plátano, llamado Kruskova, y se fue hacia él para hablar.
—Me río yo de las tímidas —le dije sonriendo. Hablaron una décima y media de segundo. Al minuto ya estaban en un rincón, y medio minuto después me dijo:
—Nos vamos. —Pasaron la noche juntos, mientras que yo me fui con las demás a la habitación.
Eso de compartir las habitaciones con más gente hace que no puedas tener noches de pasión como cuando estábamos en la facultad y poníamos la toalla en la puerta, eso significaba «estoy ocupada y he tenido más suerte que tú.» A medida que pasa el tiempo, los años te van dando más experiencia, ahora sé que las miradas hablan, por ejemplo, antiguamente pensaba que no me hablaba ninguna, y que tenía que presentarlas en la puerta antes de entrar a la fiesta para poder entretenerlas y que se quedaran un rato más.
Aquella noche terminé en mi cama, a media luz, escribí mi día. Me gusta tener un pequeño diario de las cosas que hago en un viaje, para cuando pase el tiempo poder vivirlo como si fuera ayer. Solo nos quedaban dos días libres. Tendría que aprovecharlos bien.
Sé que ya nunca olvidaría la bella Croacia.