ME desperté a primera hora de la mañana, fui corriendo a la cocina como cuando estaba en el pueblo de pequeña y observaba si la gallina había puesto un huevo. Volví a armar mi móvil y llamé de nuevo. El teléfono me decía algo como «power reset». Estaba muriendo en mi presencia. Cogí mi tarjeta y lo metí en mi móvil antiguo, mi pequeño ladrillo de hace años.
Me preparé un desayuno bien caliente, y vi que tenía dos llamadas perdidas de Frankie en mi teléfono fijo, ha sido muy madrugador, pensé. No quería hablar con él, creo que me quería morir, en el fondo no era el beso en sí, es la situación de haber mostrado tus cartas y verte sola ante eso. Necesitaba adelantar los días de mi viaje y desaparecer lejos de allí, pero no era posible, teníamos los billetes y él sabía que me quedaban dos semanas para irme, así que lo mejor que podía hacer era contestarle mediante SMS, a ver si así apaciguaba su ansiedad. Escribí casi temblando:
«Hola Frankie, estoy muy liada hoy, sé que quieres hablar conmigo, en cuanto pueda te llamo.»
Frankie no me contestó a aquel mensaje, la verdad es que no sabía si entenderle o mejor dejarlo pasar, pero esas cosas no me gustaban, así que pensé que era lo mejor, tenía que hacer algo feo, para cogerle manía y así olvidarle.
Me fui a la calle, con mi móvil estropeado y entré en una tienda de servicio técnico. El dependiente me dijo:
—¿Qué le ha pasado? —Yo casi temblando y con cara de póquer dije:
—Los niños de mis amigas lo tuvieron y no sé qué pasó. —El hombre cogió sus gafas de aumento, y un aparato que era medidor de agua, y lo sumergió:
—¿Cuándo se te ha mojado? —Sin mediar palabra le contesté:
—Esta noche. —Y al segundo dije—: Fue al lavabo, no al váter. —Él me miró entregándome el cachorro y me dijo:
—El servicio técnico no arregla humedades.
—Es una pena, tengo muchos desconchones. —Dije en alto, sonreí y me fui.
Era catorce de julio, y otro año me invitaban a la embajada francesa donde daban una gran fiesta; había conocido a una francesa hace unos años en un curso y desde entonces siempre me invitaban, estuviera ella en España o no. La verdad es que mi vida necesitaba una revolución. Me preparé para esa noche, intentar evadirme de todo. Allí por supuesto estaba el embajador, y un montón de gente que por supuesto no habían guillotinado.
Llegué con mi ladrillo en el bolso pero alegre de estar allí. Bailé hasta altas horas de la madrugada, hice muchos contactos, y entre muchos de los mismos, conocí a François, un francés de nariz aguileña que me invitó a la barra a tomar un Martini. Me dejé besar, no sé por qué, pero necesitaba borrar de mi boca el beso de Frankie, necesitaba estar en los brazos de otro hombre. Qué mala idea, pensé mientras me dejaba hacer un centrifugado con su lengua.
Me adormeció los labios. Nos besamos en una especie de camas balinesas, el chico ponía toda su atención en mi boca, y en sus manos que no paraban de manosear mi trasero, recuerdo que pensaba a todas horas: Pero no es su boca, pero no son sus manos…
De pronto el centrifugado había salido de mi boca, para llegar al fondo de mis orejas, por supuesto estaba en un lavadero de coche, y estaba llevando mi golf para repostar. Entonces me tumbé para atrás, ningún invitado estaba pendiente de esta llovizna, cuando de pronto, él abrió sus piernas y se sentó a horcajadas encima de mí; comenzó a moverse con un ritmo muy suave, pero sin embargo, besaba fatal, y es que a mí si no me besan bien, ya se puede poner mucho empeño en todo, que pierdo interés.
Me hubiera gustado en aquel momento decir que yo era como Julia Roberts: «Yo no beso», pero la verdad no me parecía que fuera una excusa buena. Así que me dejé llevar una vuelta más hasta que mi ropa salió seca. Y le dije cogiéndole la cara y apartándole suavemente:
—¿Quieres que tomemos otra? —Y añadí—: «Exquisemua», un momento, ahora vengo.
Necesitaba ir al baño para quitarme las babas que había dejado en mi cara, no me pasaba aquello desde los quince. El francés me invitó a subir a su piso para hacerme, según él, un masaje tailandés y darme unos aceites que había traído de oriente. La verdad es que empezaba a desengancharme de las cosas que no llevan a ningún terreno. Decliné la oferta con mucha delicadeza, la solución no era besar a otra persona, la solución era encontrarme a mí misma. Y me fui de allí buscando un taxi, en la parada estaba aquel taxista que ya nos habíamos conocido en otra ocasión, que no paraba de pitar, sonriéndome como un loco, y agitando su mano:
—Ey, ey, ¿te acuerdas?, soy yo. —Le sonreí y le dije que subiría andando, que iba muy cerca de allí, por lo que me tuve que esconder en una esquina, hasta que se fue, y pude coger otro.
En ese momento mi cabeza era un bombo dando vueltas, no sabía cómo había perdido tanto tiempo con gente, me había distraído por el camino, pero ahora quería la guinda del pastel. Quería que me quisieran y sentir esa correspondencia que los que la han probado dicen que no es comparable con nada.
Cuando iba en el taxi, recibí un SMS de Frankie que me decía:
«Necesito hablar contigo, al menos contéstame.»
Sé que se merecía que diera la cara, pero no tenía valor, me faltaban fuerzas, no sabía qué decirle, y entonces pensé mañana será otro día, cuanto antes me duerma antes pasará todo. Necesitaba también cambiar de trabajo, había hecho un contacto bueno en la embajada, y pronto podía tener una entrevista para trabajar en una importante fundación.
A veces de un lugar no sacas nada, o quizás algo, lo importante es agitar la vida como una coctelera para que sucedan cosas.
Fue tan pronto que al día siguiente me llamaron para la entrevista, me las tuve que ver de nuevo con mi jefe, y ponerle una excusa buena para no ir a trabajar y así poder ir a mi entrevista. La tenía por la tarde, así que le dije a mi jefe que iba al médico.
Ese día me fui muy elegante a trabajar, con mi traje de chaqueta de raya diplomática, bueno, que parecía el médico de la familia real y que lo recibían en Palacio. Menos mal que en esos detalles nunca se fijaba, él ponía atención en si entraba pronto a fichar. La entrevista era como en un descampado, era una especie de chalé de dos plantas, rodeado por una gran arboleda.
Fui en coche, por lo que ni el GPS pudo encontrarlo, me di cuenta de que me había perdido cuando pasé cuatro veces un roble. En una de las veces, casi me bajo para pintar un punto rojo, y ver que pasaba por el mismo más de una vez, pero no hizo falta porque la señal me la dio un sujetador que estaba colgado en uno de los ramajes. Y es que me imagino que sería una pareja que en un «renuncio» se tuvo que bajar allí mismo por no aguantar las ganas. En fin, cuando ya por fin lo encontré, llegaba una hora tarde a la entrevista, y eso da una imagen horrorosa.
Cuando me bajé del coche y comencé a andar, me di cuenta que para trabajar tenía que haber ido con unas botas katiuskas, porque el barro ya me llegaba a las rodillas; habían regado y estaba todo encharcado. La casa era de lo más peculiar, era un sitio como de Heidi, como una de esas casitas holandesas donde puedes respirar aire puro. Me encontré hacia la mitad de la oficina a un hombre de unos sesenta años, bajito, con raya de pelo peinada a un lado, que cuando llegaba la ráfaga de aire me imagino que volarían al viento sus cuatro pelos; llevaba un cigarro en la boca donde absorbía la nicotina, mientras hablaba por teléfono diciendo:
—¡Ese es un meticón que hay que ir a por él! —Nada más entrar di unas cuantas vueltas en redondo por la sala, no encontraba a nadie que me atendiera. Por fin se acercaron un hombre y una mujer que me iban a hacer la entrevista, lo más curioso de todo fue que uno llevaba peto de granjero y la mujer iba en vaqueros cortos, por lo que me di cuenta de que la única que no pegaba entre ellos era yo, pensaba por dentro: Laura Ingalls hubiera pegado aquí. Me pasaron a una habitación, el entrevistador me observaba todo el rato y en un momento dijo:
—No tenemos que saber más, eres perfecta para el puesto. —Había algo surrealista que es que cuando alguien te coge mediante un flechazo laboral sabes que vas a desempeñar algún puesto que no es lo que estás acostumbrada a hacer siempre, pero ahora mismo necesitaba un cambio en mi vida completamente. Si ellos estaban desesperados, yo también lo estaba. Lo primero que les dije fue:
—Perdonad, tengo un billete ya para Croacia, y faltaría una semana. —Ellos me ponían todo muy fácil:
—No pasa nada, lo único que te pedimos es que hagas muchas fotos. —Bueno que mi teoría se iba confirmando, no ponían ninguna pega a nada, y todo cada vez parecía más fácil. Les dije, poniéndome en pie y extendiendo mi mano:
—Quiero desarrollar mi carrera con vosotros. —Y eso que por dentro no sabía exactamente ni lo que iba a hacer.
Empezar a trabajar en un sitio nuevo y tan especial me parecía surrealista y la vez, por qué no decirlo, muy excitante. Cuando estoy en una eclosión de vida y no encuentro sentido a ella, lo mejor que puedo hacer es un plan de choque, meterme en algo tan fuerte, para no pensar en lo que vivo. Adiós a mis trajes de chaqueta de raya diplomática, tenía que llenar mi armario de ropa para el campo, y eso me parecía desconcertante, no sabía si poner en el fondo de armario un rastrillo o incluir un sombrero de paja.
Al día siguiente hablé con mi jefe, me regaló los quince días de preaviso, y quise empezar así de rápido en el trabajo nuevo. Me encontré allí con mis vaqueros de montar a caballo, mi camiseta blanca, y mis Victoria de color morado para empezar a trabajar en la casa del abuelo de Heidi. Nada más elegir un ordenador, el señor Burns (que así llamaban a nuestro jefe) me bajó a mi mesa una flor metida en una caja de plástico, al ir a olerla, salió agua de la misma y me puso embadurnada la cara. El señor Burns se reía como un poseso, al principio pensaba que al menos gastaba bromas. No era un jefe al uso, era un tirillas metido en unos tirantes que vivía de los eventos y cenas que organizaba la fundación. Ese mismo día me llamó desde la planta de arriba:
—Tengo un trabajo muy importante para ti. —Me fui corriendo a su despacho para que me contara lo que tenía que hacer, me lo explicó tan detalladamente que no daba crédito a su propuesta. Me enseñó una foto y me dijo:
—¿Ves esta foto?, pues quiero que al de la derecha que va con un traje azul le agrandes la cabeza con algún programa de diseño que manejes. —Le dije:
—Okey, no hay problema, pero ¿por qué? —Y me contestó de forma déspota:
—Nunca preguntes, te contestaré porque es el primer día, le llamábamos cabezón en el colegio. —Está claro, aprendí ese día que los jefes son jefes, que no hay que hacerles muchas preguntas, y aunque cada uno pida cosas distintas, ya sea una subida de un archivo a Templates (un sistema para diseñar páginas webs), o ya te pida que agrandes una cabeza, lo quieren en el acto. Así que bajé con la foto para escanearla donde estaban mis compañeros.
Todos me miraban como si estuviera haciendo la cosa más normal del mundo, uno me dijo:
—A la otra que estaba aquí, la echaron porque no supo hacer desaparecer a la amante del jefe. —Respondí rápidamente:
—¿Ese pigmeo tiene amante?
—Claro —me contestaron todos—. Por eso cuando termina las cenas siempre se va con amigos de prostitutas que paga la empresa.
En la anterior cena, un amigo suyo murió en acto de servicio, se armó una buena, me contaron, ya que la mujer del amigo se presentó con el juez, y la verdad es que no paraba de chillar en la puerta gritando:
—¡Eso te pasa por ir con guarras, la próxima vez aprenderás! Me parecía que el sitio estaba siendo un tanto peculiar. A la hora de la comida todos pasaban por mi lado en bañador, ya ni me extrañaba, y es que todos iban a bañarse a una piscina que tenían en el jardín. La verdad, ponerte el primer día de trabajo en bikini no es algo que me motivara mucho, tengo un pudor acentuado. Había cuerpos que no estaban mal, podía pedirles luego que me explicaran en qué consistía mi trabajo.
Pasé toda la semana así, conociendo gente variopinta. Conocí esa semana a Paquita, era la secretaria general del señor Burns, de esas mujeres que llevan toda una vida en la empresa, y conocen muy bien el arte de llevar al jefe, la oficina…, pero siguen escribiendo la contabilidad en papel, ya que el Contaplus les parece un invento atrasado.
Un día conocí a Paquita en su momento estrella, estaba fotocopiando en la máquina un martillo, después de forma alegre había metido el bote de lejía, mientras canturreaba Tatuaje de Concha Piquer: «Él vino en un barco de nombre extranjero…» La tuve que cortar con toda mi pena para preguntarle qué estaba haciendo metiendo todos esos artilugios en la máquina donde estaba el cristal que podía romper. Ella me contestó de forma avispada:
—Niña, estoy haciendo los justificantes de compra. —No me lo podía creer, pero lo acepté cuando vi en una mesa un montón de papeles con la marca de cada objeto y donde ponía el dinero que había costado para archivarlo. Sonreí y me fui a la planta de abajo para seguir buscando el trabajo que desempeñaba.
Todavía no lo tenía muy claro, de pronto me llevaron a un nuevo despacho, por llamarlo así, estaba todo revuelto y había más de quince ordenadores; ahora resulta que habían inventado algo nuevo: para que la gente del barrio que estuviera ociosa pasara allí las mañanas viendo internet. Era la encargada de hacerles fichas, a mi lado había un compañero con un flequillo y unas gafas de pasta negra que todo el rato fumaba algo que no era tabaco y me decía:
—Gracias a esto puedo programar mejor, la mente se me abre. —Y añadió—: ¿A ti te ha dado alguna vez una pálida? —Yo respondí:
—Si te refieres a una pájara, no, muchas veces no. —No sé si mi elección de trabajo había sido acertada, pero al menos con tanto bullicio pensaba menos en Frankie.
Apareció un hombre mayor pidiéndome uno de los ordenadores, quería chatear con su hija que se encontraba en Costa Rica; mientras llegaba la hora para ponerse en contacto con ella, jugaba al ajedrez con una máquina virtual que era como Kasparov, pero él (que era un Karpov principiante) gritaba todo el rato:
—¡Mierda!, he vuelto a perder.
Cuando por fin podía contactar con su hija, esta le mandaba fotos por el MSN medio ligerita de ropa, su padre andaba muy escandalizado, porque la muchacha estaba en cada foto con diferentes hombres, por lo que gritaba:
—¡Mi pitusa no! —Y daba golpazos contra la mesa.
Al lado había otro chico de unos veintitantos que no paraba de sacar un ojo hacia la derecha por si podía ver algo, pero en su pantalla había millones de mujeres desnudas, por lo que cuando pasó el señor Burns por allí, primero se quedó mirando, yo diría que más de cinco minutos largos, y luego le echó a la calle diciendo:
—Esto es un centro cívico, donde reina el decoro, y estas mujeres tienen posturas impropias. —Mi compañero guardó lo que se fumaba en un cajón, y en el ambiente corría un aire que no era precisamente incienso. Mi nuevo jefe me mandó llamar, me dijo que tenía que encargarme de organizar un evento para unos miembros que venían de China, y que eran importantes, me dijo:
—¿Sabes algo de inglés? —Y le dije:
—Algo. —Y él contestó:
—Suficiente, tu trabajo es importante, serás la encargada de limpiar los vasos de la anterior reunión que tuvimos y de ordenar las mesas en forma de ele. —La verdad, a medida que pasaba el tiempo me daba cuenta de que era la chica para todo.
En un momento me fui al baño, y allí en el silencio del día, me apoyé contra la pared y pensé en él, en lo que había significado para mí ese beso. Él no había jugado conmigo, y eso tenía que reconocérselo, tenía este sentimiento que pesaba como una losa en mis espaldas y es que me perseguía siempre que iba al baño.
Intentaba doblar cada esquina de la oficina por si le perdía la pista, pero siempre estaba allí vigilante, como un marinero cuidando del faro en alta mar, y lo peor era que este sentimiento llevaba un candil, sabía encontrarme en cada momento. O quizás yo me dejara encontrar.
Así que me armé de valor, le debía una llamada, Frankie se había portado muy bien conmigo y tenía que devolvérselo de alguna forma. Le debía una explicación, quizás una de las tres más importantes de mi vida: la primera fue cuando rompí el jarrón chino de la dinastía Ming de mi abuela cuando tenía seis años; la segunda, cuando mi tío me encontró entre las sábanas de Lucas, que le dije:
—Estamos buscando un libro. Mi tío contestó:
—La biblioteca la cierran a las siete, así que todo el mundo a la calle. —Y ahora me tocaba un momento de esos violentos, en que tú vas a hablar de tu propia enfermedad ante una persona sana y que no tiene fiebre. Salí al jardín, quería estar sola, que no hubiera nadie, y marqué los números, me sabía aquel teléfono de memoria. Mi voz entrecortada, como un hilo que está a punto de romperse, le dije:
—Hola Frankie, ¿cómo llevas la mañana?
La pregunta era absurda pero tenía que intentar no llegar al tema espinoso. Él me contestó:
—Bien, pero pensando en ti.
Y me armé por segunda vez de valor, le dije:
—Rosario, ¿está en Lanzarote, no? —Me contestó:
—Sí, la he dejado hoy en el aeropuerto, pero ahora no quiero hablar de ella.
En ese momento mi vista se empezó a nublar, por lo que me tuve que sentar en un poyete de piedra; allí fuera salió uno de mis compañeros gritando:
—¿Sabes algo de Paquita? —Y le dije tapando el auricular:
—No tengo ni idea. —Y contestó riéndose:
—Pues dice que hoy no viene a trabajar porque se ha hinchado y no le cabe la ropa. —Mira, de verdad, era todo surrealista, y yo teniendo una conversación seria con mi escocés, y aquí todos haciendo y diciendo gansadas. Le dije:
—Es imposible hablar, Frankie, ¿te parece que te llame esta noche cuando llegue?
Me contestó:
—Pero hazlo.
Y le dije:
—Te doy mi palabra. Un saludo.
No sé por qué me salió «un saludo», es algo tan frío… Pero regalar ahora un beso, no quería, ya le había dado quizás uno de los más importantes de mi vida, y ahora no podía regalarle otro, no quería ni agobiarle, ni incomodarle, por eso esta noche intentaría hablar mejor con él.
Cuando entré a trabajar, vi que uno de los mensajeros iba gritando a todas las chicas:
—¡Puta, te rajo! —Cuando pasé yo, hizo lo mismo. Me asusté bastante, no sabía qué pasaba, y todos me dijeron:
—¡Ah! No te preocupes, se lo dice a todas, tiene un trastorno de bipolaridad. —Me contaron que según cómo estuviera iba a trabajar, y que si había pasado la noche en alguna discoteca, el efecto del alcohol y del tratamiento no le venía bien, por lo que también se quedaba en casa. Cada uno tenía una excusa para no trabajar. Aquella mañana conocí a la comercial, nos regaló a todos un globo del mundo de cristal. Cuando estaba abriéndolo, el mensajero empezó a subir las escaleras de tres en tres buscando al jefe y gritando:
—¡Quiero la baja laboral, quiero la baja, trabajo demasiado, cabrones!
Pensé que eso ya sería el despido directo, pero de pronto el señor Burns le dijo:
—Te reduzco la jornada, anda, cálmate.
Me comentaron que el mensajero era el hijo del hermano del jefe, y que si le echaba contaría lo de su amante. Ahora me cuadraba todo un poco más.
Ese día llegó a la oficina un chico nuevo, pensé que sería mi compañero de penas, que con él me desahogaría de esta «locura oficinal»; era como la película de Katherine Hepburn Vive como quieras, allí todo el mundo hacía lo que le daba la gana, a la hora de la comida dos chicas se ponían a hacer aeróbic a lo Eva Nasarre, otros retozaban en una esquina, y yo andaba buscando mi cometido.
Este chico llegó con su pelo revuelto, unos ojos grandes azules muy brillantes, y una camiseta con un mensaje que era indescifrable. Trajo una mochila, y no sé quién corrió la voz de que llevaba una bomba. Todo el mundo mientras que trabajaba miraba esa mochila porque pensaban que en cualquier momento volaríamos por los aires. El chico era de lo más extraño, de pronto cogió un biombo y se hizo su propio despacho. En un momento que estábamos trabajando me dijo:
—Subiendo hormigas por tu ordenador, ¿eh? —La verdad es que tardé en reaccionar, no sé si me estaba diciendo un nombre de un grupo musical o es que lo que estaba pasando es que las hormigas iban a invadirme, más bien era esto último.
Era terrible trabajar allí, me trajeron un «fli. fli» para matarlas mientras estaba trabajando. No se me daba mal, los cadáveres caían torturados y panza arriba en mi teclado. De pronto el chico nuevo se empezó a quitar el pantalón, yo pensaba que se iba a inmolar o alguna cosa extraña, y apareció con unos rockys de esos apretaditos que llevábamos cuando éramos pequeños y dijo:
—Berta, tengo que correr un rato por el jardín, porque estoy un poco tenso.
Entonces empecé a pensar por qué nos habrían metido a todos en ese cuchitril, eso de que me guste la gente rara equivale a que… ¿también lo soy? Pues puede ser, porque nada era ya normal. Aunque, ¿qué es lo normal y lo no normal?, me pregunto en ocasiones. Según la curva de Gauss, lo normal son las cosas habituales, las que pasan con más frecuencia, pero en mi caso esas cosas no son especialmente las que más me gustan.
En ese momento todos me hicieron una seña para abrir aquella mochila misteriosa. Nos levantamos con sigilo, hasta que mi otro compañero tiró el biombo y todos nos fuimos al suelo. En la pantalla del ordenador, vimos algo muy sospechoso.
—Armas… —Y no seguí leyendo más ya que vino él y nos pilló también abriendo la mochila. Creo que es otro de los momentos más violentos que he pasado en mi vida. Él nos dijo:
—¿Qué pasa aquí?
Yo, tartamudeando y echándole valor, le conté de la manera más suave que pude, que pensé que era un terrorista y que estaba preparando un golpe. Él riéndose me contestó:
—Sí, claro, y el centro clave es esta casa de los Andes. —Nos reímos todos, y yo solté una carcajada más grave cuando me di cuenta de que en la pantalla aparecía la frase «Armas de Venta», eso siempre me ha pasado por leer a medias. Menos mal que el chico tenía sentido del humor, era como nosotros, un tipo peculiar, pero muy agradable. Lo de correr a mitad de trabajo no tenía sentido, pero me imagino que todos pensarían lo mismo de mí, cuando me iba al baño para respirar profundamente y estar en paz.
Detrás había un compañero con el que jugaba al billar en un página de Internet, cuando venía nuestro jefe minimizábamos la pantalla y seguíamos charlando de cosas normales. Estaba también una compañera llamada Clara que lo primero que hizo fue preguntarme:
—¿Tienes pareja? —Le respondí que no, y seguidamente me dijo—: ¡Ah, vale!, porque si tienes lo dejarás, es la maldición de esta fundación. Todos los que tenemos algo terminamos dejándolo al instante. Es más, nuestro compañero Pedro —le señalaba sin ningún pudor— se acostó con Nadia, que está a la derecha en el altillo.
A mí me dio curiosidad qué era ese sitio y, de pronto, dos de los chicos que había allí me dijeron:
—Si lo quieres conocer, cualquiera de nosotros estaríamos encantados. —La verdad es que yo ahora me encontraba en el sótano y subir tantas escaleras me daba pereza, mi corazón pesaba demasiado.
Cuando pasó el malestar con mi compañero nuevo, empezó a sincerarse conmigo, me dijo que últimamente no estaba muy comunicativo porque tenía a su novia en Isla Reunión, que ella era como diez años más joven, y que se estaba tirando a todo lo que se movía por allí, pero él, con una resignación extrema me decía:
—Es normal, prefiero que lo viva ahora que luego.
Me encantaría tener esa personalidad impasible, pero yo ahora mismo era puro volcán que estaba calcinándose como el Timanfaya.
Mi compañero nuevo me distraía con sus aventuras, me contó también que siguió a una mujer hasta Dallas por amor y que al llegar allí, ella le puso a dormir en el cuarto de al lado, y que tampoco se acostó con ella en todo el viaje. No daba crédito, había gente que había pasado una época mucho más desastrosa que yo, aunque no me consolaba mucho.
Pero la historia más sorprendente fue cuando me contó que se enamoró perdidamente de una mujer y que empezó a vivir con ella en Lisboa, luego cogieron a otra chica para pagar el alquiler, pero no solo no pagaba bien, sino que le acabó robando a su novia, por lo que según él, era un poco gafe. Ya lo único que me faltaba, que alguien me pasara algo de su mala suerte.
Me contó que su primer día en la ciudad apareció con un ojo morado en su casa, me dijo que a la salida de la celebración de un San Patricio le robaron en la calle y le dieron muchas patadas por mirar a una irlandesa. La verdad es que ya nadie está a salvo en esta ciudad, pensaba. Así iba a terminar yo, pero con los argentinos, como no me alejara de Frankie lo antes posible. Esa tarde tenía que ir a casa de mi amiga Patricia para cuidar de su pequeña ya que ella se fue al médico. Era la primera vez que me quedaba con una criatura tan pequeña, me miraba fijamente, estaría pensando «uy, qué miedo, tú me vas a cuidar…».
La niña se durmió como un angelito pero cuando puse un pie en la mesa, la niña abrió un ojo, como diciendo «te vas a enterar», y comenzó a desprender un olor extraño, por lo que me la llevé al cambiador para a hacer otra de las operaciones pañal. Cuando le quité el pañal, la niña expulsó un río de agua amarilla y me puso completamente empapada otra vez. Ella se reía a carcajadas.
Así pasé toda la tarde, me llevé un libro que me encanta de Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, y lo leía a ratos, no sé cómo pude elegir ese libro porque me costó entender lo que era un cronopio, entonces miré a la pequeña y se lo pregunté y ella me dijo: «ba ba», me parece que eso tampoco era.
Cuando estaba con todo ese trajín de libro, de niña y de mirar que no le hiciera corriente, me llamaron de Fnac para decirme que había quedado en segundo lugar con mi fotografía de gemelos. Si es que sabía que mi foto tomada desde las partes «genitalísticas» de los hermanos gemelos me haría ganar. Me puse como loca, y puse de fondo la música Je ne veux pas travailler, cogí a la niña y comencé a bailar con ella en brazos. Ella no me soltaba mi dedo, y en ese momento me acordé de lo feliz que era. Cuando deje de estar idiotizada volveré a ser la mujer de personalidad que fui, me decía.
Mientras bailaba, el sentimiento daba vueltas sobre nosotras, en el suelo éramos Fred Astaire y yo, parecía una secuencia de La alegre divorciada. Pero al llegar mi amiga y salir de la casa, miré para atrás y Sentimiento volvía a seguirme, pensé que cuando tuviera una conversación con él terminaríamos cuanto antes, lo mataría y más tarde me entregaría a la policía. De momento se quedaría en tierra hasta embarcar para Croacia.
No esperaba nada nuevo de la vida, quizás era el peor pensamiento que podía tener en todos los tiempos de mi existencia. Mi garganta estaba llena de pelusas que no había recogido del suelo.