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HOY había quedado con una de mis amigas de la asociación, quizás era la más influyente, ya que mientras yo llegaba de mi juerga nocturna a las seis de la mañana, ella estaba dando el pecho a esa misma hora; llevábamos vidas al revés, y teníamos que hacer coincidir nuestras agendas.

Hicimos una escapada, yo de mis asuntos de cabeza y ella de sus pañales invadidos de aguas menores. Nos dispusimos a elegir un sitio de la ciudad que no estuviese muy concurrido, queríamos tranquilidad para hablar de nuestras cosas, y alejarnos del banal ruido.

Elegimos un lugar de zumos naturales, nos dieron la carta, por supuesto mi amiga eligió el batido de mango y papaya que era el multivitamínico, ya que necesitaba seguir creciendo para enfrentarse a su pequeña; y yo por supuesto elegí el antioxidante, de fresa y plátano, para renovar mis células, últimamente creo que me estaba oxidando del todo. De fondo Pink Martini con su Tea for two ponía la nota a nuestras vidas.

En un momento cuando todo fluía con normalidad y en calma absoluta, nuestra conversación empezó a adentrarse en un terreno un poco espinoso, mi «destino-desastre» podíamos llamarlo.

Mi amiga, con una sonrisa, me dijo:

—Y nada… ¿no encuentras esa persona que te llene?, es que ya se lo contaba el otro día a Jorge, eres una mujer a la que siempre le gustó alguien muy especial, que tenga ese punto de misterio, y además sea cariñoso, así que una estaca no te vale.

Yo aguantando la invasión de mi vida le replicaba con sonrisa:

—No, por supuesto que no me vale, para eso estoy sola, puse muchas esperanzas en Andrés y ya ves dónde se fue todo, al traste.

Ella continúa apostillando:

—Tienes mucha suerte, y no sabes por qué.

Yo estaba intrigada, ¿dónde vería mi suerte?, así que me dispuse a seguir escuchándola y el caso es que afirmó de forma tajante:

—Ahora te queda lo mejor de la relación, volver a sentir las mariposas, la conquista, la lucha de miradas, y todo lo bonito del principio.

Y no pude evitar contestar:

—Bueno pero tú tienes una parte mejor, lleváis un montón de años, la costumbre hará que no te deje.

A lo que ella con una carcajada enorme dijo:

—¡Oh, vaya!, nunca me había visto a mí misma como una camiseta vieja, que aunque tenga agujeros y sea del ochenta y cuatro, cuando me gradué, se la queda por eso.

Yo tuve que salir del paso como pude, me estaba metiendo en un terreno pedregoso, le contesté:

—No quiero decir que eres una camiseta vieja, me refiero a que tienes esa estabilidad maravillosa de una relación de años.

Y con mucho sarcasmo me dijo:

—Te lo cambio.

Es verdad que iba navegando de relación en relación, pero sabía perfectamente la persona que a mí me hacía feliz, tenía que tener ese punto ácido de humor de doble sentido, y que fuera una persona muy especial, de esas que cuando entras en un local, su mirada tiene luz, y destaca sobre los demás. Es como si llevara dos faros en los ojos, mientras de fondo suena Mediterráneo de Serrat.

Cuando eso pasa, no recuerdo ni sus gestos, ni siquiera me acuerdo de los pliegues de su piel, ni del color de su pelo cuando pienso en esa persona, tan solo recuerdo lo que sentía. Mi ilusión desbordada por verle. Miro hacia atrás y veo mi sonrisa andar entre calles. Va sola a un café, allí se sienta, y espera su llegada, y cuando lo ve… Mi sonrisa avanza con oropeles hacia él, con aire napoleónico y le cubre de besos, de caricias a deshoras.

Un día él se va, y tengo que recoger mi sonrisa en pedazos por el suelo, a veces pierdo el labio inferior, mi rictus se vuelve seco, parece como si hubiera tomado Roacután. Seguimos charlando y con mirada de complicidad absoluta me dijo:

—¿Te gusta tu amigo Frankie, no? —Debe ser que todas habían notado mi posible relación en mis ojos, porque estaba visto que en los de él, solo podía verse algo de la Patagonia.

Le contesté:

—Frankie es un tipo especial, se me ha despertado algo, pero no mi reloj biológico, que te conozco…

Ella se echó a reír y me dijo:

—Pues lucha por él.

Le continué diciendo:

—No lo sé, qué puedo hacer, no tengo ninguna gana de luchar y perder la batalla, no soy de las que luchan, soy más de las que esperan la batalla, y si ganamos pues bienvenido sea.

Entonces ella con sonrisa me contestó:

—Si hubieran pensado así los carlistas, no sé qué hubiese pasado.

Pasamos horas hablando. Por primera vez, creo que se trajo con ella a la chica que había compartido toda una vida conmigo. Cuando llegué a casa tenía un mensaje de Frankie:

«Mañana Rosario y sus amigos argentinos hacen una fiesta en la casa de uno de ellos, llévate bikini, hay piscina.»

Me había propuesto no verle, y ahora tenía esa cara que pones cuando te toca el gordo de la lotería de Navidad; nunca me ha pasado, pero es lo que observo cuando salen en televisión con champán y cara de «no hemos cogido el tren pero hemos aparecido en Alburquerque.» Estaba alelada. Pues esa cara tenía yo ahora mismo, de haberlo perdido en mi cara, pero con ganas de ir a esa fiesta.

Me faltaban pocas horas para aparecer radiante. Así que tenía que abrir los dos armarios desplegables de ropa que tenía y elegir algo que fuera conmigo, pero que diera la sensación de «nunca hubo una tan sexy como tú.» Así que me puse música de nuevo de Pink Martini y puse de fondo la canción Dónde estás, Yolanda. Y comencé a desechar ropa a la cama, no cabía nada más entre las sábanas y no daba con la ropa que anduviese sola hacia mí y me hiciera tener a Frankie entre mis brazos.

Lo primero que elegí fue el bikini, tenía uno de pantera, pero recuerdo que solo lo utilicé una vez, ya que cuando me lo bajé a la playa hace dos años, algunos hombres decían miau.

La verdad, no quería ser La gata sobre el tejado de zinc, ni portarme como una gatuna en celo, quería simplemente llevármelo después de un partido justo, yo no quería meter patadas ni echar polvos pica-pica a mi competencia y que no parara de estornudar, y de esa manera que echara a Frankie de su vida, porque ella misma generara su mal dentro. Tenía otro bikini brasileño, con la braguita tan minúscula que mi carne tapaba el textil. También fue uno de los peores momentos de mi vida, era blanco y una vez salí del agua, al verme en la ducha que iba casi desnuda, pegué un salto de nuevo al agua y no salí de allí en toda la tarde. Recuerdo que había un chico a mi lado que también se pasó horas a remojo, a final de la tarde, me di cuenta que él también había creído que el blanco se llevaba esta temporada. Así que elegí un bikini negro, nada como aparecer como viuda sexy. El negro es un color que te quita de problemas, y al final no apareces con el «rosa furcia».

Ahora solo faltaba ponerme algo de escote y unas gotas de algún perfume que dejara rastro. La ropa iba a estar más difícil, no me gusta ir a ese tipo de fiestas con vestido, porque luego estoy todo el rato midiendo la falda y tirándome de ella para abajo, así que elegí unos vaqueros pitillos, unas sandalias cruzadas estilo romanas, y una camiseta con algo de escote que tenía una especie de dibujo tribal. Algo sencillo que me hiciera estar cómoda en aquella fiesta.

La verdad que todos los minutos que pasé hasta que llegó el momento en que me encontré en la entrada de la fiesta fueron una tortura, el corazón se me salía del pecho, tenía que hacer otra vez de tripas corazón, y ver que aquello no me iba a afectar. Me hubiese encantado sacármelo allí mismo y haberlo dejado enterrado hasta que me fuera, ya que era muy indiscreto y tenía miedo de que los latidos se escucharan. Siempre me ha gustado dar la cara en las situaciones violentas, aunque yo sea secundaria en los papeles de las películas, así que entré en un maravilloso jardín donde había una piscina increíble a la derecha, en la parte de la izquierda había un rincón lleno de argentinos escuchando a Carlos Gardel.

Cuando llegué, la Argentina imponente se me acercó a dar un par de besos, la verdad es que cuando alguien te cae bien es más difícil luchar. Con una gran sonrisa pensé: Será perra. Ella me dijo:

—Ven por aquí y deja el abrigo. —Yo pensé: Ojalá te mates dejando los abrigos. Y volví a sonreír. Ella dijo:

—Vamos a darnos un baño antes de que vengan todos.

Llegó el momento en que nos fuimos al vestuario, y ella se quitó su vestido de gasa romana, de un color salmón. En ese momento me vino a la cabeza Ursula Andress en Agente 007 contra el doctor No, con aquel bikini blanco hueso. Era difícil pero yo, armada también de forma no natural, parecía la hermana en pequeño de Ursula. Salir de puntillas hubiera sido un poco ridículo, así que me solté el pelo y me dije: Tú nadas genial, así que al menos que se enamore de tu mariposa.

Salimos las dos, yo estaba intentando meter algo de tripa, esos pasteles de todo el año después de las comidas, habían hecho que se quedaran en mí, pero de pronto, el tonto de Frankie, corriendo por detrás de mí, metió su cabeza entre mis piernas y me tiró al agua a hombros. Era como un torero abriendo las Ventas, aparecí con un trozo de bikini metido por mi trasero, con una pierna para arriba que era como ortopédica, y con un relleno flotando en la piscina.

Ahora tenía que buscarlo, para que nadie preguntara por él. De pronto un chico que llevaba un bañador de los prietos como de brillantina y un pelo que todavía no se había remojado, vamos, que era como esas señoras que nadan sin meter la cabeza, se lo metió entre su pantalón y me dijo:

—Venga, te lo dejo, sácamelo. —Le dije que me lo diera de muy buenas maneras. Y él insistía en que metiera mi mano dentro del enorme bañador, porque ahora con mi relleno eso era una boya marina. Por supuesto me negué, y de pronto Frankie, cogiéndome por la cintura, me dijo:

—Berta, a mí me gustas así, eres muy bonita. —Ese «bonita» me lo llevé durante el baño, luego vino conmigo a la cena, y así pasó toda la noche conmigo repicando en mi cabeza.

Cuando salí del agua, había olvidado que mi pelo quedaría ahora como una fregona mojada, era el momento de pedir un secador, pero la de Bariloche me dijo:

—No seas tonta, ahora hace un calor tremendo, estarás más a gusto si te lo secas al aire. —No sé si me quería hundir, o de verdad lo pensaba en serio. Me puse un gorro panameño y me quedé sentada en un lugar de la mesa donde no incomodara. Me sentía fuera de lugar, no sé qué hacía allí, pero sabía que pronto me iría a Croacia, y que ya los ridículos que pasara no serían tan grandes, pronto se olvidarían todos.

Empezamos a beber algo con la comida, yo apenas comía, pero bebía algo, así que a mitad de la noche, comencé a ver a la gente doble. Grité:

—¡Han venidooo más ahora, hip! —Cogí un micrófono y deleité a los presentes con una de mis canciones favoritas de Lila Downs, Paloma Negra. Le miraba fijamente mientras le cantaba y, por primera vez, me miraba fijamente con una mirada distinta a la que había visto en otras ocasiones. Creo que siempre es más sencillo expresar algo de amor a través de letras, y más como soy yo, que expresar sentimientos me cuesta tanto.

Dije:

—Voy a cantaros. —Un estruendo se oyó en todos los rincones de la casa. La gente seguía hablando. Y yo volví a gritar—: Silenciooo.

Empecé con los acordes: «Ya me canso de llorar y no amanece, ya no sé si maldecirte o por ti rezar.» De pronto mi voz aguardentera le gritó: «Ya agarraste por tu cuenta la parranda, paloma negra, paloma negra, ¿dónde, dónde andarás?, ya no juegues con mi honra parrandera, si tus caricias deben ser mías, de nadie más.» Ahí me salió mi vena de posesión cantarina, decía verdaderas burradas, pero las decía por mi José Alfredo Jiménez, yo transcribía el dolor de otro a través de mi canto.

Todos me aplaudieron cuando terminé de cantar, él silbaba como un loco, y la Bariloche decía:

—Tienes una voz mágica, ya sabes que si en el trabajo no te va bien, yo pensaría seriamente lo de cantar. —Frankie dijo:

—Yo siempre se lo he dicho, pero es muy tímida para grabar alguna maqueta.

La mesa se levantó, unos fueron a tumbarse al césped, la de Bariloche después de acariciar el pelo a Frankie como cuatrocientas quince veces se tiró al agua sin bañador. Una sirena flotaba en el agua, mientras que Frankie y yo nos quedamos en un rincón en silencio. Necesitaba decirle lo que sentía, pero no quería interceder en nada. Los dos estábamos en la penumbra, donde nadie nos veía. Él me tocó el ala del sombrero y me dijo:

—Qué bien te queda. —Le dije:

—Póntelo tú. —Él me cogió el sombrero, yo se lo encajé como pude, y de pronto una ráfaga de aire hizo que se volara hacia atrás, así que yo me estiré para cogerlo, cayéndome sobre él. En ese momento todo mi mundo se paró, Harold Lloyd quedó paralizado en aquel reloj haciendo fuerza. Mi yo maquiavélico me gritaba: «Bésale», y mi yo nube de algodón me gritaba: «Venga al agua, una ducha fría y a casa.»

Si a lo mejor no hubiera tenido un viaje a Croacia, hubiera hecho más largos, pero ya me daba todo igual, había llegado el momento y, acercándome a su boca, le di un beso cogiendo con mis labios el suyo superior, y así me quedé como cuatro décimas de segundo, que para mí fueron años. Cuando nos despegamos, él me dijo:

—¿Qué has hecho? —Y yo le contesté:

—Olvídalo, por favor.

La de Bariloche traía una cesta con postres pequeños de colores, yo intentaba buscar un hueco para respirar hondo y calmar de nuevo mi corazón bombeante que había bajado del pecho al estómago.

En ese momento yo no quería mirar a nadie, y menos a la Argentina. Nos sentamos en una mesa, y comenzamos a luchar con las miradas. Frankie necesitaba atrapar la mía, necesitaba buscar una explicación, y yo buscaba la de todos menos la de él.

Cuando llegaba a encontrarme con su mirada, bordeaba su contorno y se hacía invisible para mí. Rosario se recostaba en su hombro y yo intentaba no ver esa escena, pero me costaba mucho no mirar. Él me miraba fijamente, impertérrito ante mí.

De pronto un chico de la fiesta, de esos que ves nada más entrar, pero que a mitad de fiesta siempre va por otra, se me acercó y me dijo que si me enseñaba la casa. Era el dueño de la casa, se presentó como Dango, y me dijo mirándome:

—Vos parece que habéis salido de un cuento. —Era de esos que regalan el oído a la mujer, el «zalamerismo» llegaba a mi vida de nuevo. En ese momento yo necesitaba cualquier cosa para salir de allí. Me fui a ver la casa.

—Desde fuera no parecía tan grande —decía en alto mientras sujetaba mi copa de whisky. Cuando estábamos en la primera planta, me asomé por la ventana y allí estaba Frankie con sus ojos de lobo observándome. Me recordó a la escena de Orquídea salvaje, pero en este caso no había barrotes, ni tenía un tío achuchándome contra ellos. Estuve paseando con él por toda la casa, cuando me encontré con Rosario y Frankie; esta primera dijo en alto:

—Bueno, Frankie, pues ya te enseño la casa que estás de un pesado…

Un beso despierta en la otra persona cosas que una no sabe ni que siente, pero en mi caso, no había despertado nada nuevo, había reforzado todo el amor que llevaba en mí. Me dolía, o mejor dicho me encrespaba enormemente verlos tan juntos, ella sería quien se lo llevaría a dormir, y despertaría con él y yo había robado un beso, un simple rozamiento de labios, que se me había quedado corto y que me había despertado todavía más ganas.

Éramos dos parejas viendo la casa, parecía que estábamos con una agencia de inmuebles y estudiábamos los cuatro si nos la quedábamos o no. Le dije a Dango que no me encontraba bien y que por favor, si me podía dejar cerca de un metro, porque ahora mismo no sabía ni dónde estaba. Dango dijo:

—Te llevo a casa, son las cuatro de la mañana, y si no han cambiado las normas, el metro cierra a la una y media. —Frankie dijo:

—Espera, te llevo yo. —En ese momento tenía que pensar algo rápido pero Rosario me ayudó:

—Dango vive muy cerca de ella. —Me despedí de los dos, sentí que Frankie quería buscar mi cintura, pero hice un requiebro para no sentirle más, por primera vez, me sentía como estúpida. Bueno no era la primera vez, pero siempre que hago algo que no tiene sentido, me gusta pensar que es la primera, para no llevar el peso de los ridículos. Tengo una cesta donde los guardo, aunque nunca los repito, siempre hago alguno nuevo.

Le di un beso en el aire, muy fría, le miré esta vez fijamente. Frankie me dijo:

—Mañana te llamo. —En él esa frase era, no te agobies, mañana lo hablamos.

No quería hablar nada, había tenido un acto reflejo con el beso, pero no quería ni compasiones ni misericordias de nadie, nunca me ha gustado la compasión o las buenas palabras cuando uno está sintiendo diferente al otro, me hace sentir muy pequeña. Dango me ayudó a bajar las escaleras y me abrió la puerta del coche.

Cuando subió, abrió su guantera y sacó un espray desodorante para el coche, olía como Armani, rocío todo el coche que por poco me ahoga, me habían dejado de interesar las personas que cuidan hasta el último detalle. Es un meticuloso, de la familia de los escrupulosos obsesivos, pensaba mientras bajaba la ventanilla. Me gustaba Frankie, un ser descuidado de la familia de los despistados, que sale de las fiestas olvidándose su americana dentro y que vuelve al día siguiente a por ella.

Esas cosas me parecían tiernas. Esa noche con la presión en la cabeza del beso dormí como un miembro de la asociación, como un bebé que acaba de ver el mundo; espero no convertirme en hormiga, hace poco leí un libro alemán que la mujer hizo tantas fechorías en su vida y fue tan egoísta que al final le salieron antenas y patas. Si me pasaba esto, me iba a resultar más difícil conquistar a Frankie, aunque a lo mejor las hormigas madres me ayudarían. Creo que sería más fácil reencarnarme en tábano y sobrevolar su cama con un gran cartel en el que decir: «¡Tómame!»

Esa noche tuve un montón de pesadillas en mi cabeza. De pronto el animal de cama, porque no podía calificar a Frankie de otra forma, andaba por el campo y en su hombro iba yo en forma de tábano, picando su espalda y haciéndome notar. Luego, al momento me volvía a transformar en humana y con mi boca le sacaba todo el veneno, en este líquido se había convertido Rosario, así que no paraba de escupir al suelo toda la ponzoña. Y seguíamos andando por verdes trigales durante toda la noche hasta que una gran suela de zapato me hacía sombra, tapó todo mi cuerpo y de pronto me machacó en el suelo y salió de mí todo el jugo que llevaba dentro.

Me desperté de sobresalto bañada en sudor. Me dirigí al baño con mi móvil por si Frankie me había dejado algún mensaje y, cuando iba a verlo, este se me cayó por el váter. Mi móvil bañado en agua, pensé que gracias a los cielos por no haber hecho pis minutos antes.

Así que me armé de valor, algo peor no me podía pasar. El colmo de la mala suerte, es mi móvil nadando por aguas menores. Como pude, metí la mano en el pequeño río y, sin pensarlo dos veces, lo saqué. Al instante saqué mi secador de pelo y comencé a secarlo.

No revivía. Cogí dos toallas, y saqué la batería. Al minuto lo puse a cargar. Mi móvil había muerto. Me dirigí al ordenador y busqué en Google: «cómo salvar un móvil del lavabo.» Me avergonzaba decirle a mi propia máquina que se había caído por el terraplén. El único consejo que vi, fue: «Métalo en arroz.» Fui corriendo a la cocina, allí busqué un cuenco para echar el arroz, y con él enterré mi móvil, mi batería, y mis posibles SMS de hombres interesantes. Hice un réquiem y recé por su alma.