XVII

No regresé a México en varios meses; aproveché el tiempo para trabajar en mis notas de campo y por primera vez en diez años, desde que inicié el aprendizaje, las enseñanzas de don Juan empezaron a cobrar verdadero sentido. Sentí que los largos periodos en que debía ausentarme del aprendizaje habían tenido sobre mi un efecto calmante y benéfico; me daban la oportunidad de revisar mis hallazgos y de ponerlos en un orden intelectual adecuado a mi preparación e interés. Sin embargo, los sucesos acontecidos en mi última visita al campo señalaban una falacia en mi optimismo de comprender el conocimiento de don Juan.

El 16 de octubre de 1970 escribí las últimas páginas de mis notas de campo. Los eventos que entonces tuvieron lugar marcaron una transición. No sólo cerraron un ciclo de enseñanza, sino que también abrieron otro, tan distinto de lo que yo había hecho hasta allí que, tengo el sentimiento, éste es el punto en el que debo terminar mi reportaje.

Al acercarme a la casa de don Juan lo vi sentado en su sitio de costumbre, bajo la ramada frente a la puerta. Me estacioné a la sombra de un árbol y fui hacia él, saludándolo en alta voz. Noté entonces que no estaba solo. Había otro hombre sentado tras una alta pila de leña. Ambos me miraban. Don Juan agitó la mano y lo mismo hizo el otro. A juzgar por su atavío, no era indio, sino mexicano del suroeste de los Estados Unidos. Llevaba pantalones de mezclilla, una camisa beige, un sombrero tejano y botas de vaquero.

Hablé a don Juan y luego miré al hombre; me sonreía. Me le quedé viendo un momento.

—Aquí está Carlitos —dijo el hombre a don Juan— y ya no me habla. ¡No me digas que está enojado conmigo!

Antes de que yo pudiera decir algo, ambos se echaron a reír, y sólo entonces me di cuenta de que el extraño era don Genaro.

—No me reconociste, ¿verdad? —preguntó, aún riendo.

Tuve que admitir que su vestuario me desconcertó.

—¿Qué hace usted por estas partes del mundo, don Genaro? —pregunté.

—Vino a disfrutar el aire caliente —dijo don Juan—. ¿Verdad?

—Verdad —repitió don Genaro—. No tienes idea de lo que el aire caliente puede hacerle a un cuerpo viejo como el mío.

—¿Qué le hace a su cuerpo? —pregunté.

—El aire caliente le dice a mi cuerpo cosas extraordinarias —respondió.

Se volvió hacia don Juan, los ojos brillantes.

—¿Verdad?

Don Juan meneó la cabeza afirmativamente.

Les dije que la época de los cálidos vientos de Santa Ana era para mí la peor parte del año, y que resultaba sin duda extraño que don Genaro viniese a buscar él aire caliente mientras que yo huía de él.

—Carlos no aguanta el calor —dijo don Juan a don Genaro—. Cuando hace calor se pone como niño y se sofoca.

—¿Seso qué?

—Se so… foca.

—¡Válgame! —dijo don Genaro, fingiendo preocuparse, e hizo un gesto desesperado en forma indescriptiblemente graciosa.

A continuación, don Juan le explicó que yo me había ido varios meses a causa de un revés con los aliados.

—¡Conque por fin te encontraste con un aliado! —dijo don Genaro.

—Creo que así fue —repuse cauteloso.

Rieron a carcajadas. Don Genaro me palmeó la espalda dos o tres veces. Fue un contacto muy ligero, que interpreté como gesto amistoso de interés. Mirándome, dejó descansar la mano sobre mi hombro y tuve una sensación de contento plácido, que sólo duró un instante, porque al siguiente don Genaro me hizo algo inexplicable. De pronto sentí que me había puesto en la espalda el peso de un peñasco. Tuve la impresión de que aumentaba el peso de su mano, que reposaba en mi hombro derecho, hasta que me hizo doblarme por completo y me golpeé la cabeza en el piso.

—Hay que ayudar a Carlitos —dijo don Genaro, y lanzó una mirada cómplice a don Juan.

Erguí de nuevo la espalda y me volví hacia don Juan, pero él apartó los ojos. Tuve un momento de vacilación y la molesta idea de que don Juan actuaba como desapegado, desentendido de mí. Don Genaro reía; parecía aguardar mi reacción.

Le pedí ponerme otra vez la mano en el hombro, pero no quiso hacerlo. Lo insté a que por lo menos me dijera qué me había hecho. Chasqueó la lengua. Me volví nuevamente a don Juan y le dije que el peso de la mano de don Genaro casi me había aplastado.

—Yo no sé nada de eso —dijo don Juan en un tono cómicamente objetivo—. A mí no me puso la mano en el hombro.

—¿Qué me hizo usted, don Genaro? —pregunté.

—Nada más te puse la mano en el hombro —dijo con aire de inocencia.

—Vuélvalo a hacer —dije.

Se negó. Don Juan intervino en ese punto y me pidió describir a don Genaro lo que percibí en mi última experiencia. Pensé que deseaba una descripción seria de lo que me había ocurrido, pero mientras más serio me ponía más risa les daba. Me interrumpí dos o tres veces, pero me instaron a continuar.

—El aliado viene a ti sin que tus sentimientos cuenten —dijo don Juan cuando hube terminado mi relato—. Digo, no tienes que hacer nada para llamarlo. Puedes estar allí sentado rascándote la panza, o pensando en mujeres, y entonces, de repente, te tocan el hombro, te volteas y el aliado está de pie junto a ti.

—¿Qué puedo hacer si ocurre algo así? —pregunté.

—¡Espera! ¡Espera! ¡Un momento! —dijo don Genaro—. Ésa no es buena pregunta. No debes preguntar qué puedes hacer tú: por supuesto que no puedes hacer nada. Debes preguntar qué puede hacer un guerrero.

—¡Está bien! —dije—. ¿Qué otra cosa puede hacer un guerrero?

Don Genaro parpadeó y chasqueó los labios, como buscando una palabra exacta. Me miró con fijeza, la mano en la barbilla.

—Un guerrero se mea en los calzones —dijo con solemnidad indígena.

Don Juan se cubrió el rostro y don Genaro dio palmadas en el suelo, estallando en una risa ululante.

—El susto es algo que uno no puede nunca superar —dijo don Juan cuando la risa se calmó—. Cuando un guerrero se ve en tales aprietos, sencillamente le vuelve la espalda al aliado sin pensarlo dos veces. Un guerrero no se entrega; por eso no puede morir de susto. Un guerrero permite que el aliado venga sólo cuando él ya está listo y preparado. Cuando es lo bastante fuerte para forcejear con el aliado, ensancha su abertura y va para afuera, agarra al aliado, lo tiene sujeto y le clava la vista exactamente el tiempo que necesita; luego hace los ojos a un lado y suelta al aliado y lo deja ir. Un guerrero, mi amiguito, es alguien que siempre manda.

—¿Qué sucede si uno mira demasiado tiempo a un aliado? —pregunté.

Don Genaro me miró de hito en hito e hizo un gesto cómico como forzándome a bajar los ojos.

—Quién sabe —dijo don Juan—. Tal vez Genaro te cuente lo que le pasó a él.

—Tal vez —dijo don Genaro, y chasqueó la lengua.

—¿Me lo cuenta, por favor?

Don Genaro se puso en pie, estiró los brazos haciendo crujir los huesos, y abrió los ojos hasta tenerlos redondos, con aspecto de locura.

—Genaro va a hacer temblar el desierto —dijo y se adentró en el chaparral.

—Genaro está decidido a ayudarte —dijo don Juan en tono de confidencia—. Te hizo lo mismo en su casa y estuviste a punto de ver.

Pensé que se refería a lo ocurrido en la cascada, pero hablaba de unos extraños sonidos retumbantes que oí en casa de don Genaro.

—A propósito, ¿qué era? —pregunté—. Nos reímos, pero usted nunca me explicó qué cosa era.

—Nunca habías preguntado.

—Sí pregunté.

—No. Me has preguntado de todo menos de eso.

Don Juan me miró acusadoramente.

—Ese es el arte de Genaro —dijo—. Sólo Genaro puede hacer eso. Casi viste entonces.

Le dije que nunca se me había ocurrido asociar el «ver» con los extraños ruidos que oí entonces.

—¿Y por qué no? —preguntó, contundente.

—Ver, para mí significa los ojos —dije.

Me escudriñó un momento como si algo anduviera mal conmigo.

—Yo nunca dije que ver fuera asunto nada más de los ojos —dijo, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—¿Cómo hace don Genaro esos ruidos? —insistí.

—Ya te dijo cómo los hace —dijo don Juan, cortante.

En ese momento oí un retumbar extraordinario.

Me incorporé de un salto y don Juan se echó a reír. El retumbar era como un tumultuoso alud. Escuchándolo, me hizo gracia enterarme de que mi inventario de experiencias sonoras procede claramente del cine. El hondo trueno que escuchaba me parecía la banda sonora de una película donde todo el costado de una montaña cayera en un valle.

Don Juan se agarraba las costillas, como si le dolieran de reír. El atronador retumbar sacudía el suelo bajo mis pies. Oí claramente los golpes de lo que parecía ser un peñasco monumental rodando sobre sus costados. Oí una serie de golpes demoledores que me dieron la impresión de que el peñasco rodaba inexorablemente hacia mí. Experimenté un instante de confusión suprema. Mis músculos estaban tensos; todo mi cuerpo se disponía a la fuga.

Miré a don Juan. Me observaba. Oí entonces el golpe más tremendo que había percibido en mi vida. Era como si un peñasco gigantesco hubiera caído allí atrás de la casa. Todo se cimbró, y en ese momento tuve una peculiar percepción. Por un instante «vi» en verdad un peñasco del tamaño de una montaña, allí mismo, tras la casa. No era como si una imagen se sobrelapara a la casa y el paisaje que yo tenía enfrente. Tampoco fue la visión de un peñasco real. Fue más bien como si el ruido creara la imagen de un peñasco rodando sobre sus monumentales costados. Yo estaba «viendo» el sonido. El carácter inexplicable de mi percepción me arrojó a las profundidades de la confusión y la desesperanza. Jamás en mi vida habría concebido que mis sentidos fueran capaces de percibir en tal forma. Tuve un ataque de susto racional y decidí correr como si en ello fuera mi vida. Don Juan me agarró el brazo y me ordenó vigorosamente no correr ni volver el rostro, sino enfrentar la dirección en que don Genaro se había ido.

Oí después una serie de estampidos, parecida al ruido de rocas cayendo y apilándose unas sobre otras, y luego todo quedó en silencio otra vez. Pocos minutos más tarde, don Genaro regresó y tomó asiento. Me preguntó si había «visto». No supe qué decir. Me volví hacia don Juan buscando una indicación. Él me observaba.

—Creo que sí —dijo, y chasqueó la lengua.

Quise decir que no sabía de qué hablaban. Me sentía terriblemente frustrado. Tenía una sensación física de ira, de incomodidad plena.

—Creo que debemos dejarlo aquí sentado solo —dijo don Juan.

Se levantaron y pasaron junto a mí.

—Carlos se está entregando a su confusión —dijo don Juan en voz muy alta.

Me quedé solo varias horas y tuve tiempo de escribir mis notas y de meditar en mi absurda experiencia. Al pensarlo, se me hizo obvio que, desde el primer momento en que vi a don Genaro bajo la ramada, la situación había adquirido un tono de farsa. Mientras más deliberaba, más me convencía de que don Juan había entregado el control a don Genaro, y esa idea me llenaba de aprensión.

Don Juan y don Genaro volvieron al crepúsculo. Se sentaron junto a mí, flanqueándome. Don Genaro se acercó más y casi se recargó contra mí. Su hombro delgado y frágil me tocó levemente y tuve la misma sensación de cuando me puso la mano. Un peso aplastante me derribó y caí en el regazo de don Juan. Él me ayudó a enderezarme y preguntó en son de broma si trataba yo de dormir en sus piernas.

Don Genaro parecía deleitado; le brillaban los ojos. Quise llorar. Me sentí como un animal encorralado.

—¿Te estoy asustando, Carlitos? —preguntó don Genaro, al parecer con preocupación genuina—. Tienes los ojos de caballo loco.

—Cuéntale un cuento —dijo don Juan—. Eso es lo único que lo calma.

Se apartaron y tomaron asiento frente a mí. Ambos me examinaron con curiosidad. En la penumbra sus ojos se veían vidriosos, como enormes estanques de agua oscura. Esos ojos eran impresionantes. No eran ojos humanos. Nos miramos un momento y luego aparté la vista. Advertí que no les tenía miedo, y sin embargo sus ojos me habían asustado hasta ponerme a temblar. Sentí una confusión muy incómoda.

Tras un rato de silencio, don Juan instó a don Genaro a contarme lo que le pasó la vez que trató de clavarle la vista a su aliado. Don Genaro estaba sentado a corta distancia, dándome la cara; no dijo nada. Lo miré; sus ojos parecían cuatro o cinco veces más grandes que los ojos humanos comunes; brillaban y tenían un influjo irresistible. Lo que parecía ser la luz de sus ojos dominaba todo en torno a éstos. El cuerpo de don Genaro se veía disminuido, y más bien parecía el cuerpo de un felino. Noté un movimiento de su cuerpo gatuno y me asusté. De una manera totalmente automática, como si lo hubiera hecho siempre, adopté una «forma de pelea» y empecé a golpearme rítmicamente la pantorrilla. Al notar mis actos, me avergoncé y miré a don Juan. Me escudriñaba como suele; sus ojos eran bondadosos y confortantes. Rió con fuerza. Don Genaro dejó oír una especie de ronroneo, se levantó y entró en la casa.

Don Juan me explicó que don Genaro era muy enérgico y no le gustaba andarse con boberías, y que sólo había estado tomándome el pelo con sus ojos. Dijo que, como de costumbre, yo sabía más de lo que yo mismo esperaba. Comentó que todo el que tuviera que ver con la brujería era terriblemente peligroso durante las horas de crepúsculo, y que brujos como don Genaro podían ejecutar maravillas en tales momentos.

Estuvimos callados unos minutos. Me sentí mejor. Hablar con don Juan me calmó y restauró mi confianza. Luego, él dijo que iba a comer algo y que saldríamos a caminar para que don Genaro me enseñase una técnica para esconderse.

Le pedí explicar a qué se refería con lo de técnica para esconderse. Dijo que ya no iba a explicarme nada, porque las explicaciones sólo me forzaban a ser indulgente.

Entramos en la casa. Don Genaro había encendido la lámpara de petróleo y masticaba un bocado de comida.

Después de comer, los tres salimos al espeso chaparral desértico. Don Juan iba casi junto a mí. Don Genaro caminaba al frente, unos metros por delante.

La noche era clara; había nubes densas, pero suficiente luz de luna para que los alrededores fueran visibles. En determinado momento, don Juan se detuvo y me dijo que siguiera adelante, sobre los pasos de don Genaro. Vacilé; él me empujó con suavidad y me aseguró que todo estaba bien. Dijo que siempre debía estar listo y que siempre debía confiar en mi propia fuerza.

Seguí a don Genaro y durante dos horas traté de alcanzarlo, pero por más que pugnaba no podía hacerlo. La silueta de don Genaro estaba siempre delante de mí. A veces desaparecía como si hubiera saltado a un lado del camino, sólo para reaparecer de nuevo ante mí. En lo que a mí tocaba, ésta parecía una extraña caminata nocturna sin sentido. Seguía adelante porque no sabía regresar a la casa. No podía comprender qué estaba haciendo don Genaro. Pensé que me guiaba a algún sitio recóndito del chaparral para enseñarme la técnica de que don Juan hablaba. En cierto momento, sin embargo, tuve la peculiar sensación de que don Genaro estaba a mis espaldas. Volviéndome, vislumbré a una persona atrás de mí, a cierta distancia. El efecto fue una sacudida. Me esforcé por ver en la oscuridad y creí discernir la silueta de un hombre parado a unos quince metros. La figura casi se confundía con los arbustos; era como si quisiera ocultarse. Miré fijamente por un momento y pude mantener la silueta del hombre dentro de mi campo de percepción, aunque el otro trataba de esconderse entre las formas oscuras de los arbustos. Entonces vino a mi mente una idea lógica. Se me ocurrió que el hombre tenía que ser don Juan, quien sin duda nos había venido siguiendo todo el tiempo. En el instante en que me convencí de que así era, también advertí que ya no podía aislar la silueta; frente a mí sólo había la masa oscura, indiferenciada, del chaparral.

Caminé hacia el sitio donde había visto al hombre, pero no encontré a nadie. Don Genaro tampoco estaba a la vista, y como ignoraba el camino me senté a esperar. Media hora después, don Juan y don Genaro sé acercaron. Gritaban mi nombre. Me levanté y me uní a ellos.

Regresamos a la casa en completo silencio. Me agradó ese interludio de quietud, pues me hallaba enteramente desconcertado. De hecho, me sentía desconocido de mí mismo. Don Genaro me estaba haciendo algo, algo que me impedía formular mis pensamientos en la forma en que acostumbro. Esto se me hizo evidente cuando me senté en el camino. Había mirado automáticamente a mi reloj, y luego permanecí en calma, como si mi mente estuviese desconectada. Pero me hallaba en un estado de alerta que jamás había experimentado. Era un estado de no pensar, acaso comparable a no preocuparse por nada. Durante ese tiempo, el mundo pareció hallarse en un extraño equilibrio; no había nada que yo pudiera añadirle y nada que pudiese restarle.

Cuando llegamos a la casa, don Genaro desenrolló un petate y se durmió. Me sentí compelido a transmitir a don Juan mis experiencias del día. No me dejó hablar.

18 de octubre, 1970

—Creo comprender lo que don Genaro trataba de hacer la otra noche —dije a don Juan.

Se lo dije para sacarle prenda. Su continua negación a hablar estaba destruyendo mis nervios.

Don Juan sonrió y asintió lentamente, como de acuerdo conmigo. Yo habría tomado su gesto como una afirmación, a no ser por el extraño brillo de sus ojos. Era como si sus ojos se rieran de mí.

—Usted no cree que comprendo, ¿verdad? —pregunté impulsivamente.

—Yo creo que sí… efectivamente sí. Comprendes que Genaro iba detrás de ti todo el tiempo. Sin embargo el truco no está en comprender.

La afirmación de que don Genaro estuvo a mis espaldas todo el tiempo me impresionó. Le supliqué explicarla.

—Tu mente está empeñada en buscar un solo lado a todo esto —dijo.

Tomó una vara y la movió en el aire. No dibujaba en el aire ni trazaba una figura; los movimientos recordaban a los que hace con los dedos al limpiar una pila de semillas. Parecía picar o rascar suavemente el aire con la vara.

Se volvió a mirarme y yo alcé los hombros automáticamente, en gesto de desconcierto. Él se acercó y repitió sus movimientos, haciendo ocho puntos en el suelo. Encerró el primero en un círculo.

—Tú estás aquí —dijo—. Todos estamos aquí; éste punto es la razón, y nos movemos de aquí a aquí.

Circundó el segundo punto, que había puesto justo encima del número uno. Luego movió la vara de un punto a otro, imitando un tráfico intenso.

—Sólo que hay otros seis puntos que un hombre es capaz de manejar —dijo—. Casi nadie sabe de ellos.

Puso su vara entre los puntos uno y dos y picoteó con ella el suelo.

—Al acto de moverse entre estos dos puntos lo llamas entendimiento. En eso has andado toda tu vida. Si dices que entiendes mi conocimiento, no has hecho nada nuevo.

Luego trazó rayas uniendo algunos puntos con otros; el resultado fue un trapezoide alargado que tenía ocho centros de radiación dispareja.

—Cada uno de estos otros seis puntos es un mundo, igual que la razón y el entendimiento son dos mundos para ti —dijo.

—¿Por qué ocho puntos? ¿Por qué no un número infinito, como en un círculo? —pregunté.

Tracé un círculo en el suelo. Don Juan sonrió.

—Hasta donde yo sé, nada más hay ocho puntos que un hombre es capaz de manejar. Quizá los hombres no puedan pasar de ahí. Y dije manejar, no entender, ¿no?

Su tono fue tan gracioso que reí. Estaba imitando, o más bien remedando mi insistencia en el uso exacto de las palabras.

—Tu problema es que quieres entenderlo todo, y eso no es posible. Si insistes en entender, no estás tomando en cuenta todo lo que te corresponde como ser humano. La piedra en la que tropiezas sigue intacta. Así pues, no has hecho casi nada en todos estos años. Se te ha sacado de tu profundo sueño, cierto, pero eso podría haberse logrado de todos modos con otras circunstancias.

Tras una pausa, don Juan dijo que me levantara porque íbamos a la cañada. Cuando subíamos en mi coche, don Genaro salió de detrás de la casa y se nos unió. Manejé parte del camino y luego echamos a andar adentrándonos en una hondonada profunda. Don Juan eligió un sitio para descansar a la sombra de un árbol grande.

—Una vez mencionaste —empezó don Juan— que un amigo tuyo dijo, cuando los dos vieron una hoja caer desde la punta de un encino, que esa misma hoja no volverá a caer de ese mismo árbol nunca jamás en toda una eternidad, ¿te acuerdas?

Recordé haberle hablado de ese incidente.

—Estamos al pie de un árbol grande —prosiguió—, y si ahora miramos ese otro árbol de enfrente, puede que veamos una hoja caer desde la punta.

Me hizo seña de mirar. Había un árbol grande del otro lado de la barranca; tenía las hojas secas y amarillentas. Con un movimiento de cabeza, don Juan me instó a seguir mirando el árbol. Tras algunos minutos de espera, una hoja se desprendió de la punta y empezó a caer al suelo; golpeó otras hojas y ramas tres veces antes de aterrizar en la crecida maleza.

—¿La viste?

—Sí.

—Tú dirías que la misma hoja nunca volverá a caer de ese mismo árbol, ¿verdad?

—Verdad.

—Hasta donde tu entendimiento llega, eso es verdad. Pero nada más hasta donde tu entendimiento llega. Mira otra vez.

Miré, automáticamente, y vi caer una hoja. Golpeó las mismas hojas y ramas que la anterior. Era como ver una repetición instantánea en la televisión. Seguí la ondulante caída de la hoja hasta que llegó al suelo. Me levanté para averiguar si había dos hojas, pero los altos matorrales en torno al árbol me impidieron ver dónde había caído exactamente la hoja.

Don Juan rió y me dijo que me sentara.

—Mira —dijo, señalando con la cabeza la punta del árbol—. Ahí va otra vez la misma hoja.

Nuevamente vi caer una hoja, en la misma trayectoria exacta de las dos anteriores.

Cuando aterrizó, supe que don Juan estaba a punto de indicarme de nuevo la punta del árbol, pero antes de que lo hiciera levanté la cabeza. La hoja caía una vez más. Me di cuenta entonces de que sólo había visto desprenderse la primera hoja, o mejor dicho, la primera vez que vi caer la hoja la vi desde el instante en que se separó de la rama; las otras tres veces la hoja ya estaba cayendo cuando alcé la cara para mirar.

Dije eso a don Juan y le pedí explicar lo que hacía.

—No entiendo cómo me está usted haciendo ver una repetición de lo que vi antes. ¿Qué me hizo, don Juan?

Rió sin responder, e insistí en que me dijera cómo podía yo ver esa hoja cayendo una y otra vez. Dije que de acuerdo a mi razón eso era imposible.

Don Juan repuso que su razón le decía lo mismo, pero que yo había sido testigo del caer repetido de la hoja. Luego se volvió a don Genaro.

—¿No es cierto? —preguntó.

Don Genaro no respondió. Sus ojos estaban fijos en mí.

—¡Es imposible! —dije.

—¡Estás encadenado! —exclamó don Juan—. Estás encadenado a tu razón.

Explicó que la hoja había caído vez tras vez del mismo árbol para que yo abandonase mis intentos de entender. En tono de confidencia me dijo que yo sabía lo que estaba pasando, pero mi manía siempre me cegaba al final.

—No hay nada que entender. El entendimiento es sólo un asunto pequeño, pequeñísimo —dijo.

En ese punto don Genaro se puso en pie. Lanzó una rápida mirada a don Juan; los ojos de ambos se encontraron y don Juan miró el suelo frente a él. Don Genaro se paró ante mí y empezó a agitar los brazos a los costados, hacia adelante y hacia atrás, al unísono.

—Mira, Carlitos —dijo—. ¡Mira! ¡Mira!

Hizo un ruido extraordinariamente agudo, cortante. Era el sonido de un desgarramiento. En el preciso instante de oírlo, sentí un vacío en la parte baja del abdomen. Era la sensación, terriblemente angustiosa, de caer: no dolorosa, pero desagradable y aniquiladora. Duró unos cuantos segundos y luego se apagó, dejando una extraña comezón en mis rodillas. Pero mientras duraba la sensación experimenté otro fenómeno inverosímil. Vi a don Genaro encima de unas montañas que estaban a unos quince kilómetros de distancia. La percepción duró sólo algunos segundos, y ocurrió tan inesperadamente que no tuve en realidad tiempo para examinarla. No recuerdo si vi una figura del tamaño de un hombre parada encima de las montañas, o una imagen reducida de don Genaro. Ni siquiera me acuerdo de si era o no don Genaro. Pero en aquel momento estuve seguro, sin ningún lugar a dudas, de que lo estaba viendo de pie encima de las montañas. Sin embargo, la percepción se desvaneció en el instante en que pensé que era imposible ver a alguien a quince kilómetros.

Me volví en busca de don Genaro, pero no estaba allí.

El desconcierto sufrido fue tan peculiar como todo lo demás que me ocurría. Mi mente se doblegaba bajo la tensión. Me sentía enteramente desorientado.

Don Juan se puso en pie e hizo que me cubriera con las manos la parte baja del abdomen y que, en cuclillas, apretara las piernas contra el cuerpo. Estuvimos un rato sentados en silencio, y luego él dijo que en verdad iba a abstenerse de explicarme cualquier cosa, porque sólo actuando puede uno hacerse brujo. Recomendó que me fuera de inmediato; de otro modo, don Genaro probablemente me mataría en su esfuerzo por ayudarme.

—Vas a cambiar de dirección —dijo— y romperás tus cadenas.

Dijo que nada había que entender en sus acciones o en las de don Genaro, y que los brujos eran muy capaces de realizar hazañas extraordinarias.

—Genaro y yo actuamos desde aquí —dijo—, y señaló uno de los centros de radiación de su diagrama. Y no es el centro de la razón; pero tú sabes qué cosa es.

Quise decir que yo de veras no sabía de qué me hablaba, pero sin darme tiempo se incorporó y me hizo seña de seguirlo. Empezó a caminar aprisa, y en muy poco tiempo yo sudaba y resollaba tratando de mantenerme a la par.

Cuando subíamos en el coche, miré en torno buscando a don Genaro.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Tú sabes dónde está —repuso don Juan con cierta brusquedad.

Antes de marcharme estuve sentado con él, como de costumbre. Tenía un deseo urgente de pedir explicaciones. Como dice don Juan, las explicaciones son mi verdadera manía.

—¿Dónde está don Genaro? —inquirí con cautela.

—Tú sabes dónde —dijo él—. Pero siempre fallas por tu insistencia en comprender. Por ejemplo, la otra noche sabías que Genaro iba detrás de ti todo el tiempo; hasta volteaste y lo viste.

—No —protesté—. No, no sabía eso.

Hablaba con veracidad. Mi mente rehusaba considerar «reales» ese tipo de estímulos, y sin embargo, tras diez años de aprendizaje con don Juan, ya no podía sostener mis viejos criterios ordinarios de lo que es real. Así y todo, las especulaciones que yo había engendrado hasta entonces sobre la naturaleza de la realidad eran simples manipulaciones intelectuales; la prueba era que, bajo la presión de los actos de don Juan y don Genaro, mi mente había entrado en un callejón sin salida.

Don Juan me miró, y en sus ojos había tal tristeza que comencé a llorar. Las lágrimas fluyeron libremente. Por primera vez en mi vida sentí el gravoso peso de mi razón. Una angustia indescriptible se abatió sobre mí. Chillé involuntariamente, abrazando a don Juan. Él me dio un rápido golpe de nudillos en la cima de la cabeza. Lo sentí descender como una ondulación por mi espina dorsal. Tuvo un efecto apaciguador.

—Te das por las puras —dijo suavemente.