28 de septiembre, 1969
Había algo extraño en la casa de don Juan. Por un momento pensé que estaba escondido en algún sitio para asustarme. Lo llamé en voz alta y luego reuní suficiente valor para entrar. Don Juan no estaba allí. Puse sobre una pila de leña las dos bolsas de comestibles que le había traído y me senté a esperarlo, como había hecho docenas de veces. Pero, por vez primera en mis años de tratar a don Juan, tenía miedo de quedarme solo en su casa. Sentía una presencia, como si alguien invisible estuviera allí conmigo. Recordé haber tenido, años atrás, la misma sensación vaga de que algo desconocido merodeaba en torno mío cuando me hallaba solo. Me levanté de un salto y salí corriendo de la casa.
Había venido a ver a don Juan para decirle que el efecto acumulativo de la tarea de «ver» estaba haciéndose notar. Había empezado a sentirme inquieto; vagamente aprensivo sin ninguna razón declarada; cansado sin tener fatiga. Entonces, mi reacción al estar solo en casa de don Juan hizo volver el recuerdo total de cómo había crecido mi miedo en el pasado.
El miedo se remontaba varios años, a la época en que don Juan había forzado la extrañísima confrontación entre una bruja, a quien llamaba «la Catalina», y yo. Empezó el 23 de noviembre de 1961, cuando lo hallé en su casa con un tobillo dislocado. Explicó que tenía una enemiga, una bruja que podía convertirse en chanate y que había intentado matarlo.
—Apenas pueda caminar voy a enseñarte quién es la mujer —dijo don Juan—. Debes saber quién es.
—¿Por qué quiere matarlo?
Alzó los hombros con impaciencia y rehusó decir más.
Regresé a verlo diez días después y lo hallé perfectamente bien. Hizo girar el tobillo para demostrarme que se hallaba curado y atribuyó su pronta recuperación a la naturaleza del molde que él mismo había hecho.
—Qué bueno que estés aquí —dijo—. Hoy voy a llevarte a un viajecito.
Siguiendo sus indicaciones, manejé hasta un paraje desolado. Nos detuvimos allí; don Juan estiró las piernas y se acomodó en el asiento, como si fuera a echar una siesta. Me indicó relajarme y permanecer muy callado; dijo que mientras oscurecía debíamos ser lo más inconspicuo posible, porque el atardecer era una hora muy peligrosa para el asunto que habíamos emprendido.
—¿Qué clase de asunto emprendimos? —pregunté.
—Estamos aquí para cazar a la Catalina —dijo él.
Cuando oscureció lo suficiente, bajamos con cautela del coche y nos adentramos muy despacio, sin hacer ruido, en el chaparral desértico.
Desde el sitio donde nos detuvimos, yo podía discernir la silueta negra de los cerros a ambos lados. Estábamos en una cañada llana, bastante ancha. Don Juan me dio instrucciones detalladas sobre cómo permanecer confundido con el chaparral y me enseñó un modo de sentarse «en virgilia», como él decía. Me dijo que metiera la pierna derecha bajo el muslo izquierdo y pusiese la pierna izquierda como si me hallara en cuclillas. Explicó que la primera se usaba como resorte para levantarse con gran velocidad, si era necesario. Luego me dijo que mirara al oeste, porque para allá quedaba la casa de la mujer. Se sentó junto a mí, a mi derecha, y en un susurro me indicó enfocar los ojos en el suelo, buscando, o más bien esperando, una especie de oleada de viento que produciría un escarceo en los matorrales. Cuando la onda tocara los arbustos en los que yo había fijado la vista, yo debía mirar hacia arriba para ver a la bruja en todo su «magnífico esplendor maligno». Don Juan usó esas mismas palabras. Cuando le pedí explicar a qué se refería, dijo que, al descubrir una ondulación, yo no tenía más que alzar los ojos y ver por mi mismo, porque «una bruja en vuelo» era un espectáculo único que desafiaba toda explicación.
Había un viento más o menos constante, y muchas veces creí percibir una ondulación en los arbustos. Miré hacia arriba en cada ocasión, preparado a una experiencia trascendente, pero no vi nada. Cada vez que el viento agitaba los matorrales, don Juan pateaba vigorosamente el suelo, dando vueltas, moviendo los brazos como látigos. La fuerza de sus movimientos era extraordinaria.
Tras algunos intentos fallidos por ver a la bruja «en vuelo», me sentí seguro de que no iba a presenciar ningún suceso trascendente, pero la demostración de «poder» realizada por don Juan era tan exquisita que no me importó pasar allí la noche.
Al romper el alba, don Juan se sentó junto a mí. Parecía totalmente exhausto. Apenas podía moverse. Se acostó bocarriba y musitó que no había logrado «atravesar a la mujer». Esa frase me intrigó mucho; él la repitió varias veces, y su tono iba haciéndose más desalentado, más desesperado. Comencé a experimentar una angustia fuera de lo común. Me resultó muy fácil proyectar mis sentimientos en el estado anímico de don Juan.
Don Juan no mencionó el incidente, ni a la mujer, durante varios meses. Pensé que había olvidado, o resuelto, todo ese asunto. Pero cierto día lo hallé muy agitado, y en una forma por entero incongruente con su calma habitual me dijo que el chanate había estado frente a él la noche anterior, casi tocándolo, y que él ni siquiera había despertado. La maña de la mujer era tanta que don Juan no sintió para nada su presencia. Dijo que su buena suerte fue despertar justo a tiempo para iniciar una horrenda lucha por su vida. El tono de su voz era conmovedor, casi patético. Sentí una oleada avasalladora de compasión y cuidado.
En tono dramático y sombrío, volvió a afirmar que no tenía modo de parar a la bruja, y que la siguiente vez que ella se le acercara sería su último día sobre la tierra. El abatimiento me puso al borde de las lágrimas. Don Juan pareció advertir mi honda preocupación y rió, según pensé, con valentía. Me palmeó la espalda y dijo que no me apurara, que todavía no se hallaba perdido por completo porque tenía una última carta, un comodín.
—Un guerrero vive estratégicamente —dijo, sonriendo—. Un guerrero jamás lleva cargas que no puede soportar.
La sonrisa de don Juan tuvo el poder de disipar las ominosas nubes de desastre. De pronto me sentí exhilarado, y ambos reímos. Me dio palmaditas en la cabeza.
—Sabes, de todas las cosas en esta tierra, tú eres mi última carta —dijo abruptamente, mirándome a los ojos.
—¿Qué?
—Eres mi carta de triunfo en mi pelea contra esa bruja.
No entendía a qué se refería y me explicó que la mujer no me conocía y que, si jugaba yo mi mano como él me indicaría, tenía una oportunidad más que buena de «atravesarla».
—¿Qué quiere usted decir con «atravesarla»?
—No puedes matarla, pero debes atravesarla como a un globo. Si haces eso, me dejará en paz. Pero no pienses en ello por ahora. Te diré qué hacer cuando llegue el momento.
Pasaron algunos meses. Yo había olvidado el incidente y fui tomado de sorpresa al llegar un día a su casa; don Juan salió corriendo y no me dejó bajar del coche.
—Tienes que irte en el acto —susurró con urgencia aterradora—. Escucha con cuidado. Compra una escopeta, o consigue una como puedas; no me traigas la tuya propia, ¿entiendes? Consigue cualquier escopeta que no sea tuya y tráela aquí de inmediato.
—¿Para qué quiere usted una escopeta?
—¡Vete ya!
Regresé con una escopeta. No tenía dinero suficiente para comprar una, pero un amigo me había dado su arma vieja. Don Juan no la miró; explicó, riendo, que había sido brusco conmigo porque el chanate estaba en el techo de la casa y él no quería que me viera.
—El hallar al chanate en el techo me dio la idea de que podías traer una escopeta y atravesarlo con ella —dijo don Juan enfáticamente—. No quiero que te pase nada, por eso sugerí que compraras la escopeta o que la consiguieras de cualquier otro modo. Verás: tienes que destruir el arma después de completar la tarea.
—¿De qué clase de tarea habla usted?
—Debes tratar de atravesar a la mujer con tu escopeta.
Me hizo limpiar el arma frotándola con las hojas y los tallos frescos de una planta de olor peculiar. Él mismo frotó dos cartuchos y los puso en los cañones. Luego dijo que yo debía esconderme frente a su casa y esperar hasta que el chanate aterrizara en el techo para, después de apuntar con cuidado, descargar ambos cañones. El efecto de la sorpresa, más que las municiones, atravesaría a la mujer, y si yo era fuerte y decidido podía forzarla a dejarlo en paz. De tal modo, mi puntería debía ser impecable, así como mi decisión de atravesarla.
—Tienes que gritar en el momento en que dispares —dijo don Juan—. Debe ser un grito potente y penetrante.
Luego apiló atados de leña y de caña a unos tres metros de la ramada de su casa. Me hizo reclinarme contra ellos. La postura era bastante cómoda. Quedaba yo semisentado; mi espalda tenía un buen apoyo y el techo estaba a la vista.
Don Juan dijo que era demasiado temprano para que la bruja saliera, y que teníamos hasta el anochecer para hacer todos los preparativos; él fingiría entonces encerrarse en la casa, para atraerla y provocar otro ataque sobre su propia persona. Me indicó relajarme y hallar una posición cómoda desde la cual pudiera disparar sin moverme. Me hizo apuntar al techo un par de veces y concluyó que el acto de llevarme la escopeta al hombro y tomar puntería era demasiado lento y engorroso. Entonces construyó un puntal para el arma. Hizo dos agujeros profundos con una barra de hierro puntiaguda, plantó en ellos dos palos ahorquillados y ató una larga pértiga entre ambas horquillas. La estructura me daba apoyo para disparar y me permitía tener la escopeta apuntada hacia el techo.
Don Juan miró al cielo y dijo que era hora de meterse en la casa. Se puso de pie y entró calmadamente, lanzándome la admonición final de que mi empresa no era un chiste y de que tenía que darle al pájaro con el primer disparo.
Después de irse don Juan, tuve unos cuantos minutos más de crepúsculo, y luego oscureció por completo. Parecía como si la oscuridad hubiera estado esperando a que me hallara solo para descender de golpe sobre mí. Traté de enfocar los ojos en el techo, que se recortaba contra el cielo; durante un rato hubo en el horizonte suficiente luz para que la línea del techo siguiera visible, pero luego el cielo se ennegreció y apenas pude ver la casa. Durante horas conservé los ojos enfocados en el techo, sin notar nada en absoluto. Vi una pareja de búhos pasar volando hacia el norte; la envergadura de sus alas era notable, y no podía tomárseles por chanates. En un momento dado, sin embargo, vislumbré claramente la forma negra de un pájaro pequeño que aterrizaba en el techo. ¡Era un pájaro, sin lugar a dudas! Mi corazón empezó a golpetear; sentí un zumbido en las orejas. Tomé puntería en la oscuridad y oprimí ambos gatillos. Hubo una explosión muy fuerte. Sentí la violenta patada de la culata contra mi hombro, y al mismo tiempo oí un grito humano de lo más penetrante y horrendo. Era fuerte y sobrecogedor y parecía haber venido del techo. Tuve un momento de confusión total. Entonces recordé que don Juan me había indicado gritar cuando disparara y que había olvidado hacerlo. Estaba pensando en cargar nuevamente mi arma cuando don Juan abrió la puerta y salió corriendo. Llevaba su linterna de petróleo. Parecía muy nervioso.
—Creo que le diste —dijo—. Ahora tenemos que hallar el pájaro muerto.
Trajo una escalera y me hizo subir a buscar sobre la ramada, pero nada pude hallar. Él mismo subió y buscó un rato, con resultados igualmente negativos.
—A lo mejor lo hiciste pedacitos —dijo don Juan—, en cuyo caso debemos hallar al menos una pluma.
Empezamos a buscar en torno a la ramada y luego alrededor de la casa. La luz de la interna alumbró nuestra búsqueda hasta la mañana. Luego nos pusimos nuevamente a recorrer el área que habíamos cubierto durante la noche. A eso de las 11:00 a.m. don Juan suspendió la busca. Se sentó desalentado, sonriéndome con tristeza y dijo que yo no había logrado detener a su enemiga y que ahora, más que nunca antes, su vida no valía un centavo porque la mujer estaba sin duda molesta, ansiosa de tomar venganza.
—Pero tú estás a salvo —dijo don Juan dándome ánimos—. La mujer no te conoce.
Mientras me dirigía a mi auto para regresar a casa, le pregunté si debía destruir la escopeta. Respondió que el arma no había hecho nada y que la devolviera a su dueño. Noté una profunda desesperanza en los ojos de don Juan. Eso me conmovió tanto que estuve a punto de llorar.
—¿Qué puedo hacer por ayudarlo? —pregunté.
—No hay nada que puedas hacer —dijo don Juan.
Permanecimos callados un momento. Yo quería irme de inmediato. Sentía una angustia opresiva. Me hallaba a disgusto.
—¿De veras tratarías de ayudarme? —preguntó don Juan en tono infantil.
Le dije de nuevo que mi persona estaba por entero a su disposición, que mi afecto por él era tan profundo que yo emprendería cualquier clase de acción por ayudarlo.
—Si los dices en serio —repuso—, tal vez tenga yo otro chance.
Parecía encantado. Sonrió ampliamente y palmoteó las manos varias veces, como siempre que quiere expresar un sentimiento de placer. Este cambio de humor fue tan notable que también me involucró. Sentí de pronto que el ambiente opresivo, la angustia, habían sido derrotados y la vida era otra vez inexplicablemente estimulante. Don Juan tomó asiento y yo hice lo mismo. Me miró un largo momento y luego procedió a decirme, en forma muy tranquila y deliberada, que yo era de hecho la única persona que podía ayudarlo en ese trance, y que por ello iba a pedirme hacer algo muy peligroso y muy especial.
Hizo una pausa momentánea como si quisiera una reafirmación de mi parte, y nuevamente reiteré mi firme deseo de hacer cualquier cosa por él.
—Voy a darte un arma para atravesarla —dijo.
Sacó de su morral un objeto largo y me lo entregó. Lo tomé y luego lo examiné. Estuve a punto de soltarlo.
—Es un jabalí —prosiguió—. Debes atravesarla con él.
El objeto que yo tenía en la mano era una pata delantera de jabalí, seca. La piel era fea y las cerdas repugnantes al tacto. La pezuña estaba intacta y sus dos mitades se hallaban desplegadas, como si la pata estuviera estirada. Era una cosa de aspecto horrible. Me provocaba un amago de náusea. Don Juan la recuperó rápidamente.
—Tienes que clavarle el jabalí en el mero ombligo —dijo.
—¿Qué? —dije con voz débil.
—Tienes que agarrar el jabalí con la mano izquierda y clavárselo. Es una bruja y el jabalí entrará en su barriga y nadie en este mundo, excepto otro brujo, lo verá clavado allí. Ésta no es una batalla común y corriente, sino un asunto de brujos. El peligro que corres es que, si no logras atravesarla, ella te mate allí mismo, o sus compañeros y parientes te den un balazo o una cuchillada. Por otra parte, puede que salgas sin un rasguño.
—Si tienes éxito, ella se sentirá tan mal con el jabalí en el cuerpo que me dejará en paz.
Una angustia opresiva me envolvió nuevamente. Yo tenía un profundo afecto por don Juan. Lo admiraba. En la época de esta pasmosa petición, ya había aprendido a considerar su forma de vida, y su conocimiento, un logro insuperable. ¿Cómo podía alguien dejar morir a un hombre así? Y sin embargo, ¿cómo podía alguien arriesgar a sabiendas su vida? A tal grado me sumergí en mis deliberaciones que sólo hasta que don Juan me palmeó el hombro advertí que se había puesto de pie y estaba parado junto a mí. Alcé la vista; él sonreía con benevolencia.
—Regresa cuando sientas que de veras quieres ayudarme —dijo—, pero sólo hasta entonces. Si regresas, sabré lo que tendremos que hacer. ¡Vete ya! Si no quieres regresar, también eso lo comprenderé.
Automáticamente me levante, subí en mi coche y me fui. Don Juan me había sacado del aprieto. Podría haberme ido para nunca volver, pero de algún modo la idea de estar en libertad de marcharme no me confortaba. Manejé un rato más y luego, siguiendo un impulso, di la vuelta y regresé a casa de don Juan.
Seguía sentado bajo su ramada y no pareció sorprendido de verme.
—Siéntate —dijo—. Las nubes están hermosas en el poniente. Pronto va a oscurecer. Siéntate callado y deja que el crepúsculo te llene. Haz ahora lo que quieras, pero cuando yo te diga, mira de frente a esas nubes brillantes y pídele al crepúsculo que te dé poder y calma.
Durante un par de horas estuve sentado ante las nubes del oeste. Don Juan entró en la casa y permaneció dentro. Cuando oscurecía, regresó.
—Ha llegado el crepúsculo —dijo—. ¡Párate! No cierres los ojos, mira directo a las nubes; alza los brazos con las manos abiertas y los dedos extendidos y trota marcando el paso.
Seguí sus instrucciones; alcé los brazos por encima de la cabeza y empecé a trotar. Don Juan se acercó a corregir mis movimientos. Puso la pata de jabalí contra la palma de mi mano izquierda y me hizo sostenerla con el pulgar. Luego bajó mis brazos hasta hacerlos apuntar hacia las nubes naranja y gris oscuro sobre el horizonte occidental. Extendió mis dedos en abanico y me dijo que no los doblara sobre las palmas. Era de importancia crucial el que yo mantuviese los dedos extendidos, porque si los cerraba no estaría pidiendo al crepúsculo poder y calma, sino que estaría amenazándolo. También corrigió mi trote. Dijo que debía ser apacible y uniforme, como si me hallara corriendo hacia el crepúsculo con los brazos extendidos.
Esa noche no pude dormir. Era como si, en vez de calmarme, el crepúsculo me hubiera agitado hasta el frenesí.
—Tengo todavía tantas cosas pendientes en mi vida —dije—. Tantas cosas sin resolver.
Don Juan chasqueó suavemente la lengua.
—Nada está pendiente en el mundo —dijo—. Nada está terminado, pero nada está sin resolver. Duérmete.
Las palabras de don Juan me apaciguaron extrañamente.
A eso de las diez de la mañana siguiente, don Juan me dio algo de comer y luego nos pusimos en camino. Susurró que íbamos a acercarnos a la mujer a eso del mediodía, o antes si era posible. Dijo que la hora ideal habría sido el principio del día, porque una bruja tiene siempre menos potencia en la mañana, pero la Catalina jamás dejaría a esa hora la protección de su casa. No hice ninguna pregunta. Me dirigió hacia la carretera, y en cierto punto me dijo que parara y me estacionara al lado del camino. Dijo que allí debíamos esperar.
Miré el reloj; eran cinco para las once. Bostecé repetidamente. Me hallaba en verdad soñoliento; mi mente vagaba sin objeto. De pronto, don Juan se enderezó y me dio un codazo. Salté en mi asiento.
—¡Allí está! —dijo.
Vi a una mujer caminar hacia la carretera por el borde de un campo de cultivo. Llevaba una canasta colgada del brazo derecho. Sólo hasta entonces advertí que nos hallábamos estacionados cerca de una encrucijada. Había dos veredas estrechas que corrían paralelas a ambos lados de la carretera, y otro sendero más ancho y transitado, perpendicular a los otros; obviamente, la gente que usaba ese sendero tenía que cruzar el camino pavimentado.
Cuando la mujer estaba aún en el camino de tierra, don Juan me hizo bajar del coche.
—Hazlo ahora —dijo con firmeza.
Lo obedecí. La mujer estaba casi en la carretera. Corrí y la alcancé. Estaba tan cerca de ella que sentí sus ropas en mi rostro. Saqué de mi camisa la pezuña de jabalí y lancé con ella una estocada. No sentí resistencia alguna al objeto romo. Vi una sombra fugaz frente a mí, como un cortinaje; mi cabeza giró hacia la derecha y vi a la mujer parada a quince metros de distancia, en el otro lado del camino. Era una mujer bastante joven, morena, de cuerpo fuerte y rechoncho. Me sonreía. Tenía dientes blancos y grandes y su sonrisa era plácida. Había entrecerrado los ojos, como para protegerlos del viento. Seguía con la canasta colgada del brazo.
Tuve entonces un momento de confusión única. Me volví para mirar a don Juan. Él hacía gestos frenéticos, llamándome. Corrí en su dirección. Tres o cuatro hombres se acercaban presurosos. Subí en el coche y hundiendo el acelerador me alejé en dirección opuesta.
Traté de preguntar a don Juan qué había ocurrido, pero no pude hablar; una presión avasalladora hacía reventar mis oídos; sentía asfixiarme. Él parecía complacido: empezó a reír. Era como si mi fracaso no le importara. Yo apretaba tanto el volante que no podía mover las manos; estaban congeladas; mis brazos se hallaban rígidos y lo mismo mis piernas. De hecho, no podía quitar el pie del acelerador.
Don Juan me dio palmadas en la espalda y dijo que me calmara. Poco a poco disminuyó la presión en mis oídos.
—¿Qué sucedió allá? —pregunté al fin.
Rió como niño travieso, sin responder. Luego me preguntó si había notado la manera en que la mujer se quitó del paso. Elogió su excelente velocidad. Las palabras de don Juan parecían tan incongruentes que yo no podía en realidad seguir el hilo. ¡Elogiaba a la mujer! Dijo que su poder era impecable, y ella una enemiga despiadada.
Pregunté a don Juan si mi fracaso no le importaba. Su cambio de humor me sorprendía y molestaba. Cualquiera hubiera dicho que se hallaba alegre.
Me dijo que parara. Me estacioné al lado del camino. Él puso su mano en mi hombro y me miró penetrantemente a los ojos.
—Todo lo que te he hecho hoy fue una trampa —dijo de buenas a primeras—. La regla es que un hombre de conocimiento tiene que atrapar a su aprendiz. Hoy te he atrapado, y te he hecho una treta para que aprendas.
Quedé atónito. No podía organizar mis ideas. Don Juan explicó que todo el asunto con la mujer era una trampa; que ella jamás había sido una amenaza para él; y que su propia labor fue la de ponerme en contacto con ella, bajo las condiciones específicas de abandono y poder que yo había experimentado al tratar de atravesarla. Encomió mi determinación y la llamó un acto de poder que demostró a la Catalina mi gran capacidad para el esfuerzo. Don Juan dijo que, aunque yo lo ignoraba, no había hecho más que lucirme ante ella.
—Jamás pudiste tocarla —dijo—, pero le enseñaste tus garras. Ahora sabe que no tienes miedo. Le has hecho un desafío. La usé para tenderte la trampa porque esa mujer es poderosa y es incansable y nunca olvida. Los hombres, por lo general, están demasiado ocupados para ser enemigos implacables.
Sentí una ira terrible. Le dije que no había que jugar con los sentimientos y las lealtades más profundos de una persona.
Don Juan rió hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas, y lo odié. Tuve un deseo avasallador de darle un golpe y marcharme; había en su risa, sin embargo, un ritmo tan extraño que me tenía paralizado casi por entero.
—No te enojes tanto —dijo don Juan apaciguadoramente.
Y dijo que sus actos jamás habían sido una farsa, que también él había puesto en juego su vida mucho tiempo antes, cuando su propio benefactor lo había atrapado igual que él a mí. Don Juan dijo que su benefactor era un hombre cruel que no pensaba en él como el mismo don Juan pensaba en mí. Añadió con mucha severidad que la mujer había probado su fuerza contra él y que en verdad trató de matarlo.
—Ahora sabe que yo estaba jugando con ella —dijo, riendo—, y por eso te odiará a ti. A mí no puede hacerme nada, pero se desquitará contigo. Todavía no sabe qué tanto poder tienes, así que vendrá a probarte, poco a poco. Ahora no tienes otra alternativa que aprender para defenderte, o serás presa de esa señora. No es cosa de burla.
Don Juan me recordó la forma en que la mujer se había apartado en un vuelo.
—No te enojes —dijo—. No fue una trampa común. Fue la regla.
Había algo verdaderamente enloquecedor en la forma como la mujer se apartó de mí. Yo mismo lo había presenciado: saltó el ancho de la carretera en un parpadeo. No tenía yo manera de librarme de tal certeza. Desde ese momento, enfoqué toda mi atención en aquel incidente y poco a poco acumulé «evidencia» de que la Catalina en verdad me perseguía. La consecuencia final fue que tuve que abandonar el aprendizaje bajo la presión de mi miedo irracional.
Unas horas después, en las primeras de la tarde, regresé a la casa de don Juan. Él parecía haberme estado esperando. Se me acercó cuando bajaba del coche y me examinó con mirada curiosa, caminando en torno mío dos veces.
—¿Por qué los nervios? —preguntó antes de que yo tuviera tiempo de decir nada.
Le expliqué que algo me había ahuyentado esa mañana, y que había empezado a sentir algo que me rondaba, como antes. Don Juan se sentó y pareció sumergirse en pensamientos. Su rostro tenía una expresión inusitadamente seria. Parecía fatigado. Me senté junto a él y ordené mis notas.
Tras una pausa muy larga, su rostro se iluminó y sus labios sonrieron.
—Lo que sentiste en la mañana era el espíritu del ojo de agua —dijo—. Te he dicho que debes estar preparado para encontrarte de repente con esas fuerzas. Creí que entendías.
—Entendí.
—¿Entonces por qué el miedo?
No pude responder.
—El espíritu sigue tu rastro —dijo él—. Ya te topó en el agua. Te aseguro que te topará otra vez, y probablemente no estarás preparado y ese encuentro será tu fin.
Las palabras de don Juan me produjeron genuina preocupación. Lo que sentía era, sin embargo, extraño; me preocupaba, pero no tenía miedo. Lo que me ocurría, fuera lo que fuese, no había podido provocar mis viejos sentimientos de terror ciego.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—Olvidas con demasiada facilidad —respondió—. El camino del conocimiento se anda a la mala. Para aprender necesitamos que nos echen espuelas. En el camino del conocimiento siempre estamos peleando con algo evitando algo, preparados para algo; y ese algo es siempre inexplicable, más grande y poderoso que nosotros. Las fuerzas inexplicables vendrán a ti. Ahora es el espíritu del ojo de agua, luego será tu propio aliado, por eso en este momento no tienes otra tarea que el prepararte a la lucha. Hace años la Catalina te espoleó, pero esa era sólo una bruja y esa trampa fue de principiante.
—El mundo está en verdad lleno de cosas temibles, y nosotros somos criaturas indefensas rodeadas por fuerzas que son inexplicables e inflexibles. El hombre común, en su ignorancia, cree que se puede explicar o cambiar esas fuerzas; no sabe realmente cómo hacerlo, pero espera que las acciones de la humanidad las expliquen o las cambien tarde o temprano. El brujo, en cambio, no piensa en explicarlas ni en cambiarlas; en vez de ello, aprende a usar esas fuerzas. El brujo se ajusta los remaches y se adapta a la dirección de tales fuerzas. Ése es su truco. La brujería no es gran cosa cuando le hallas el truco. Un brujo apenas anda mejor que un hombre de la calle. La brujería no lo ayuda a vivir una vida mejor; de hecho yo diría que le estorba; le hace la vida incómoda, precaria. Al abrirse al conocimiento, un brujo se hace más vulnerable que el hombre común. Por un lado, sus semejantes lo odian y le temen y se esfuerzan por acabarlo; por otro lado, las fuerzas inexplicables e inflexibles que a todos nos rodean, por el derecho de que estamos vivos, son para el brujo la fuente de un peligro todavía mayor. Que un semejante lo atraviese a uno duele, cómo no, pero ese dolor no es nada en comparación con el topetazo de un aliado. Un brujo, al abrirse al conocimiento, pierde sus resguardos y se hace presa de tales fuerzas y sólo tiene un medio de equilibrio: su voluntad; por eso debe sentir y actuar como un guerrero. Te lo repito una vez más: sólo como guerrero es posible sobrevivir en el camino del conocimiento. Lo que ayuda a un brujo a vivir una vida mejor es la fuerza de ser guerrero.
—Es mi obligación enseñarte a ver. No porque yo personalmente quiera hacerlo, sino porque fuiste escogido; tú me fuiste señalado por Mescalito. Sin embargo, mi deseo personal me fuerza a enseñarte a sentir y actuar como guerrero. Yo personalmente creo que ser guerrero es más adecuado que cualquier otra cosa. Por tanto, he procurado enseñarte esas fuerzas como un brujo las percibe porque sólo bajo su impacto aterrador puede uno convertirse en guerrero. Ver sin ser antes un guerrero te debilitaría; te daría una mansedumbre falsa, un deseo de hundirte en el olvido; tu cuerpo se echaría a perder porque te harías indiferente. Mi obligación personal es hacerte guerrero para que no te desmorones.
—Te he oído decir una y otra vez que siempre estás dispuesto a morir. No considero necesario ese sentimiento. Me parece una entrega inútil. Un guerrero sólo debe estar preparado para la batalla. También te he oído decir que tus padres dañaron tu espíritu. Yo creo que el espíritu del hombre es algo que se daña muy fácilmente, aunque no con las mismas acciones que tú llamas dañinas. Creo que tus padres sí te dañaron, haciéndote indulgente y flojo y dado a quedarte sentado más de la cuenta.
—El espíritu de un guerrero no está engranado para la entrega y la queja, ni está engranado para ganar o perder. El espíritu de un guerrero sólo está engranado para la lucha, y cada lucha es la última batalla del guerrero sobre la tierra. De allí que el resultado le importa muy poco. En su última batalla sobre la tierra, el guerrero deja fluir su espíritu libre y claro. Y mientras libra su batalla, sabiendo que su voluntad es impecable, el guerrero ríe y ríe.
Terminé de escribir y alcé la vista. Don Juan me miraba. Meneó la cabeza de lado a lado y sonrió.
—¿De veras escribes todo? —preguntó en tono incrédulo—. Genaro dice que nunca puede estar serio contigo porque tú siempre estás escribiendo. Tiene razón; ¿cómo puede uno estar serio si siempre escribes?
Rió por lo bajo, y yo traté de defender mi posición.
—No importa —dijo—. Si algún día aprendes a ver, supongo que habrás de hacerlo de ese rarísimo modo.
Se puso de pie y miró el cielo. Era alrededor del mediodía. Dijo que aún había tiempo para salir de cacería a un sitio en las montañas.
—¿Qué vamos a cazar? —pregunté.
—Un animal especial: venado o jabalí, o puede que un puma.
Calló un momento y después añadió:
—Hasta un águila.
Me incorporé y lo seguí hacia mi coche. Dijo que esta vez sólo íbamos a observar, y a descubrir qué animal debíamos cazar. Estaba a punto de subir en el coche cuando pareció recordar algo. Sonrió y dijo que el viaje debía posponerse hasta que yo hubiera aprendido algo sin lo cual nuestra caza sería imposible.
Desandamos nuestros pasos y volvimos a sentarnos bajo la ramada. Había muchas cosas que yo deseaba preguntar, pero él habló de nuevo sin darme tiempo de decir nada.
—Esto nos lleva al último punto que debes saber sobre la vida de un guerrero. Un guerrero elige los elementos que forman su mundo. El otro día que viste al aliado y tuve que lavarte dos veces, ¿sabes qué cosa te pasaba?
—No.
—Habías perdido tus resguardos.
—¿Qué resguardos? ¿De qué habla usted?
—Dije que un guerrero elige los elementos que forman su mundo. Elige con deliberación, pues cada elemento que escoge es un escudo que lo protege de los ataques de las fuerzas que él lucha por usar. Un guerrero utiliza sus resguardos para protegerse de su aliado, por ejemplo.
—Un hombre común y corriente, igualmente rodeado por esas fuerzas inexplicables, se olvida de ellas porque tiene otras clases de resguardos especiales para protegerse.
Hizo una pausa y me miró con una pregunta en los ojos. Yo no había entendido a qué se refería.
—¿Qué son esos resguardos? —pregunté.
—Lo que la gente hace —repuso.
—¿Qué hace?
—Bueno, mira a tu alrededor. La gente está ocupada haciendo lo que la gente hace. Esos son sus resguardos. Cada vez que un brujo se encuentra con cualquiera de esas fuerzas inexplicables e inflexibles de las que hemos hablado, su abertura se ensancha, haciéndolo más susceptible a su muerte de lo que es comúnmente; te he dicho que morimos por esa abertura; por ello, si está abierta, uno tiene que tener la voluntad lista para llenarla; eso es, si uno es guerrero. Si uno no es guerrero, como tú, el único recurso que le queda es usar las actividades de la vida cotidiana para apartar a la mente del susto del encuentro y así permitir que la abertura se cierre. Tú te enojaste conmigo ese día que te encontraste al aliado. Te hice enojar cuando paré tu coche y te enfrié al echarte al agua. El que tuvieras la ropa puesta te dio aún más frío. El enojo y el frío te ayudaron a cerrar tu abertura y quedaste protegido. Pero a esta altura en tu vida ya no puedes usar esos resguardos en forma tan efectiva como un hombre corriente. Sabes demasiado de esas fuerzas y ahora estás por fin al borde de sentir y actuar como guerrero. Tus antiguos resguardos ya no son seguros.
—¿Qué es lo que debería hacer?
—Actuar como guerrero y elegir los elementos de tu mundo. Ya no puedes rodearte de cosas a la loca. Te digo esto de la manera más seria. Ahora, por primera vez, no estás seguro en tu antigua forma de vivir.
—¿A qué se refiere usted con lo de elegir los elementos de mi mundo?
—Un guerrero encuentra esas fuerzas inexplicables e inflexibles porque las anda buscando adrede; así que siempre está preparado para el encuentro. Tú, en cambio, nunca estás preparado. Es más, si esas fuerzas vienen a ti van a tomarte por sorpresa; el susto ensanchará tu abertura y por ahí se escapará sin remedio tu vida. Entonces, la primera cosa que debes hacer es estar preparado. Piensa que el aliado va a saltar en cualquier momento frente a tus ojos y debes estar listo. Encontrarse con un aliado no es fiesta de domingo ni paseo al campo, y un guerrero toma la responsabilidad de proteger su vida. Luego, si cualquiera de esas fuerzas te topa y ensancha tu abertura, debes luchar deliberadamente por cerrarla tú solo. Para ese propósito deberás haber elegido cierto número de cosas que te den paz y placer, cosas que puedas usar deliberadamente para apartar los pensamientos de tu susto y cerrarte y amacizarte.
—¿Qué clase de cosas?
—Hace años te dije que, en su vida cotidiana, el guerrero escoge seguir el camino con corazón. La consistente preferencia por el camino con corazón es lo que diferencia al guerrero del hombre común. El guerrero sabe que un camino tiene corazón cuando es uno con él, cuando experimenta gran paz y placer al atravesar su largo. Las cosas que un guerrero elige para hacer sus resguardos son los elementos de un camino con corazón.
—Pero usted dice que yo no soy guerrero, de modo que ¿cómo puedo escoger un camino con corazón?
—Este es el empalme de caminos. Digamos que hasta hoy no tenías verdadera necesidad de vivir como guerrero. Ahora es distinto, ahora debes rodearte con los elementos de un camino con corazón y debes rehusar el resto, o de otro modo perecerás en el próximo encuentro. Puedo añadir que ya no necesitas pedir el encuentro. Ahora, un aliado puede venir a ti mientras duermes; mientras hablas con tus amigos; mientras escribes.
—Durante años he tratado realmente de vivir de acuerdo con sus enseñanzas —dije—. Por lo visto no he sabido hacerlo. ¿Cómo puedo mejorar ahora?
—Piensas y hablas demasiado. Debes dejar de hablar contigo mismo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Hablas demasiado contigo mismo. No eres único en eso. Cada uno de nosotros lo hace. Sostenemos una conversación interna. Piensa en eso. ¿Qué es lo que siempre haces cuando estás solo?
—Hablo conmigo mismo.
—¿De qué te hablas?
—No sé; de cualquier cosa, supongo.
—Te voy a decir de qué nos hablamos. Nos hablamos de nuestro mundo. Es más, mantenemos nuestro mundo con nuestra conversación interna.
—¿Cómo es eso?
—Cuando terminamos de hablar con nosotros mismos, el mundo es siempre como debería ser. Lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos con nuestra conversación interna. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De allí que repetimos las mismas preferencias una y otra vez hasta el día en que morimos, porque seguimos repitiendo la misma conversación interna una y otra vez hasta el día en que morimos.
—Un guerrero se da cuenta de esto y lucha por parar su habladuría. Éste es el último punto que debes saber si quieres vivir como guerrero.
—¿Cómo puedo dejar de hablar conmigo mismo?
—Antes que nada debes usar tus oídos a fin de quitar a tus ojos parte de la carga. Desde que nacimos hemos estado usando los ojos para juzgar el mundo. Hablamos a los demás, y nos hablamos a nosotros mismos, acerca de lo que vemos. Un guerrero se da cuenta de esto y escucha el mundo; escucha los sonidos del mundo.
Guardé mis notas. Don Juan rió y dijo que no buscaba llevarme a forzar el proceso, que escuchar los sonidos del mundo debía hacerse armoniosamente y con gran paciencia.
—Un guerrero se da cuenta de que el mundo cambiará tan pronto como deje de hablarse a sí mismo —dijo—, y debe estar preparado para esa sacudida monumental.
—¿Qué es lo que quiere usted decir, don Juan?
—El mundo es así-y-así o así-y-asá sólo porque nos decimos a nosotros mismos que esa es su forma. Si dejamos de decirnos que el mundo es así-y-asá, el mundo deja de ser así-y-asá. En este momento no creo que estés listo para un golpe tan enorme; por eso debes empezar despacio a deshacer el mundo.
—¡Palabra que no le entiendo!
—Tu problema es que confundes el mundo con lo que la gente hace. Pero tampoco en eso eres el único. Todos lo hacemos. Las cosas que la gente hace son los resguardos contra las fuerzas que nos rodean; lo que hacemos como gente nos da consuelo y nos hace sentirnos seguros; lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero sólo como resguardo. Nunca aprendemos que las cosas que hacemos como gente son sólo resguardos, y dejamos que dominen y derriben nuestras vidas. De hecho, podría decir que para la humanidad, lo que la gente hace es más grande y más importante que el mundo mismo.
—¿A qué llama usted el mundo?
—El mundo es todo lo que está encajado aquí —dijo, y pateó el suelo—. La vida, la muerte, la gente, los aliados y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desenredaremos sus secretos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: ¡un absoluto misterio!
—Pero un hombre corriente no hace esto. El mundo nunca es un misterio para él, y cuando llega a viejo está convencido de que no tiene nada más por qué vivir. Un viejo no ha agotado el mundo. Sólo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Qué precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos!
—Un guerrero se da cuenta de esta confusión y aprende a tratar a las cosas debidamente. Las cosas que la gente hace no pueden, bajo ninguna condición, ser más importantes que el mundo. De modo que un guerrero trata el mundo como un interminable misterio, y lo que la gente hace como un desatino sin fin.