XIII

Mi siguiente intento de «ver» tuvo lugar el 3 de septiembre de 1969. Don Juan me hizo fumar dos cuencos de la mezcla. Los efectos inmediatos fueron idénticos a los experimentados anteriormente. Recuerdo que, cuando mi cuerpo se hallaba adormecido por completo, don Juan me tomó del sobaco derecho y me condujo al espeso chaparral desértico que se extiende por kilómetros alrededor de su casa. No recuerdo qué hicimos don Juan o yo después de entrar en el matorral, ni cuánto tiempo anduvimos; en determinado momento me descubrí sentado en la cima de un cerrito. Don Juan había tomado asiento a mi izquierda, tocándome. Yo no podía sentirlo, pero lo veía con el rabo del ojo. Tuve la sensación de que me había estado hablando, aunque no lograba recordar sus palabras. De cualquier modo sentía saber exactamente lo que había dicho, pese al hecho de que no me era posible recobrarlo en mi memoria lúcida. Sentía que sus palabras eran como los vagones de un tren que se aleja, y la última era como un cabús cuadrangular. Yo sabía cuál era esa última palabra, pero no podía decirla ni pensar claramente en ella. Era un estado de semivigilia, con la imagen onírica de un tren de palabras.

Entonces oí muy levemente la voz de don Juan que me hablaba.

—Ahora debes mirarme —dijo, volviendo mi rostro hacia el suyo. Repitió la frase tres o cuatro veces.

Al mirar, descubrí de inmediato el mismo efecto de resplandor que dos veces antes había percibido en su cara; era un movimiento hipnotizante, un cambio ondulatorio de luz dentro de áreas contenidas. No había límites precisos para esas áreas, y sin embargo la luz ondulante no se derramaba: se movía dentro de fronteras invisibles.

Paseé la vista sobre el objeto resplandeciente frente a mí, y en el acto empezó a perder su brillo y los rasgos familiares del rostro de don Juan surgieron, o más bien se superpusieron al resplandor falleciente. Luego debo haber fijado una vez más la mirada: las facciones de don Juan se desvanecieron y el brillo se intensificó. Yo había puesto mi atención en una zona que debía ser, el ojo izquierdo. Advertí que allí el movimiento del resplandor no estaba contenido. Percibí algo como explosiones de chispas. Las explosiones eran rítmicas, y despedían unas como partículas de luz que volaban hacia mí con fuerza aparente y luego se retiraban como si fueran fibras de hule.

Don Juan debe haber hecho girar mi cabeza. De pronto me hallé mirando un campo de labranza.

—Ahora mira al frente —oí decir a don Juan.

Frente a mí, a unos doscientos metros, había un cerro grande y largo; toda la cuesta estaba arada. Surcos horizontales corrían paralelos desde la base hasta la cima del cerro. Noté que en el campo labrado había cantidad de piedras chicas y tres enormes peñascos que interrumpían la rectitud de los surcos. Justamente delante de mí había unos arbustos que me impedían observar los detalles de una barranca o cañada al pie del cerro. Desde donde me hallaba, la cañada parecía un corte profundo, con vegetación verde marcadamente distinta del cerro yermo. El verdor parecían ser árboles que crecían en el fondo de la cañada. Sentí una brisa soplar en mis ojos. Tuve un sentimiento de paz y quietud profunda. No se escuchaban pájaros ni insectos.

Don Juan volvió a hablarme. Me tomó un momento entender lo que decía.

—¿Ves un hombre en ese campo? —preguntaba repetidamente.

Quise decirle que no había nadie en el campo, pero no pude vocalizar las palabras. Desde atrás, don Juan tomó mi cabeza entre sus manos —yo veía sus dedos sobre mi ceño y mis mejillas— y me hizo barrer todo el campo, moviéndome despacio la cabeza de derecha a izquierda y luego en dirección contraria.

—Observa cada detalle. Tu vida puede depender de ello —lo oí decir una y otra vez.

Me hizo recorrer cuatro veces el horizonte visual de 180 grados frente a mí. En cierto momento, cuando había movido mi cabeza hacia la extrema izquierda, creí ver algo que se movía en el campo. Tuve una breve percepción de movimiento con el rabo del ojo derecho. Don Juan empezó a volver mi cabeza hacia la derecha y pude enfocar la mirada en el campo. Vi un hombre caminar a lo largo de los surcos. Era un hombre común vestido como campesino mexicano; llevaba huaraches, pantalones gris claro, camisa beige de manga larga, sombrero de paja y un morral café claro colgado del hombro derecho con una correa.

Don Juan notó, sin duda, que yo había visto al hombre. Me preguntó repetidamente si el hombre me miraba o si venía en mi dirección. Quise decirle que el hombre se alejaba dándome la espalda, pero sólo pude pronunciar: «No». Don Juan dijo que si el hombre se volvía y se acercaba, yo debía gritar, y él me haría volver la cabeza para protegerme.

No experimenté ningún sentimiento de miedo o aprensión o participación. Observaba fríamente la escena. El hombre se detuvo a medio campo. Quedó parado con el pie derecho en la saliente de un gran peñasco redondo, como si estuviera atando su huarache. Luego se enderezó, sacó de su morral un cordel y lo enredó en su mano izquierda. Me dio la espalda y, enfrentando la cima del cerro, se puso a escudriñar el área ante sus ojos. Supuse que lo hacía por la forma en que movía la cabeza, volviéndola despacio y de continuo a la derecha; lo vi de perfil, y luego empezó a volver todo su cuerpo hacia mí, hasta que estuvo mirándome. Echó la cabeza bruscamente hacia atrás, o la movió de manera que supe, sin lugar a dudas, que me había visto. Extendió al frente su brazo izquierdo, señalando el suelo, y con el brazo en tal postura empezó a caminar hacia mí.

—¡Ahí viene! —grité sin ninguna dificultad.

Don Juan debe haber vuelto mi cabeza, porque después estaba yo mirando el chaparral. Me dijo que no clavara la vista, sino mirara «a la ligera» las cosas, pasándoles los ojos por encima. Dijo que iba a pararse a corta distancia, frente a mí, y luego a caminar en mi dirección, y que yo debía observarlo hasta ver su resplandor.

Vi a don Juan retirarse unos veinte metros. Caminaba con increíble rapidez y agilidad, tanto que yo apenas podía creer que fuera don Juan. Se volvió a encararme y me ordenó mirarlo.

Su rostro brillaba: parecía una mancha de luz. La luz se derramaba por el pecho casi hasta la mitad del cuerpo. Era como si yo estuviera mirando una luz a través de párpados entrecerrados. El resplandor parecía expanderse y amainar. Don Juan debe haber empezado a caminar hacia mí, pues la luz se hizo más intensa y mejor discernible.

Me dijo algo. Pugné por comprender y perdí mi visión del resplandor, y entonces vi a don Juan como lo veo todos los días; se hallaba a medio metro de distancia. Tomó asiento encarándome.

Al concentrar mi atención en su rostro empecé a percibir un vago resplandor. Luego fue como si delgados haces de luz se entrecruzaran. El rostro de don Juan se veía como si alguien le echara el cardillo de espejos diminutos; conforme la luz se intensificaba, la faz perdió sus contornos y de nuevo era un objeto brillante amorfo. Percibí una vez más el efecto de explosiones pulsantes de luz enlanadas desde un espacio que debe haber sido su ojo izquierdo. No enfoqué allí mi atención, sino que deliberadamente miré una zona adyacente que supuse el ojo derecho. De inmediato capté la visión de un estanque de luz, claro y transparente. Era una luz líquida.

Noté que percibir era más que avistar: era sentir. El estanque de luz oscura y líquida tenía una profundidad extraordinaria. Era «amistoso», «bueno». La luz que emanaba de allí, en vez de estallar, giraba en lento remolino hacia adentro, creando reflejos exquisitos. El resplandor tenía un modo tan bello y delicado de tocarme, de confortarme, que me daba sensación de delicia.

Vi un anillo simétrico de brillantes rayones de luz expandirse rítmicamente sobre la planicie vertical del área resplandeciente. El anillo creció hasta cubrir casi toda la superficie y luego se contrajo a un punto de luz en medio del charco brillante. Vi el anillo expandirse y contraerse varias veces. Luego me eché atrás cuidando de no perder la visión, y pude ver ambos ojos. Distinguí el ritmo de ambos tipos de explosiones luminosas. El ojo izquierdo despedía rayos de luz que sobresalían de la planicie vertical, mientras los del ojo derecho irradiaban sin proyectarse. El ritmo de ambos ojos alternaba: la luz del ojo izquierdo estallaba hacia afuera mientras los haces radiantes del ojo derecho se contraían y giraban hacia adentro. Luego, la luz del ojo derecho se extendía para cubrir toda la superficie resplandeciente mientras la luz del ojo izquierdo se retraía.

Don Juan debe haberme dado vuelta una vez más, pues de nuevo me hallé mirando el campo de labranza. Lo oí decirme que observara al hombre.

El hombre estaba de pie junto al peñasco, mirándome. Yo no podía discernir sus facciones: el sombrero le cubría la mayor parte de la cara. Tras un momento puso su morral bajo el brazo derecho y empezó a alejarse hacia mi diestra. Caminó casi hasta el final del área labrada, cambió de dirección y dio unos pasos hacia la cañada. Entonces perdí control sobre mi enfoque y el hombre desapareció junto con la escena total. La imagen de los arbustos del desierto se superpuso a ella.

No recuerdo cómo volví a casa de don Juan, ni lo que él hizo para «regresarme». Al despertar, yacía sobre mi petate en el cuarto de don Juan. Él acudió a mi lado y me ayudó a levantarme. Me sentía mareado; tenía el estómago revuelto. En forma muy rápida y eficiente, don Juan me arrastró hasta los arbustos al lado de su casa. Vomité y él rió.

Luego me sentí mejor. Miré mi reloj; eran las 11:00 p.m. Me dormí de nuevo y a la una de la tarde siguiente creí ser otra vez yo mismo.

Don Juan me preguntó repetidamente cómo me sentía. Yo tenía la sensación de hallarme distraído. No podía concentrarme realmente. Caminé un rato por la casa, bajo el escrutinio atento de don Juan. Me seguía a todas partes. Sentí que no había nada que hacer y volví a dormirme. Desperté al atardecer, muy mejorado. En torno mío hallé muchas hojas aplastadas. De hecho, desperté bocabajo encima de un montón de hojas. Su olor era muy fuerte. Recuerdo haber cobrado conciencia de aquel olor antes de despertar por entero.

Fui atrás de la casa y hallé a don Juan sentado junto a la zanja de irrigación. Al ver que me acercaba, hizo gestos frenéticos para detenerme y hacerme volver a la casa.

—¡Corre para adentro! —gritó.

Entré corriendo en la casa y él llegó un instante después.

—No me sigas nunca —dijo—. Si quieres verme espérame aquí.

Me disculpé. Él me dijo que no me desperdiciara en disculpas tontas que no tenían el poder de cancelar mis actos. Dijo que había tenido muchas dificultades para regresarme y que había estado intercediendo por mí ante el agua.

—Ahora tenemos que correr el riesgo y lavarte en el agua —dijo.

Le aseguré que me sentía muy bien. Él se quedó largo rato mirándome a los ojos.

—Ven conmigo —dijo—. Voy a meterte en el agua.

—Estoy muy bien —dije—. Mire, estoy tomando notas.

Me jaló de mi petate con fuerza considerable.

—¡No te entregues! —dijo—. Cuando menos lo pienses vas a quedarte dormido otra vez. A lo mejor esta vez ya no podré despertarte.

Corrimos a la parte trasera de su casa. Antes de que llegáramos al agua me dijo, en un tono de lo más dramático, que cerrara bien los ojos y no los abriera hasta que él lo indicase. Me dijo que si miraba el agua, aun por un instante, podría morir. Me llevó de la mano y me echó de cabeza en el canal de riego.

Conservé los ojos cerrados mientras él me sumergía y me sacaba del agua; esto duró horas. Experimenté un cambio notable. Lo que había de mal en mi antes de entrar en el agua era tan sutil que no lo noté hasta comparar ese estado con el sentimiento de bienestar y claridad que tuve mientras don Juan me hizo permanecer en la zanja.

El agua se metió en mi nariz y empecé a estornudar. Don Juan me sacó y me llevó, sin dejarme abrir los ojos, hasta la casa. Me hizo cambiarme de ropa y luego me guió a su cuarto, me condujo a sentarme en mi petate, dispuso la dirección de mi cuerpo y me dijo que abriera los ojos. Los abrí, y lo que vi me hizo saltar hacia atrás y agarrarme de su pierna. Experimenté un momento tremendamente confuso. Don Juan me golpeó con los nudillos en la parte más alta de la cabeza. Fue un golpe rápido, no duro ni doloroso, sino más bien como un choque.

—¿Qué pasa contigo? ¿Qué viste? —preguntó.

Al abrir los ojos yo había visto la misma escena que observé antes. Había visto al mismo hombre. Pero esta vez se hallaba casi tocándome. Vi su rostro. Había en él cierto aire de familiaridad. Casi supe quién era. La escena se desvaneció cuando don Juan me pegó en la cabeza.

Alcé los ojos a don Juan. Tenía la mano lista para pegarme de nuevo. Riendo, preguntó si quería yo otro coscorrón. Solté su pierna y me relajé sobre mi petate. Me ordenó mirar directamente hacia adelante y por ningún motivo volverme en dirección del agua atrás de su casa.

Hasta entonces advertí que el cuarto estaba en tinieblas. Por un instante no estuve seguro de tener abiertos los ojos. Los toqué para asegurarme. Llamé a don Juan en voz alta y le dije que algo andaba mal con mis ojos; no podía yo ver nada, cuando un momento antes lo había visto dispuesto a pegarme. Oí su risa a la derecha, sobre mi cabeza, y luego encendió su linterna de petróleo. Mis ojos se adaptaron a la luz en cuestión de segundos. Todo estaba como siempre: las paredes de ramas y argamasa y las raíces medicinales secas, extrañamente contrahechas, que colgaban de ellas; el techo de paja; la linterna de petróleo colgada de una viga. Yo había visto la habitación cientos de veces, pero ahora sentí que había algo único en ella y en mí mismo. Ésta era la primera vez que yo no creía en la «realidad» definitiva de mi percepción. Había estado acercándome con cautela hacia tal sentimiento, y acaso lo había intelectualizado en diversas ocasiones, pero jamás me había hallado al borde de la duda seria. Ahora, sin embargo, no creí que el cuarto fuera «real», y por un momento tuve la extraña sensación de que se trataba de una escena que desaparecería si don Juan me golpeaba la cabeza con los nudillos. Empecé a temblar sin tener frío. Espasmos nerviosos recorrían mi espina. Sentía la cabeza pesada, sobe todo en la zona directamente encima de la nuca.

Me quejé de no sentirme bien y dije a don Juan lo que había visto. Él se rió de mí, diciendo que sucumbir al susto era una entrega miserable.

—Estás asustado sin tener miedo —dijo—. Viste al aliado que te miraba, gran cosa. Espera a tenerlo cara a cara antes de cagarte en los calzones.

Me indicó levantarme y caminar hacia mi coche sin volverme en dirección del agua, y esperarlo mientras traía una soga y una pala. Me hizo manejar hasta un sitio donde habíamos hallado un tocón de árbol. Nos pusimos a cavar para sacarlo. Trabajé terriblemente duro horas enteras. No sacamos el tocón, pero me sentí mucho mejor. Regresamos a la casa y comimos y las cosas eran de nuevo perfectamente «reales» y comunes.

—¿Qué me sucedió? —pregunté—. ¿Qué hice ayer?

—Me fumaste y luego fumaste un aliado —dijo él.

—¿Cómo dijo?

Don Juan rió y dijo que al rato iba yo a exigirle contar todo desde el principio.

—Me fumaste —repitió—. Me miraste a la cara, a los ojos. Viste las luces que marcan la cara de un hombre. Yo soy brujo: tú viste eso en mis ojos. Pero no lo sabías, porque ésta es la primera vez que lo haces. Los ojos de los hombres no son todos iguales. Pronto lo descubrirás. Luego fumaste un aliado.

—¿Dice usted el hombre en el campo?

—No era hombre, era un aliado que te hacía señas.

—¿A dónde fuimos? ¿Dónde estábamos cuando vi a ese hombre, digo, a ese aliado?

Don Juan señaló con la barbilla un área frente a su casa y dijo que me había llevado a lo alto de un cerrito. Dije que el paisaje que observé no tenía nada en común con el desierto de chaparrales alrededor de su casa, y repuso que el aliado que me había «hecho señas» no era de los alrededores.

—¿De dónde es?

—Te llevaré allí muy pronto.

—¿Qué significa mi visión?

—Estabas aprendiendo a ver, eso era todo; pero ahora se te están cayendo los calzones porque te entregas; te has abandonado a tu susto. Capaz sería bueno que describieras todo cuanto viste.

Cuando empecé a describir la apariencia que su propio rostro me había presentado, me detuvo y dijo que eso no tenía ninguna importancia. Le dije que casi lo había visto como un «huevo luminoso». Respondió que «casi» no era suficiente, y que ver me llevaría mucho tiempo y esfuerzo.

Le interesaban la escena del campo labrado y todos los detalles que pudiera yo recordar del hombre.

—Ese aliado te estaba haciendo señas —dijo—. Cuando vino hacia ti y yo te moví la cabeza, no fue porque te estuviera poniendo en peligro sino porque es mejor esperar. Tú no tienes prisa. Un guerrero nunca está ocioso ni tiene prisa. Encontrarse con un aliado sin estar preparado es como atacar a un león a pedos.

Me gustó la metáfora. Compartimos un delicioso momento de risa.

—¿Qué habría pasado si usted no me mueve la cabeza?

—Habrías tenido que moverla solo.

—¿Y si no lo hacía?

—El aliado habría llegado hasta ti y te habría dado un buen susto. Si hubieras estado solo, habría podido matarte. No es aconsejable que estés sólo en las montañas o en el desierto hasta que puedas defenderte. Un aliado podría agarrarte allí solo y hacerte picadillo.

—¿Qué significado tenían sus acciones?

—Al mirarte quería decir que te da la bienvenida. Te enseñó que necesitas un cazador de espíritus y un morral, pero no de estos rumbos; su bolsa era de otra parte del país. Tienes en tu camino tres piedras de tropiezo que te detienen; eran las peñas. Y, definitivamente, vas a sacar tus mejores poderes de cañadas y barrancas; el aliado te señaló la barranca. El resto de la escena era para ayudarte a localizar el sitio exacto donde encontrarlo. Ya sé dónde está ese sitio. Te llevaré allí muy pronto.

—¿Quiere usted decir que el paisaje que vi existe realmente?

—Por supuesto.

—¿Dónde?

—No te lo puedo decir.

—¿Cómo hallaría yo ese sitio?

—Tampoco puedo decírtelo, y no porque no quiera sino porque sencillamente no sé cómo decírtelo.

Quise saber el significado de haber visto la misma escena estando en la casa. Don Juan rió e imitó la forma en que me había asido a su pierna.

—Era una reafirmación de que el aliado te quiere —dijo—. Ese era su modo de hacernos saber sin lugar a dudas de que te daba la bienvenida.

—¿Y el rostro que vi?

—Su rostro te es familiar porque lo conoces. Lo has visto antes. Quizás es el rostro de tu muerte. Te asustaste, pero eso fue descuido tuyo. Él te esperaba, y cuando se mostró sucumbiste al susto. Por suerte yo estaba allí para pegarte; si no, él se habría vuelto en tu contra, y merecido lo tenías. Para tener un aliado, hay que ser un guerrero sin mancha, o el aliado puede volverse contra uno y destruirlo.

Don Juan me disuadió de volver a Los Ángeles la mañana siguiente. Al parecer, pensaba que aún no me había recuperado por completo. Insistió en que me sentara en su cuarto, mirando al sureste, con el fin de preservar mi fuerza. Se sentó a mi izquierda, me entregó mi cuaderno y dijo que esta vez yo lo tenía agarrado: no sólo debía quedarse conmigo, sino también hablar conmigo.

—Tengo que llevarte otra vez al agua al anochecer —dijo—. Todavía no estás macizo y no deberías quedarte solo hoy. Te haré compañía toda la mañana; en la tarde estarás mejor.

Su preocupación me puso muy aprensivo.

—¿Qué anda mal conmigo? —pregunté.

—Topaste un aliado.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—No debemos hablar hoy de aliados. Hablemos de cualquier otra cosa.

Yo no tenía en realidad ningún deseo de hablar. Había empezado a sentirme ansioso e inquieto. A don Juan, al parecer, la situación le resultaba totalmente ridícula; rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

—No me salgas con que, ahora que deberías hablar, no vas a hallar nada que decir —dijo, sus ojos brillando con malicia. Su humor era muy reconfortante.

Un solo tema me interesaba en ese momento: el aliado. Qué familiar su rostro; no era como si yo lo conociese o lo hubiera visto antes. Era otra cosa. Cada vez que empezaba a pensar en ese rostro, mi mente experimentaba un bombardeo de pensamientos ajenos, como si alguna parte de mí mismo conociera el secreto pero no permitiese que el resto de mí se le acercara. La sensación de que el rostro del aliado era familiar resultaba tan extraña que me había forzado a un estado de melancolía mórbida. Don Juan había dicho que podía ser el rostro de mi muerte. Creo que esa frase me tenía sujeto. Quería desesperadamente preguntar acerca de ella y sentía con claridad que don Juan estaba conteniéndome. Llené los pulmones un par de veces y acabé preguntando.

—¿Qué es la muerte, don Juan?

—No sé —dijo él, sonriendo.

—Quiero decir, ¿cómo describiría usted la muerte? Quiero sus opiniones. Creo que todo el mundo tiene opiniones definidas acerca de la muerte.

—No sé de qué estás hablando.

Yo tenía el Libro tibetano de los muertos en la cajuela de mi coche. Se me ocurrió usarlo como tema de conversación, ya que trataba de la muerte. Dije que iba a leérselo e hice por levantarme. Don Juan me indicó permanecer sentado y fue él por el libro.

—La mañana es mala hora para los brujos —dijo para explicar el que yo debiera estarme quieto—. Estás demasiado débil para salir de mi cuarto. Aquí adentro estás protegido. Si ahora te echaras a andar, lo más probable es que hallaras un desastre terrible. Un aliado podría matarte en el camino o en el matorral, y luego, cuando encontraran tu cuerpo, dirían que moriste misteriosamente o que tuviste un accidente.

Yo no estaba en posición ni de humor para poner en duda sus decisiones, así que me estuve quieto casi toda la mañana, leyéndole y explicándole algunas partes del libro. Escuchó con atención, sin interrumpirme para nada. Dos veces tuve que parar durante periodos cortos, mientras él traía agua y comida, pero apenas quedaba desocupado nuevamente me urgía a continuar la lectura. Parecía muy interesado.

Cuando terminé, don Juan me miró.

—No entiendo por qué esa gente habla de la muerte como si la muerte fuera como la vida —dijo con suavidad.

—A lo mejor así lo entienden ellos. ¿Piensa usted que los tibetanos ven?

—Difícilmente. Cuando uno aprende a ver, ni una sola de las cosas que conoce prevalece. Ni una sola. Si los tibetanos vieran, sabrían de inmediato que ninguna cosa es ya la misma. Una vez que vemos, nada es conocido; nada permanece como solíamos conocerlo cuando no veíamos.

—Quizá, don Juan, ver no sea lo mismo para todos.

—Cierto. No es lo mismo. Pero eso no significa que prevalezcan los significados de la vida. Cuando uno aprende a ver, ni una sola cosa es la misma.

—Los tibetanos piensan, obviamente, que la muerte es como la vida. ¿Cómo piensa usted que sea la muerte? —pregunté.

—Yo no pienso que la muerte sea como nada, y creo que los tibetanos han de estar hablando de otra cosa. En todo caso, no están hablando de la muerte.

—¿De qué cree usted que estén hablando?

—A lo mejor tú puedes decírmelo. Tú eres el que lee.

Traté de decir algo más, pero él empezó a reír.

—Acaso los tibetanos de veras ven —prosiguió don Juan—, en cuyo caso deben haberse dado cuenta de que lo que ven no tiene ningún sentido y entonces escribieron esa porquería porque todo les da igual, en cuyo caso lo que escribieron no es porquería de ninguna clase.

—En realidad no me importa lo que los tibetanos digan —le dije—, pero sí me importa mucho lo que diga usted. Me gustaría oír qué piensa usted de la muerte.

Se me quedó viendo un instante y luego soltó una risita. Abrió los ojos y alzó las cejas en un gesto cómico de sorpresa.

—La muerte es un remolino —dijo—. La muerte es el rostro del aliado; la muerte es una nube brillante en el horizonte; la muerte es el susurro de Mescalito en tus oídos; la muerte es la boca desdentada del guardián; la muerte es Genaro sentado de cabeza; la muerte soy yo hablando; la muerte son tú y tu cuaderno; la muerte no es nada. ¡Nada! Está aquí pero no está aquí en todo caso.

Don Juan rió con gran deleite. Su risa era como una canción; tenía una especie de ritmo de danza.

—Mis palabras no tienen sentido, ¿eh? —dijo don Juan—. No puedo decirte cómo es la muerte. Pero quizá podría hablarte de tu propia muerte. No hay manera de saber cómo será de cierto, pero sí podría decirte cómo sea tal vez.

En ese punto me asusté y repuse que yo sólo quería saber lo que la muerte parecía ser para él; recalqué que me interesaban sus opiniones sobre la muerte en un sentido general, pero no buscaba enterarme en detalle de la muerte personal de nadie, y menos de la mía.

—Yo nada más puedo hablar de la muerte en términos personales —dijo él—. Tú querías que te hablara de la muerte. ¡Muy bien! Entonces no tengas miedo de oír tu propia muerte.

Admití que me hallaba demasiado nervioso para hablar de ella. Dije que deseaba hablar de la muerte en términos generales, como él mismo había hecho la vez que me contó que al momento de la muerte de su hijo Eulalio la vida y la muerte se mezclaron como una niebla de cristales.

—Te dije que la vida de mi hijo se expandió a la hora de su muerte personal —repuso—. Yo no hablaba de la muerte en general, sino de la muerte de mi hijo. La muerte, sea lo que sea, hizo expandir su vida.

Yo quería a toda costa sacar la conversación del terreno de lo particular, y mencioné que había estado leyendo relatos de gente que murió varios minutos y fue revivida a través de técnicas médicas. En todos los casos que leí, las personas involucradas habían declarado, al revivir, que no podían recordar nada en absoluto; que la muerte era simplemente una sensación de oscurecimiento.

—Eso es perfectamente comprensible —dijo él—. La muerte tiene dos etapas. La primera es un oscurecimiento. Es una etapa sin sentido, muy semejante al primer efecto de Mescalito, cuando uno experimenta una ligereza que lo hace sentirse feliz, completo, y todo en el mundo está en calma. Pero ése es sólo un estado superficial; no tarda en desvanecerse y uno entra en un nuevo terreno, el terreno de la dureza y el poder. Esa segunda etapa es el verdadero encuentro con Mescalito. La muerte es muy parecida. La primera etapa es un oscurecimiento superficial. Pero la segunda es la verdadera etapa en que uno se encuentra con la muerte; un breve momento, después de la primera oscuridad, hallamos que, de algún modo, somos otra vez nosotros mismos. Y entonces la muerte choca contra nosotros con su callada furia y su poder, hasta que disuelve nuestras vidas en la nada.

—¿Cómo puede usted tener la certeza de que está hablando de la muerte?

—Tengo mi aliado. El humito me ha enseñado con gran claridad mi muerte inconfundible. Por eso nada más puedo hablar de la muerte personal.

Las palabras de don Juan me ocasionaron una profunda aprensión y una ambivalencia dramática. Tuve el presentimiento de que iba a describirme los detalles exteriores y vulgares de mi muerte y a decir cómo o cuándo moriría yo. La simple idea de saber eso me hacía desesperar y a la vez picaba mi curiosidad. Desde luego, podría haberle pedido describir su propia muerte, pero sentí que tal petición sería bastante descortés y la cancelé automáticamente.

Don Juan parecía disfrutar mi conflicto. Su cuerpo se retorcía de risa.

—¿Quieres saber cómo podría ser tu muerte? —me preguntó con deleite infantil en el rostro.

Su malicioso placer en acosarme me daba ánimos. Casi mellaba mi aprensión.

—Bueno, dígame —dije, y mi voz se quebró.

Don Juan tuvo una formidable explosión de risa. Agarrándose el estómago, rodó de lado y repitió burlonamente: «Bueno, dígame», con una quebradura en su voz. Luego se enderezó y tomó asiento, asumiendo una tiesura fingida, y con tono trémulo dijo:

—La segunda etapa de tu muerte muy bien podría ser como sigue.

Sus ojos me examinaron con curiosidad aparentemente genuina. Reí. Me daba cuenta de que sus bromas eran el único recurso capaz de suavizar la idea de la propia muerte.

—Tú manejas mucho —siguió diciendo—, así que tal vez te encuentres, en un momento dado, nuevamente al volante. Será una sensación muy rápida que no te dará tiempo de pensar. De pronto, digamos, te encuentras manejando, como has hecho miles de veces. Pero antes de que puedas recapacitar, notas una formación extraña frente a tu parabrisas. Si miras más de cerca verás que es una nube que parece un remolino brillante. Parece, digamos, una cara, allí en medio del cielo, frente a ti. Mientras la miras, la ves moverse hacia atrás hasta que sólo es un punto brillante en la distancia, y luego notas que empieza a moverse otra vez hacia ti; gana velocidad y, en un parpadeo, se estrella contra el parabrisas de tu coche. Eres fuerte; estoy seguro de que la muerte necesitará un par de golpes para ganarte.

—Para entonces ya sabes dónde estás y qué te está pasando; el rostro retrocede otra vez hasta una posición en el horizonte, toma vuelo y choca contra ti. El rostro entra dentro de ti y entonces sabes: era el rostro del aliado, o era yo hablando, o tú escribiendo. La muerte no era nada todo el tiempo. Nada. Era un puntito perdido en las hojas de tu cuaderno. Pero entra en ti con fuerza incontrolable y te expande; te aplana y te extiende por todo el cielo y la tierra y más allá. Y eres como una niebla de cristales diminutos yéndose, yéndose.

La descripción de mi muerte me afectó mucho. Cuán distinta a lo que yo esperaba oír. Durante un largo rato no pude pronunciar palabra.

—La muerte entra por el vientre —prosiguió don Juan—. Se mete por la abertura de la voluntad. Esa zona es la parte más importante y sensible del hombre. Es la zona de la voluntad y también la zona por la que todos morimos. Lo sé porque mi aliado me guió hasta esa etapa. Un brujo templa su voluntad dejando que su muerte lo alcance, y cuando está plano y empieza a expandirse, su voluntad impecable entra en acción y convierte nuevamente la niebla en una persona.

Don Juan hizo un gesto extraño. Abrió las manos como abanicos, las alzó al nivel de los codos, les dio vuelta hasta que los pulgares tocaron sus flancos, y luego las unió lentamente en el centro del cuerpo, sobre el ombligo. Las retuvo allí un momento. Sus brazos temblaban con la tensión. Luego las subió hasta que las puntas de sus dedos medios tocaron la frente, y las hizo descender a la misma posición sobre el centro del cuerpo.

Fue un gesto formidable. Don Juan lo ejecutó con tal vigor y belleza que quedé fascinado.

—La voluntad es lo que junta al brujo —dijo—, pero conforme la vejez lo debilita su voluntad se apaga, y llega inevitablemente un momento en el que ya no es capaz de dominar su voluntad. Entonces se queda sin nada con qué oponerse a la fuerza silenciosa de su muerte, y su vida se convierte, como las vidas de todos sus semejantes, en una niebla que se expande y se mueve más allá de sus límites.

Don Juan me miró un rato y se puso en pie. Yo tiritaba.

—Puedes ir ya al matorral —dijo—. Es de tarde.

Yo necesitaba ir, pero no me atrevía. Tal vez sentía más sobresalto que miedo. Sin embargo, había desaparecido mi aprensión con respecto al aliado.

Don Juan dijo que no importaba cómo me sintiera siempre y cuando estuviese «sólido». Me aseguró que estaba en perfectas condiciones y que podía ir con seguridad a los matorrales, siempre y cuando no me acercase al agua.

—Ese es otro asunto —dijo—. Necesito lavarte una vez más, así que no te acerques al agua.

Más tarde quiso que lo llevara al pueblo vecino. Mencioné que manejar sería un cambio feliz para mí, porque todavía me hallaba estremecido; la idea de que un brujo jugaba literalmente con su muerte me era bastante grotesca.

—Ser brujo es una carga terrible —dijo él en tono tranquilizador—. Te he dicho que es mucho mejor aprender a ver. Un hombre que ve lo es todo; en comparación, el brujo es un pobre diablo.

—¿Qué es la brujería, don Juan?

Se me quedó mirando un buen rato, sacudiendo la cabeza en forma apenas perceptible.

—La brujería es aplicar la voluntad a una coyuntura clave —dijo—. La brujería es interferencia. Un brujo busca y encuentra la coyuntura clave de cualquier cosa que quiera afectar y luego aplica allí su voluntad. Un brujo no tiene que ver para ser brujo; nada más necesita saber usar su voluntad.

Le pedí explicar lo que quería decir con coyuntura clave. Meditó y luego dijo que él sabía lo que mi coche era.

—Es obviamente una máquina —dije.

—Quiero decir que tu coche son las bujías. Esa es para mí su coyuntura clave. Puedo aplicarle mi voluntad y tu coche no funcionará.

Don Juan subió en mi coche y tomó asiento. Me hizo señas de imitarlo mientras se acomodaba en su lugar.

—Observa lo que hago —dijo—. Como soy un cuervo, primero voy a soltar mis plumas.

Hizo temblar todo el cuerpo. Sus movimientos me recordaban a un gorrión que humedeciera sus plumas en un charco. Bajó la cabeza como un pájaro al meter el pico en el agua.

—Qué bien se siente eso —dijo, y empezó a reír.

Su risa era extraña. Tuvo sobre mí un efecto hipnotizante muy peculiar. Recordé haberlo oído reír de esa manera muchas veces antes. Acaso la razón de que yo jamás hubiera tomado conciencia declarada de ello era que don Juan nunca había reído así el tiempo suficiente en mi presencia.

—Después, el cuervo afloja el pescuezo —dijo, y empezó a torcer el cuello y a frotar las mejillas en sus hombros—. Luego mira el mundo con un ojo y después con el otro.

Sacudió la cabeza mientras, supuestamente, cambiaba su visión del mundo de un ojo a otro. El tono de su risa se hizo más agudo. Tuve la absurda sensación de que iba a convertirse en cuervo delante de mis ojos. Quise disiparla riendo, pero me hallaba casi paralizado. Sentía literalmente una especie de fuerza envolvente que me rodeaba. No tenía miedo, ni estaba mareado o soñoliento. Mis facultades estaban intactas, hasta donde yo podía juzgar.

—Enciende tu coche —dijo don Juan.

Di vuelta a la marcha y automáticamente pisé el acelerador. La marcha empezó a sonar sin encender el motor. La risa de don Juan era un cacareo rítmico y suave. Intenté otra vez, y otra más. Pasé unos diez minutos tratando de encender el motor. Don Juan cacareaba todo el tiempo. Luego desistí y me quedé allí sentado, sintiendo el peso de mi cabeza.

Él dejó de reír y me escudriñó y «supe» entonces que su risa me había obligado a entrar en una especie de trance hipnótico. Aunque yo había tenido plena conciencia de lo que ocurría, sentía no ser yo mismo. Durante el tiempo en que no pude arrancar mi coche estaba muy dócil, casi insensible. Era como si don Juan no sólo estuviese haciéndole algo al coche, sino también a mí. Cuando dejó de cacarear me convencí de que el hechizo había terminado, e impetuosamente volví a girar la marcha. Tuve la certeza de que don Juan sólo me había mesmerizado con su risa, haciéndome creer que no podía arrancar mi coche. Con el rabo del ojo lo vi mirarme con curiosidad, mientras yo movía la marcha y bombeaba con furia el pedal.

Don Juan me dio palmaditas y dijo que la furia me «amacizaría» y que tal vez no necesitara yo otro baño en el agua. Mientras más enojado pudiera ponerme, más rápido me recuperaría de mi encuentro con el aliado.

—No tengas pena —oí decir a don Juan—. Patea el carro.

Estalló su risa natural, cotidiana, y yo me sentí ridículo y reí con cortedad.

Tras un rato, don Juan dijo que había soltado el coche. ¡El motor arrancó!